Kitabı oku: «La hija del Ganges», sayfa 3

Yazı tipi:

Al llegar de vuelta a la playa, nos sentamos no muy lejos de donde estuvimos anteriormente, pero más cerca del agua. La luna se reflejaba en el agua que yacía en silencio ante nosotros.

El Año Nuevo llegó en la orilla del mar y nos envolvió con una brisa cálida. No nos deseamos palabras pomposas.

A veces el silencio vale más que mil palabras.

II

Z A Y D

Londres, enero 2013

Llovía mucho, y aunque eran las 13:00, el cielo estaba oscuro, como si el sol fuera a ponerse. Las nubes negras llenas de agua estaban desahogando su ira sobre Londres. Había llegado al aeropuerto de Heathrow alrededor de las 12:30 con tres amigos. Pasaron cinco años que no supe nada de Amelia.

Desde que Amelia se esfumó de mi miserable vida, permanecí encerrado en casa durante semanas. Llamaba a mis amigos cuando me quedaba sin comida y opioides para abastecerme y continuaba en aislamiento, un aislamiento que merecía. Dormía y comía en el salón enmugrecido, sobre latas de cerveza, botellas de alcohol, jeringas usadas y comida sobrante. Olía a putrefacción y tabaco a mi alrededor, que se mezclaba a la perfección con mi olor de animal herido.

De vez en cuando, me despertaba algún rayo de sol impertinente que entraba por la ventana o el sonido de un ratón rechinando los restos de kebab tirados en la alfombra. «Mein Gott16, ¡odio los ratones!».

Mi única compañía era el fantasma de Amelia y el ratón que me rodeaba cada vez que olía algo de comer. Salía de su escondite por la noche para llevar trozos de pizza y kebab al agujero que había hecho detrás del mueble de la cocina. Traté de atraparlo varias veces sin éxito y le decía que yo mismo me sentía como una rata; que no sabía diferenciar entre él y yo. ¿Acaso no estaba arrastrándome como él, entre basura y lugares oscuros, donde la luz se negaba a entrar? Que se deje coger, le decía, necesitaba un confidente. Uno que no me juzgara.

Cuando estaba high, llegaban las alucinaciones. Veía a Amelia en mi apartamento, bailando en el medio del salón todas las noches. Cuando me acercaba a ella, desaparecía como una quimera. Era entonces cuando empezaba a llamarla y golpear las paredes hasta que me sangraran las manos. «Wrack! Ich bin ein wrack!17».

Amelia me atormentaba y yo mismo la invocaba como a una diosa cada vez que preparaba mi jeringa con el letal líquido. Primero sentía la droga extendiéndose por todo mi cuerpo, cómo viajaba a través de las sinapsis, a través del corazón y pulmones, donde la sangre se llenaba de oxígeno. ¡Desde el corazón, la sangre rica en opioides pasaba al resto del cuerpo, y cuando llegaba al cerebro, era finalmente feliz! Los niveles de dopamina se volvían locos y llegaba la agitación, la paranoia, las alucinaciones y las conversaciones eternas con el fantasma de Amelia comenzaban. Ah, ¡era uno de mis momentos favoritos!

—Sheiss drauf, tut es dir jetzt rid?18—sentenció.

Mis padres me habían encontrado inconsciente sobre el suelo del baño. «Un domingo a las 10:30 para ser más preciso», me había reprochado mi madre desesperada cuando desperté del coma.

—Alá, Alá!!! —se lamentaba levantando las manos hacia el cielo en vano. La verdad era que ni Alá ni Jesús ni Moisés iban a volver sus ojos hacia una basura como yo.

El hecho de que cuando me encontraron tenía la cara desfigurada y los brazos de color púrpura no me sorprendió en absoluto, estaba acostumbrado a mi apariencia lamentable. En mi mano derecha sostenía una jeringa y un hilo de sangre goteaba de mi brazo izquierdo que hizo a mi madre desmayarse, me dijo mi padre. ¡Normal… pobre madre!

Los médicos del hospital de emergencias de Neukolln me conocían muy bien debido a las crecientes visitas que hice al hospital. En el último año, había estado en el hospital varias veces inconsciente o convulsionando. En otra ocasión, tuve un ataque al corazón por una sobredosis.

La última vez que me trataron fue después de que abandonara un intento de rehabilitación demasiado corto. Fallido, naturlich!19.

Lo que pasó fue lo siguiente: empecé a sentir mis manos frías de repente, mi pensamiento se desdibujaba y mi visión estaba borrosa. Como un codicioso, mezclé Fentanil —un opioide muy poderoso, precisamente, 50 veces más fuerte que la heroína— con sedantes, ¡docenas de sedantes! Una peligrosa combinación química cuyo resultado no tardé en sentir. Y ¡bum! Mi respiración se volvió más lenta y lenta hasta el punto en que se había detenido. Debido a los bajos niveles de oxígeno en la sangre, su ritmo anormal había causado el ataque al corazón, fue la explicación de los médicos. Como si me importara…

Lo primero que hice cuando salí del hospital fue ir a casa de Amelia, en contra de las desesperadas demandas de mi madre.

Me presenté convaleciente, frente a la puerta de Amelia, con la esperanza de poder verla. La amplia sonrisa en la cara de Giselle se había marchitado tan pronto como cruzamos nuestras miradas.

—¿Te asusté? —le pregunté en mi mente.

—¿Cómo tienes la poca vergüenza de presentarte en mi casa?

—¡No quiero molestarte, quiero hablar con Amelia, bitte!20. Dos minutos.

—¡Eres un indecente! ¡Vete!

—¡Déjame ver a Amelia! ¡¡Amelia!! ¡¡¡Amelia!!! —vociferaba en vano mientras Giselle me cerraba la puerta en la cara.

No iba a rendirme. Hablé con los amigos y colegas de Amelia en la universidad, intentando encontrar una pista sobre dónde podría estar. Conocía la historia de la adopción, pero no pensaba que Amelia pudiera aventurarse sola en un viaje a la India. Amelia era una persona con poca confianza en sí misma y no era fácil salir de su zona de confort. Al final, todos habíamos cambiado con el tiempo, incluyéndome a mí. Todo era posible…

Me mudé a la casa de mis padres para mantenerme alejado de cualquier tentación. También corté de raíz mis salidas nocturnas. Incluso empecé a ir a la mezquita todos los viernes con mi hermano y mi padre después de mucho tiempo. Con mucho esfuerzo, fue posible rehabilitarme. Y, por supuesto, con la ayuda de Alá, como mi madre solía decirme.

El Corán y las horas en el gimnasio me mantuvieron ocupado y centrado, aunque la pelea que estaba teniendo lugar dentro de mí era colosal.

El deseo de encontrar a Amelia me mantuvo a flote y yo estaba haciendo todo lo que estaba en mi poder para mantenerme limpio. ¡Me lo debía a mí, se lo debía a ella!

En una tarde de enero cualquiera, mirando mi página de Facebook aburrido, entre anuncios, fotos de amigos, ofertas de billetes de avión y vacaciones de ensueño, una foto de grupo de una amiga que trabajaba para una aerolínea inglesa apareció en mi pantalla. ¡A su lado estaba Amelia, en esa foto, en la pantalla de mi maldito teléfono celular! Era una Amelia diferente, tenía el pelo mucho más largo, con un flequillo lateral, y usaba gafas de ver. Una Amelia que transmitía lo contrario de lo que fue hace años.

Durante unos días, pensé sin prisas y cuidadosamente el plan que me traería de vuelta, cara a cara, con Amelia. Descubrí para qué aerolínea trabajaba y dónde, era un buen comienzo.

Dado que la imagen había sido compartida por la página oficial de Facebook de esa aerolínea y comentada sobre todo por la mayoría de los trabajadores que pertenecían a la base de Heathrow, decidí comenzar con el aeropuerto de Londres Heathrow. ¡Así de simple!

El primer paso después de aterrizar en Londres fue buscar en todas las oficinas de Recepción o Ticketing que pertenecían a esa aerolínea.

Observé escondido, entre la multitud, donde pasaba desapercibido, si alguna de las chicas en las ventanillas o la recepción era Amelia.

Junto con los tres amigos con los que había viajado a Londres, nos rotábamos cada cuatro horas para estar seguros que los turnos de mañana, tarde y noche estuvieran controlados.

En las próximas 24 horas, llegué a la conclusión de que Amelia no trabajaba con el personal de tierra. Aunque era posible formar parte del equipo de Air Side donde no teníamos acceso después del arco de seguridad en Salidas ni en las puertas de embarque en las áreas restringidas.

El paso número dos significaba hacer una lista de todos los vuelos que la aerolínea tenía todos los días, este fue sin duda el paso más complicado.

Fue mucho más fácil esperar en el aparcamiento del aeropuerto y vigilar quién llegaba y quién salía. Mis amigos y yo nos turnábamos de nuevo cada cuatro horas y peinábamos todo el estacionamiento, todas las entradas y salidas a todos los niveles. Estábamos tomando fotos y notas sobre todo lo que pensábamos que era relevante.

El uniforme de las azafatas de vuelo era de color azul marino con el dobladillo de color morado en las mangas de las chaquetas, así como en los vestidos, faldas o pantalones, lo que los hacia fáciles de identificar entre la multitud.

Llevamos cinco días sin rastro de Amelia cuando empezábamos a perder la paciencia.

En el séptimo día, mis amigos decidieron regresar a Berlín. Me dijeron decepcionados que había perdido la cabeza. Era verdad, estaba buscando una aguja en un pajar.

Por supuesto que contaba con el abandono de mis amigos. Los entendí precisamente porque ese plan no significaba nada para ellos. Sabía que se guiaban por lo consistente que eran sus ganancias. Si no tuvieran nada que ganar, abandonarían el plan con facilidad. Y había sucedido exactamente como esperaba. Me quedé solo en Londres, haciendo de Sherlock Holmes y buscando desesperadamente una exnovia. Podría haber sido un buen tema para un thriller. Ja!21.

El día que mis amigos regresaron a Berlín, me lo tomé libre. Visité Londres, aunque no era mi ciudad favorita, necesitaba algo de diversión para pensar en el siguiente paso. No era detective, ni siquiera tenía el dinero para contratar a uno, así que todo lo que tenía que hacer era pensar.

Dejé pagadas otras cuatro noches en el mismo hotel cerca del aeropuerto de Londres Heathrow, desde donde continué mi búsqueda. No tenía la intención de abandonar el plan, todavía no.

Los días pasados en el aeropuerto, me di cuenta que una vez en el estacionamiento de Salidas, las azafatas se dirigían al segundo piso a una habitación destinada exclusivamente al personal de la aerolínea. Al segundo piso se podía subir, pero no se podía pasar el control de seguridad que estaba a pocos metros de esa habitación. Todo lo que tenía que hacer era esperar en el segundo piso, lo más cerca posible de la puerta de seguridad frente a la entrada del personal. Dicho y hecho.

Así que pasé toda la mañana en el Starbucks, que se encontraba a unos 20 metros de la zona donde llegaban los empleados.

A mediodía, iba al hotel donde almorzaba, me daba una ducha y alrededor de las 14:00, volvía al aeropuerto donde la guardia continuaba.

Aprendí en pocos días, todas las caras de los camareros de los bares y restaurantes de Salidas, así como los empleados de las estaciones de Atención al cliente y las horas en las que entraban o salían de sus turnos. Pero ninguna señal de Amelia.

Si no hubiera encontrado a Amelia al final de los cuatro días, volvería a Berlín, yo también empezaba a perder la paciencia. La idea de un vaso de whisky o un porro me visitaba obsesivamente en los últimos días. Era consciente que, si cedía a la tentación, lo arruinaría todo.

Las noches las pasaba fumando, pero esta vez había impuesto un límite: no tomar sustancias ilegales. Estaba pensando en Amina, mi madre y todos los sacrificios y el dolor que pasó para que pudiera dejar las drogas e ir a rehabilitación todos los días. Resistí la tentación por mi madre.

Con tristeza, me adentré en el cuarto día de mi búsqueda en solitario. Hice el check-out en el hotel y me dirigí al aeropuerto como siempre, esta vez un poco más tarde de lo habitual, alrededor de las 12. Caminé firmemente hacia la entrada al aeropuerto, hasta el ascensor que estaba a unos diez metros a mano derecha y subí al segundo piso. Luego entré en Starbucks como de costumbre.

—¡Un café con leche, por favor! —le pedí a la camarera que me sonreía en exceso—. ¡Hm, Annaaa!

Me senté en una de las mesas para dos personas, disfrutando resignado de mi último café en Londres. Miraba distraídamente por la ventana, la multitud que pasaba a toda prisa en todas las direcciones. «¡Parece un hormiguero, qué locura!», pensé.

Anna había venido a limpiar mi mesa mientras tanto, aunque estaba limpia y paseó sus pechos a través de mi campo de visión con un aire seductor.

—¡Hm, Anna, no me hagas esto, mujer! —me dije sintiendo un impulso perverso.

No podía quitarme la mirada de sus pechos. Cerré los ojos y bebí un sorbo de café. Mi sucia mente estaba, sin poderlo evitar, en medio de una fantasía sexual.

Había tosido para volver en sí. Al abrir los ojos, finalmente el esfuerzo de esa larga búsqueda encontró recompensa. ¡Era ella! ¡Alá! ¡Por todos los santos, tenía a Amelia a pocos metros de mí!

Sacudí mi cuerpo e intenté alejar avergonzado los pensamientos impuros con la camarera de mi mente perversa. Dejé a Amelia ordenar en la barra y que se sentara tranquila en una de las mesas mientras yo me armaba de valor. «No se había fijado en mí, bien, bien…», mi cabeza no sabía qué hacer. Cuando me puse detrás de ella, la saludé tartamudeando. Ella levantó la cabeza de la taza de café que tenía delante y volvió su mirada hacia mí. No hizo ningún ruido. La taza de café cayó repentinamente sobre el plato de porcelana y respondió a mi saludo con un clin clin bajo la fría mirada de Amelia. Después de unos segundos de contemplación recíproca, me pidió salir de la cafetería.

—¿Qué estás buscando aquí?

—A ti. Escúchame, quiero hablar contigo, tranquilamente, sin discutir…

—¿Crees que puedes permitirte poner condiciones? ¿Qué quieres?

—Hablar…

—¡Jajá! ¡Zayd, sigues siendo el mismo tipo impertinente de siempre!

—¡Escucha! Sé que me equivoqué, no quiero regalarte los oídos con explicaciones. Lo que te hice no tiene ninguna explicación. Me equivoqué. ¡Y me odio por ello!

—Tengo prisa…

—¿Crees que podríamos hablar en otro lugar?

—De ninguna manera, tengo que irme —había añadido mientras pasó como un rayo de mi lado.

—Tengo algo para ti. Cuando estés tranquila, lee esta carta —añadí mientras le agarré la mano y le entregué el sobre—. Me avergüenzo de mi comportamiento en el pasado, pero espero que esta carta te ayude en lo que sea que estés buscando. No soy bueno diciendo palabras bonitas y creo que sería la última persona de la que querrías oír palabras como esas. Yo… sabes, te extraño. Si me necesitas, sabes dónde encontrarme…

Amelia cogió el sobre con sus delicadas manos sin articular palabra y desapareció entre la multitud.

Silencio. Eso fue todo.

III

A M E L I A

Julio 2018, Sawai Madhopur

Contemplaba el bullicio embaucador del pueblo, sentada en un banco de mármol en el centro de la plaza. Miraba la gente pasando en todas direcciones como hormigas en busca de la ración diaria de alimentos y los comerciantes que llevaban frutas y verduras a los chiringuitos.

Las vacas estaban pastando a un lado de la carretera apáticas, a pocos metros de mí, haciéndome compañía. Cuando se pusieron en marcha, los coches les cedieron el paso, pacientes, así que las seguí; era la forma más segura de cruzar la calle.

Las calles estaban llenas de motocicletas conducidas por conductores talentosos que esquivaban a los peatones con una precisión que me impresionaba. En el tumulto de coches, motocicletas y peatones, los pitidos de los vehículos sonaban locos, dirigiendo el agitado tráfico. Todo ese caos me fascinaba. Era parte del encanto de Asia.

Los restaurantes improvisados en las estrechas aceras cuyo cemento estaba destrozado por el paso del tiempo me invitaban adentro con el delicioso olor de las especias.

Los puestos coloridos con frutas y verduras frescas esperaban a sus clientes, que ni siquiera se bajaban de sus motocicletas para abastecerse. Recogían los bultos, los pagaban, los tiraban a las cestas de bambú y continuaban su camino abriéndose paso con una bocina molesta de vuelta al tráfico que fluía en oleadas.

La religión dominante en la zona era el hinduismo, seguido por el islam en un porcentaje bajo, al igual que el cristianismo. Empecé a leer sobre la historia de la zona y a encontrar respuestas entre los lugareños a todas mis preguntas. Intentaba entender la esencia de ese lugar con los ojos de una niña, sin prejuicios.

Temprano en la mañana, disfrutaba de los aromas florales del mercado de las flores. Me encantaba perderme entre los aromas de jazmín, rosas, hortensias y gladiolas y docenas de otras flores maravillosas cuyos nombres no conocía.

Compré una guirnalda y un ramo de flores que elegí de un puesto multicolor, con la idea de dar un aire fresco a la habitación donde me alojaba.

Los puestos de especias estaban al final de la calle arcoiris de colores.

El intenso y dulce olor de las especias inundaron mis fosas nasales, sabores extraños que despertaban mi curiosidad.

Desde el mercado de las flores, continúe por otra calle estrecha igual de concurrida donde me encontré frente a montones de especies en tonalidades rojo oscuro que era azafrán. Transmitía un aroma sutil y elegante. El vibrante color naranja de otro montoncito brillante me hizo hundir los dedos en el polvo dorado. Acaricié mis mejillas con el polvo colorido y habían cogido de inmediato color. Disfrutaba como una niña en plena niñez. Ese carrusel de colores y aromas me daba la vida.

Al final de la calle estrecha con especias, se encontraban los puestos de comida. Las albóndigas momo22 me habían guiñado el ojo. Contenían carne o verduras o una combinación de las dos. Pedí dos trozos de momo vegetal y un papri chaat23, una especie de aperitivo con una textura crujiente parecida a la napolitana, hecha de harina sobre la que me pusieron una mezcla de patatas, garbanzos, chile, yogur y chutney de tamarindo24. ¡Una delicia!

Disfruté de los deliciosos platos, colocados en una de las mesas enanas de plástico de la acera. En lugar de postre, pedí un chai masala, era mi nueva bebida caliente favorita. Estaba superando con creces el café.

Mientras disfrutaba de mi chai, estuve pensando en la página rota del diario de Mark que esperaba escondida en mi bolso.

Las palabras de Mark cobraron vida de nuevo en mi mente. Había tratado una vez más, de leer entre líneas y entender esas palabras que provenían de un pasado incierto.

03/1984

Vuelvo a Vrindavan después de tanto tiempo. Tierras lejanas cuyo aroma me atrae clandestinamente. Otra vez disfrutando de las calles coloridas de los polvos mágicos de la fiesta Holi y de la música de Krishna.

Me he adentrado en un mar negro a la lujuria del corazón donde había un ser maravilloso con el cuerpo del color de las nubes.

Espero verla de nuevo, la llama que se encendió en mí, sigue ardiendo por ella.

Euforia y escapatoria del tumulto agotador de Berlín y el muro de 144 km que roba nuestra libertad.

Aunque había viajado a la India innumerables veces, nunca visité el festival de colores Holi25. Escuché que se celebraba según la luna llena, a finales de febrero y principios de marzo.

Sospechaba que Mark, en su carta, se refería al mismo festival. En cuanto a la cita y el círculo dibujado en la parte inferior de la página, no tenía idea de lo que podría haber significado.

Hice un cálculo mental. En ese momento, Mark tenía 56 años, lo que significaba que en 1984 tenía 22 años. En aquel entonces, todavía estaba estudiando en la facultad de Arquitectura, podría haber estado cursando en el tercer o cuarto año, no sabía apreciarlo con precisión.

Me levanté de la silla de plástico y dejé la terraza improvisada en la acera, envuelta en los mismos pensamientos cada vez más confusos.

Abriéndome paso entre la multitud, me dirigí a un puesto de joyas y suvenires en forma de deidades y símbolos conocidos como OM, Pentagramas, el árbol Banyan o Ganesha.

—Ganesha guía el karma creando y eliminando los obstáculos de nuestro camino. Representa el poder que reside en todo ser humano —carraspeó con voz rota el caballero con turbante detrás del establo, observándome mirando una estatuilla de arcilla del dios Ganesha. Estaba fumando un tipo de tabaco en pipa que soltaba un dulce humo que yo trataba de evitar a toda costa.

—Me interesa un amuleto con Ganesha.

El humo asfixiante se movía en oleadas detrás del establo. Entre las nubes de humo, el anciano se levantó de su silla. Pude ver su silueta moviéndose detrás del establo, buscando algo en unas redes de rafia.

—El talismán con cabeza de elefante del dios Ganesha. ¡Para que ilumine tu mente y que encuentres lo que estás buscando!

Le entregué un billete de 100 rupias y le agradecí, antes de perderme entre la multitud.

La calle en la que me encontraba era como un hormiguero vestido de colores festivos. Me sentí un poco confundida, durante unos segundos no sabía exactamente de qué dirección había venido. Me detuve unos segundos, tratando de concentrarme en la calle interminable que se tendía a mis pies. De repente, reconocí en la multitud una cara familiar. Parecía la cara de Mark, pero un Mark diferente, joven y delgado. Él volvió su cara hacia mí y su pelo dorado flotó en el aire, dejando atrás un rastro de luz. Mark se encontraba a pocos metros de mí, se dirigió a un callejón estrecho mientras me miraba insistentemente, invitándome a girar la esquina en la oscuridad. Me puse en movimiento. Con los ojos en la nuca y el cabello rubio de Mark que atraía toda la luz del sol, giré la esquina del callejón. Me estaba acercando cada vez más al joven Mark que me susurraba algo indescifrable. Sus labios de repente empezaron a sangrar, una sangre coagulada le salía por la boca. Asustada, cerré los ojos. Cuando los abrí, me vi cara a cara con un perro lobo ladrando furiosamente. Estaba luchando salvajemente con la cadena que tenía alrededor de su cuello, advirtiéndome que no violara su territorio. Retrocedí silenciosamente. «¡Qué susto!».

Poco a poco logré volver a la realidad y el estado de desorientación comenzó a desaparecer, junto con el fantasma de Mark. No entendía lo que me había pasado, culpé al cansancio. La verdad era que no descansé lo suficiente en los últimos días. El vuelo a la India había sido largo y agotador y el intercambio de usos horarios alteró mi sueño. «Supongo que será esta la explicación», pensé.

Me dirigí pensativamente al centro de la plaza donde había un pequeño templo dedicado al dios Shiva que estaba representado con tres ojos, el de arriba, mirando a la eternidad. Puse la guirnalda de flores que compré alrededor del cuello de Shiva, me uní las manos e incliné la cabeza ofreciéndole mi respeto.

El día siguiente, lo pasé en las calles llenas de gente de Sawai Madhopur con la fotografía de mi madre biológica en la mano.

Pregunté a todos los que estaban en mi camino si conocían a la mujer de la fotografía. Muy pocos aldeanos hablaban inglés, lo que dificultaba la comunicación con ellos. La mayoría de ellos me ignoraron porque no estaban dispuestos a perder el tiempo con una extraña. El resto estaba disimulando interés solo para que le comprara algo del establo. Un grupo de niños empezaron a bailar a mi alrededor y a tirarme de la ropa para bailar con ellos. No me había desecho de ellos hasta que entré en el baile y contoneé los pies un par de veces. «¡Traviesos!».

Motocicletas, carros y puestos sobre ruedas me esquivaron mientras intentaba torpemente cruzar la calle bajo la atenta mirada de los niños.

Por la noche, después de un largo día de hurgar por todos los rincones del pueblo, descansé mis pies sobre un banco de madera roto, que hacía de guardia a una casa bajita de arcilla pintada de azul. En algunos lugares, la cal había caído de las paredes de la casa y las grietas dibujadas por el paso del tiempo estaban tapadas con líneas serpenteantes de arcilla fresca. La tabla del techo estaba oxidada y en algunos lugares tenía manchas de alquitrán negro. Un fuerte olor a curry salía de la estrecha ventana que estaba entre abierta. El olor de las delicias culinarias que se estaban preparando en la casita me hizo babear. ¡Me moría de hambre!

En algún momento me quedé dormida. Cuando me desperté, dos ojos azules en medio de una cara arrugada me miraban con curiosidad.

La anciana llevaba un sari amarillo mostaza y estaba descalza. Sus manos estaban adornadas con grandes brazaletes que sacaban un cling de metal con cada movimiento que hacía. En su mano izquierda sostenía una toalla de cocina de un blanco impoluto y en su mano derecha una cuchara de madera bien grande.

La anciana había pronunciado algo en hindi que sonaba indescifrable, luego continuó en inglés, observando mi cara de póker.

—¡¿Qué haces aquí?!

—Yo… me senté un momento para descansar las piernas…

—¡Ah! ¡Está bien, está bien! ¿Tienes hambre? —inquirió mientras la miraba con la misma cara de tonta. Dije que sí.

Después de entrar en la casa, me enseñó a poner mi mochila detrás de la puerta. Inmediatamente la anciana colocó dos platos de arroz blanco con una salsa de verduras amarilla en la pequeña mesa de madera.

—¡Come! —me ordenó con voz autoritaria.

La anciana tenía una mirada profunda como el azul del océano y agradable como un refugio durante una tormenta.

Me senté en la mesa junto al horno de hierro donde la anciana cocinaba, tal y como ella me había indicado y comencé a comer. Sus ojos juguetones me miraban, entre los sonidos de las cucharas en el plato. Tenía una sonrisa sarcástica en la esquina de su boca.

—Tenías hambre, ¡no era broma!

Cuando puse la última cucharada de comida en mi boca, la anciana dejó de vigilarme y se levantó de la silla, levantando su brazo derecho con la piel flácida en el aire. Los brazaletes sonaron como campanas y la silla crujía alarmada. Entre todo ese alboroto, le agradecí por la comida y me levanté para ayudarla a recoger.

La anciana no me hizo caso y se dirigió a una pequeña habitación que estaba separada solo por una cortina de la cocina en la que nos encontrábamos. Me había invitado con voz suave a que dejara los platos y entrara en la habitación. Tuve que inclinarme para atravesar la pequeña puerta. En la habitación había una cama individual y una mesita de noche de madera comida por las polillas, en la que se encontraba una vela medio quemada.

Puso su mano sobre mis hombros y me empujó suavemente a sentarme en la cama y desapareció detrás de la cortina, murmurando algo que de nuevo no entendí.

Estaba exhausta, mi cuerpo me pedía que durmiera. Dejé que mi cabeza se cayera sobre la suave almohada y el sueño había tirado de la cortina sobre mis ojos cansados.

Soñé que estaba cruzando el umbral de la casa de la anciana de nuevo, esperando a que me sentara en la pequeña mesa de madera. Pero la anciana no era la misma. Tenía los mismos ojos azules profundos, los mismos pómulos dignos bien definidos y la misma barbilla afilada. Pero era una mujer en una versión mucho más joven, no le daba más de 30 años. Tenía una belleza abrumadora.

Estaba envuelta en un aura naranja alrededor de la cabeza que continuaba bajando hacia el tronco en colores púrpura y rosa. El aura descendía a sus pies en un color azul-celeste que exudaba una luz fascinante que me transmitía paz. Con cada movimiento, iluminaba su rastro, en un baile de colores encantadores. Alrededor de su cuello tenía una serpiente color verde que abría la boca. Sssss! Pude ver sus afilados dientes blancos y la lengua entrando y saliendo de su boca, mientras se acercaba a mi mano. La serpiente se había enrollado en mi muñeca, trepando decidida en mi brazo izquierdo hasta llegar a la zona del hombro. Luego se sentó alrededor de mi cuello como una bufanda viva.

De repente me estremecí como si hubiera caído en un vacío, al sonido de una cuchara en una olla. Abrí mis ojos durante unos segundos y vi a la anciana entre la delgada cortina de la cocina, esta vez en la versión real.

En el transcurso de pocos días, había visto una versión joven de Mark y soñé con otra versión joven de la anciana. «¿Qué significaba?», me pregunté curiosamente mientras levanté mi mirada a un cielo lleno de estrellas.

El sueño me tenía envuelto de nuevo con sus brazos de miel, pero la anciana se había ido, al igual que la serpiente que tenía enrollada alrededor de mi cuello. La Estrella Polar y la constelación Orión comenzaron a iluminar un cielo sin luna. Me encontré flotando en medio de las cinco estrellas brillantes: Rigel, Betelgeuse, Bellatrix, Alnitak y Saiph. Nubes de gas interestelar y polvo me rodearon, arrojándome con fuerza a la nebulosa Cabeza de Caballo, que estaba situada cerca de la estrella de Orión. Allí encontré a Zayd, escondido como un niño con la cabeza puesta en una nube oscura de la que salieron miles de truenos y relámpagos. La oscuridad lo succionaba como un remolino, en movimientos circulares, mientras que el relámpago electrocutaba su cuerpo y lo rompía en miles de pedazos. Su mirada moribunda se había encontrado con la mía y dos lágrimas cayeron por dos mejillas distintas que se habían unido para formar una.

Al día siguiente me desperté como nueva, con el fantástico sueño aún fresco en mi mente. Necesitaba todo ese cuerpo lleno de energía para continuar mi odisea. «¡Ánimos!», me estuve deseando.

Miré el reloj de la pared que mostraba las 10 y 17 minutos y sentí vergüenza, dormí demasiado. Me levanté de la cama de un salto y me vestí deprisa, no quería abusar de la hospitalidad de esa anciana. Como agradecimiento, iba a ofrecerle ayuda con las tareas domésticas. «Estoy segura de que necesita ayuda en la casa», reflexioné.

Cuando salí de la habitación, la anciana me estaba esperando sonriendo en la cocina, sentada en la misma silla de la noche anterior. Tenía un aire fresco, el pelo blanco peinado hacia atrás trenzado en una cola que le caía sobre su espalda torcida.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺298,67

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
290 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788411144162
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre