Kitabı oku: «Los días ciegos», sayfa 4

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9

—¿Conoces la historia de Psaménito, rey de Egipto? —me preguntó Maria Elena, dicho a la italiana, con acento en la primera «e».

—Me suena de algo, pero no sé de qué. Puede que la leyera hace algún tiempo —respondí, un poco porque era posible que así fuera, un poco para cubrirme las espaldas y disimular mi ignorancia—. Ya sabes…, últimamente mi memoria es como el olvido. Eso y que empieza a hacer demasiado tiempo de algunas cosas… y de libros que leí.

—Empezamos a ser unos viejos, ¿no? —dijo ella, y me la imaginé levantando las cejas como hacía quince años, cuando la conocí—. Lo cuenta Montaigne al principio de sus Ensayos. Estoy preparando una clase sobre él; tampoco te creas que lo sé por otra cosa —mintió—. Psaménito fue apresado por Cambises, rey de los persas. Al poco de estar recluido, vio pasar por delante de él a su hija, a la que habían convertido en una criada; la habían enviado a por agua y caminaba con la cabeza gacha y con los vestidos propios de una esclava. El rey se mantuvo firme, sin hacer demostración alguna de su dolor; por el contrario, sus amigos se echaron a gemir y a gritar por la humillación. Poco después, Psaménito vio pasar a su hijo, a quien conducían al patíbulo, donde lo ejecutaron. Pero él mantuvo la misma actitud: flemático, como si cualquier dolor que pudieran infligirle fuera insuficiente. Sin embargo, al cabo de unos días, desfiló ante él uno de sus soldados hecho prisionero. Y entonces el rey se echó a llorar con desesperación: mesándose los cabellos, gimiendo de pena, gritando fuera de sí.

—Estoy un poco espeso, Maria Elena —respondí—. Son las cinco de la mañana —añadí sin mirar el reloj.

Ella se rio al otro lado del teléfono, a siete mil quinientos kilómetros de distancia, tres años después de que la hubiera visto por última vez.

—Quiero decir que estás fijándote en el dedo, querido catalán. —Y otra vez imaginé su sonrisa—. En realidad, que estés pasando esta noche en el aeropuerto de Moscú (a quién se le ocurre, David) solo es la punta del iceberg. —Dijo la última palabra en inglés, en cursiva.

—No sé… Es complicado…

—Todo es complicado, ¿no? ¿Por qué crees que se echó a llorar Psaménito? ¿Por que habían hecho prisionero a su soldado? ¿O por que violarían infinidad de veces a su propia hija (ahora una vulgar criada)? ¿O por que habían matado a su hijo? ¿Tal vez por que le habían arrebatado todo su poder?

—¿Por todo?

—Bueno, por todo, sí, claro —me respondió con algo de impaciencia, dejando escapar su acento italiano por primera vez—. Pero lo del soldado solo fue la gota que rebasó el vaso, ¿no? ¿Se dice así en español?

—Sí, que colmó el vaso —la corregí.

—Pues eso. Le importaba una mierda la vida de ese soldado. ¿Cómo le va a importar a un rey que un súbdito cualquiera viva hoy o muera mañana? Lo del dedo, Davide. Perdona que te diga alto tan obvio, pero no hay que mirar solo el dedo. Se necesita estar atento a la dirección que te señala. ¿No te parece?

Por delante de mí, vi pasar a la chica de la melena de cuento, justo por donde me había imaginado que señalaba el dedo de Maria Elena. Estaba buscando con la mirada a alguien. En una mano llevaba el pasaporte, en la otra, la maleta de color calabaza. ¿Qué hora era ya?

—Además, ¿qué es esa historia de los zapatos de un cadáver? —añadió Maria Elena.

—Nada, es lo que te he dicho. Necesitaba contárselo a alguien —me justifiqué—. Un hombre se ha desplomado en mitad del aero­puerto. Creo que era un homeless que pasaba tiempo aquí. Me ha parecido como esa gente que existe solo como una forma del paisaje. Está el borracho del barrio, el tonto del pueblo, el listillo de la oficina… Y aquí, por lo que parece, estaba el borracho del aeropuerto.

—Ya… Suena poco ruso que dejen pasear a un homeless como si tal cosa por el aeropuerto. Los espías como tú podrían informar de algo así y darles mala publicidad —bromeó.

—Sí, es un poco raro —respondí, ajeno a su ironía—. Y, además, llevaba mocasines. Eso sería más para el verano. ¿No te parece extraño?

Se hizo el silencio. Me la imaginé poniendo cara de impaciencia, tan lejos y tan cerca como siempre la había sentido.

—Tú creías en los horóscopos y toda esa mierda, ¿no? —añadí entonces.

Cuando hablaba con Maria Elena, cada poco salía esa palabra: «mierda». Quizá porque durante años tuvimos el sueño de irnos juntos a la mierda, o eso nos decíamos: lejos, donde nadie nos conociera, donde pudiéramos hacer de todo sin que a nadie le importara lo más mínimo, ni siquiera a nosotros mismos (sobre todo a nosotros mismos); una playa semidesierta, una gran ciudad extranjera con cláxones y contaminación, la falda de una montaña. A la mierda podía ser a cualquier parte. Sin embargo, finalmente, lo más parecido a eso que sucedió fue que lo nuestro, si es que alguna vez había existido, se fuese justo ahí: a la mierda.

—Si lo dices de ese modo…, no, desde luego. Pero en algo hay que creer, querido. Mírate a ti: durmiendo en el aeropuerto de Moscú. Y supongo que eso es porque crees en algo, ¿no?

—No sé si es lo mismo. No es que yo siguiera algún designio superior o que las cartas me dijeran que tenía que coger un avión y decirle a una mujer que la quiero o algo así. Simplemente, se hace.

—Es tan impropio de ti, catalán —dijo Maria Elena tras resoplar.

—¿El qué?

Unos años atrás, había estado a punto de realizar un viaje así por ella, pero cuando llegó el momento cogí otro avión. Y cuando quise rectificar, ya fue demasiado tarde.

Siempre había tenido la ridícula pretensión de pedirle perdón por aquello. Posiblemente, un gesto de amor así por Maria Elena no hubiera llegado a nada más que a «La noche en que le dije a la mujer a la que amaba que quería pasar el resto de mi vida a su lado, dormí toda la noche en una estación de tren del centro de Italia». Sin embargo, Maria Elena siempre me había parecido la mujer perfecta y pensaba que se merecía que algún idiota como yo hiciera eso por ella. Me parecía inteligente, divertida, guapa, buena. Quizá, bien pensado, por eso nunca había cogido ese avión, precisamente porque Maria Elena me parecía perfecta y estaba íntimamente convencido de que un tipo como yo no la merecía.

—¿El qué? —me imitó—. Pues eso: que es impropio de ti hacer estas cosas. Pero, bueno, sea como sea…, mira: yo no digo que todo esté escrito, solo que a veces me parece que hay cosas que influyen, cosas que no controlamos. Si no, ¿cómo explicas lo de mi madre? —preguntó.

—¿Qué le ha pasado a tu madre?

—No, nada, está bien. Dentro de lo que cabe, ella es feliz como quien lo sabe ser. Es otra cosa.

Maria Elena tosió a siete mil quinientos kilómetros de distancia. En Nueva York debían de ser casi las diez de la noche. Me la imaginé con una copa de vino en una mano, las gafas puestas y libros en varios idiomas desperdigados encima de una mesa de madera. A veces imagino clichés que me hacen feliz.

—Ayer hablé con ella y me contó un sueño que tuvo —continuó—. Dice que se fue a dormir y que, nada más cerrar los ojos, empezaron a desfilar por su mente todas las personas que conocía de su viejo pueblo: mis tíos, mis primos, el vecino de al lado, el que hace quesos… Todos menos una persona: Lucrezia, cuya hermana había muerto hacía unos días. Mi madre se despertó de golpe y pensó que debía llamar a mi tía para pedirle el teléfono de Lucrezia, para poder darle el pésame. ¿Y sabes qué pasó?

—¿Qué?

—Pues que al día siguiente llamó a su hermana para pedirle el teléfono de Lucrezia, pero mi tía le dijo que Lucrezia, la hermana de Francesca, la única que no había aparecido en su sueño, había muerto hacía unas horas.

Los bancos que hacía un rato estaban ocupados por pasajeros esperando medio dormidos la salida de su avión estaban vacíos. Se respiraba un aire diferente. Había más gente de pie y la primera luz del día se abría paso entre la nieve del exterior. Sentí una punzada de angustia. Algo parecido a la nostalgia por venir. Me empezaba a separar irremediablemente de mi noche de amor y, francamente, me importaba un carajo aquella nueva historia.

—Tal vez fuera intuición. —le dije.

—Puede ser eso, o puede ser algo que no se controla, tal vez sea una lección de humildad. Nos creemos capaces de manejarlo todo, sentimos que podemos controlarlo todo, pero no controlamos nada. Tal vez haya cosas que no dependen solo de uno: de tomar una decisión o la contraria. Llámalo cómo quieras, pero creo que hay cosas que se escapan de nuestra competencia. Simplemente, vienen y se van.

—¿Quieres decirme que coja inmediatamente el próximo avión a Barcelona y me largue de aquí?

—Yo no sé qué quiero decir, Davide —dijo, y soltó un suspiro—. Mira, has hecho lo que has podido…, pero a mí no me pinta nada bien. Cierto día recibes un mensaje de una mujer a la que dices querer en el que ella te insiste en que no le hables más, y ya no hay más explicación. Y sé que hay una pulsión interna por descubrir cualquier misterio que nos asalta, pero a veces es mejor no conocer la verdad, ¿sabes?, no vaya a ser que toda la épica se vaya a la mierda. No sé… En todo caso, con esa carta de mentira, que ni siquiera puedes tocar, con ese e-mail que no deja rastro alguno, que no huele a nada (no la puedes arrugar y hacer una bola de ella, no puedes pintar un corazón encima ni quemarla para ver cómo se deshacen las palabras), tú coges un avión, atraviesas toda Europa en pleno invierno para decirle a esa mujer, en fondo una desconocida, que no, que no te conformas, que no te rindes, que has ido a llevarle a la mismita puerta de su casa una historia de amor. Para que comprenda de una vez por todas qué es el amor. ¿Y qué hace ella?

—¿Qué hace?

—Deja que duermas toda la noche en el aeropuerto.

—Bueno, más o menos.

—Ya, esa es la historia que tú quieres vender. Lo sé. Entiendo que todos necesitamos darle cierta épica a nuestra vida. Eso lo hace todo más digno y llevadero. Puede justificar cualquier fracaso… Como si el fracaso tuviera que justificarse. Como si vivir no implicara fracasar. Hay que saber perder, catalán. Porque la vida siempre te derrota. Cada día luchas por no morir, pero, al final, tarde o temprano, mueres: pierdes. Después está toda esa basura de la «filosofía» del no rendirte nunca, de pensar que todo es posible. Pero el mundo es un lugar injusto en el que siempre se pierde.

—No sé si es una cuestión de justicia —repliqué, casi como una prueba de vida, para dejar claro que seguía allí y la escuchaba.

—Resulta que vivimos en un universo que se expande, en el que brillan unas estrellas que llevan miles de años muertas, en un caos agónico al que, a pesar de todo, intentamos dar orden. ¿Y sabes por qué?

—¿Porque somos unos románticos, Maria Elena?

—Y unos nostálgicos. Echamos de menos la época en la que el mundo tenía sentido, en la que podíamos entender las cosas que sucedían. Un tiempo en el que había suficiente con el misterio no revelado. Pero, malas noticias, querido, ese mundo explotó: se vino abajo hace muchos muchos años. Se fue donde tú y yo sabemos.

«A la mierda», dijimos los dos a la vez.

Oí el correr de una persiana metálica, vi a una pareja de turistas franceses que dormían en un banco contiguo al mío e imaginé a Maria Elena Padovani a siete mil quinientos kilómetros de distancia andando por su pequeño apartamento de Nueva York.

Después de que se hubieran llevado el cadáver de los mocasines marrones, me había sentado cerca de los paneles que anunciaban las salidas de los próximos vuelos. Unas horas y abandonaría esa ciudad. Nada se acaba del todo, nunca, pero un rastro de sequedad en la boca me advirtió de que si no se terminaba sí que palidecía hasta casi no verse. A mi gran viaje de amor se le empezaban a ver las costuras como a un texto improvisado que no ha pasado por las manos de un editor: con personajes de mentira, con frases que pesan como piedras de mil kilos, con un largo y desmedido etcétera.

Entonces, cuando los enfermeros se habían ido con el cadáver, cuando no vi a los guardias con sus trajes de camuflaje ni pude espiar la conversación de una chica con una melena de cuento, cuando la realidad me golpeó solo en un banco de un aeropuerto lejano, volví a sentirme como un verso suelto que alguien había escupido al suelo con desprecio.

Volví a preguntarme entonces qué diablos hacía allí aquella noche, y cuando sentí que nada tenía sentido, pensé en Maria Elena. Regresé a ella, como siempre.

10

—¿Se te ocurre alguna idea para curar el mal de amor? —me había dicho Maria Elena al poco tiempo de que empezáramos a hablar aquella noche, entre Moscú y Nueva York.

Se me pasaron por la cabeza una sucesión de respuestas soeces. En la facultad, en su año de Erasmus, habíamos asistido juntos a una clase que tenía el sugerente nombre de «La enfermedad de amor». Versaba sobre poesía medieval y textos médicos que explicaban los síntomas del mal de amor, y acerca de cuáles eran los remedios que se aplicaban para su curación. Había sangrías, ungüentos e invocaciones. Había nombres y conceptos desordenados en mi memoria: Arnau de Vilanova, cancioneros o absentia amantis, y el recuerdo del profesor que impartía aquella asignatura: la imagen menos erótica del difunto imperio de Occidente. Bienvenido Ahrens tenía unos sesenta años, el pelo cano y gafas de concha. Parecía estar burlándose de sí mismo y de todos nosotros, desafiando su discurso con su imagen. Si supiera a qué huele exactamente la naftalina, diría sin miedo al tópico que aquel hombre nos hablaba de vulvas, versos y humores oliendo a naftalina. Él también había sido la cruda realidad.

—No me irás a decir tú también lo de que con un clavo se quita otro clavo —le respondí.

—¿Qué clavo?

—Es una cosa que se dice en español —aclaré—. Te puedes imaginar a qué me refiero.

—Qué bruto.

—Bueno, soy un ser vulgar. De todos modos, está basado en pruebas científicas y en textos medievales. ¿Te has olvidado de todo lo que aprendimos en la facultad?

—Ya me hubiera gustado olvidarme —me respondió—, pero por desgracia no puedo hacerlo: ahora soy yo la que debo repetir esas cosas tan divertidas en aburridas clases universitarias de literatura para futuros profesores tan aburridos como yo. Por lo demás, esas cosas, una las empieza a degustar con los años. Y, bien mirado, tampoco es que nosotros hayamos salido tan mal, ¿no?

—No, no, está claro… Estamos estupendos. Eso es innegable, no hay más que verme.

—A mí las arrugas me sientan bien. Eso sí que es innegable —replicó Maria Elena—. Por no hablar de que dentro de no demasiado tiempo me alcanzará la menopausia. Estoy esperándola con los brazos abiertos. Ya verás… Te llamaré para celebrarlo. Te encantará el carácter que se me va a poner.

—¿Y cómo se cura? —le pregunté.

—La menopausia es como la vida: no se cura, se vive y punto. —Hizo una pausa—. En cuanto al mal de amor, claro que me acuerdo de lo que decían esas clases. Ya te digo que ahora son mías. Pero me refería a otra cosa. Estoy hablando de un primo de mi abuela. ¿Te cuento la historia?

—Claro, me encantan las historias. Vivo para ellas.

A siete mil quinientos kilómetros de distancia, algo se cayó en el apartamento de Maria Elena. Ella soltó una maldición y yo oí sus pasos al otro lado del mundo.

—Se llamaba Francesco —dijo mientras barría el suelo de su apartamento—. ¡Un italiano que se llama Francesco! Es tan común que suena poco creíble, ¿no? Pero la vida es poco creíble —bromeó con voz sentenciosa—. Mira a tu alrededor y dime si no es cierto. ¡Pensar que podrías conquistar Rusia! ¡Y en pleno invierno! Ni Napoleón pudo hacerlo. ¿A quién se le ocurre?

Me la imaginé negando con la cabeza, con esa sonrisa que hacía años había sido el principio de la vida.

—Sí, no parece que esté funcionando…

—Francesco era relojero —dijo Elena ignorando mi respuesta—. Reparaba relojes, pero también los hacía. Te estoy hablando de hace ochenta o noventa años, cuando esas cosas tenían un valor. La función de los relojes era distinta: eran solo un recordatorio, no una presencia. El tiempo lo medían los relojes de los campanarios, imagínate. Qué mundo extraño, ¿no? La gente solía acercarse a las plazas de los pueblos para comprobar qué hora era, pero lo hacían solo de vez en cuando, supongo que en el fondo no les importaba. En general, si no hay relojes, no hay prisa.

»El primo Francesco había sido aprendiz en una relojería. Había ido aprendiendo el oficio paso a paso. Se puede tardar años en comprender la mecánica de un reloj, es algo bastante complejo. Pero finalmente él mismo se había convertido en maestro relojero, por así decirlo. Y, por una serie de circunstancias que no vienen al caso y de las que no me acuerdo, se había quedado con el negocio. Imagínate. Recuerda un poco a Cinema Paradiso, ¿no? La historia del aprendiz que se convierte en maestro en un pueblecito de Italia perdido de la mano de Dios. Así somos los italianos: unos nostálgicos. Pero Francesco no se fue a la capital, ningún Philippe Noiret le dijo: «Lárgate de aquí, sal de este pueblo, vive, pero vive lejos de aquí». Nada de eso. Y, por lo visto, Francesco prosperó: no tenía aún treinta años y ya era dueño de un lucrativo negocio. En un pueblo pequeño, sí, pero es que sus clientes venían también de otras poblaciones. Su prestigio había crecido: el boca a boca, ese marketing avant la lettre. Los clientes llegaban uno a uno de todos lados con sus relojes en las manos para que aquel médico de las horas y los segunderos los curase. —Se rio—. Me ha quedado bien, ¿no?

—Sí, lo de «médico de las horas y los segunderos» ha sido tremendo.

—Soy bastante buena… Ya te puedes imaginar lo que va a pasar ahora en mi relato: aparece la chica de la historia. Todo se va a ir a la mierda, catalán: te lo adelanto para que no sufras innecesariamente, que sé que eres muy sensible. Porque al relojero no se le ocurrió otra cosa que enamorarse. ¿Te lo puedes creer? Y lo hizo de una mujer bastante mayor que él.

»Primero había estado rondando a la hija de esa mujer, pero supongo que sus delicadas maneras no fueron suficientes para Francesco, que se quedó prendado de la madre de la criatura: toda una donna italiana. Imagínate. Y no es que estuviera casada ni nada de eso, por ahí no había problema. Vivía de rentas, la tipa. De explotar propiedades, cobrar alquileres… El siglo XIX en pleno siglo XX…, o al revés… No sé… Así es la vida, Davide. La relación supuso cierto escándalo en el pueblo, pero a ellos les importaba un pepino. ¿Se dice así?

—Un pepino, correcto.

—Un pepino —repitió Elena—. Y todo pareció ir bien hasta que la mujer empezó a reparar en que aquel joven relojero del que se había enamorado tenía la nariz demasiado grande. Además, no olía muy bien. ¿Y qué decir de su conversación? Tal vez fuera demasiado mecánica, ¿no? Que siendo relojero era normal, pero… Hasta un día advirtió que, caramba, no era demasiado alto. Bien mirado, era más bien bajito. ¿Y qué me dices de esa manía que tenía de pasarse la mano por la cara cuando los nervios? ¿Por qué esa inseguridad tan poco masculina? Y el sexo, en fin, el sexo no era demasiado bueno. Tal vez la precisión se la dejara el relojero en su taller, pero por lo que respecta a otros sitios… Qué podía decir la viuda. Y te voy a revelar una cosa, catalán: una mujer necesita que se la trate con precisión.

—Tomo nota —respondí.

Alguien soltó una carcajada en la sala de espera del aeropuerto y un gran bostezo invadió la cara de una japonesa vieja y flaca, cosa que provocó una reacción en cadena que me hizo bostezar a mí también.

—En fin, que ella se desenamoró, que ya no sentía lo mismo, que todo cambia para volver a su origen —siguió Maria Elena—. Cosas que pasan, ¿no? Y Francesco intentó convencerla de que se equivocaba. Probó de todo. Procuró que su nariz no pareciera tan grande. Se pasaba horas y horas delante del espejo ensayando posturas, buscando el punto de luz perfecto para que aquella gigantesca narizota de águila imperial no pareciera tan monstruosa. Qué horror los espejos. Compró un perfume carísimo con el que se rociaba cada pocas horas. Era fundamental oler bien, disimular su propio olor: demasiado aceite, demasiado tiempo encerrado en un taller con resina y metal. No sé. Incluso consultó algunos periódicos y ciertas novelas para poder tener una conversación algo más agradable.

—Pobre Francesco.

—Incluso se compró alzas para los zapatos y se estiró por las mañanas. Quiero decir que todos los días hacía ejercicios en los que alargaba los brazos y las piernas hasta donde podía —prosiguió Elena—. Pensaba que de ese modo quizá conseguiría ser más alto, y así la viuda volvería a amarlo. También Francesco intentó controlar sus tics y sus nervios con ciertas técnicas de relajación. Pero no las dominaba del todo, cosa que le ponía muy nervioso y le volvía más inseguro. Por otro lado, empezó a masticar chocolate negro todos los días durante un buen rato, porque en una de esas revistas que había leído para mejorar su conversación había dado con un artículo que aconsejaba a ciertos hombres con ciertos problemas que comieran lentamente ese tipo de chocolate para mejorar su rendimiento.

—¿Y le sirvió de algo tanto esfuerzo?

—Por supuesto que le sirvió. Todos los esfuerzos sirven para algo. Lo que sucede es que suelen ser inútiles para aquello que se pretende. ¿De qué le sirvió el esfuerzo al primer hombre que intentó volar con unas alas pegadas a sus espaldas, imitando las de un pájaro, y se lanzó desde lo alto de un campanario?

—No para volar, desde luego —respondí—, pero sí para averiguar que un hombre no puede volar.

—Claro —me concedió Elena.

El sonido de un teléfono móvil recorrió la sala de espera del aero­puerto. El susurro de una conversación. Un hombre pisó delante de mí con unas botas de montaña marrones con unos cordones azul cielo, como los de un asesino. Pero no levanté la mirada.

—Sí, soy bastante listo: es una virtud considerable. Y, bueno, supongo que a Francesco todo eso no le sirvió para recuperar a la viuda.

—Por supuesto que no. La mujer se fue distanciando de él. Mi primo alargaba las conversaciones con ella de manera artificial, cuando se presentaba en su casa (al principio) y cuando se encontraba con la viuda en plena calle (más tarde). Qué sensación más desagradable, ¿no?

—Como seguir masticando un chicle una hora después de habértelo metido en la boca.

—Se te desencaja la mandíbula y sigues ahí, masticando y masticando esa cosa dura con marcas de tus propios dientes. Puaj. Compra otro paquete, hombre. Hay miles de peces en mar; miles de chicles en los kioscos.

Levanté las cejas y me imaginé a Maria Elena haciendo el mismo gesto.

—Cierto día, Francesco llegó a casa de la viuda y se la encontró con otro tipo, que objetivamente, dicho sea de paso, tenía la nariz incluso más grande que él. Era un hombre que no es que destacara por su amena conversación ni que desprendiera un olor a jazmín allá por donde fuera. Era maestro de escuela o bibliotecario o farmacéutico… No sé, no me acuerdo, supongo que no importa. Imagínate al pobre Francesco cuando pilló al amor de su vida (¡por la que había intentado incluso reducir el tamaño de su nariz!) con otro hombre. Él, que le había comprado cada día un ramo de rosas.

Me pareció entonces que las palabras de Maria Elena hablaban de mí. Pensé en Masha y en las cartas que una vez encontré sobre su mesa. Pensé en atar cabos, en que me empezara a crecer la nariz como a Francesco y en el olor de mi perfume. Me sentí como el ciego que no quiere ver.

—… llegado a ese punto, claro —seguía diciendo Maria Elena—. «¿Y qué hay más grande que el amor?», se preguntó mi primo Francesco. Es una gran pregunta, ¿no crees? Porque, sabiendo la respuesta, uno se podría curar de la enfermedad de amor, se podrían dejar en nada los remedios de Arnau de Vilanova. A la mierda con ellos.

Se rio, se calló y esperó mi respuesta.

—Aunque si curáramos el mal de amor —respondí—, haríamos polvo las carreras de los cantantes melódicos. ¿Qué hubiera sido de Alejandro Sanz?

Elena no se rio en la otra punta del mundo y mi broma rebotó por el espacio, entre ondas y logaritmos, camino del cementerio intergaláctico de los chistes sin gracia.

—Y mi primo Francesco tenía la respuesta muy cerca —continuó Elena al cabo de diez segundos—. Te recuerdo que te estoy hablando de finales de los años treinta y principios de la década de los cuarenta.

—Tal vez podría haberse vengado yéndose con la hija de la viuda, ¿no? De hecho, al principio estaba interesado por ella.

—No seas vulgar, querido. Además, creo que la hija no estaba muy por la labor. David, piensa: ¿qué hay más grande que el amor? ¿Qué cosa puede acabar con él? ¿Qué puede apartarlo de súbito del primer plano? ¿Qué es capaz de borrarlo todo de la faz de la Tierra, incluso el amor no correspondido?

Busqué la respuesta a mi alrededor. La busqué en la tos de un hombre gordo que, con los ojos cerrados, se limpió la rebaba de la comisura de los labios. La busqué en mi mente en blanco y en ese gato encerrado en mi estómago. La busqué en la anciana japonesa que había bostezado y en la pareja francesa que se desperezaba en un banco de Sheremetievo.

—¿Qué hay más grande que el amor? —pregunté finalmente.

—Pues la vida, querido, la vida —respondió Elena.

—La vida.

—Te estoy hablando de los primeros años de la década de los cuarenta, de la Italia de Mussolini, de una Europa que empieza a quedar devastada por la guerra, el hambre, los muertos.

—¿La guerra?

—La supervivencia, David. Eso pensó Francesco. Si hay algo más grande que el amor, eso tenía que ser la vida, la supervivencia. —Hizo una pausa—. Sí, la guerra.

—Se enroló en el Ejército.

—No exactamente. Más bien se hizo al monte, ¿se dice así? —preguntó.

—Sí, se hizo al monte, se tiró al monte. Algo así.

—Pues eso.

—¿Se hizo partisano?

—Exacto. Básicamente, para matar el sentimiento de amor no correspondido, se dedicó a matar fascistas. Una actividad bastante noble, por otra parte. Definitivamente, mucho más interesante que deshojar todo el santo día una puta margarita.

—No está mal pensado —apunté—. Ya sabes que siempre se ha rumoreado que el amor no es más que una invención de los poetas juglares que no tenían huevos para ir a la guerra.

—Qué bonito.

—Gracias.

—Bueno, pues eso. Supongo que el amor se le fue pasando mientras intentaba que los fascistas no lo mataran. El primo estaba demasiado ocupado para esas historias. Uno no tiene tiempo para darle vueltas a quién te ama o a quién te deja de querer cuando la muerte te ronda tan de cerca.

—Parece lógico.

—Bueno, pues ahí tienes la respuesta.

—¿Quieres decir que una solución sería que me alistara en el Ejército y me fuera a combatir al Estado Islámico?

Busqué con la mirada a los dos soldados con ropa de camuflaje que había convertido en personajes de mis horas en el aeropuerto. Con sus kalashnikovs, sus conversaciones sobre el amor y su labor de protegernos para que pudiéramos abandonar su país sin que un iluminado nos hiciera volar por los aires.

—Dios no lo quiera. No podrías ni ponerte el traje. ¿Cómo era eso que decía Woody Allen?

—¿Algo sobre las hijas adoptivas y el amor libre?

—Decía que en el Ejército le dijeron que solo servía como prisionero.

—Sí —dije—. Y entonces ¿qué?

—Entonces nada: que a ti te pasaría lo mismo. Así pues, Davide, busca algo más grande que el amor, búscate otra guerra.

—Entiendo —mentí—. Si a Francesco le funcionó…

—Sí, al primo le funcionó.

—¿Y cómo acaba su historia? ¿Se supo algo más de él?

—Se supo, aunque no sé si esta parte de la historia nos conviene.

—¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Murió en un combate indigno?

—No.

—¿No me digas que al acabar la guerra volvió a su pueblo a buscar a la viuda, a implorarle que le quisiera, que había crecido, que su nariz no era tan grande tras tanto tiempo de comer berzas en las montañas?

—No sé qué son «berzas», pero tampoco es eso. No todo el mundo tiene ese sentido del patetismo tan trabajado que tú me has logrado con los años.

—Gracias —respondí—. Pero ¿qué pasó con tu primo?

—La guerra acabó, y los partisanos, con el tiempo, fueron reintegrándose a la vida de sus pueblos. También Francesco. Aunque, claro, ya no era el mismo. La guerra cambia a los hombres. El tiempo lo hace. No obstante, a finales de la década de los años cuarenta, él era un héroe para casi todo el mundo. La típica historia: él se detenía a contarle a la gente sus vivencias en los montes, cuando mataba fascistas, y la gente lo escuchaba encantada. Una leyenda del lugar, vamos. Ya se le había quedado pequeña la historia del relojero enamorado de una viuda que prefirió a un boticario, a un abogado o a un capellán. Además, en uno de esos combates, le hirieron en una pierna. Eso se decía. Así pues, poco después de volver a la vida corriente, le concedieron una pensión con la que pudo ir tirando y se quedó a vivir en el pueblo. Tal vez él mismo se fuera convirtiendo en un Philippe Noiret, ahora que lo pienso. Pero, claro, ¿qué puede haber más grande que el amor y la guerra cuando se han acabado?

—Ya.

—Eso, querido.

—Bueno, pero la historia tampoco acaba tan mal, ¿no? La viuda no vuelve a salir y él se convierte en un personaje admirado.

—Puede, sí.

—¿Y ya está? ¿Vivió dulcemente hasta el fin de sus días? ¿Se volvió a casar, tuvo hijos?

—A veces eres tan burgués.

—¿Le pusieron al menos su nombre a la plaza del pueblo? ¿Una calle donde hay un gran reloj y en la que la gente sigue comprobando que llega a tiempo? ¿La calle Francesco Padovani? —insistí.

—Hubiera estado bien, pero no.

—¿Y entonces?

—Encontraron su cuerpo dos años después de que se reintegrara a la vida del pueblo.

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