Kitabı oku: «Los días ciegos», sayfa 5

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—¿Lo mataron? ¿Una venganza? —pregunté.

—Qué va.

—Entonces…

—A mi pobre primo le falló el corazón en el peor momento —respondió Elena—. Se sabe porque lo estuvo contando durante años otra donnazza italiana. Una mujer que vivió hasta hace relativamente poco. Se llamaba Sofia Arnaboldi y regentaba uno de los negocios más prósperos de la localidad… No sé si me entiendes…

—Ya.

—Pues sí, querido. El pobre Francesco, gran relojero, examante mediocre y héroe de la resistencia, no muy alto, de nariz aguileña y gran aficionado al chocolate negro, poco tiempo después de haberse pasado años matando a nazis como si no hubiera un mañana (porque no lo había), murió, gordo, calvo y cojo, en los brazos de Sofia Arnaboldi en uno de los más burdeles más cutres del centro de Italia.

11

Uno se puede sentir orgulloso de las cosas más absurdas. Por ejemplo, de la victoria de un deportista de su país en una competición de esquí alpino. Solo hace falta una buena disposición y las circunstancias adecuadas. Tal vez estar delante del televisor en una tarde plomiza de invierno sin mucho más que hacer y con el mando a distancia lejos de tu alcance.

En tales momentos, un incomprensible orgullo puede apoderarse de uno al comprobar que un esquiador nacionalizado bate por dos décimas de segundo a un deportista neozelandés, por más que el compatriota en cuestión sea un imbécil al que no saludarías ni en el ascensor y el neozelandés sea un tipo ejemplar.

El patriotismo es una cosa extraña que se parece radicalmente la soledad.

Uno se siente orgulloso de cosas sin saber por qué. A menudo, es cuestión de fe o de tradición. Se heredan frases, ideas, patrias, a las que agarrarse como al clavo ardiendo.

En ese sentido, mi referencia siempre fue un tío de mi madre que se llamaba Manel, tenía el pelo amarillento y al que todo el mundo llamaba solo «tío», incluso la gente ajena a la familia, empezando por su mujer. Era un hombre malhumorado que solía presumir de su buen humor. Si le decías que le había salido un grano en la cara, que tenía una mala mano en las cartas o que te gustaba más la Coca-Cola que la Pepsi (no como a él), se irritaba muchísimo: se enfadaba, gritaba y maldecía a los cuatro vientos. Sin embargo, si le decías que el mundo no tenía sentido, que el ser humano es una bala perdida y que somos un vagar por un espacio que no tiene salida ni final, pues entonces asentía calmadamente y aceptaba la vida tal como venía.

Era un referente porque a mi mirada de niño le parecía una actitud increíblemente absurda por medio de la cual tal vez algún día comprendería el mundo. Él se sentía orgulloso de su piel fina como la de un bebé, de su pericia a la hora de jugar a las cartas o de su buen gusto en relación con las bebidas gaseosas con sabor a cola. Y por eso no admitía discusión alguna al respecto. Estaba todo en orden y era perfecto.

Esa era su fe.

Sin embargo, no tenía problema a la hora de admitir que la vida no tenía sentido. Es más: era un entusiasta defensor de tal idea. Estaba dispuesto a perder toda la dignidad, cualquier atisbo de orgullo y de sentido final si se trataba de algo compartido, de un hundimiento colectivo.

Si la especie humana se iba toda junta al garete, no había problema, porque el tío Manel tenía fe en la parte miserable de la existencia.

Al pasar el control de seguridad y cuando unos funcionarios rusos me miraron de arriba abajo sin encontrar nada sospechoso en mí, sentí ese orgullo idiota que había heredado de mi tío por las cosas minúsculas y los pequeños triunfos cotidianos.

Llevaba diez horas en aquel aeropuerto después de que mi gran historia de amor se hubiera ido al traste en un callejón nevado de Moscú. La tristeza, la soledad, las ganas de dormir…

No obstante, cuando el arco de seguridad no pitó, cuando no detectaron ninguna bomba en mi maleta ni líquido alguno en una botella demasiado grande, sentí un pequeño subidón de felicidad por formar parte legal de la parte legal del mundo. Como si un esquiador que viviera en la otra punta del planeta lo hubiera logrado, como si por fin hubiera quedado probado que la Pepsi-Cola es para los hombres buenos.

Tras colgar el teléfono, se había hecho el silencio y había dado otras vueltas por los pasillos del aeropuerto. Siempre ese horror al vacío tras una conversación con Maria Elena.

Supuse que ya no me encontraría a los dos soldados vestidos con trajes de camuflaje que había convertido en parte de mi historia, pues vi a otros dos guardias sentados donde antes habían estado ellos. En sus rostros ya no se percibía la quietud de la vigilancia nocturna, sino un frescor opuesto. Para ellos ya era el día siguiente, aunque no hubiera rastro de la luz del sol detrás de la nube que cubre Moscú de noviembre a abril.

Comprobé la hora en el móvil: poco más de una hora para que saliera mi avión y no había recibido ningún mensaje de Masha en el que me dijera que me quedara allí con ella, que diera media vuelta y regresara a su lado. Además, se me estaba agotando la batería del teléfono: el quince por ciento del dibujito de una pila verde para que ella me dijera sí, quédate conmigo.

Arrastré mi maleta rota por los pasillos del aeropuerto por última vez, mirando de vez en cuando hacia la puerta por si aparecía Masha. Pero, al cabo de un rato, me resigné y me dirigí al control de seguridad, a esperar otros noventa minutos antes de que el avión despegara rumbo a Barcelona.

Al quitarme las botas para atravesar el arco de seguridad, recordé los mocasines del hombre muerto, su rostro inerte de borracho; sin embargo, cuando pasé al otro lado sin que guardias de asalto como armarios roperos me derribaran en nombre de la justicia internacional, me pareció que también a él lo dejaba atrás. A él, a sus zapatos marrones y a aquel aliento a vodka que me había recordado quién era yo en realidad.

Antes de colgar el teléfono, le había preguntado a Maria Elena qué tal le iba. Le había pedido que me contara algo de ella, de su vida en América, de si pensaba regresar. Habíamos hablado del pasado y de mí. Sin embargo, en cuanto lo hice, ella pareció tener prisa por acabar la conversación. Yo intenté alargarla, pero ella se disculpó porque tenía que salir o hacer no sé qué cosa a siete mil quinientos kilómetros de distancia y dejó su silencio a mi lado.

Por eso había llamado a Elena a las seis de la mañana. No solo porque fuera la única persona que conocía que estaría despierta a esa hora de la madrugada, de la noche para ella, sino también porque Maria Elena Padovani y su silencio eran todas las mujeres de mi vida. Porque puede que, como antes con la llamada perdida a mi padre o con el recuerdo de mi madre, con los guardias, con la chica de la melena de cuento o con el hombre sin sombrero de ala ancha, detrás de su silencio pudiera encontrar la respuesta a por qué llevaba tantas horas solo en el aeropuerto internacional de Sheremetievo.

Tras calzarme las botas y guardar mi portátil en su funda, volví a arrastrar la maleta por otra sucesión de pasillos buscando la puerta de embarque 35-A, que apareció ante mí después de diez minutos de caminar por un suelo encerado donde pude ver el reflejo de mi rostro.

Al llegar a la puerta de embarque, noté que allí se respiraba un ambiente diferente. La sensación de irrealidad y pausa que había compartido con los demás viajeros durante diez horas se había transformado en un ambiente bullicioso en el que los susurros y los rostros dormidos habían dado paso a gritos y expresiones despiertas.

Había niños corriendo, grupos de chicos jugando a las cartas y gente que se reía a carcajadas. Eran las primeras carcajadas que oía desde hacía días: los rusos no se carcajean así como así; al menos no en Rusia. Es como si en su país, con toda esa herencia de espiritualismo y frío, de historia y silencio, no tuvieran tiempo para tonterías. Esperan a estar en sus casas, tal vez, o a salir fuera de sus fronteras. Entonces sí que pueden dar rienda suelta a esa risa gutural de hombres obesos y de pelo paja que pasean en pantalones cortos de vivos colores por el centro de la ciudad, del brazo de mujeres de marfil con vestidos floreados que parecen, de tal guisa, también ellas, disparos en un museo.

Cerca de las siete de la mañana, volví a preguntarme si había hecho todo lo que estaba en mi mano para convencer a Masha de que se quedara conmigo para siempre. Estaba seguro de que esa era la puerta a la que tenía que llamar, pero tal vez lo había hecho mal: quizás había pulsado el timbre cuando lo correcto hubiera sido aporrear la puerta con los puños. Repasé los últimos días para intentar comprender qué había ido mal en mi plan, aunque debo reconocer que tampoco es que hubiera trazado una estrategia muy elaborada: cojo un avión, recorro Europa y le digo que la quiero.

Fin de la historia.

Tal vez me habían fallado la sencillez del plan o las mismas palabras. Quizá, si diera con la palabra justa, podría convencerla de que se equivocaba dejándome marchar. Puede que si le enviaba un mensaje antes de que el avión despegara se obrara un milagro final propio de una película de Hollywood: la chica corriendo por el aero­puerto, saltándose todos los controles, con guardias gordos persiguiéndola por los pasillos mientras se sujetaban con una mano la gorra, y con la otra, los pantalones por debajo de un vientre abultado en el que sobresalía un cinturón con una hebilla plateada. Y, al final, el reencuentro: quizá de lejos, pero el reencuentro: «El abuelo Davidka viajó hasta Rusia para decirle a la abuela que la quería. Y fuera nevaba».

Poco a poco, me fui convenciendo de que tenía que haber algo que pudiera decirle y cambiara la suerte de la partida en el último momento.

Llegué a pensar que la clave de mi felicidad era como uno de esos juegos de ingenio para todas las edades en los que hay que dar con la solución para sobrevivir: un hombre tiene que elegir entre dos puertas; una conduce a la muerte, la otra lleva a la libertad. Cada una de ellas está custodiada por un guardia. Uno siempre dice la verdad; el otro siempre miente. Y solo se puede formular una pregunta.

Y yo pensé que Masha volvería a quererme si daba con la palabra apropiada, si resolvía el acertijo y nos convertíamos en una escena de película.

Al cabo de un rato, me pareció ver pasar a la chica de la melena de cuento, pero no le presté atención; ya no tenía tiempo para eso. A esas alturas de la noche solo sentía curiosidad por mí, cosa que me ponía más y más nervioso: mucho más que ver a un hombre muerto o escarbar en mi pasado buscándole una explicación a mi soledad.

El ruido de fondo fue perdiendo forma a medida que me convencía de que tenía que haber una solución. Si me montaba en el avión sin haber dado con ella, no habría vuelta atrás.

Intenté concentrarme, a pesar del sueño y del cansancio de las últimas semanas. ¿Qué podía decirle a Masha? ¿Qué palabra era la justa? ¿A cuál de los dos guardias tenía que formularle la pregunta, al que mentía siempre o al que decía la verdad? En la pantalla del móvil, los minutos pasaban a la misma velocidad que se me acababa la batería. Tenía la sensación de que una bomba iba a explotar.

Así hasta que se me ocurrió algo bonito que decirle. Y eso fue bastante para que me sintiera más animado. Recuperé mi fe desmedida en las palabras; sería trivial para cualquier otra persona, pero no para mí, que la sentía bajo la piel, como otra canción que hablaba de todos nosotros. Cortaría el cable azul o el cable rojo y que fuera lo que Dios quisiera. Lo que iba a decirle no era exactamente una palabra (un solo cable), más bien era una frase (un conjunto de cables azules o rojos). No podía fallar.

—¿Tu planeador va pronto? —me preguntó una voz que me costó hacer regresar a mi mundo.

El tipo que no llevaba sombrero de ala ancha me observó con una sonrisilla en los labios. Estaba de pie ante mí, mirándome desde arriba. Sentado, yo había empezado a escribirle a Masha aquella frase que desactivaría la bomba y que quedó congelada en la pantalla de mi móvil.

—Sí, ir pronto —le respondí con ganas de quitármelo de encima.

—Mí también —dijo él—. Pero a mí parecer que el planeador de ti ir a otra ciudad, otro lugar.

Sonreí para poner fin a la conversación.

—La vida es en este modo —siguió él, que me hizo perder la concentración en mi mensaje de artificiero: ya no sabía qué cable cortar ni a quién preguntarle, si a quien siempre mentía o si al que siempre decía la verdad—. El hombre nunca sabe dónde es el final. Tú mirar el hombre muerto antes. ¿Esto no es verdad?

Pensé que tal vez fuera una señal que se me pusiera a hablar precisamente en ese momento. ¿Estaba mandándome señales el universo a través de un personaje de mi imaginación?

—Yo cambiar el planeador en el último minuto —añadió—. Ahora yo ir a otro lugar. El hombre nunca sabe dónde es el final —repitió.

—Sí —dije. Y no sé si fue la madrugada o si fue porque quería otra señal, algo que volviera a dejar clarísimo que todo Sheremetievo hablaba de mí, pero el caso es que le pregunté—: ¿Y la chica del largo pelo?

Una sombra cruzó su rostro. Había leído muchas veces esa frase en las novelas que había corregido y leído durante años. A Millás le había leído que frases como aquella ocupaban un lugar en el manual de estilo junto a expresiones como «Cruzó el zaguán», «Olía a naftalina», «Lo miró de hito en hito» o «Frunció el ceño». Pero nunca había visto una frase como esa en tres dimensiones.

Todavía con el móvil y las palabras milagrosas en mis manos, sentí que finalmente la literatura me había atrapado. Ahora sí que era el protagonista de todas las novelas, ahora sí que todos los géneros se confundían en una sola vida, aunque para ello hubiera tenido que cruzar Europa y pasar una noche en un aeropuerto.

La respuesta a por qué de mi soledad en Sheremetievo el día en que le dije a la mujer a la que quería que se quedara conmigo para siempre tenía que ver con cómo me había convertido yo mismo en frases de libros que había leído centenares de veces.

—El hombre nunca sabe dónde es el final —repitió por tercera vez el hombre que no llevaba sombrero de ala ancha—. La sola opción para conseguir el amor de una mujer es estar paciente —añadió, y se fue de nuevo, sin tocarse el sombrero que no llevaba.

Cerré los ojos unos segundos. Las lentillas me molestaban, pero siempre me las pongo cuando he de coger un avión. Me parece que en caso de accidente aéreo es mejor llevar lentes de contacto que gafas, por si hay que ver llegar de lejos las cosas.

Al abrir los ojos, el tipo sin sombrero había desaparecido, y no supe si me lo había imaginado todo. Grupos de pasajeros empezaron a formar colas con pasaportes y billetes en las manos. En fila india, en desorden, con cara de dormidos. En el aire, seguía aquel bullicio alegre y tenso que precede al momento de embarcar: como si no fuera insensato meterse en una cápsula forjada de un material desconocido, con toda esa chapa de pintura blanca y ese cubículo pequeño dispuesto a sobrevolar miles de kilómetros a miles de metros de altura.

Volví entonces a mirar el móvil (cable rojo, cable azul; guardián que dice la verdad, guardián que cuenta siempre mentiras) y ya no vi las infalibles palabras de amor que había escrito para Masha. Solo la pantalla en negro del teléfono; la batería se había agotado mientras el tipo que no llevaba sombrero de ala ancha me decía que nunca se sabe dónde está el final.

En lo alto, una pantalla anunció que quedaban menos de diez minutos para embarcar, el final de mi viaje de amor.

12

Volqué mi maleta en el suelo y desparramé su contenido en busca del cargador del móvil. Algunos pasajeros que compartían conmigo la sala de espera detuvieron sus carcajadas; otros suspendieron sus gestos; hubo quien canceló un bostezo nervioso o inconsciente.

Alguien que deshace la maleta antes de entrar en un avión es el mundo al revés. Todos me miraron.

Esparcí las cosas allí mismo: ropa sucia metida en una bolsa de un supermercado; un neceser de color verde que había comprado en un chino por cincuenta céntimos, ya con la cremallera rota; dos libros que apenas había leído en aquellos días: Una novela rusa, de Emmanuel Carrère, y La historia del amor, de Nicole Krauss; una máquina de afeitar y unas zapatillas de deporte que no había usado; un jersey gordo de color azul que me había comprado para la ocasión; dos camisetas térmicas que desprendían un desagradable olor a colonia y sudor; calcetines, muchos calcetines, gordos, porque yo siempre tengo frío en los pies.

Todas las cosas necesarias para sobrevivir a una historia de amor no correspondido y al frío de Moscú, a una línea desdibujada y a la nieve. Y por fin, debajo de toda mi vida desparramada, el cargador del móvil: blanco, largo y ligeramente pelado en el punto de unión con la clavija.

Miré a mi alrededor para comprobar si la gente seguía pendiente de mí, pero ya solo me observaba una niña japonesa con los ojos bien abiertos, como un dibujo animado. Apoyaba la cabeza en el hombro de su madre y me sonreía. A ella no se le olvidaba que yo era un hombre raro. O puede que para ella aquello no fuera más que un juego; por eso, en cuanto volví a meter apresuradamente mis cosas en la maleta (cuatro minutos para que empezara a embarcar la gente en el avión de vuelta a Barcelona), la niña dobló el labio inferior hacia abajo en busca del temblor y del llanto.

Me la quedé mirando durante unos segundos, suplicándole su complicidad y silencio, para que no me delatara, como un preso huido que busca la ayuda de un guardia novato. Pero no funcionó: la cría se echó a llorar.

Así pues, el día en que le pedí a la mujer a la que amaba que pasara el resto de su vida conmigo, hice llorar a una niña japonesa. Me consolé con la idea de que tal vez dentro de muchos años vería imágenes de un programa de televisión japonés en el que los concursantes deberían tomar un avión rumbo a un destino desconocido, pero antes de hacerlo tendrían que superar una serie de pruebas, una de las cuales sería deshacer las maletas y encontrar un cable blanco ligeramente pelado que les serviría para mandar un mensaje de amor que ni un artificiero. Quizá mi desorden sería el germen que pondría orden en la mente en crisis de esa niña convertida en creadora de concursos televisivos japoneses veinte o treinta años más tarde.

Había perdido otro minuto más por culpa de aquella cría y por pensar esa idiotez. Que la niña llorara, qué más daba. Quien bien te quiere te hará llorar. Además, por lo que yo sabía, eso era básicamente lo que hacían los niños: llorar, hacérselo encima y reír sin sentido. Como cuando todo acaba. La rueda de la vida, de la infancia a la vejez. Pensé en mi padre, en mí mismo convirtiéndome en él.

Busqué un enchufe debajo de los asientos, entre los pies de varios pasajeros que me miraron con desconfianza. Tres minutos para entrar por aquel tubo gris camino del avión y no había dónde enchufar el teléfono y poder mandar mi mensaje redentor. La llave de la felicidad en una oración principal precedida de una subordinada. Pero no había enchufe a la vista. Y, por muy talentosa que fuera mi frase, sin corriente eléctrica no me serviría de nada.

Seguía teniendo una fe inquebrantable en las palabras, pero carecía de energía.

Cogí la maleta por el asa corta y busqué un enchufe debajo de otros bancos, pero los arquitectos rusos no habían previsto que un español enamorado tuviera que mandar un mensaje de vital importancia justo antes de tomar un avión poco después de quedarse sin batería.

Vi a una mujer rubia de espaldas anchas y ropa de vivos colores caminar por un pasillo poco iluminado y con baldosas amarillentas. Llevaba un neceser en la mano. Sonreí: seguro que en el lavabo encontraría un enchufe para desactivar la bomba.

Una cola de mujeres aguardaba su turno, mientras los hombres iban pasando al servicio de caballeros como si tal cosa. Empujé la puerta del lavabo con cierta aprensión, intentando no tocar el pomo, donde imaginé campando a sus anchas a un sinfín de bacterias procedentes de cualquier lugar del mundo: microbios rusos, chinos, españoles, franceses, coreanos, italianos, colombianos… Un montón de palabras, acentos y orina que, a la que te descuidaras, te podría inocular un virus que te hiciera olvidar hasta el color de los zapatos que llevabas puestos.

Al entrar me quedé quieto al lado de la puerta. Miré la zona de los lavamanos. Solo vi un enchufe y no estaba disponible. Lo ocupaba un hombre de rasgos asiáticos que apuraba con su máquina de afeitar una barba invisible. Ese ruido de la maquinilla me taladró el cerebro de inmediato, igual que la mirada complaciente del hombre contra el espejo. Su paz me pareció falsa. La odié al instante porque impedía que yo le diera orden a mi caos, que eligiera entre quien dice siempre la verdad o quien siempre miente.

Así pues, el día en que le dije a la mujer a la que amaba que quería pasar el resto de mi vida a su lado, me acerqué a un desconocido por detrás en el lavabo de un aeropuerto moscovita y le di unas palmaditas en el hombro al tiempo que tosía. Sabía que aquello contravenía una de las reglas fundamentales de cualquier credo heterosexual que se precie: jamás puedes tocar a otro hombre (aunque sea en el hombro y con la punta de los dedos) en un lavabo.

El tipo dio un respingo en cuanto vio mi imagen en el espejo.

—Entonces vi que un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años se reflejaba en el espejo. Me temí lo peor, y la cosa no mejoró cuando sentí sus dedos sobre mi espalda.

—¿Y qué aspecto tenía esa aparición? —preguntaría el presentador del programa coreano de fenómenos paranormales.

—Malo. Francamente malo. Poco pelo, barba mal afeitada y, lo peor de todo —pausa dramática—: los ojos nada rasgados.

El hombre se agitó de nuevo en cuanto sintió mis dedos en su espalda. Empecé a mover la boca para pedirle si podía dejar de afeitarse y permitirme cargar un momento la batería de mi móvil para que pudiera enviar un mensaje que, estaba convencido, devendría en un punto de inflexión en mi vida. Yo hablaba en nombre del amor, de la fe en el lenguaje y de algo enorme, de proporciones descomunales. Mucho más grande que nosotros. Maria Elena me lo había dejado bien claro con la historia de su primo el relojero; solo hay una cosa más grande que el amor o que cualquier guerra: aquello en lo que crees.

—Yo necesitar… Mi teléfono es sin batería —le dije.

Reflejadas en los espejos, vi las espaldas a unos cuantos hombres que orinaban de pie contra la pared: las manos por delante y unos ligeros saltitos al acabar, como cuando se dice Wittgenstein. Ese olor tan característico de lavabo público que alguien limpia cada cinco o seis horas por un sueldo miserable lo invadió todo. Vi al lado del espejo una hoja de papel que indicaba cuándo lo habían desinfectado por última vez, pero lo ponía en ruso, así que no entendí nada.

El mensaje para Masha me quemaba entre las manos. A estas alturas, la gente ya estaría embarcando en el avión. Y todo dependía de que ese tipo me dejara conectar un momento mi teléfono en el enchufe. Sin embargo, el puto coreano siguió afeitándose con parsimonia tras devolverme la mirada con una sonrisilla, esa falsa sonrisa que seguro que le habían enseñado de pequeño: al mal tiempo buena cara y toda esa basura.

Puto gilipollas, pensé.

No me corté: todo dependía de aquello. Me puse a su izquierda y tiré del cable de su máquina de afeitar.

—Y entonces pasó algo que aún me pone los pelos de punta —diría el coreano, negando con la cabeza.

—¿Qué pasó, coreano que se afeita en aeropuertos? —preguntaría el presentador fingiendo una gran sorpresa.

El ruido de la maquinilla se apagó. Sobre el rostro del hombre cruzó un carrusel de emociones, pero ninguna de ellas fue la ira. Sorpresa, tal vez. Resignación, un poco. Indignación, más bien escasa. Pero a mí me daba igual: yo era un hombre enamorado, y a los hombres enamorados todo lo demás nos importa un comino.

—Le dije algo… No recuerdo qué —respondería el coreano—. Pero él no parecía entender mi idioma. Y no sentí más deseo que salir de allí. Tenía solo la mitad del rostro afeitado, pero qué importaba dadas las circunstancias.

—¿Y nadie más vio nada? Antes ha dicho que había otros hombres en el lavabo —insistiría el presentador.

Los tipos que habían dado saltitos al acabar su micción ni siquiera se lavaron los manos, tal vez para evitarme, tal vez porque la mayoría de la gente sigue sin hacerlo.

Con su rostro medio afeitado, el coreano corrió fuera del lavabo. Ahora el único enchufe era mío, qué importaba nada más. Esperé unos segundos a que el teléfono recobrara parte de su vida: negro, un circulito blanco rodando, introduzca un par de números y, adelante, ya puede escribir su mensaje de amor de artificiero.

Escribí el mensaje decisivo y le di a la tecla de enviar varias veces; pero estaba borrosa, también ella fantasmal y mal iluminada. Por un momento, me entró el pánico. Como si en el momento en el que ya había decidido cortar el cable azul, los alicates se deshicieran en mis manos; como si, justo cuando decidía preguntarle al guardián que siempre dice la verdad, me diera cuenta de que el juego no consistía en eso: de que estaba jugando al fútbol con las reglas del ajedrez, de que estaba confundiendo la apertura Réti con un córner lanzado al segundo palo.

Insistí varias veces, incluso borré el mensaje y volví a escribirlo de nuevo, pero no había nada que hacer. Miré con desesperación mi rostro en el espejo y pensé en mi madre. Ella había traído al mundo a un niño rubio con los ojos verdes, sano, bueno y hermoso. ¿Cómo se había convertido él en mí? ¿Qué había sucedido para que se transformara en el tipo del otro lado del espejo? Esa barba mal afeitada, esas ojeras, esas entradas, ese avanzar hasta los cuarenta años con tan poco decoro.

Respiré profundamente: tenía que haber una explicación para todo eso. Fueron unos momentos de una angustia estremecedora hasta que me di cuenta de que la señal del wifi no llegaba al lavabo. Desenchufé el teléfono, cogí la maleta por el asa y salí del baño precipitadamente.

Corrí al trote por los pasillos hasta llegar a la zona de embarque. Bajo la pantalla donde ponía «Barcelona», una chica y un chico sonrientes y vestidos con trajes azules y rojos me miraron con extrañeza: a mí, a un niño rubio con ojos verdes y una maleta rota.

—Barcelona —les dije.

—Sí, señor —respondió la chica con una sonrisa entrenada.

—Sí —repetí yo.

Ella miró a su compañero levantando ligeramente las cejas.

—Billete y pasaporte, señor —dijo la chica.

—Sí, claro —respondí, e intenté también esa sonrisa de manual.

Busqué el pasaporte y la tarjeta de embarque. Vacié mis bolsillos allí mismo: las llaves de casa, una servilleta arrugada, cuarenta y tres rublos y el cable de mi teléfono. Nada de pasaportes ni de tarjetas de embarque.

—¿Algún problema, señor? —intervino el tipo, también con aquella sonrisa de línea aérea.

—No… Yo quiero significar…, sí. Uno un minuto, por favor —dije con mi inglés de cola de embarque.

Nuevos pasajeros empezaban a llegar a la sala para tomar los próximos vuelos; sin embargo, ellos ya no habían pasado toda la noche en el aeropuerto. Mientras buscaba mi pasaporte, sentí que eran unos impostores, porque no había dormido y porque estaba convencido de que si uno toma un vuelo de Moscú a Barcelona, lo más digno es pasar toda la noche en vela y ver a hombres muertos, y recordar a sus padres, y hablar con mujeres que son obsesiones.

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9788412298222
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