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Clásico maya

“Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo”.

Popol Vuh. Las antiguas historias del Quiché. Capítulo primero

Imperio Antiguo

Cuna de una civilización

En Mesoamérica, los mayas desarrollan una de las más altas culturas durante el Periodo Clásico (250 a 900). Se considera la más desarrollada del hemisferio occidental. Para Sylvanus G. Morley, los mayas son “los griegos de América”, tal vez como dice Miguel Covarrubias, a causa de que su estética y logros técnicos “son más comprensibles para el punto de vista occidental” y también porque pueden más fácilmente “compararse con los de las civilizaciones del Viejo Mundo”. El arte maya combina el preciso hieratismo de los egipcios, la extravagancia decorativa de China y la sensual exhuberancia de la India, afirma Covarrubias.

Su historia clásica, posclásica y colonial recorre varios siglos, desde el año 400 en el entorno de las tierras bajas del Petén, hasta el XVII, durante el siglo de la Conquista por los soldados españoles. A lo largo de seis siglos, desde el IV hasta el X, la cultura maya clásica se extiende por la zona sur de Yucatán y el noroeste de Guatemala, El Salvador y Honduras. Es un tiempo lleno de esplendor que algunos llaman Imperio Antiguo, término que parece obsoleto, porque tampoco denominan Nuevo Imperio maya. En esta época se fortalecen las ciudades-Estado que se unen o separan “con fines bélicos por lo general”. Alberto Ruz precisa que en el momento de la conquista europea el área maya se divide en entidades políticas autónomas, estados, provincias o cacicazgos independientes. En la Época Clásica “debió existir una situación semejante”, no sólo porque la población está formada por numerosos grupos etnolingüísticos, sino por la diferenciación estilística que revelan los sitios arqueológicos, “pese a que la mayor parte fue ocupada por pueblos de un mismo nivel tecnológico, económico y cultural que participaba de los mismos conocimientos y de las mismas creencias”.

Es posible que con la erupción del volcán Illopango –en el altiplano salvadoreño– el desequilibrio ecológico del valle Zapotitlán, Chalchuapa y de otros centros que concentran la influencia olmeca, y un desarrollo maya de carácter autónomo, se despueblan, se abandonan y sus habitantes emigran hacia las Tierras Bajas; entonces se establecen y entablan relaciones culturales fructíferas con el área de Belice, el Petén y las Verapaces. Esta simbiosis, mezclada con el desarrollo autóctono de las comunidades en El Petén central, origina un auge cultural que, en su fase más desarrollada, crea un nuevo tipo de cerámica, otra arquitectura y un sistema de escritura. Paralelamente, se incrementa la población. Al final de estos ajustes y cambios históricos, se inicia una época de mayor esplendor a la que se denomina Clásica.

Es paradójico que la civilización maya nazca en lo más profundo de la selva baja, donde las condiciones geográficas –cálidas y húmedas con una altísima pluviosidad, que no se limita sólo a los ocho meses de temporada de lluvias, la existencia de reptiles venenosos y la abrumadora cantidad y variedad de insectos, entre ellos los mosquitos que pueden convertir la noche y el día en un suplicio– no son idóneas y sus antiguas ciudades alcancen un alto desarrollo cultural. Sorprende otra cosa: ¿Cómo se alimenta la población maya, en esas circunstancias, año tras año, siglo tras siglo, al menos durante los seis siglos del esplendor Clásico? Esta pregunta se la hacen muchos investigadores y aun quedan dudas por despejar.

Guillermo Céspedes del Castillo admite que es un misterio que lo que geográficamente es una zona aislada, “de refugio”, se transforme en cuna de una civilización única entre las arcaicas; “sería, por añadidura, la más avanzada del Nuevo Mundo en conocimientos matemáticos y astronómicos, creadora de un calendario tan complejo como exacto, un poco más exacto que el gregoriano que todavía usamos”.

Fin de la visión ideal

La selva guarda, desde hace siglos, muchos secretos de la civilización maya, en todos sus periodos. Aun están por descifrarse algunos más. Sin embargo, hay conceptos que cambian con los años y sobre todo con el desarrollo científico y técnico. Hablemos sólo de uno: el satélite, que detecta los intransitables caminos selváticos. Una de estas nuevas ideas sobre esta cultura mesoamericana es la que cree ver el fin de una “visión idealizada” de los mayas como un pueblo pacífico, gobernado por sabios sacerdotes que se entregan a la observación de los astros y a la filosofía del tiempo, y que desconocen casi por completo la práctica del sacrificio humano.

La “barrera” que forman autores clásicos como Sylvanus G. Morley y J. Eric Thompson, se rompe hacia finales del siglo XX. López Austin y López Luján reconocen que algunos de sus conceptos, que dominan los estudios sobre los mayas, llegan a su fin: sitios como Tikal, Palenque o Copán, dejan de ser consideramos como meros “centros ceremoniales” a los cuales confluye la población campesina los días de fiesta religiosas y de mercado. “El predominio de esta visión durante muchos años –puntualizan ambos–, acotó las vías de análisis, distorsionó la imagen histórica de los mayas y los aisló artificialmente de su contexto cultural mesoamericano, inhibiendo en buena medida las comparaciones con sus contemporáneos”. Eran, se decía con insistencia, los creadores de una civilización única. Pero hoy, “se desmorona por fortuna la idea de un mundo monolítico, excepcional y aislado, con lo cual se potencian las perspectivas de estudio y los mayas recobran su fisonomía humana”.

Así pues, el mundo maya a pesar de su aislamiento físico territorial (selva, montaña, costa y planicie, en las tres regiones geográficas ya conocidas) se extiende por todo el sudeste de México hasta Centroamérica, la región sur donde conviven con “los no mayas”. La frontera sur mesoamericana es eminentemente maya y son pocos los que cultural y lingüísticamente no pertenecen a ella.

El Clásico maya que hace las “envidias” de los especialistas de otras áreas de Mesoamérica, queda cronológicamente establecido “con una impresionante exactitud”, apuntan Austin y Luján, pues sus fechas “límites” se fijan a partir de los años extremos que registran las inscripciones calendáricas de Cuenta Larga en los monumentos de piedra. Según esta fórmula de fecha absoluta, el Clásico se inicia en 292, concluye en 909 (estela de Toniná, en Chiapas), y está dividido en Temprano y Tardío por un hiato en el registro cronológico. Pero esta “supuesta precisión” queda en desuso con el reconocimiento del carácter gradual de los cambios históricos; por eso algunos mayistas prefieren cerrar en ceros para dar al Clásico Temprano una temporalidad que va aproximadamente de 250 a 600, y al Tardío una duración de 600 a 900. Estiman que la división que se establece en el 600 “no es artificial” pues se basa en dos hitos fundamentales: la interrupción temporal de la práctica político-religiosa de erección de estelas y dinteles, y la notable diferencia de los vestigios arqueológicos pertenecientes a cada una de estas mitades.

Con otras palabras, en la primera fase temprana del Clásico hay influencia teotihuacana y se impulsan los elementos culturales más característicos de los mayas. Durante la segunda época tardía del Clásico, sin el ascendente del centro de México, crece el índice demográfico, hay grandes concentraciones en las zonas urbanas y se produce un notable florecimiento económico, político y cultural. El fin del Periodo Clásico (o Terminal, de 800 a 900) en el territorio maya se inicia con el “colapso” que provoca la decadencia de numerosas capitales mayas, como veremos.

Incomparable serenidad

La estela y el trono son los símbolos materiales que expresan en la monarquía maya “la inmutabilidad y permanencia del poder real”. Además de esos dos elementos, los mayas dejan para la historia (casi siete siglos) abundantes y bellas estelas para glorificar a sus gobernantes. Miguel Rivera Dorado alude a las palabras de Burckhardt en su visita al Ramsés II de Abu Simbel a comienzos del siglo XIX, al comparar las esculturas mayas donde se representan a sus reyes: “incomparable serenidad y placidez propia de un dios”.

Las estelas son grandes bloques de piedra labradas que tienen forma de laja. El grabado puede ocupar el frente, el lado o la parte posterior. La técnica básica es el relieve y la incisión, con algunos casos de figuras casi exentas. Salvo en zonas de Copán o Quirigua, donde el material es más duro, la estela-altar maya es de piedra caliza. Pueden pesar hasta cincuenta toneladas de peso y medir de dos a diez metros de alto, por uno o dos metros de ancho. Debido a las condiciones climáticas, algunas de las estelas de piedra calizas se han deteriorado con el tiempo. Las estelas más antiguas se levantan en la costa del Pacífico y las tierras altas de Guatemala, pocos siglos antes del inicio de la era.

Según Rivera Dorado, en las Tierras Bajas estos monumentos se remontan a finales del siglo III y llegan hasta un siglo antes de la conquista española.

La estela 29 de Tikal tiene la fecha más temprana de las Tierras Bajas: 8. 12. 14. 8. 15 (292 d.C). Hasta el año 435, únicamente se levantan estos monolitos en las cercanías de aquella ciudad, en sitios como Uaxactún, Balakbal y Uolantún, “pero en las décadas siguientes la costumbre se extendió con rapidez, y cuando, en el 475 d.C. se dedicó la primera estela en Oxkintok, en el norte de Yucatán, el inmenso territorio quedó integrado en la participación de las creencias y valores que tal práctica entrañaba”.

Las estelas reflejan la historia de los mayas en esta época: todos los rasgos del monumento, la forma, las proporciones, los motivos accesorios y los colores que rematan la obra tienen significado. No hay nada superfluo. Sus símbolos son necesarios para darle contexto a la historia narrada, explica Rivera Dorado en Los mayas, una sociedad oriental. Así, la estela maya “da idea de la unidad y extensión de esa cultura”, pero sobre todo es la representación gráfica “de una ideología social”. Los textos privilegian las historias dinásticas según Austin y Luján y constituyen grandes apoyos místicos y propagandísticos a la ideología del poder. Es la expresión plástica, talladas las estelas a intervalos regulares de tiempo, de un tiempo cósmico, “en el marco de un culto cronológico que absorbía las capacidades intelectuales de los sacerdotes astrónomos”. Por tanto, la veneración de las estelas se justifica porque en ella reside el poder “y cada monolito quedaba convertido en una profecía”. Vista así, la construcción de monolitos es un procedimiento “mágico, un rito recurrente destinado a romper, suavizar o asumir el fatalismo inextricable de todo momento histórico”.

Bien, la estela representa el árbol cósmico.

El glifo emblema

Las estelas reflejan la historia oficial de los mayas. Pero no ha sido fácil llegar a tal conclusión. Los últimos estudios arqueológicos sobre ella, se complementan con los aportes de la epigrafía que redondea toda la evolución de la sociedad antigua maya. La identificación de los “glifos emblema”, o símbolos asociados a sitios específicos, refuerza con mayor intensidad el entorno de los centros de poder. Esta aportación original del “glifo emblema” se debe a Heinrich Berlin, que descubre en 1958 que hay un glifo exclusivo de cada ciudad maya. Tatiana Proskouriakoff estudia a su vez la zona de Piedras Negras en 1960 y confirma a Berlin. Y así, otros se añaden a la lista de investigadores hasta conseguir los “mensajes revelados” de las piedras labradas.

Estos “glifos emblema” lo integran un signo o elemento principal que resulta ser único para cada sitio. El signo va acompañado del prefijo ah pop (antes ben ich, equivalente a “señor” o “señor de la estela”) y de un prefijo “del grupo del agua” que se traduce como “precioso” o “en la línea de descendencia”. La estela es siempre, entre los mayas, uno de los signos principales de poder político. Así, un glifo emblema puede referirse a un nombre o título dinástico, o bien, como apunta Antonio Benavides Castillo, a algún topónimo particular. En el caso del glifo emblema de Quiriguá, por ejemplo, la lectura podría ser “en la línea de los señores de la estela de Quiriguá” o bien “señor de la dinastía de Quiriguá”. En todo caso, estos glifos emblema revelan una parte de la historia política de las ciudades mayas. Hasta ahora se conocen 35 glifos emblema, la mayoría del sur y del centro del territorio maya.

Los mayas aplican la escritura jeroglífica que tanto cuesta descifrar y así convierten “en un arte el diseño de estos jeroglíficos” que van desde los más simples escritos con pincel sobre papel a los tallados en piedra.

Morley y Thompson

Los dos grandes arqueólogos mayistas, Morley y Thompson, bloquean con sus tesis, el estudio de las estelas, a las que consideran el papel de marcadores temporales y no, como se afirma en época reciente, la muestra de una trayectoria histórica, en el contexto de su época. Para Austin y Luján, Morley y Thompson creen que la escritura maya se usa únicamente para fines religiosos, calendarios y astronómicos, quedando muy lejos de los temas de carácter político y cotidiano. Con su postura, los arqueólogos del siglo XIX y mediados del XX, las consideran sólo como “ídolos”, jefes o sacerdotes. Morley cree improbable que los mayas hubieran narrado jamás acontecimientos o biografías de carácter histórico “y llegaba a describir como fenómenos astronómicos antropomorfos algunas escenas de triunfos bélicos del tipo dintel 2 de Piedras Negras”.

Rebasadas las tesis de los dos arqueólogos clásicos, ahora se argumenta que los mayas glorifican su nombre y sus hazañas en piedra para la eternidad. El cambio de actitud en el estudio de la historia maya se debe a Heinrich Berlin, David Kelley, Alberto Ruz y sobre todo a Tatiana Proskouriakoff, desde que en 1960 descubre que los contenidos en los monumentos de Piedras Negras se refieren a las biografías de sus gobernantes. En A pattern of dates and monuments at Piedras Negras, Tatiana identifica los glifos para nacimiento, entronización, captura, captor, sacrificio y muerte. Pero no sólo identifica los verbos, sino también a los sujetos (gobernantes) de cada oración, y con ellos el contenido histórico de las inscripciones mayas.

Tatiana revela en palabras sencillas la historia de los gobernantes mayas, su nacimiento, el ascenso, su matrimonio, su caída, su muerte, sus conquistas o la historia de los sucesores. Según Mercedes de la Garza, los mayas dejan plasmado en piedra la preocupación de los hombres y también de su propio ser histórico. La posición de los dos grandes mayistas clásicos, sin embargo, parece cambiar. Morley, el más reacio a mover su actitud, reconoce en 1915 que “ha sido demostrado, más allá de toda duda, que la mayoría de las fechas en los monumentos mayas se refiere al tiempo de su erección, de modo que las inscripciones que ellos presentan son históricas, dado que tienen registros contemporáneos de diferentes épocas”. En 1946, en su obra The Ancient Maya, se retracta y afirma que “no refieren historias de conquistas reales ni registran los procesos de un imperio, ni elogian, ni exaltan, glorifican o engrandecen a nadie”. Thompson sigue por su parte, en 1954, el mismo camino que su colega, en su obra Grandeza y decadencia de los mayas, pero en su último libro de 1970, Maya History and Religion, interpreta los monolitos en otro sentido y cree que sí cuentan historias sociales.

Arte y cultura

El tiempo y la memoria

Los inicios de la cultura clásica maya en las Tierras Bajas marcan la culminación de la diferenciación con otras culturas de la superárea de Mesoamérica, Teotihuacán y Monte Albán, sobre todo. Pero es igualmente contemporánea en algunas fases, con éstas y con otras más alejadas, en Occidente y la costa de Veracruz. Es marcado el avance técnico entre los mayas, como muestran el desarrollo de sus ciudades y centros ceremoniales, entre otros factores que ya se han visto, incluido el arte, las matemáticas, la astrología, el comercio o el calendario. La cultura camina hacia una etapa superior, ahí donde en otros momentos lo Preclásico inicia un incipiente desarrollo. Todo florece en el territorio maya.

En una sociedad estratificada como la maya, el arte persigue un doble propósito, estimula la fe religiosa y enaltece a los gobernantes. Para lo primero se construyen pirámides y para lo segundo, los bajorrelieves o estelas sirven para representar al jerarca. Alberto Ruz precisa que los distintos estilos artísticos apoyan la visión de un territorio dividido en Estados autónomos; además del factor geográfico, procesos históricos, influencias o invasiones extranjeras “explican cambios repentinos en la temática y en el estilo”. Sin embargo, lo singular es la importancia que se atribuye a la figura humana, no por sentimiento humanístico, sino por la necesidad que experimenta la clase dominante “de justificar ante los ojos de la población su misión trascendental como representantes de los dioses sobre la tierra”.

Lo clásico, en arte, se caracteriza “por un estilo rico y florido, maestría técnica, madurez estética y sobriedad austera y clásica”, cualidades que se pierden con la evolución, según Miguel Covarrubias. En las Tierras Altas las artes “se volvieron más y más convencionales y estilizadas; con el tiempo se mecanizaron, se vuelven pomposas hasta entrar en un periodo de franca decadencia”. En las Tierras Bajas tropicales tienen, en cambio, “un espíritu más libre, alegre y realista, que culminó en desbordamiento decadente”. A este arte solemne y estilizado de las Tierras Altas, Wigberto Jiménez Moreno lo llama apolíneo.

Covarrubias estudia el arte de la meseta y afirma que “es dramático, austero y tremendo, sus formas son arquitectónicas y geométricas, sus líneas precisas y ordenadas, a menudo rígidas y bárbaras, pero suavizadas por un sentido innato del ritmo y la comprensión por las formas de la naturaleza”. En las Tierras Bajas, la costa del Golfo y el área maya, es “sensual y etéreo, hecho de volutas, meandros y figuras desbordantes y entrelazadas. Las caras sonrientes y el modelado suave de los cuerpos humanos en la costa son desconocidos en las Tierras Altas, pero las dos tendencias estéticas se influyen mutuamente”.

De aquí al Clásico puro sólo hay un paso: la cultura entra en una dinámica conceptual superior. Parte de culpa de ese desarrollo la tienen la “polarización” entre el campo y la ciudad. Aparece el gigantismo urbano y ésta se convierte en “concentradora y distribuidora de la riqueza”. En el Clásico se dan las condiciones propicias para la transformación: cosechas abundantes, vías adecuadas para el flujo de recursos de la periferia a los centros, manufactura especializada “y en gran escala de bienes al comercio; integración de sistemas productivos y regionales; solidez del intercambio interregional; control de redes mercantiles y existencia de complejos aparatos administrativos y burocráticos capaces de impulsar y organizar la producción, digerir y proteger el comercio y de redistribuir los bienes que afluían a las capitales”, según Austin y Lujan. Sin embargo, su nivel tecnológico desconoce aún el uso de la rueda, el arado y el metal. Sus hazañas tienen mucho mérito por ello pero el sistema del modo de producción, dice Ruz, es aun “más explotador” que el que rige en las civilizaciones de Asia.

Según Covarrubias, el arte maya no tiene la poderosa fuerza plástica, ni la directa simplicidad de las culturas indias menos elaboradas; por el contrario, “estaba dotado de elegancia y refinamiento aristocráticos, de delicadeza en el concepto y de perfección técnica sólo comparables a las artes contemporáneas de entonces en el lejano Oriente, tales como el periodo clásico Gupta de la India, el Khmer de Indochina y el de la Dinastía Tang de China”.

A pesar de su compleja mentalidad, los mayas se limitan a glorificar a la aristocracia sacerdotal y a la representación de ideas religiosas, de dioses, de ciertos monstruos o dragones míticos, de conceptos astronómicos y de formas animales y vegetales ordinarias cuando tenían que indicar algún símbolo o glifo. “Nunca representaron escenas de la vida diaria, o al pueblo común, al menos que mostraren esclavos o víctimas”, dice Covarrubias. Los personajes lujosamente vestidos –de pie o reclinados en su trono– reflejan siempre la apoteosis de un jefe o un sacerdote en un rito o venciendo a un enemigo.

De la aldea en el campo a la ciudad y en ésta, el gran cambio arquitectónico, con planificación. Se construyen edificios de piedra y estuco; algunos edificios son pirámides-templos de cuerpos superpuestos con escalinatas enormes, palacios, juegos de pelota y terrazas dispuestos alrededor de plazas y avenidas; hay monumentos con fechas y estelas conmemorativas, talla de piedra en bajorrelieve, pinturas murales al fresco, cerámica funeraria sumamente rica, modelada o pintada, trabajos en jade color verde esmeralda, en contraste por ejemplo con el jade azulado de los olmecas.

El complejo calendario es uno de los grandes avances de la superárea. Gobierna la religión, la política, el destino de individuos y de las naciones, la periodicidad de mercados y comercio, la asignación de personas y lugares, la comprensión de los movimientos aparentes de los cuerpos celestes y el comportamiento de los dioses. El teotihuacano, en esta primera vertiente, que siguen otros pueblos, conserva los sistemas más sencillos de cómputo del tiempo. Según Austin y Lujan, tiene como parte medular la combinación del ciclo de 365 días (agrícola-religioso) y el de 260 (adivinatorio). En la segunda vertiente, que desarrollan al grado máximo los mayas, se emplean sistemas complejos. “El calendario usaba una combinación básica en la cual sumaba a los dos ciclos… el de 360 días (histórico-adivinatorio), y se valía de la cuenta larga, que hacía necesarios cálculos sumamente elaborados y precisos”.

Los mayas atribuyen fabulosa antigüedad a su historia, puntualiza Miguel Covarrubias. Según nos dice, cuentan el tiempo a partir de la fecha cero, o sea los comienzos míticos del mundo, la fecha ‘4 ahau, 8 cumhu’, que Spinden interpreta como “15 de octubre de 3375 a.C.”, hace unos cinco mil años, tiempo que curiosamente coincide con los comienzos de la civilización del Viejo Mundo. Desde este punto de arranque, los mayas computan el tiempo en grandes siglos llamados katunes, cada uno con una duración aproximada de 394 de nuestros años.

Por otra parte, los mayas usan un sistema numérico duodecimal de puntos y barras: un punto para la unidad, un guión para el número 5 y el anagrama que figura en la imagen para el cero, invención que los mayas usan muchos siglos antes que los europeos lo adopten de los árabes, y le dan un valor numérico por su posición relativa. Con estos simples elementos los mayas son capaces de efectuar cálculos complicadísimos, del orden de muchos millones, que “justifican su reputación de matemáticos”.

Los mayas son los primeros hombres de la era cristiana que se valen de un símbolo afín a nuestro concepto del cero y dan de forma constante un valor a los números en función de su posición. León Portilla sigue a Eric Thompson en Maya Hieroglyphic Writing, y recuerda que los sabios mayas conciben el tiempo como algo sin principio ni fin, lo que hace posible proyectar cálculos acerca de momentos alejados en el pasado sin alcanzar jamás un punto de partida. Thompson ofrece dos ejemplos en The Rise and Fall of Maya Civilization, según la estela de la ciudad de Quiriguá: computaciones precisas señalan una fecha de hace más de noventa millones de años y en otra estela del mismo lugar la fecha alcanzada se remota a cerca de cuatrocientos millones de años. Son cálculos que establecen correctamente posiciones precisas de los días y los meses.

Pero a esta original concepción de un tiempo sin límites en el pasado o en el futuro, León Portilla puntualiza que establecen un punto de referencia, especie de principio de su era cronológica. Así, casi todas las inscripciones calendarias de sus estelas se computan en función de ese momento de partida que, traducido en términos de nuestro calendario, se sitúa 3113 años anterior a la era cristiana.

El tiempo en Mesoamérica se resume en dos cuentas calendáricas: una abarca el año solar de 365 días; otra, el ciclo adivinatorio de 260, donde 20 signos de los días se combinan con trece números. Cuando se agota toda posible combinación de trece números con 20 nombres se cierra la cuenta: 13 x 20 = 260, de ahí que tengan que pasar 260 días para que se repita la combinación del mismo signo del día con el mismo número. Según Krystyna Magdalena Libura en Los días y los dioses del Códice Borgia, las veinte unidades de trece días se llamaban trecenas. “Como el ciclo de 260 días es más corto que el de un año: 360-260 = 100, en cada año solar se repetían 100 signos del calendario adivinatorio. Parecería que sobre una rueda calendaria de 260 días impregnada con las fuerzas divinas se deslizara otra más grande de 365. Estas dos ruedas se juntaban después de 52 años, es decir, se acababa entonces toda posible combinación de los días del ciclo solar con los del tonalamatl. Ese momento se llamaba toximmolpilla, “se atan nuestros años”. El gran ciclo de 52 años contenía 73 ciclos del tonalamatl (libros de los días)”.

Al calendario sagrado de los mayas lo llaman tzolkin, recordamos. Es el sistema más antiguo para medir el tiempo. La cuenta larga, más propio de olmecas, zoques, mayas yucatecos o choles se basa en un ciclo de 360 días llamado en maya una piedra (tun). Da lugar a una cuenta vigesimal, de días (kin), de veinte días (uinal), de dieciocho veintenas (tun), de veinte tunes (katun), de veinte atunes (baktun), y aun más múltiplos de veinte para cálculos astronómicos.

Para Munro S. Edmonson “la creación del calendario es quizás el triunfo máximo de su civilización”. No sólo llegan a trazar el movimiento de los planetas más visibles y a predecir eclipses, sino que miden la noción aparente del Sol “con la misma exactitud del calendario moderno gregoriano. Sólo que los mesoamericanos llegaron a la solución correcta, que el año solar dura 365.2422 días, en 433 a.C., mientras que nuestro calendario gregoriano se promulgó hasta 1584 d.C.”.

Los mayas, por tanto, se distinguen por sus complejos avances en la escritura y el cómputo del tiempo. Esta es la versión de mayor complejidad. La bifurcación cultural parece residir “en las diferencias sociales” y Austin y Luján apuntan que “es muy interesante comprobar que el pueblo más poderoso del clásico, el teotihuacano, no utilizara ni una escritura, ni una numeracón, ni un calendario semejantes a los mayas”.

Otra diferencia importante entre ambos pueblos está en el ejercicio de las armas y ninguno de los dos “fueron pueblos pacíficos”. Los mayas viven en un clima de tensión bélica casi “endémica”. Pero las guerras mayas de la época Clásica no tienen el “pronunciado militarismo” del Posclásico.

“así decían nuestros padres, nuestros abuelos, decían que así nos creó, nos formó aquel de quien somos sus criaturas, Topilzin Quetzalcóatl, y creó el Cielo, el Sol y el Señor de la Tierra”.

Pasaje de Sahagún, del Códice Matritense, de la Real Academia de la Historia, España

Según avanza la religión organizada, se perfecciona la época Clásica. La religión domina la vida de los antiguos mexicanos. Es una sociedad teocrática. Así, una gran parte del panteón mesoamericano se fragua en el Clásico, a la par que el afán constructor de pirámides y centros ceremoniales. Los dioses aparecen en representaciones pictóricas y escultóricas con atributos y atavíos que permiten reconocerlos a partir de la iconografía de épocas posteriores. Los dioses de la lluvia, el fuego, la tierra “y la sucesión temporal alcanzan una enorme importancia y amparan el poder de los gobernantes”. “Es verosímil que desde los inicios del Clásico el clero monopolizara todas las sabidurías: la del transcurso del tiempo, la de la voluntad de los dioses, la matemática, la astrología, la historia, la artística y posiblemente –así lo han supuesto algunos autores– la comercial y la política”. Los sacerdotes dedican todo su conocimiento e influencia religiosa al servicio del poder, en palabras de Austin y Luján. El clero queda adscrito, así, como el auxiliar más útil.

Mito y caos

De los mitos, uno de los dioses más poderosos de Mesoamérica entre los antiguos mexicanos (nahuas), con Tezcatlipoca, es Quetzalcóatl Ehácatl, la serpiente emplumada. Es el regente del Viento, un dios creador, porque con Tezcatlipoca separa el cielo de la tierra, “desgarrando al enorme monstruo Cipactli”. Ambos crean también otras deidades para poblar el cielo y el inframundo. Quetzalcóatl da vida a los hombres, es Venus y Sol.

Este dios mesoamericano nace de la vieja deidad del agua (la serpiente-nube de lluvia), asociada al rayo-trueno-relámpago-fuego. Según Román Piña Chan, su origen y culto procede de Xochicalco (Morelos), a finales del Clásico, pero admite que otros investigadores lo sitúen en Teotihuacán. En todo caso, es una figura que aparece luego en la región maya de Yucatán, durante el Posclásico, convertido en Kukulkán y transportado en la leyenda de los hombres barbados que vienen de Oriente, gracias a los toltecas. Quetzalcóatl se transforma entre los mayas quichés de Guatemala, en Gucumatz.

Sobre el origen del poder, los relatos fundacionales de nahuas, mayas y mixtecos coinciden en atribuirlo al mismo Quetzalcóatl.

Antes que la historia fue el mito, afirma Enrique Florescano en Memoria Mexicana. Y antes que el mito, el caos. Por tanto, los hombres y sus leyendas se dedican a narrar el comienzo de una nueva era y el ordenamiento del cosmos “para fabular sus orígenes y definir sus ideas del espacio y el tiempo”. Los mesoamericanos construyen poco a poco la historia del mundo en el que viven a través de sus dioses, encargados a su vez de “reordenar el cosmos”, víctima de cataclismos. Ante cuatro infructuosos intentos de controlar el universo, el mito produce la creación del Quinto Sol en Teotihuacán.

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