Kitabı oku: «El árbol de las revoluciones», sayfa 2
Aquella unidad se tradujo en una rápida mutación del concepto de revolución en Cuba, que todavía asombra por su capacidad de reproducción simbólica. Durante los años de la lucha pacífica o armada contra la dictadura de Batista, en los años cincuenta, revolución significaba restauración del orden constitucional de 1940 y lealtad a las ideas republicanas de José Martí. La Revolución, aunque pensada, dicha y escrita con mayúscula, era entendida como un cambio violento y efímero que daría paso a una nueva república. El republicanismo del lenguaje político del periodo insurreccional mantenía a raya a los actores y voces más jacobinos o socialistas. Después de 1961, revolución será otra cosa: un proceso permanente de cambio del sistema capitalista en Cuba y en el mundo, especialmente en el tercer mundo, encabezado por Fidel. En el lenguaje fidelista, el concepto de revolución alcanzó su más plena metaforización en América Latina.
La revolución no solo era eterna, sino omnipresente. La revolución veía y escuchaba, pensaba y hablaba. La revolución creía y sabía o aconsejaba y recomendaba. Eran recurrentes las alusiones de Fidel a la revolución en tercera persona, a veces para autocriticar medidas adoptadas por él mismo. En esa sutil complementariedad, por la cual revolución significa lo mismo que nación y patria, socialismo y nacionalismo, Gobierno y Estado, pueblo y sociedad y, a la vez, algo distinto o superior a todas esas entidades, radica la clave de la fuerza semántica del concepto en el lenguaje político cubano. En ninguna otra revolución del siglo xx, ni en la rusa, la mexicana, la china o la nicaragüense, encontramos una metaforización tan potente. La retorización del concepto revolucionario en Cuba dejó una huella indeleble en la izquierda latinoamericana y caribeña hasta hoy.32
Ese proceso simbólico, incorporado a la ideología del Estado, genera una sobrerrepresentación del concepto en el lenguaje de los dirigentes, en las ciencias sociales académicas y en la propia historiografía, que impide reconocer etapas dentro de la trayectoria revolucionaria en seis décadas, como hacen Valdés Paz y otros autores. La historia de 1959 a la actualidad se presenta, con frecuencia, en bloque, como si el sujeto de la misma fuese una entidad colectiva en la que se funden Gobierno y pueblo, Fidel Castro y la nación cubana. En los días de la muerte de Castro, los medios de comunicación dieron gran cobertura a una cita de un discurso de Fidel del 1 de mayo del año 2000, en la que se condensa la polisemia del término en Cuba:
Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos a nosotros mismos y por nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes fuera y dentro del ámbito local y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y de las ideas. Revolución es unidad, es independencia, es luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo, que es la base de nuestro patriotismo, nuestro socialismo y nuestro internacionalismo.33
En los funerales de Castro, en noviembre de 2016, en el monumento a José Martí en la plaza de la Revolución, decenas de miles de cubanos firmaron un juramento de lealtad a ese texto. Si se lee con detenimiento se observa, claramente, la metaforización a que hacemos referencia. La revolución deja de ser un fenómeno histórico y se convierte en una suerte de guía moral del comportamiento humano y, específicamente, de la acción política. La función del texto es, a la vez, pedagógica, religiosa e ideológica y está formulada de manera universal, desligada del contexto específicamente cubano.
Pero al final, el argumento desemboca en una identificación entre esa “revolución”, el nacionalismo y el socialismo constitutivos de la ideología oficial, es decir, entre revolución y régimen. Por lo tanto, el juramento de lealtad al “concepto de revolución” de Fidel Castro se vuelve una promesa de lealtad al legado del propio líder y de respaldo al sistema político construido a partir de 1976. Respaldo que solo tiene sentido si es practicado desde la “unidad”, es decir, sin que el pluralismo civil se traduzca en una diversidad de opciones políticas en el presente y el futuro de la isla.
Decíamos que en ninguna otra revolución del mundo se llegó a ese grado de metaforización del concepto revolucionario moderno. Desde una perspectiva latinoamericana, un curioso efecto de ese fenómeno es la anulación de cualquier modelo de cambio revolucionario, incluso en Cuba. Desde fines del siglo xx, la idea de revolución parece descontinuada en América Latina y el Caribe por un proceso de universalización de las formas democráticas de lucha por el poder y acceso a los mandatos del Estado. Pero no solo en la mayoría de la región, donde rigen instituciones y leyes democráticas, también en Cuba, único país socialista del hemisferio, la práctica revolucionaria de la política como destrucción acelerada y violenta de un antiguo régimen y construcción de uno nuevo también parece agotada.
de cuba a nicaragua
Tras la Revolución cubana y su giro socialista, gran parte de la izquierda continental suscribió el marxismo. En un inicio se trató de un marxismo que conectaba por diversas vías con la Nueva Izquierda de los años sesenta: guerrillas rurales y urbanas, descolonización, antimperialismo, tercermundismo… Sin embargo, a nivel ideológico y teórico, aquella izquierda preservó una heterogeneidad que iba desde el marxismo-leninismo más ortodoxo, de corte soviético, hasta subsistencias del populismo y el nacionalismo revolucionario, como las del peronismo montonero o los macheteros puertorriqueños, pasando por modalidades del marxismo occidental como el estructuralismo francés, el socialismo británico, la filosofía libertaria de 1968 o el gramscianismo argentino. El guevarismo o, más específicamente, la teoría del foco guerrillero, fue, como advierte la historiografía más actualizada, una variante del discurso y la práctica revolucionarios que nunca llegó a ser plenamente hegemónica en la izquierda regional.34
A pesar de ello, la Revolución cubana generó una matriz de alineamiento geopolítico que lograba imponerse por encima de la diversidad ideológica. Sin perder interlocución con los partidos comunistas más favorables a la línea de Moscú, el Gobierno cubano respaldó, entre 1966 y 1968, iniciativas que intentaban articular una izquierda latinoamericana y tercermundista, por “fuera del bloque”, como decía Wright Mills, tal y como se confirmaría en las reuniones de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y la Organización de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL), dos foros que estuvieron muy ligados a la promoción del proyecto guevarista.35
Esa matriz geopolítica logró preservarse en medio de la institucionalización soviética del socialismo cubano de los setenta, cuando el guevarismo entra en crisis, primero con el breve triunfo del modelo chileno y luego con la diversificación de formas de lucha contra las dictaduras militares. Centroamérica fue el escenario que más claramente expone la capacidad de La Habana para mantener el apoyo a las guerrillas, mientras normaliza vínculos con Gobiernos latinoamericanos como los militarismos progresistas de Velasco Alvarado en Perú, Torres en Bolivia o Torrijos en Panamá, el socialismo pacífico de Salvador Allende y UP en Chile o la Venezuela de Carlos Andrés Pérez.36 Tanto el triunfo sandinista de 1979 como el nuevo impulso que recibieron las guerrillas salvadoreñas y guatemaltecas, a la par del involucramiento de otros Gobiernos regionales como el mexicano, el venezolano, el costarricense o el panameño, estuvieron relacionados con la geopolítica revolucionaria cubana.37
Es interesante observar cómo, en los últimos años, se produce una contradicción entre una historiografía académica que sostiene la tesis de que el Gobierno revolucionario cubano abandonó el apoyo a las guerrillas latinoamericanas en los años setenta y decenas de testimonios de los propios gestores del “internacionalismo” y la “solidaridad” con los movimientos armados de la izquierda regional, como el del comandante Manuel Piñeiro, que apuntan en la dirección contraria. Tanto en el caso del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) como en el del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), algunos de los propios líderes de aquellos movimientos han sido –o siguen siendo– leales a la retórica de la impronta cubana en esos procesos.38
Pero tanto o más interesante es advertir que, al margen de la mayor o menor ascendencia del liderazgo cubano sobre procesos revolucionarios que respondieron a causas propias, el régimen político construido por los pocos proyectos de la izquierda que llegaron al poder, en aquellas décadas, no reprodujo el modelo socialista de la isla. En la breve experiencia chilena, como observa Tanya Harmer, se hizo evidente algo que luego se repetiría en Nicaragua: la enorme popularidad de Fidel Castro y el proyecto cubano en esos países no se traducía, necesariamente, en una reproducción del sistema político de la isla, que las mismas izquierdas allendistas y sandinistas veían demasiado apegado al patrón soviético.39
Cuba desplazó a México como gran referente de la tradición revolucionaria en la Guerra Fría latinoamericana.40 Una paradoja ineludible de ese desplazamiento es que la única de las revoluciones que llegó a triunfar plenamente luego de la cubana, que fue la sandinista, terminará institucionalizando un Estado con elementos tan ajenos al modelo cubano como la economía mixta, el pluripartidismo o la filosofía de los derechos humanos.41 Al margen de que aquella normativa constitucional no haya limitado las tendencias autoritarias del sandinismo en el poder, en un difícil contexto de guerra civil y abierta hostilidad de Estados Unidos, lo cierto es que la evolución ideológica y política de la Nicaragua revolucionaria supuso un importante quiebre del paradigma cubano.
La caída del muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la Unión Soviética en 1992 marcaron la última reconfiguración de la izquierda latinoamericana del pasado siglo. Los partidos comunistas y socialistas y los movimientos sociales que, desde aquella década, se enfrentaron al experimento neoliberal, en su mayoría, dejaron a un lado el marxismo o lo adaptaron a un regreso deliberado a las tradiciones populistas y nacionalistas del siglo xx. El ascenso al poder de Gobiernos de izquierda, en la primera mitad del siglo xxi, con Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Michelle Bachelet en Chile y José Mujica en Uruguay, confirmó aquel rebasamiento del modelo socialista cubano, pero a la vez reforzó las viejas alianzas geopolíticas y la memoria colectiva de la izquierda revolucionaria en la Guerra Fría.
Una lectura de las últimas décadas, más atenta a las instituciones que a los iconos, devela un fenómeno histórico intrigante. En el momento de mayor identificación simbólica y afectiva con la figura de Fidel Castro, esos Gobiernos de la izquierda latinoamericana aplicaron normas constitucionales y políticas públicas contrapuestas a las del socialismo cubano. En el repertorio de valores y prácticas de la nueva izquierda latinoamericana del siglo xxi, heterogéneo de por sí, pesaban más los referentes de las izquierdas populistas y democráticas de la primera mitad del siglo xx que los del marxismo-leninismo de la Guerra Fría. El indigenismo aprista peruano, el peronismo popular argentino o el nacionalismo revolucionario cardenista parecieron entonces más vigentes que cualquier modalidad comunista de la izquierda.
Esa paradoja está relacionada con la actual recomposición del mapa de la izquierda latinoamericana. Vista la historia de las revoluciones latinoamericanas en la larga duración, los movimientos y partidos de la izquierda regional se encontrarían en medio de un tercer ciclo que no acaba de perfilar sus contornos y alcances. Del ciclo mexicano de la primera mitad del siglo xx se transitó al ciclo cubano de la Guerra Fría. En la década pasada, llegó a instalarse la sensación de que el chavismo, el bloque bolivariano o el “socialismo del siglo xxi” inauguraban una tercera fase en la tradición revolucionaria continental. Hoy crece la certidumbre de que no fue así y de que la izquierda está urgida de un rescate de su legado revolucionario y socialista que no reniegue de la democracia conquistada por la ciudadanía, tras el colapso de las últimas dictaduras militares.
1 Ortega y Gasset, 2015, p. 115; Hobsbawm, 2007, pp. 9-12. A pesar de enmarcar la “era revolucionaria” en la Europa de la primera mitad del siglo xix, Hobsbawm, como es sabido, dedicó varios textos a la interpretación del fenómeno revolucionario en América Latina: Bethell (ed.), 2018, pp. 14-30. En otros textos, sin embargo, Hobsbawm cuestionó el guevarismo y el castrismo: Hobsbawm, 2010, pp. 127, 128, 241 y 242.
2 Ibíd., p. 154.
3 Grandin y Joseph, 2010, pp. 2-8.
4 Knight, 2015, pp. 15-18.
5 Bobbio, 1993, pp. 7-10.
6 Annino y Rojas, 2008, pp. 12-16.
7 Martínez Estrada, 1962, pp. 554-559.
8 Lenin, 2017, pp. 5, 47 y 59. Ver también Lenin, 2009, pp. 117 y 240.
9 Ibíd., pp. 300-302, 345 y 346.
10 Ibíd., p. 350.
11 Ibíd.
12 Ibíd., p. 194.
13 Brinton, 1942, pp. 278-290.
14 Koselleck, 2012, p. 169.
15 Lenin, 2009, p. 306.
16 Ulloa y Hernández Santiago, 1987, pp. 108-112
17 Ibíd., p. 155.
18 Ibíd., p. 187 y 190
19 Ibíd., pp. 206 y 207.
20 Ibíd., p. 247.
21 Baroni, 1931, p. 4. Véase también Ávila, 2020, pp. 90 y 91.
22 Ulloa y Hernández Santiago, 1987, p. 271.
23 Ibíd.
24 Marván Laborde, 2017, pp. 46-68.
25 Yankelevich, 1997, pp. 47-55; véase también Yankelevich, 2003, pp. pp. 23-42.
26 Excélsior, 1934, pp. 1 y 2; Excélsior, 1935, pp. 1 y 3; Excélsior, 1936, pp. 1 y 7; Excélsior, 1937, pp. 1 y 8; Excélsior, 1938, pp. 1 y 4; Excélsior, 1939, pp. 1 y 10. Sobre la influencia del cardenismo en América Latina, durante la Guerra Fría, véase Keller, 2015, pp. 13-49.
27 Para una síntesis de la Revolución cubana, véase Thomas, 2011; Pérez Stable, 2012; Farber, 2006; Guerra, 2012; Rojas, 2015; Bloch, 2016, pp. 5-38.
28 Rafael Rojas, 2015, pp. 59-86 y 172-182.
29 Véase, por ejemplo, Guevara, 2019b, pp. 290-298.
30 Ibíd., pp. 147-163.
31 Valdés Paz, 2017, vol. I, pp. 21, 85 y 181; vol. II, pp. 9, 193 y 321.
32 Sobre ese proceso simbólico, véase Certeau, 1995, pp. 35-39. Para el caso específico cubano, véase Gorla, 2014, pp. 25-29.
33 Cubadebate, 2010; Zamorano, 2016.
34 Wright Mills, 1964, pp. 424-430; Castañeda, 1993, pp. 63-106; Carnovale, 2011, pp. 183-204; Farber, 2016, pp. 115-120; Petra, 2017, pp. 372-386; Burgos, 2004, pp. 125-148; Marchesi, 2019, pp. 27-70.
35 Wright Mills, 1964, p. 377.
36 Gleijeses, 2002, pp. 25, 28 y 134; Shoultz, 2009, pp. 378-395; Sánchez Nateras, 2019, pp. 39-43.
37 Vázquez Olivera y Campos Fernández, 2019, pp. 72-95; Suárez Salazar y Kruijt, 2015; Piñeiro, 1999, pp. 187-194 y 237-250.
38 Grenier, 1999, pp. 24-27. Algunos testimonios mencionados se encuentran en Ortega, 1981, pp. 120-145; Borge, 1992; Borge, 1993.
39 Harmer, 2011, pp. 24-27 y 266-288.
40 Pettinà, 2018, pp. 89-198.
41 Walker y Williams, 2010, pp. 483-504.
PRIMERA PARTE
i
Los últimos republicanos
Entre fines del siglo xix y principios del xx se vivió en la política latinoamericana y caribeña una vuelta al lenguaje republicano que merecería mayor atención de los historiadores. Hablamos de décadas marcadas por una serie de fenómenos y episodios que explicarían ese desplazamiento en la cultura política. Desde el punto de vista hemisférico, se trata del momento en que Estados Unidos consolida su hegemonía tras la guerra de 1898, la intervención militar que le siguió en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y la separación de Panamá de Colombia, que representaron la expulsión virtual de intereses europeos en la zona. Desde una perspectiva regional fueron aquellos los años en que se verificó la crisis de las “repúblicas de orden y progreso”, la transición a la república en Brasil y la independencia de Cuba, la articulación de los nuevos nacionalismos contra el predominio norteamericano, el ascenso del movimiento socialista y anarquista y el ciclo revolucionario que arranca en México en 1910.
Desde varios flancos, domésticos e internacionales, aquella coyuntura alentó el regreso al lenguaje republicano. Los nacionalismos y los socialismos, el antimperialismo y la abolición de la esclavitud en Brasil y el Caribe, las críticas al positivismo y el lanzamiento del arielismo, las demandas de extensión del sufragio y el reformismo electoral, entre otros factores, difundieron una atmósfera de refundación republicana en los años del primer centenario de las independencias. En las páginas que siguen, propongo un recorrido por la rearticulación del concepto de república en América Latina y el Caribe, entre fines del siglo xix y principios del xx, deteniéndome en cinco líderes de la región: el cubano José Martí, el brasileño Ruy Barbosa, el colombiano Carlos Eugenio Restrepo, el mexicano Francisco I. Madero y el argentino Hipólito Yrigoyen.
Con el fin del siglo xix se produjo también un “fin de ciclo” en lo que Hilda Sábato ha llamado el “experimento republicano” de América Latina.1 Dentro de aquella transformación de prácticas y discursos políticos ocupó un lugar central el abandono de un revolucionarismo ligado a los pronunciamientos militares y los levantamientos populares y el tránsito a una concepción más orgánica del cambio revolucionario en la región.2 En esa dialéctica o contrapunteo entre lo republicano y lo revolucionario se dirimió la mayor parte de la historia intelectual y política del siglo xx latinoamericano.
de martí a yrigoyen
Martí, como es sabido, organizó la última guerra de independencia de Cuba desde Nueva York y en estrecha colaboración con los gremios de emigrantes tabaqueros en Tampa y Cayo Hueso, entre 1891 y 1895. En otra parte hemos propuesto la idea de que el pensamiento político del cubano capta y rechaza la transformación del liberalismo romántico latinoamericano por obra de las ideas positivistas y evolucionistas e intenta reconducir ese liberalismo por la vía republicana. Podría decirse que Martí intenta resolver la contradicción entre liberalismo y positivismo a través de una síntesis entre la doctrina liberal y la republicana o, para decirlo rápido, poniendo a dialogar a Simón Bolívar con Benito Juárez y a José María Heredia o a fray Servando Teresa de Mier con Domingo Faustino Sarmiento o Juan Montalvo. Preservaba el ideario de los derechos naturales del hombre, pero lo compensaba con un énfasis en la soberanía nacional, la justicia social o lo que llamaba la “dignidad plena del hombre” o “el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre”.3
Martí es, tal vez, uno de los primeros intelectuales y políticos latinoamericanos de aquella generación que personifica la tensión entre los conceptos de “república” y “revolución”. En el cubano hay un esfuerzo continuo por entrelazar los significados de uno y otro término. En las “Bases del Partido Revolucionario Cubano” (1892) dice que la lucha por la independencia cubana y puertorriqueña será una “guerra de espíritu y métodos republicanos” y aclara que “no se propone perpetuar en la República cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática”, sino estimular el “ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre”.4 La mayoría de las veces, en Martí la revolución es el método y la república el fin, pero alguna vez pudo haber invertido la fórmula. En una supuesta carta al socialista Carlos Baliño –digo “supuesta” porque solo contamos con el testimonio del propio Baliño– Martí habría dicho que “todo hay que hacerlo después de la independencia” y llamó al dirigente obrero a “defender las conquistas de la revolución”.5 Ese testimonio fue usado por los intérpretes marxistas de Martí, desde Julio Antonio Mella hasta Fidel Castro, para insinuar una idea de revolución socialista en el poeta y político cubano.
El republicanismo de Martí se abastecía de referentes positivos en la historia política de la segunda mitad del siglo xix, como la República Restaurada mexicana de 1867, la Tercera República francesa de 1870 o la Primera República española de 1873, pero también de los proyectos republicanos de las revoluciones atlánticas de fines del xviii y principios del xix. Otro síntoma de ese republicanismo, que veremos repetirse en Barbosa, Restrepo y Madero, es que sus fuentes intelectuales no eran tanto las del liberalismo decimonónico (Constant, Tocqueville y Stuart Mill) como las de ilustrados del siglo xviii como Montesquieu y Rousseau. En Martí había un arcaísmo ilustrado, muy probablemente originado en su familiaridad con los filósofos trascendentalistas de Concord, como Emerson, Thoreau y Alcott, y con las ideas del evolucionismo social tipo Herbert Spencer y el populismo progresista tipo Henry George y Clarence Seward Darrow.
Una de las cuestiones que inclinaban a Martí a un republicanismo con reservas paralelas hacia el liberalismo y hacia la democracia era el dilema de construir una república en una sociedad que salía del colonialismo y la esclavitud en el Caribe. La complejidad de ese tránsito se refleja en el cuarto punto de las citadas “Bases del Partido Revolucionario Cubano”, cuando afirmaba que el objetivo era fundar “un pueblo nuevo de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”.6 ¿A qué se refería Martí? Evidentemente al tema, también tratado por republicanismo de la primera generación hispanoamericana, como Bolívar, Mier y Varela, y estudiado por Diego von Vacano, de la dificultad de construir repúblicas con ciudadanías moldeadas por siglos de autoritarismo y racismo.7 Martí también elige la república como una vía de homogeneización cívica de una comunidad racial y socialmente diversa.
Mientras Martí organizaba la guerra de independencia cubana, en el mayor país latinoamericano, Brasil, se producía la transición del imperio a la república. Una de las figuras centrales de aquella gesta, junto a Deodoro da Fonseca, Floriano Peixoto, Quintino Bocaiúva, Campos Sales y Benjamin Constant, fue el jurista y político Ruy Barbosa.8 En su clásico, Ordem e progresso [Orden y progreso] (1986), Gilberto Freyre sostenía que aquellos fundadores de la república brasileña eran “revolucionarios y conservadores a la vez”, tratando de captar sus resistencias liberalismo, en medio de un proceso de cambio de régimen y tránsito al trabajo libre.9 Desde entonces comienza la articulación de un discurso del mestizaje, no tan perceptible en Martí, que se empalma con la idea de la construcción de una comunidad cívica homogénea o posétnica.10
En sus Cartas políticas e literarias (1919), Barbosa veía la república como una oportunidad para producir una nueva unidad nacional, que junto con la monarquía y la esclavitud, pusiera fin al militarismo.11 Este ángulo civilista era afín a todo el republicanismo de la generación de 1910, a pesar de que algunos de sus portavoces como Martí, Madero o el propio Barbosa fueron líderes de revoluciones armadas. A ese civilismo, Barbosa sumaba una estrategia de reconciliación nacional, de amplio pluralismo político, en la que llegaba a abogar, en los primeros años del siglo, por la tolerancia de voces monarquistas en la opinión pública, la supresión del castigo del destierro y el derecho a la repatriación de la familia imperial de los Braganza.12
Salvo cuando entraba en temas jurídicos, como los documentos relacionados con sus aportes al debate sobre el Código Civil y su crítica a la versión final de 1916, redactada por Clóvis Beviláqua, ministro de Justicia del Gobierno de Campos Sales, el lenguaje de Barbosa no era liberal ni romántico a la manera de José María Luis Mora o José Victorino Lastarria, ni positivista al modo de Justo Sierra o Enrique José Varona. Como en Martí, el republicanismo producía en los textos de Barbosa una dislocación dentro del saber hegemónico de la región. Al igual que Madero o Restrepo, Barbosa citaba a Voltaire antes que a Stuart Mill –Martí, por ejemplo, solo cita una vez al gran liberal escocés y para decir que el naturalista John William Draper escribía “como él”–, pero tenía una formación jurídica fundamentalmente británica y norteamericana –Blackstone, William Forsyth, Howell, Henry Erskine, Sharswood, Henry Hardwicke, Snyder, Sergeant…– que lo acercaba a la modernidad de un Emilio Rabasa a principios del siglo xx.13
Otra afinidad de la política de Barbosa con otros republicanos de su generación como Martí e Yrigoyen –no tanto con Restrepo, que tuvo que aceptar la separación de Panamá, o Madero, que no llegó a desarrollar un nuevo proyecto de política exterior– es la racionalidad geopolítica que asignó a la república brasileña. Barbosa estaba convencido de que Brasil conformaba, junto con Argentina y Uruguay, una subregión o microcosmos ligada a las cuencas del Atlántico Sur y el Río de la Plata. Esa “arteria de circulación”, muy diferente a las repúblicas americanas del “hemisferio norte”, conformaba, a su juicio, una “vanguardia regional” que debía velar por los intereses de “Estados tributarios” continentales como Paraguay y Bolivia o del Pacífico como Chile, Perú y Ecuador.14 El antimperialismo, en Barbosa, adquiría tonos de potencia, provenientes del legado imperial brasileño del siglo xix.
De vuelta a ese hemisferio norte, sometido más directamente a la hegemonía Estados Unidos, en la Colombia de Carlos E. Restrepo, la refundación del Estado nacional es llamada “reorientación republicana” y el partido que la conduce es la Unión Republicana (UR). Restrepo no llegó a la presidencia en 1910 tras una revuelta o una revolución, pero intentó llevar al país a un nuevo comienzo, en buena medida impulsado por el reajuste territorial que supuso la pérdida de Panamá. El discurso de Restrepo estaba cargado de énfasis en torno a nociones comunitarias como “paz, entendimiento, concordia, reconciliación, unidad y alma nacional”. El “alma nacional”, según Restrepo, no era una categoría propiamente nacionalista, sino republicana, ya que se manifestaba por medio de la expresión de una voluntad sintética que “rehacía los elementos colectivos” que históricamente formaron a Colombia, “de cualquier color que sean”.15
Restrepo combinaba el civismo con el laicismo al incluir a la Iglesia dentro de los actores causantes de las rivalidades y fracturas de la sociedad colombiana. La tolerancia religiosa, especialmente ante el crecimiento de las religiones protestantes, era un componente de aquel republicanismo, que también se constata en Martí y Madero.16 Por momentos, Restrepo parecía inclinarse por el desplazamiento de los credos desde una religión civil, en un proceso paralelo al de la superación de las diferencias raciales y sociales en una comunidad igualitaria de derechos.17 La UR de Restrepo se proponía sacar a Colombia de su largo ciclo de guerra civiles y militarismo por medio de un nuevo pacto social basado en la extensión del sufragio.
El sistema electoral establecido en la Constitución colombiana de 1886 consistía en un complejo mecanismo indirecto en dos grados. Según el artículo 172, los ciudadanos elegían directamente a los consejeros municipales y a los diputados a las asambleas departamentales. Y los artículos 174 y 175 señalaban que un comité de electores votaba por el presidente y el vicepresidente de la República, mientras que las asambleas departamentales elegían al Senado. Pero antes, el artículo 173 establecía que solo los ciudadanos que supieran leer y escribir o tuvieran una renta anual de quinientos pesos o una propiedad inmueble de mil quinientos pesos podían votar por los electores y elegir directamente a los representantes de la cámara baja del Congreso.18
Restrepo y el partido UR promovieron una reforma constitucional en 1910, que eliminó la reelección presidencial, a la que atribuían junto con el militarismo y otros vicios, la dictadura de Rafael Núñez a fines del siglo xix. Pero también suprimieron la Vicepresidencia, recortaron el periodo presidencial a cuatro años, limitaron los poderes emergentes en caso de “estado de sitio” y reforzaron la autonomía del poder judicial. Los republicanos justificaban las reformas con el argumento de que aquellos dispositivos constitucionales garantizaban no solo el despotismo, sino una polaridad liberal-conservadora que siempre tendía a la guerra civil. Lo que no lograron reformar del todo fue, precisamente, la ley electoral. La Constitución de 1910 eliminó los grados de la elección indirecta, pero limitó el voto directo a los ciudadanos alfabetizados y con rentas de trescientos pesos o propiedades de mil pesos al año.
En el mismo año de 1910, el movimiento antirreeleccionista encabezado por Francisco I. Madero protagonizaba el colapso de la dictadura de Porfirio Díaz, bajo el lema de “Sufragio efectivo, no reelección”. Derrocado Díaz y electo Madero como presidente en octubre de 1911, el Bloque Renovador maderista en el Congreso federal promovió, en diciembre de ese año, una reforma electoral que introdujo el voto directo en las elecciones legislativas e impulsó la articulación del sistema de partidos. En un estudio de aquel proceso electoral, Francois-Xavier Guerra observaba que la defensa del sufragio, que Madero había emprendido desde su ensayo La sucesión presidencial en 1910, se enfrentaba a un movimiento reformista que desde los últimos años del Porfiriato proponía la exclusión del voto de los analfabetos.19