Kitabı oku: «Los Sellos Secretos», sayfa 2

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Dicho esto, el anciano, que se había sentado en una roca a mi lado, mientras yo me recostaba acurrucado contra otra, se puso de pie, y sin decir una palabra más me miró por última vez con esos ojos familiares y llenos de fuego, y se perdió en la asfixiante oscuridad. El temor me invadió aún más profundamente. La posibilidad de conquistar la cumbre era una carga mucho más pesada que el haberme quedado en el letargo eterno en el que me encontraba antes de que llegara el viejo. Para lograrlo tenía que reemprender la marcha y tenía miedo. ¿Qué pasaría si en la oscuridad de la noche me perdía? ¿Qué pasaría si en la oscuridad de la noche enfrentaba una muerte peor aún que la muerte de la oscuridad eterna? ¿Por qué me metí en esto? ¿Qué pensarían los aldeanos de mí? Quizás se burlaban de mí y de todos los que como yo habíamos creído en un sueño imposible.

Empecé a escuchar aullidos. Lobos, pensé. Si me movía estaría en peligro. Pero si me quedaba allí me encontrarían y sería presa fácil. De pronto me di cuenta de que no eran aullidos de lobos sino los gemidos fantasmales de los hombres y mujeres que, como yo, habían querido conquistar la cumbre y se habían quedado a medio camino en la noche de los tiempos.

El miedo se convirtió en pánico y como un loco me levanté del sitio que había ocupado durante siglos y corrí. Corrí desesperadamente y a ciegas, gritando y tropezándome con las piedras. Me sentí ahogado, y enloquecido golpeé la cabeza contra una roca, solo para descubrir con desmayo que el casco se me caía y rodaba por un precipicio hacia el fondo sin fin de la noche. Pensé que era la muerte dentro de la muerte. Y cuando estaba al borde de perder el control para siempre, sentí el frío de la noche en mi cara y vi con incredulidad un tenue resplandor que parecía iluminar la cumbre de la montaña.

¿Sería posible? ¿Iría a amanecer después de todo? Agudicé mi vista para discernir la cumbre, pero el resplandor había desaparecido. ¿Me lo había imaginado acaso? ¿Sería solo mi deseo que me había llevado a ver una luz que ya no existía?

De pronto pensé en el viejo. ¿Qué me había querido decir con sus palabras? ¿Sería posible que el camino siguiera allí tan solo esperando a que yo lo retomara? ¿Sería posible que en la montaña la luz no aparece a menos que uno emprenda el camino con entusiasmo? ¿Pero con qué entusiasmo puedo yo emprender un camino que ni siquiera sé la razón por la qué lo estoy recorriendo?

“La verdadera ayuda proviene de dentro de ti”, había dicho el viejo. Entonces, te pido ayuda, pensé dirigiéndome a mí mismo. Confío en ti, me dije. Muéstrame el camino, me pedí.

Como una revelación se desplegaron ante mis ojos las escenas del fantástico viaje que realizaba. Volví a ver imágenes del bosque de gigantescos pinos y árboles, y alfombrado de hojas secas, que atravesé antes de llegar a la aldea. En ese momento recordé que me había adentrado en el bosque buscando al árbol de la sabiduría porque quería ser un caballero, un guerrero pleno de éxitos, de fama, de fortuna, y la leyenda decía que el árbol de la sabiduría cumplía los deseos de quienes lo encontraban. Y recordé cuando lo encontré y me postré ante él. La figura de un joven muchacho soñando sueños de grandeza, ante un árbol frondoso de Amor y Sabiduría.

El árbol miraba al muchacho, me miraba a mí, con dulzura, y sonriendo me dio una armadura, y me dijo:

—Ahora ya eres un gran guerrero por fuera. Pero para que seas un verdadero guerrero por dentro debes conquistar la cumbre de la montaña. Allí te serán revelados los misterios de la vida y de la muerte, y solo conociéndolos podrás lograr aquello que en verdad tu corazón anhela.

¡Ah! Esa es la razón, pensé. Y el saber por qué quería conquistar la cumbre de la montaña me llenó una vez más de la fuerza que había perdido hace milenios en otra era. Decidí que si lo que estaba buscando era el conocimiento para ser un verdadero guerrero por dentro, y obtener fama, riquezas, amor, no necesitaría más de la armadura por lo que me despojé de ella, quedando vestido por mis simples ropajes de campesino.

De pronto sentí algo que no había sentido en mucho tiempo. El viento y el frío de la noche sobre mi cuerpo. Me sorprendía la agradable sensación. Me sentía como un bebé descubriendo un mundo totalmente nuevo. Decidí que empezaría a caminar hacia donde había visto el resplandor en la cumbre de la montaña, sin importar la oscuridad que me circundaba.

A pesar de mis temores, y con mi objetivo en mente y mis razones en el corazón recomencé el camino. Cual no fue mi sorpresa cuando descubrí que la luna llena me acompañaba una vez más, y que, aunque no disipaba la noche, me permitía ver el camino y la silueta de la cumbre que ahora estaba seguro de poder conquistar.

Y caminé contento, con alegría, con entusiasmo. Que cosa tan extraña, pensé. ¿Dónde habían quedado todos los temores de hace un rato? Ahora todo lo que me embargaba era el deseo de llegar a lo más alto, y de hacer realidad mis sueños. En mi mente todo lo que había eran imágenes de mí mismo, pero no ya perdido en la noche de la eterna oscuridad, sino como un gran guerrero, como un caballero que vuelve a la corte del rey cargado de triunfos y gloria después de su larga cruzada. Fama, fortuna, admiración eran los premios por su largo periplo.

Tan sumido estaba en mis pensamientos y mis imágenes que no me di cuenta de que un nuevo día acababa de amanecer. Fue el resplandor del sol, alto ya en el cielo, el que me sacó de mis pensamientos y me trajo de nuevo a la realidad. ¿La realidad? pensé, ¿qué es la realidad? ¿Qué es lo real y qué lo irreal?

Me di cuenta que no podía ver la cumbre de la montaña. De alguna forma esta había quedado oculta detrás de algunas colinas. Por un momento, temí volver a caer en la noche de la eterna oscuridad, pero recordé las palabras del viejo pastor, “En esta montaña, que eres tú mismo, la cumbre está a solo un pensamiento de distancia”.

Entonces ¿qué me estaba impidiendo llegar a la cumbre? Me quedé absorto por un instante ante esta disyuntiva, y de repente, como en un relámpago de ilusión lo comprendí todo. Tenía que ser, era mi forma de pensar, mis creencias de mí mismo y de mi mundo, mis propias limitaciones. Con un grito de euforia me dije a mí mismo, si esta montaña soy yo, entonces yo elijo estar en la cumbre.

Me sentí estallar de alegría y con regocijo miré a mi alrededor solo para descubrir que no había ningún punto más allá de donde yo me encontraba. Había encontrado en camino verdadero, había logrado dar el paso definitivo. Estaba en el punto más alto, en la cima misma... en la anhelada cumbre de la montaña.

El Templo y el Alto Sacerdote

Desde la cumbre todo parecía microscópico. Recordé, cuando antes de comenzar el ascenso, me había sentido pequeñito frente a la inmensidad de la montaña. Ahora, sobre la cumbre de la misma, yo seguía sintiéndome como un microbio ante el vasto paisaje que se desplegaba delante de mis ojos, pero ahora yo estaba arriba, en la cima. Ahora yo era la montaña.

Me tomé mi tiempo recreándome la vista alrededor de la montaña y de su cumbre, y pronto mis ojos fueron a dar con una estructura que no había visto hasta entonces. Se trataba de algo así como un templo. Me extrañó no haberlo notado antes, pues sus dimensiones eran fastuosas. Maravillado ante la exquisitez de su arquitectura me fui acercando hasta que me encontré ante el portal de entrada.

Si en algún lugar de esta cumbre se encierra el conocimiento que busco, ese lugar debe ser este templo, pensé. Sin titubeo alguno tomé la pesada aldaba con mi mano derecha y con fuerza la dejé caer sobre la gruesa puerta.

El seco golpe pareció retumbar a lo largo y ancho del templo, pero nadie respondió. Esperé un rato y empujé la puerta, pero esta estaba cerrada, y no cedió ante mi presión. Volví a levantar la aldaba que colgaba de la puerta, y con un movimiento semicircular la hice estrellarse ruidosamente una segunda vez. Una vez más pareció temblar el templo hasta sus cimientos. Pero por segunda vez la única respuesta que obtuve fue el silencio.

Un poco desconcertado y a punto de abandonar me decidí a hacer un tercer y último intento. Una vez más el eco del choque entre el metal de la aldaba y la madera de la puerta correteó por todas las paredes del templo, y quién sabe si también por toda la cumbre de la montaña. Solo que esta vez sí hubo una respuesta.

—¿Quién osa llamar al portal de este sagrado templo? —preguntó una grave voz desde adentro.

—Un buscador del conocimiento —respondí un poco impresionado tanto de la voz interior como de mi propia respuesta.

—Y ¿qué te hace pensar que serás admitido a nuestro interior? —volvió a preguntar la voz interior del templo, lenta y gutural como si emanara de una tumba.

—He venido desde muy lejos y he viajado durante mucho tiempo para llegar hasta aquí, y es mi deseo conocer los misterios de la vida y la muerte —respondí con una seguridad que poco antes ni siquiera conocía.

—En la montaña el tiempo y la distancia no existen. Que tú creas venir de lejos, o que tú creas haber viajado durante mucho tiempo no te hace merecedor de entrar al templo. ¡Vete y no vuelvas nunca más! —me dijo la voz con abierto disgusto por mi presencia ante el portal.

—¡No, por favor! —imploré casi tirándome de rodillas mientras estallaba dentro de mí un helado escalofrío de desesperación—. El árbol de la sabiduría me envió aquí. Yo le pedí que me hiciera un gran guerrero, colmado de fama y fortuna, y me dijo que la única forma de ser un verdadero guerrero era venir a la montaña, el único sitio donde podría conocer los secretos de la vida y la muerte.

—¡Ja! El árbol de la sabiduría. ¿Qué tonterías son esas? —rio despectivamente la voz interior del templo—. ¡Jamás hemos escuchado del árbol de la vida! Y ¿qué es eso de los secretos de la vida y la muerte? ¿Qué vida y qué muerte? ¡Vete muchacho, vete y no nos molestes más!

Ante estas palabras, cargadas de desprecio, mi ánimo se terminó de desplomar. ¿Cómo era todo esto posible? ¿Cómo me había podido yo engañar con esa idea de que un tal árbol de la sabiduría me había enviado hasta aquí? ¿De dónde saqué semejante tontería? Lo mejor sería que me diera media vuelta y volviera, pero ¿a dónde? Ya no tenía a ningún lugar al cual regresar. Ya no tenía nada a lo que volver. Lo había dejado todo atrás.

Había fracasado. No había descubierto misterio alguno. Lo único que había logrado era perder lo poco que tenía en la vida. Miré al cielo como implorando la ayuda de un ser superior, y con sorpresa noté cómo el día moría en un sanguinolento ocaso. Y de repente me acordé una vez más de las palabras del viejo pastor, “en la montaña la noche es tu noche”. Sus palabras retumbaron en mi mente como un millón de campanadas simultáneas.

¡Claro!, reflexioné. Soy yo mismo el que se está hundiendo en la oscuridad. Soy yo mismo el que me está impidiendo el ingreso al templo.

Miré decididamente al portal y grité con una fuerza que surgía desde lo más profundo de mi ser:

—¡Abre la puerta!

»¡No tengo lugar alguno al que regresar, puesto que yo lo he elegido así! —continué diciendo—. He elegido renunciar a mi vida anterior. Todo lo que hasta ahora he sido ha muerto y ha quedado enterrado en el pasado. Yo mismo he muerto y he vuelto a nacer. Y con esa muerte y esta nueva vida he develado ya el primer misterio sagrado. ¡Vengo con el corazón puro a conocer los misterios de la vida y la muerte, y este conocimiento no me puede ser negado porque yo me lo merezco, porque yo lo acepto, porque yo soy la montaña descubriéndome ante mí mismo!

Las puertas del templo parecieron entender mis palabras. Lentamente se corrieron una a una las cerraduras hasta que finalmente las puertas se abrieron ante mí de par en par. Del interior de aquel imponente templo surgió de inmediato el suave perfume de inciensos quemándose, mezclado con el dulce aroma de bellísimas flores que adornaban cada rincón del salón central. El agradable olor se vio acompañado por una luz intensa, pero suave a la vez, que parecía emanar de las paredes mismas del templo.

En el centro del salón se encontraba sentado, en actitud meditativa, un agradable anciano. Su cabello era muy largo y muy blanco, al igual que sus barbas y bigotes. Parecía ser más viejo que el tiempo mismo, pero en su rostro no se marcaba ni la más pequeña arruga. Su piel era tersa y su expresión era amorosa, compasiva y juguetona.

Sin mover ni un solo músculo de su cuerpo, el anciano abrió sus ojos, y con una melodiosa voz me invitó a pasar:

—Ven, guerrero —me dijo—. Entra y siéntate conmigo.

En silencio le obedecí y caminando pausadamente llegué hasta donde se encontraba el anciano. Lentamente me senté frente a él. El anciano tenía una mirada dulce y penetrante a la vez. Sus ojos eran los ojos de la eternidad, y en ellos volví a encontrar algo familiar, como sucedió con la niña de la aldea, y con el viejo pastor.

—Me alegra verte, te estaba esperando —me dijo el anciano, con una expresión que me daban ganas de saltar y abrazarlo y decirle sí anciano aquí estoy, he llegado al fin y estamos juntos una vez más, y esta vez para siempre. Pero cómo podía este anciano estarme esperando, si nunca nos habíamos visto antes. Si nadie sabía que yo venía para acá. Si casi ni logro llegar.

El anciano pareció escuchar mis pensamientos y volvió a dirigirse a mí con su melodiosa y grave voz diciendo:

—¡Oh! Sí que te estaba esperando. Cuánto que te he esperado. Nuestro encuentro fue acordado desde antes del comienzo del tiempo, e inexorablemente se cumpliría en el momento pautado. Y ya lo ves, aquí estás.

—¿Quién eres tú? —pregunté.

—Yo soy el Alto Sacerdote de este templo. Soy el guardián del conocimiento y la sabiduría. Soy el custodio de los misterios de la vida y la muerte. Y desde la eternidad te he estado esperando para iniciarte en los misterios sagrados.

—¿A mí? —pregunté incrédulo.

—Sí, a ti —contestó el anciano, abiertamente divertido por mi sorpresa.

—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué yo y no otros? —pregunté un tanto desconcertado.

—Todos vendrán a mí, querido guerrero. Todos conquistarán la cumbre de la montaña en su momento perfecto. Hay un tiempo para todo en la existencia. Así mismo hay un tiempo para todos en el camino. Todo el que ha partido de mí lo ha hecho para volverse a reunir conmigo. Todo y todos volverán a mí, solo es cuestión de tiempo, y como ya lo habrás aprendido, en la montaña el tiempo no existe.

»Ahora —prosiguió el Alto Sacerdote— antes de llevar a cabo tu ritual de iniciación quiero decirte algunas cosas. En primer lugar, quiero que sepas que la elección de estar aquí es tuya y solo tuya. Tu libre albedrío es sagrado en este templo, así como lo es tu voluntad.

»En segundo lugar quiero dejarte bien claro que todo el conocimiento que vas a adquirir en este templo tiene un precio. No, no se trata de un costo en moneda. El dinero, el poder terrenal, la fama y la fortuna no tienen en estos reinos el mismo valor que les has asignado hasta ahora en tu mundo. Ni siquiera se trata del precio de renunciar a tus viejas creencias y conocimientos. Ese precio será alto ciertamente cuando inicies conscientemente tu proceso de autodescubrimiento y autorrealización, pero no se trata de ese precio. Ni tampoco se trata del esfuerzo que exigirán algunas de estas nuevas formas de pensar para consolidarse firmemente en tu ser. En verdad ese cambio a nivel de la esencia de tu ser requerirá de esfuerzo y constancia, pero no se trata de ese precio. No, es algo mucho más alto y costoso que todo esto junto. Se trata de la responsabilidad que adquirirás al recibir este conocimiento. Al conocer los misterios sagrados serás verdaderamente responsable ante el Absoluto por tus pensamientos, tus palabras y tus acciones. El juicio será imparcial y las consecuencias serán inmediatas. ¿Has entendido? ¿Está todo bien claro?

—Sí —respondí—, comprendo todo bien.

Aun así, muy dentro de mí me preguntaba si en verdad sabía lo que estaba haciendo y lo que en realidad quería decir este increíble anciano. ¿Por qué yo? me preguntaba en silencio, y el viejo, una vez más pareció escuchar mis pensamientos. Con una sonrisa y un gesto de sus ojos me invitó a expresarme.

—Sé que ya me lo has explicado, pero lo que aun no comprendo es por qué he sido elegido yo para recibir todo este conocimiento. ¿Qué hay de gente como la de la aldea por la que pasé en mi viaje hacia la montaña? ¿Por qué si los demás en algún momento van a conquistar también la montaña, por qué no hacerlo ahora?

El viejo se rio como un niño y un padre a la vez.

—Veo que en verdad estás listo para despertar —me dijo con su dulce voz—. Si algún día van a despertar, ¿por qué no hacerlo ahora, no? ¡Buena pregunta! En verdad, guerrero, si ellos eligieran despertar ahora mismo de inmediato lo harían. Sin embargo, lo que en verdad ellos han elegido es no despertar por ahora. Y eso nos lleva directamente a los primeros misterios que te habré de revelar.

Dicho esto, el Alto Sacerdote, cerró sus ojos y juntando las palmas de sus manos frente a su cara, pareció sumirse en una profunda oración. El tiempo se detuvo y yo permanecí inmóvil frente al anciano lo que pudo haber sido un segundo o un siglo. De su cuerpo emanaba la misma calidad de luz que emanaba de las paredes del templo, pero ahora noté que se hacía cada vez más intensa. El solitario monje se hizo cada vez más brillante, hasta que alcanzó la intensidad de miles de soles. Pero su luz, intensa como era, lejos de herir mis ojos me llenaba poco a poco de una inmensa y profunda paz, y así fue como comenzó un irreversible cambio en mi interior.

El Jardín

—¡Acompáñame! —La voz del anciano me sacó bruscamente de un profundo trance.

No me había dado cuenta que había cerrado mis ojos también. Pensé que había estado contemplando la luz todo el tiempo, pero en verdad ya no necesitaba de mis ojos para verla. Aún sin mirarla me regodeaba en su intensidad, y en la paz, la serenidad y la armonía de la que esa luz me llenaba.

—Ven. Ponte de pie y acompáñame —dijo el Alto Sacerdote, quien se encontraba él mismo de pie a mi lado—. Vamos a dar un paseo, que tengo mucho que contarte.

Me puse de pie y lo seguí hacia una de las trece puertas que había en ese gran salón. Al atravesar su umbral nos encontramos en un amplísimo jardín, tan amplio en verdad que más bien parecía una infinita pradera. El jardín me impactó por su tamaño, pero más aún por su belleza. Era como ver un óleo de infinidad de flores coloridas esparcidas a lo largo y ancho de un mar de césped cuidadosamente cortado, y todo salpicado de árboles de fuertes raíces, robustos troncos y generosas copas.

El sol bañaba todo de una luz cálida y brillante, o por lo menos así lo pensé al principio. No tardé mucho, sin embargo, en reconocer que esa luz no solo provenía de un sol espectacular que nos parecía acompañar en nuestro paseo, sino que la luz emanaba así mismo de todo cuanto en el jardín había. Los colores parecían saltar de las flores mismas iluminando el jardín con tanta intensidad como el sol. Y lo mismo era con el césped, y con los árboles, y con las piedras, y con todo lo que me rodeaba. Toda esa energía se mezclaba entre sí para brindarme una verdadera sinfonía de luz y de color. Una gran sinfonía de vibraciones. Hasta el aroma de las flores, hasta el olor del rocío, hasta el zumbido de los juguetones insectos se fundían en una infinita orquesta de vida. Todos en armonía. Todos en perfecta sincronización.

—A ti te preocupa el por qué tú has sido elegido para conquistar la cumbre de la montaña, para iniciarte en los misterios de la vida y la muerte, para despertar del sueño del yo, para iluminarte, y yo te digo que mires a todos quienes has dejado atrás y veas cómo ellos se preocupan de por qué han sido ellos escogidos por el destino para sufrir de enfermedades, de hambre, de pobreza, de pérdidas, de tristeza, de dolor y de muerte. Porque lo primero que tienes que descubrir en ti es que ni tú has sido escogido por mí ni aquellos han sido escogidos por el destino para vivir lo que tienen que vivir.

Las palabras del Alto Sacerdote seguían teniendo la suavidad y la dulzura de antes, pero estaban investidas también de una gran firmeza. Una firmeza congruente con su caminar pausado pero seguro. Y mientras continuamos caminando tranquilamente, sin rumbo aparente, por el inmenso jardín, el viejo siguió hablando.

—Debes saber que el único que tiene poder de elección en la existencia de cada uno es uno mismo. En tu caso solo tú has elegido tu realidad, y en el caso de ellos solo ellos pueden haber elegido. Desde el comienzo mismo del tiempo tú elegiste un camino, y lo elegiste porque ese camino te enseñaría algo de ti, te permitiría conocerte aún más a ti mismo, te permitiría autorrealizarte. Solo que ahora has olvidado que fuiste tú mismo quien realizó esa elección. Has entrado en un profundo sueño. Ahora crees que eres la experiencia en sí que tú mismo has elegido vivir. Pero no me malinterpretes, puesto que hasta ese sueño tú lo has elegido. Ahora estás eligiendo despertar. Y créeme que despertarás.

—Pero, por qué habría de elegir miseria y dolor cuando, según lo que me dices, puede uno elegir lo que uno quiera —le pregunté al anciano—. Por qué no habría uno de elegir riqueza y prosperidad para disfrutar de la vida.

—¡Ah! Porque lo que tú llamas disfrutar de la vida es justamente el aferrarte a lo que en verdad no es real, es el aferrarte al sueño del que te hablo, que en lugar de ser la realidad es solo una experiencia de aprendizaje, y que insisto, tú mismo has elegido.

—Entonces ¿cuál es la realidad? —pregunté un poco aturdido.

—¡Calma guerrero! Todo a su debido tiempo. Veo que estás haciendo un esfuerzo sincero por seguirme y comprender, pero te sugiero que no hagas esfuerzo alguno. No hace falta que aprendas lo que te estoy diciendo, puesto que en verdad ya lo sabes. No hace falta que compares y relaciones lo que estas escuchando con lo que consideras tu conocimiento presente, puesto que no existe comparación alguna de la Verdad con algo que en realidad no es más que un sueño. Mejor libérate de tu conocimiento y recibe esto que te ofrezco como si fueras un recipiente vacío. No trates de comprender lo que a partir de ahora descubrirás, porque lo que de mí recibas no se puede comprender con la razón sino con el sentimiento.

»Vamos, entonces, a lo de tu proceso de aprendizaje. En este universo que tú conoces, al menos por ahora, existe solo una fuerza. Los hombres de ciencia se han quemado el cerebro tratando de entender la realidad y de darle forma, y han creado fórmulas y teorías, leyes y principios. Han tratado de darle forma a su universo a través de las fuerzas que han creído descubrir en él. Ellos seguirán haciendo esto hasta que decidan despertar, pero tú debes saber que fuerza solo existe una, así como una sola es la Ley. Los místicos y sabios de este planeta, a falta de palabras para poder expresar la magnitud de esta fuerza única, la han denominado Amor.

»Pero no confundas el Amor, la fuerza única, la verdad única, con el amor que siente el hombre por la mujer, o la mujer por el hombre. Ni lo confundas con el amor que siente la madre o el padre por sus hijos. Ni lo confundas con el amor que sienten los amigos entre sí. No lo confundas con ningún amor terrenal, puesto que ninguno de ellos es el Amor. El estado de Amor, del Amor Universal, del Amor Verdadero si así prefieres llamarlo, es un estado de Unidad, es un estado de Gozo y Alegría, de Paz y Serenidad. A estos llamaremos de ahora en adelante tus estados esenciales, puesto que el Amor es la esencia misma de la vida.

—Cuando hablas de Unidad, ¿te refieres a unidad con todos los seres humanos?

—¡Sí! Y también me refiero a la Unidad con los animales y las plantas, con los insectos y los microbios, con las piedras y las montañas, con la lluvia y los mares, con el viento y la noche, con la luna y los planetas, con las constelaciones y las galaxias, con lo que conoces y con lo que no conoces, porque todo está vivo, y todo surge de la Fuente Única, el Amor. Tú eres parte de ese Amor y con él estás eternamente conectado, y a través de él estás conectado con el resto de la creación. Tu esencia es la misma esencia que la de la montaña ¿recuerdas que tú y la montaña son uno? Tu esencia es la misma que la de los planetas, la tierra, los mares, las selvas, las bestias, y por supuesto que la de los aldeanos que conociste en tu viaje hacia la montaña.

—¿Quieres decir que esos aldeanos miserables y asustados y yo somos uno?

—¡Sí y no! Son uno puesto que su esencia y la tuya vienen de la misma fuente, pero cada uno es una manifestación única del Amor.

—¿Cuál es la fuente?, ¿cuál es el origen?

—¡Ah! Ahí era a donde yo quería que llegaras, puesto que ahí se encierra la razón misma de tu existencia.

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