Kitabı oku: «La hija del Ganges», sayfa 2

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A mama Giselle le quedaban unos meses de vida.

El momento en que vi a mi madre adoptiva encamada en el hospital fue como un golpe en la nuca que te deja sin palabras. Me acordé de Giselle como la mujer imponente, siempre ordenada y coqueta que era.

¡No reconocí a la Giselle hundida en las sábanas de esa maldita cama! Esperaba que fuera solo un sueño del que todos hubiéramos despertado, retomando nuestras vidas mundanas.

En los últimos años, había hablado muy poco con mis padres. Desde que me mudé a Catar, nos habíamos visto cada vez menos, unas cuantas veces al año, en layover7 cuando volaba a Berlín.

Preferían, sin duda, mi distanciamiento para no causar más escándalos mediáticos y no dañar su imagen. Y yo no podía estar en desacuerdo, la verdad es que era un verdadero desastre.

En la escala pasaba 24 horas en casa como mucho, y aunque echaba de menos la casa donde crecí y a Martha, viendo a mis padres, significaba visualizar el enigma de mi vida. Cada vez que cruzaba su umbral, sentía que el dolor me arrojaba de nuevo al laberinto interminable de las esperanzas desiertas.

Hacía mucho tiempo que les había dejado de torturar con las preguntas habituales sobre mis orígenes, estaba cansada de sus respuestas evasivas.

Hasta el momento que parte de la verdad llegó a mí en forma de una fotografía en blanco y negro que Giselle me había confiado en el hospital.

Y más adelante, en forma de una vieja carta, traída por Zayd.

En la foto, una mujer envuelta en un vestido largo y extraño miraba ausente a la cámara. Una casa y algunas colinas se podían ver en el fondo de la fotografía. No había nada escrito en la parte de atrás.

«¿Tenía Giselle remordimientos de conciencia?», me preguntaba. Probablemente nos hacía un bien a las dos liberarnos de la nebulosa en la que vivíamos. Giselle fue testigo y cómplice de mi dolor, dolor que había ignorado con su mezquino silencio hasta entonces.

—Del egoísmo de hacer mi vida más completa, pensé que, al adoptar un niño, los problemas de la pareja y las crisis existenciales desaparecerían. Más tarde, me di cuenta de que ser madre y ama de casa no era lo que me hacía feliz. Esquivé conscientemente mis deberes como madre, contratando niñeras y maestros privados para llevar a cabo las tareas que recaerían sobre mí. Nunca tuve tiempo para ti, para Mark. Siempre tenía otras cosas más importantes a las que atender. Me amé a mí misma más que a nadie, adoré a mi cuerpo como a un templo, como a una deidad. ¿De qué me fue útil? El resto, tú, todo era extra, decoración, o para hacerme compañía. Ahora… mi templo comienza a colapsarse, como todo lo que está temporalmente vivo. Pensé que era inmortal, y ahora la vida me está sirviendo la dosis de egoísmo. Cuando me enteré de que estaba embarazada, pensé que había descubierto el sentido de la vida, que la superficialidad con la que miraba la maternidad se disiparía. Pensé que lograría ser una madre modelo, una madre devota como todas las madres que conocía. Pensé que tenía la oportunidad de poner fin a todos los males que cometí contigo, pero fracasé, fracasé, perdóname… —me hablaba una Giselle moribunda.

¡No me encontraba preparada para descubrir la verdad, a pesar de que lo había anhelado toda mi vida! La niña escondida en mí tenía miedo de lo desconocido.

Me imaginaba cosas terribles como que mi madre biológica era una drogadicta de las calles de Berlín; que me habían abandonado en una esquina de la calle; que debería haber muerto devorada por los perros callejeros; que ellos, Giselle y Mark, me habían salvado la vida por casualidad; que yo misma era una casualidad, un error de la vida.

—Esta mujer en la foto es tu madre. Se llama Shaina Kumar —habían sido las últimas palabras de Giselle antes de viajar a la tierra de las sombras.

El vacío que había sentido toda mi vida comenzó a llenarse con la imagen de esa mujer de la fotografía. Su rostro me trajo esperanza, mucha esperanza, que había florecido con las palabras de Giselle.

Era una flor de loto que se elevaba del barro, buscando a la luz.

31 de diciembre de 2015, Melbourne

Era verano en el hemisferio sur y Melbourne se tostaba bajo un sol ardiente que no perdonaba a nadie.

Antes de salir del hotel, me unté el cuerpo con protector solar, me puse el sombrero y las gafas de sol y me dirigí a la parada de tranvía del puente de Queens en dirección a Victoria Market.

Cada vez que volaba a Melbourne, visitaba Victoria Market, donde desayunaba y compraba aguacates, muchos aguacates. Parada obligatoria era la farmacia naturista para una crema facial también con aguacate y, desde allí, me dirigía directamente a la encantadora playa de St. Kilda. No estaba muy lejos del hotel Crown Plaza, de esa manera, era mucho más fácil volver al hotel.

No tenía un tranvía directo a la playa de St. Kilda desde Victoria Market, así que tomé el tranvía 58 —14 paradas a Park Street, donde había cambiado al tranvía número 16. Doce minutos más tarde, llegaba a St. Kilda, donde dominaba un ambiente relajado y vacacional. Se respiraba paz.

Delante de mí descansaba el mar tranquilo como un espejo en el que se reflejaba la forma de las nubes. Siempre había tenido miedo del agua, nunca nadaba en el mar. Aprendí a nadar bastante tarde, para las pruebas de natación del curso de aviación, que tenía como prueba obligatoria 100 metros brazos.

El miedo a que me ahogaría siempre estaba presente, que algo me arrastraría hacia el fondo del mar y que no me dejaría subir a la superficie.

Le envié un mensaje de texto a Craig, un tipo que conocí hace unos meses atrás en un bar de Whiteman Street.

Mientras estaba tirada en la arena, recordé la noche que nos conocimos. Junto con Emilia, mi compañera de vuelo, estaba disfrutando de un JD on the rocks en la barra. Las dos nos reíamos y hablábamos erráticamente una encima de la otra. Me había dado cuenta de que un joven nos miraba con curiosidad, pero sabía que era imposible descifrar nuestro alemán de barrio entre las risas estridentes y el tartamudeo.

Craig se unió a la conversación y le había hecho una entrevista completa a Emilia, que no podía aguantarse las ganas de hablar… de cualquier cosa.

—Hablamos lo suficiente de nosotras mismas, pero dejemos algunos detalles para otra ocasión… —dije para que Emilia se callara.

—Tienes razón, mi nombre es Craig, vivo en Melbourne y soy veterinario, para decir algo sobre mí mismo también, si no, no veas…

—Qué lindooo… —intervino Emilia en un tono gatuno, mirándolo embobada desde otro mundo.

En poco tiempo, Emi se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el mostrador del bar, escuchándolo. En su cara tenía dibujada la sonrisa de una niña inocente. Si no la conociera, podría haber jurado que se había enamorado. Le quité el vaso de la mano e intenté despertarla, pero sin éxito.

—Oh, lo siento, Craig, no solemos ser así. Hemos tenido un largo día, parece que la fatiga mezclada con el whisky ha surtido efecto. Creo que es hora de volver al hotel, voy a llamar a un taxi —no pude encontrar mi teléfono, estuve mirando en el bolsillo de mi chaqueta, luego en la bolsa y la mochila de Emilia. No aparecía.

—Estoy llamando… ¿Adónde vais?

—Ah, a Crown Plaza —respondí mientras trataba de despertar a Emilia.

Craig nos acompañó al hotel, pagado el taxi porque no podía encontrar ni mi teléfono ni mi cartera, y nos ayudó a entrar en las habitaciones. Primero a Emilia, a quien habíamos ayudado juntos a quitarse los zapatos y sentarse en la cama. Luego me llevó al cuarto piso, a la habitación número 431.

—Bien, estamos aquí, ¿tienes la tarjeta de la habitación?

—Sí, la tenía, como también tenía mi teléfono celular y mi tarjeta de crédito… pero no puedo encontrar…

No había terminado la frase cuando lo vi asombrada cómo en un segundo, y de un movimiento, puso mi bolso boca abajo. Maquillaje de todos los colores cayeron sobre la alfombra, un cepillo de pelo, alrededor de seis bolígrafos, un rímel, una botella de desmaquillante, un corrector de ojeras, un desodorante, un perfume, una botella de agua de un cuarto de litro y muchos otros objetos que le hicieron echarse las manos a la cabeza. Finalmente, el teléfono y la cartera habían aparecido. «¡Bingo!». Me sentí aliviada, aunque avergonzada por toda la situación.

—¡Qué desastre, me disculpo! —le dije mientras abría la puerta—. Gracias por toda la paciencia que tuviste con nosotras.

—Amelia, este es mi número de teléfono…

—Sí, mantenemos el contacto… cuando vuelva a Melbourne, te avisaré…

Nos miramos como dos adolescentes tímidos y nos abrazamos durante unos segundos eternos. Después nos separamos con un «adiós» fugitivo y entré en la habitación del hotel mordiéndome los labios. «¡Madre del amor hermoso, qué idiota!», me regañé avergonzada.

Volví a la realidad en la vibrante playa. Estuve mirando el teléfono, tenía un mensaje de Craig. Estaba atascado en el tráfico.

Habían pasado 25 minutos desde que llegué a la playa. Cerré de nuevo los ojos relajada, recordando una y otra vez el abrazo de Craig. Cada vez que cerraba los ojos, me dejaba llevar por una ola que me llevaba atrás en el tiempo. Los ángeles y los demonios me rodeaban de todas partes. «¿A qué categoría pertenecía Craig?»

Estaba un poco nerviosa. En nuestra primera cita, tanto Emilia como yo habíamos actuado como dos niñas frívolas, ridículas y estúpidas; y la lista podía continuar…

Me solté el pelo negro que cayó en ondas sobre mi espalda desnuda, y luego lo recogí en una coleta de nuevo. Me miré en el espejo un par de veces, me acosté en la toalla, me levanté, no tenía paradero. Me dirigí finalmente a la orilla y metí los pies en el agua cuando sentí una mano tocándome el hombro.

—Lo siento por el retraso, el tráfico es terrible a esta hora, espero no haberte hecho esperar demasiado.

—No, acabo de llegar. —mentí.

—Es bueno verte de nuevo, ha pasado un tiempo…

Había descubierto que todavía era la misma chica tímida e introvertida del pasado. Recordé que no me fue fácil acostumbrarme la primera vez que empecé a volar como azafata de vuelo en Londres. Fue difícil para mí comunicarme con gente que no conocía, especialmente porque volaba todos los días con un equipo nuevo. Con el tiempo logré superar algunos de los miedos e inseguridades y adaptarme a cualquier persona y situación. Pero dentro de mí siempre hubo una batalla monumental. La introvertida Amelia quería esconderse en su caparazón para escapar del mundo. La nueva Amelia se abría a los que la rodeaban como una flor, pétalo con pétalo.

Mark siempre me dijo que la mejor manera de superar el miedo es enfrentarlo:

«Si le tienes miedo al agua, nada.

Si le tienes miedo a la oscuridad, rodéate de oscuridad.

Si tienes miedo de hablar en público, da un paso adelante y haz un discurso. Cualquier esfuerzo dará resultado».

Mark tenía razón. Tenía que empezar en alguna parte, luchar contra mi propia mente, que levantaba muros espantosos y me aislaba del resto del mundo.

Conseguí escalar los altos muros en algunos lugares, a veces me derrumbé y tuve que levantarme de nuevo, pero todas las experiencias me habían ayudado a superar mis demonios. O al menos algunos de los demonios.

Con el tiempo, logré poder trabajar con otras 24 personas en un Boeing 787 Dreamliner que transportaba 294 pasajeros. Con cada día que pasaba, me convertía en una nueva Amelia más flexible y más sociable.

Para mí, trabajar como azafata de vuelo era un pequeño éxito personal y me sentía victoriosa.

Y ahí me encontraba, con ese extraño, con el que iba a pasar el Año Nuevo.

Una sombra de miedo me atormentaba. El fantasma de Zayd me visitaba como siempre, sin falta, bailando con los demonios dentro de mí.

*

Una de las razones por las que me resultó difícil acercarme a un hombre sin caer presa de un ataque de ansiedad tenía el nombre de Zayd.

Zayd vivia y era el jefe del barrio árabe de Neukolln. Su mirada helada y sus cejas siempre fruncidas le daban un aire temido. El hombre con la mirada de hierro lo llamaban.

Zayd era un joven conflictivo que había estado en problemas con la policía desde una edad temprana. Estuvo en prisión por robo violento apenas cumplidos los 19 años. Es allí donde comenzó a consumir narcóticos y a darse a conocer por su naturaleza violenta. A la edad de 25 años, compraba y vendía drogas de todo tipo en las calles y barrios problemáticos de Berlín.

Tenía un equipo que estaba las 24 horas en las calles de Neukolln gestionando sus negocios. Durante el día, dirigía el negocio desde su apartamento de la calle Sonnenallee. Solo salía de la madriguera cuando tenían problemas para lo que se necesitaba su carácter de hierro. A medida que se acercaba la noche, se dejaba llevar por el ritmo de la música techno en la pista de baile de Berghain. Zayd era, sin duda alguna, un pájaro nocturno.

Había conocido a Zayd cuando tenía 22 años y estaba estudiando en mi tercer año en la facultad de Arquitectura.

La marihuana se podía encontrar fácilmente en la mayoría de los vecindarios, lo que me resultaba más difícil era conseguir el polvo blanco. La razón que me había llevado a las calles de Neukolln un día después de una discusión definitiva con Oleg fue que necesitaba ese dulce veneno para poner un bálsamo de olvido en mis heridas sangrientas.

Oleg fue quien me ofreció el veneno por primera vez. Me prometió que me ayudaría a liberarme de todos los problemas que estaba pasando. Primero los probé por curiosidad, quería volar. Segundo, tercero y el cuarto fue para huir de una familia que tenía los sentidos atrofiados, aniquilados por la opulencia de una vida inventada.

Los fantasmas de mi familia desaparecían con la primera raya, así es como los mantenía a distancia de mi mente ahogada de dolor.

Vivía así en un limbo eterno, entre dos mundos de hielo que se derretían dentro de mí cuando estaba high.

Mi relación con Zayd comenzó sobre las frescas ruinas de la problemática relación con Oleg, a consecuencia de descubrir a Oleg en la cama con una de mis compañeras de la universidad. ¡Mistkerl!8.

Así comenzó mi nueva relación sentimental: por desesperación. Otra relación intoxicada de drogas, salidas nocturnas efervescentes y peleas de celos destructivas. Caí presa de nuevo en el laberinto de los errores repetitivos de los que, desafortunadamente, no aprendía nunca.

El volcán interno de Zayd soplaba lava sin fin todas las noches. Los celos de Zayd culminaban cuando caminaba eufóricamente hacia el ritmo de baile. Muchas veces entraba en la pista de baile y me arrastraba hasta la mesa que tenía reservada donde comenzaban los insultos.

—Du bist eine schlampe! Nuttig!9 —me llamaba colérico. Yo, de algún lugar en un mundo lejano, me reía fuera de control. Y mi risa lo hacía aún más enojado.

Cada vez que pasaba por casa, Mark notaba las marcas y los moretones en mis brazos. Trataba de ocultar los rastros de la ira de Zayd, pero siempre salían a la orilla, delatándolo.

Con cada día que pasaba, me volvía cada vez más cansada y nerviosa. Mi aspecto físico también se había deteriorado considerablemente.

Cuando discutía con Zayd, huía de su ira refugiándome en la casa de Mark y Giselle. Mi ropa yacía sucia en el pequeño armario de Zayd y la verdad era que no estaba prestando atención a mi ropa. Asaltaba sin importarme el armario de Giselle y me vestía con lo que podía encontrar: faldas de cuero, vestidos de terciopelo y pantalones de campana. Al final, fue Giselle quien dio la voz de alarma.

—¿Cómo te atreves a robarme la ropa? —sonó la alarma por toda la casa. Ninoo, ninoo!

Un sábado por la noche, después de cenar, Mark me siguió; estaban preocupados, me gustaba pensar. Había cenado con ellos, como solía hacerlo últimamente, y corría a Zayd a toda prisa por el postre. Mark, sin siquiera saberlo, me estuvo persiguiendo.

Entré en el metro y tomé el tren hasta Gorlitzer Park, donde me cité con Zayd y algunos amigos. A partir de ahí nos dirigimos a la discoteca, como siempre.

Una vez dentro, tan pronto como se había notado la presencia de Mark, uno de los hombres de Zayd estaba detrás de él, observándole cada uno de sus movimientos. Karl, uno de los guardias, me advirtió discretamente que mi padre estaba comprando una cerveza en la barra mientras escaneaba la pista de baile. Me aconsejó deshacerme de él antes de que Zayd se diera cuenta de su presencia. No quería otro escándalo, así que fui echando leches a buscar a Mark. «¿Qué diablos hacía allí?».

Me acerqué al bar y seguí a Mark hasta el primer piso donde se dirigió, tal vez para que pudiera tener una mejor vista de la pista de baile. Seguí sus pasos dando codos a la izquierda y a la derecha a toda prisa. Mark me estaba buscando furiosamente con la mirada entre la multitud.

Cuando me encontré cara a cara con él, se estremeció como si hubiera visto un fantasma. No me anduve con rodeos, le pedí que se fuera, pero no me contestó. Sin embargo, me agarró violentamente de la muñeca y me arrastró tras él hasta la salida, como a un juguete.

Como era de esperar, Zayd no había tardado en aparecer. Su mirada helada se detuvo ante la cara asustada de Mark. Cuando lo alcanzó, se puso detrás de él y le tiró de la manga de la camisa como un perro rabioso. El impulso puso a Mark cara a cara con Zayd y un puñetazo debajo de la barbilla lo lanzó al suelo con fuerza. Luego lo arrastró desde el cuello de su camisa hasta la pista de baile, donde comenzó a lanzarle otra serie de golpes al ritmo caótico de la música.

La cara de Mark estaba cubierta de sangre viscosa saliendo de su nariz a chorros.

—Hor auf! Stop, das ist irrsinn! Zayd, hor auf!10 —le supliqué en vano.

Después de unos minutos que me parecieron interminables, los seguratas finalmente llegaron y los sacaron a ambos de la discoteca, arrastrándolos como si de dos trapos se tratara. Una vez fuera, yacieron durante otros minutos eternos sobre el cemento frío. La ira de Zayd, sin embargo, no se detuvo. Cuando recuperó sus fuerzas, volvió a atrapar a Mark entre sus garras, golpeándolo violentamente en la zona del abdomen. Mark estaba luchando bajo el poderoso cuerpo del hombre con la mirada de hierro.

Sin pensarlo y desesperada, golpeé con todas mis fuerzas a Zayd con una botella vacía que encontré en la acera. La montaña de hombre cayó al suelo.

Lo había abandonado inconscientemente y en un charco de sangre, frente a la discoteca donde los curiosos se acercaron a mirar el show vergonzoso.

Mark no dijo una palabra, pero su mirada lo decía todo. Detuve un taxi y desaparecí con Mark lejos de la ira arrolladora de Zayd.

Al día siguiente, Giselle y Mark decidieron ingresarme en una clínica de rehabilitación. No me había resistido, me sentía culpable por lo que le pasó a Mark. Me di cuenta, en un momento de lucidez, de que mi relación con Zayd había sido enfermiza. Yo también estaba enferma.

Durante ocho meses, estuve ingresada sin tener ningún contacto con mis colegas, amigos o el propio Zayd. Giselle y Mark me organizaron una rutina que estaba siguiendo rigurosamente, lejos del ajetreo y el bullicio del mundo exterior. Leía, hacía ejercicio e iba a terapia de grupo con mis colegas de planta todos los días.

Mark y Giselle me visitaban todos los días en la clínica de rehabilitación, me traían comida, ropa limpia y los libros que pedía. Mi humor oscilaba por momentos, por la noche a menudo me ponía nerviosa y violenta. En mis momentos de agitación, incluso había intentado huir de la clínica un par de veces.

Pasados los ocho meses, logré desintoxicarme. Lo más importante era mantenerse alejada de Zayd y del ambiente nocivo de la vida nocturna en Berlín. Había establecido una rutina organizada y lo suficientemente cargada como para mantener mi mente ocupada, lejos del pensamiento de la tentación.

Mark me llevaba y me traía de la universidad, donde estaba supervisada de cerca por los maestros. Me habían comprado un teléfono con una nueva tarjeta, y aunque conocía el número de teléfono de Zayd de memoria, resistí la tentación de contactarlo, exactamente cuatro meses, tres semanas y dos días.

Llamé a Zayd una noche cuando Giselle y Mark estaban teniendo una conferencia en la escuela secundaria donde Giselle estaba enseñando, seguida de una cena en un restaurante del centro de la ciudad.

Cuando llegaron a casa a medianoche, descubrieron que me había ido.

Todo ese tiempo, Zayd había estado esperando pacientemente que regresara a él. Sabía que pasaría un tiempo en el que no se me permitiera ponerme en contacto con mis viejos séquitos. Conocía exactamente por lo que estaba pasando precisamente porque él también había pasado por las mismas etapas en los innumerables intentos de sus padres de desintoxicarlo. En su caso, todos los intentos de sus padres fueron en vano. Zayd era, sin dudas, un caso perdido.

Tuvo el presentimiento que, tarde o temprano, iba a volver con él, ya sea por una dosis de veneno o por amor.

El momento tan esperado de Zayd llegó en forma de una llamada telefónica imprudente; le pedí que viniera a buscarme lo antes posible.

Una euforia oscura fluía por mis venas mientras esperaba a Zayd en la puerta de la casa. Había desencadenado una avalancha que destruiría todo el esfuerzo de los últimos meses. «Un porro», estaba pensando en un maldito porro, salivando.

En 20 minutos, Zayd llegó a mi puerta, recibiéndome contento en sus brazos como a un trofeo. En el coche, me ofreció la deseada tentación, ansioso por verme culminar y nos dirigimos a una zona periférica donde probamos el amargo placer de las drogas. Dimos una vez más rienda suelta a nuestros instintos más salvajes.

—Te eché de menos —me susurró al oído con media boca, mientras me ofrecía otra dosis y me levantaba encima de él.

Llegamos al apartamento de Zayd por la mañana temprano. Nos quedamos dormidos en el coche y nos despertó el amanecer quemando nuestras pupilas dilatadas. En el camino al apartamento de Zayd, estuvimos rodeados por un silencio sofocante. El amanecer y el comienzo de un nuevo día, aplastaron la euforia de la noche pasada.

Ambos miramos con ojos desnudos de indiferencia por la ventana de visión trasera el mundo normal que nos rodeaba. Un rastro de remordimiento llamó una vez más a la puerta de mi conciencia y pensé: «¡Tiré abajo una montaña de esfuerzos y sacrificios!».

El primer pensamiento que compartió conmigo, en un tono pausado, mientras me miraba con sus ojos helados, era que el deseo de venganza había nublado sus pensamientos; que el monstruo de sus adentros no podía aguantarse cuando se acordaba de Mark. Me hizo prometer que no lo dejaría de nuevo, mientras me apretaba la pierna izquierda con fuerza en un gesto salvaje de pertenencia.

Durante unas semanas, el ambiente estuvo tranquilo. No solía salir del apartamento de Zayd para no arriesgarme a encontrarme a Mark, que estaba segura de que andaba cerca, esperando hasta que saliera de la madriguera.

Mi porción diaria de droga estaba asegurada. Empezaba a fumar hierba y a respirar harina en el desayuno. Entraba en trance, bailaba hasta el agotamiento, tenía sexo y fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Así se dibujaba mi nueva rutina, raya tras raya.

Cuatro semanas más tarde, un viernes por la noche, Zayd había organizado una fiesta a la que invitó a algunos de sus amigos íntimos y algunas de mis colegas de la universidad. Música, comida, alcohol y drogas, en ese orden se habían llevado a cabo las cosas.

Zayd no me dejó fuera de su vista en ningún momento, conocía el momento exacto en que empezaba a perder el control si consumía demasiado.

A medianoche, llegué al clímax: bailaba desatada bajo la atenta mirada de sus amigos, ondulando mi cuerpo al ritmo de la música. Lo que le despertó a Zayd de nuevo todos los demonios de su interior que deseaban manifestarse.

—Kommt raus! Die party ist vorbei!11—gritaba Zayd mientras echaba a todos sus invitados.

Los hechos pasaron muy lentos en mi mente borrosa.

—Du bist eine schlampe geworden, meine liebe!12 —me amenazaba Zayd, con la misma mirada aplastante de la noche de Berghain.

Me retiré asustada a una esquina del sofá lleno de bolsas vacías de bocadillos y botellas de alcohol, mirando el blanco sucio del techo. Una mosca volaba de izquierda a derecha y se reía con todas sus ganas. La risa irritante resonaba en la habitación vacía de mi mente compitiendo con la voz de Zayd que se escuchaba en el fondo, colérica.

Alguien tomó mi mano y me llevó al dormitorio; no era la mano de Zayd. Mi mirada descarriada todavía estaba siguiendo la mosca sonriente mientras mis pies flotaban hacia la puerta del dormitorio. La música sonaba más y más fuerte en mi mente, ignorando la risa molesta de la mosca que enseguida olvidé.

Me dejé llevar de nuevo por las notas musicales y comencé a bailar en el medio de la habitación, sin saber que esa noche iba a convertirme en una cierva.

Zayd preparó la última raya fatídica y me la ofreció. Dos de sus amigos se habían unido a nosotros y juntos disfrutamos del veneno embriagador.

Cuando me cansé, me senté en la cama, mareada. La habitación giraba a mi alrededor arrastrándome con fuerza en un torbellino de lluvia y niebla. Mis manos y mis pies se volvieron helados, mi boca apretada, mis ojos nublados. Sentí como Zayd me bajaba los pantalones. Los dos lobos detrás de Zayd estaban mirando mi cuerpo salivando. Zayd me tomó en sus brazos; estaba temblando. La cierva estaba rodeada por los tres lobos salvajes y no tuvo escapatoria; una lágrima de hielo caía sobre mi mejilla petrificada.

Los ojos de Zayd se intercambiaron repentinamente con los ojos azules de un desconocido, luego con los ojos marrones de otro. No podía moverme.

—Lasst mich in ruhe!13 —supliqué sin voz mientras sentía que esas bestias devoraban mi cuerpo. Un dolor repentino recorrió todo mi cuerpo.

Zayd dirigía toda la escena como un director en una película de mal gusto. Quería gritar, pedir ayuda, luchar, pero mi cuerpo no respondía a mis órdenes.

—Hilfeee!14

A la mañana siguiente me desperté sola en el dormitorio. No era consciente si realmente tuve una pesadilla, si había vivido una terrible fantasía en un bosque oscuro o si la cierva herida del sueño era yo.

Mi mente continuaba confusa. Me vestí tan rápido como pude y salí de la habitación, un poco mareada, tratando de no hacer ruido. La puerta había colaborado, abriéndose en silencio; me sentí aliviada. Mis latidos eran ensordecedores, parecían tambores de guerra. «¿Por qué siento este terrible pánico?», me pregunté.

Mientras caminaba a través del pasillo oscuro hasta la sala de estar, pensamientos pacíficos trataban de convencerme de que todo estaba bien. Me apoyé en las paredes frías del pasillo mientras avanzaba hacia la realidad. Podía oír voces al otro lado de la puerta de madera. Empujé la puerta temblando y los ojos de los lobos salvajes penetraron en mí. Me derrumbé, vomité. Un dolor terrible me apretó el estómago. Me levanté usando mis últimas fuerzas y corrí hacia la puerta, cojeando de dolor por las calles abarrotadas de gente.

—Schlampe!15 —me seguía desde la oscuridad la colérica voz de Zayd.

Durante unos días caminé sin rumbo por las calles de Berlín, repitiéndome a mí misma que lo que merecía era dolor, miseria y viceversa.

Me odiaba por la situación en la que había llegado. Odiaba a Zayd y a Oleg, odiaba a mis padres adoptivos por sacarme de ese maldito pueblo de India, y odiaba a mi madre biológica por abandonarme. Me odiaba a mí misma. Mi ignorancia y mi estupidez habían llegado a límites exagerados. Me había convertido en un parásito. «¿Cuántas veces voy a caer en los mismos errores?», me recriminaba a mí misma.

Llegué a casa una noche, acompañada por una patrulla de la policía. Me encontraron vagando en medio de la calle, desorientada.

Esta vez mi recuperación no fue fácil. Semanas y meses de pesadillas comenzaron, cuando me despertaba por la noche sin aire, sintiendo el aliento y el olor de esos animales salvajes en mi nuca.

La oscuridad y los demonios de la noche me devastaron. Cada noche un espíritu sin rostro me perseguía y cada vez me atrapaba en sus brazos de espinas. Caíamos juntos en un abismo sin fin, en una unión fatídica, defectuosa y sucia.

En el sueño, me gustaba pertenecer a esa bestia de la noche. Me estaba devorando y dándome una especie de placer sádico. Alimentaba la oscuridad interior que había crecido como un tumor dentro de mí. Sentía que me estaba alejando de mí misma y que había perdido de vista el camino de regreso. Estaba vagando a través del denso bosque del alma donde las ramas de los árboles desgarraron mi piel. Estuve avanzando hacia la oscuridad de un abismo sin fin donde Zayd me esperaba. Zayd siempre me esperaba con los brazos abiertos.

El mismo sueño me atormentaba todas las noches.

*

Cada vez que me hallaba en presencia de un hombre me entraba pánico.

Con Craig esperaba que fuera diferente, parecía un tipo normal. Me aliviaba el hecho de que llevaba una vida tranquila en su pequeño universo monótono. Empezaba a apreciar lo monótono, proporcionaba seguridad.

En el camino en el coche al apartamento de Craig, no verbalicé ni una palabra. Me preguntaba si él era otro pervertido, otro maníaco. Inconscientemente, los recuerdos cobraron vida y trajeron consigo imágenes repugnantes.

Al mismo tiempo, observaba como cambiaba de marcha y como posicionaba sus manos en el volante. Comparaba sus gestos con los de Zayd y me alegraba de que eran, sin duda, dos personas en antítesis.

A mitad de camino, le pedí de repente que volviera a la playa. No le di ninguna explicación. Craig, como si me hubiera leído la mente, no hizo ninguna pregunta.

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