Kitabı oku: «Viajes por España», sayfa 14
VII
ESTRENO DE UN FERROCARRIL. – CATÁSTROFE
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Ya estábamos á media legua del fin de nuestro viaje de inauguración: acabábamos de entrar en el Valle de Buelna, de regreso de Santander: sólo nos faltaban cuatro minutos de marcha por la llanura, para estrechar la mano á los que nos aguardaban ansiosos, con las botellas de Champagne á medio abrir, y celebrar la apertura de esta sección de la vía férrea… Pasábamos sobre el último terraplén – también el último, por haberse concluído aquella misma mañana.
Esta obra tiene por la izquierda (hacia donde caímos) 22 pies de elevación, por la derecha 35, y se alza sobre el río Besaya, formando, como él, una ligera curva.
De pronto, pero no sin que hubiésemos notado ya cierta vacilación en la marcha del tren, como si se balanceasen las traviesas, sentimos una fuerte sacudida de atrás para adelante, seguida de un grito general de horror de las gentes que había en los balcones de los próximos Baños de las Caldas y en las peñas cercanas al ferrocarril…
A este grito contestó otro más espantoso, que lanzamos los del tren al ver que nos faltaba la tierra, que nuestro vagón se inclinaba al abismo, que las maderas crujían, que la locomotora caía despeñada arrastrándonos detrás, envueltos en los materiales del terraplén…
Del ténder y de la locomotora, que iban delante de mí llenos de gente, no se veía ya nada, sino humo, polvo, fuego; agua que corría de la caldera; las ruedas vueltas hacia arriba; las peñas saltando al empuje de la máquina, que aun quería andar después de haber encallado en ellas; algún hombre que se levantaba ensangrentado de debajo de aquellas destrozadas moles, dando alaridos; y nuestro vagón, al cual le tocaba volcar en seguida, y al que le faltaba poco para acabar de dar la vuelta ó para saltar en astillas…
Mil muertes nos amenazaron en aquellos cuatro segundos: delante, la caldera, que podía reventar… (no sabíamos que un rail la había atravesado de parte á parte); á un lado, las peñas del abismo que nos aguardaban y nuestro propio vagón que se nos venía encima; detrás, los demás coches, que, al pararse, nos golpeaban con la velocidad adquirida; debajo, el camino que se hundía con nosotros…
Y luego el horror, la pena, el miedo… la compasión por aquellas diez ó doce personas que iban delante de mí, y que ya no veía, y que suponía muertas debajo del ténder y de la locomotora… – ¡Oh! fueron cuatro segundos… pero cuatro inmensidades de pensamientos, de recuerdos, de angustias.
Las descripciones leídas de otras desgracias; la muerte imprevista; el mundo que desaparece; la familia; los amigos; el natural arrepentimiento del viaje; las personas que nos esperan; la fiesta frustrada; el instinto que clama por la conservación; el alma que condensa todo su poder, todas sus facultades para el instante supremo, y que, despidiéndose de sí misma, se dice: «aquí era la muerte…»; todo esto y mil nimiedades que no sé cómo caben en aquella situación extrema, mil ideas frívolas, unidas á otras muy solemnes y graves, la muleta, la mano cortada, lo que será uno sin dientes, la cuestión de la inmortalidad del alma, lo que dirá fulana cuando sepa lo sucedido, cómo llegará la noticia al hogar paterno, y un punto de conformidad cristiana, y una mirada al cielo, y la tranquilidad más estoica, y el miedo más miserable: todo eso y mucho más, resumido en una idea multiforme, súbita, luminosa, intuitiva, llenaron aquellos cuatro segundos, abreviatura y término de la existencia.
Cuando me vi en salvo, he aquí lo que observé y cómo me dí cuenta de todo lo ocurrido en tan poco tiempo.
El terraplén se había hundido hacia la izquierda; la locomotora volcó por allí, encorvando el rail sobre que gravitaba; pero, como marchaba al mismo tiempo que caía, se encontró con el rail siguiente, que atravesó la caldera de parte á parte. Unido esto á que el Ingeniero inglés Alfredo Jee, que hacía de maquinista, tuvo tiempo antes de morir de quitar alguna fuerza á la máquina, dió por resultado que la locomotora encalló en las rocas que hay al pie del terraplén, por su parte menos elevada, y se paró, no sin haber dado dos vueltas enteras en el aire y el ténder una.
Nuestro vagón se balanceaba sobre el abismo… ¡Un paso más, y cae también! El siguiente estaba descarrilado; el otro sobre los rails, y el coche de primera tan perfectamente colocado sobre la vía, que las Autoridades y personas de edad que lo ocupaban, no se enteraron desde luego de nuestro peligro, sino que creyeron que nos habíamos parado.
Los que iban en la máquina y en el ténder rodaron por la pendiente movediza del terraplén. – ¡Ni ellos mismos saben cómo! Los más afortunados quedaron en pie, y huyeron de la mole que se les venía encima. Los hermanos Jee, que iban delante de todos, cayeron mal, ó no tuvieron tiempo de huir, y quedaron debajo de la locomotora, el uno, Alfredo, muerto en el acto, abrasado por toda la lumbre y por el agua hirviente de la máquina, y cogido por una rueda en medio del pecho; y el otro, Morlando, preso entre las piernas de su hermano y una peña, tendido boca abajo, con la cabeza y el pecho fuera de la máquina, pero recibiendo desde la cintura hasta los pies, y especialmente en la pierna derecha, el agua hirviendo de la caldera y el calor del hierro y de los carbones hechos ascuas. – Contusos, ligeramente heridos ó quemados, estaban otros muchos; pero ninguno de gravedad.
Nuestro dolor al ver muerto al eminente ingeniero Alfredo Jee, y en tan grave situación á su hermano; nuestro asombro al encontrarnos vivos; nuestro reconocimiento á Dios que nos había librado; el terror del pueblo que nos cercaba; los penosos cinco cuartos de hora que se tardó en sacar á Morlando Jee de debajo de la máquina, son cosas que no acertaría á describir…
Míster Morlando Jee vive todavía; pero frío como el granizo y sin esperanza de salvación.
…
El desgraciado murió á la noche siguiente.
Los Corrales (Valle de Buelna), 1858.
MI PRIMER VIAJE A TOLEDO
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El ferrocarril de Castillejo á Toledo acaba de ser inaugurado, lo cual significa en sustancia que la vetusta ciudad imperial se encuentra ya á las puertas de Madrid. – De esperar es, por consiguiente, que, pues tan rápido, cómodo y barato resulta hoy el viaje, todos los amantes de la belleza artística y de las glorias patrias vayan sin pérdida de tiempo á admirar con sus propios ojos aquel museo de maravillas.
En el ínterin, si á bien lo tienen, dígnense leer los apuntes que yo he hecho en mi cartera durante los dos días que acabo de pasar en la Roma de nuestra historia; apuntes que, si no son una Guía ni mucho menos, revelan todo el entusiasmo que puede inspirar á un buen español, aficionado á las artes, la noble ciudad tantas veces cantada por Zorrilla.
…
Toledo es un magnífico álbum arquitectónico, donde cada siglo ha colocado su página de piedra. Ver á Toledo es leer á un mismo tiempo la historia de España y la historia de la Arquitectura.
Más ricas en monumentos árabes son Córdoba, Sevilla y Granada, en obras romanas Mérida y Segovia, en góticas los reinos de León y Castilla la Vieja; pero ninguna ciudad como Toledo lo encierra todo; ninguna como ella puede ostentar juntamente grandes obras de todos los tiempos y de todos los períodos del arte. Y consiste en que Toledo es una ciudad diez veces histórica, que diez veces ha resucitado de sus cenizas, que ha puesto en su frente corona sobre corona, llegando al cabo á verse investida de toda la grandeza de la historia patria.
Su fundación, perdida en la noche de la fábula como todo lo épico, es para unos obra de Hércules, para otros se remonta á la fuente de los días auténticos; al pueblo judío. Y lo mismo que la religión y el paganismo se la disputan, ved cómo luchan después todos los invasores de España por engrandecerla…
¡Ah! no todos: que si bien es verdad que los bárbaros del Norte la respetaron hace quince siglos, no es menos cierto que los franceses del siglo xix quemaron y destruyeron sus alcázares y templos.
De cualquier modo, Toledo ha sido la ciudad bien amada de los siglos. La antigua Carpetania la cuenta entre sus pueblos patriarcales, Roma entre sus colonias, entre sus esclavas los alanos, entre sus reinas los godos. En ella busca amparo el naciente Cristianismo, y los renombrados Concilios toledanos enaltecen su fama en todos los pueblos visitados por los Varones Apostólicos. Asentará en ella luego Rodrigo su corrompida corte, y la avasallarán después los árabes… Pero Toledo no habrá muerto todavía. Aun será corte de los grandes Alfonsos, amparo de los errantes judíos, mansión de Isabel la Católica y Carlos I de España, cuna, en fin, de los primeros albores de libertad en tiempo de las Comunidades de Castilla.
Pues bien: toda esta grandeza, todo este poder, toda esta fortuna están escritos en sus innumerables monumentos. En más de una torre desmantelada, á que sirvieron de cimiento ruinas de la dominación de Roma, hay ventana que fué primero ajimez árabe, después ojiva gótica, luego nicho del Renacimiento, y que hoy es balcón adornado de flores á que se asoma la hija del campanero. En él veis borrados los junquillos y doseletes; notáis el rastro del arco estalactítico, echáis de ver un resto de friso greco-romano, y acaso encontráis algún extravagante delirio de Churriguera; todo revuelto y remendado, pero todo elocuente y revelador de pasados destinos.
La Catedral, sobre todo, es la urna cineraria de las grandezas españolas. Cada período de civilización ha grabado en ella su nombre: cada generación ha dejado el polvo de sus héroes. – Crúzase con melancólico orgullo aquel museo en que todos nuestros artistas han labrado una columna, colgado un cuadro ó tallado un santo de madera; donde cada conquistador ha depositado las banderas de su ejército y los trofeos tomados al ejército vencido; donde los reyes han buscado sepultura, así como los poetas y los poderosos; donde uno dejó sus alhajas, otro su librería, este su espada y su armadura, aquel las obras de su ingenio. Parece la Catedral, considerada de este modo, una matrona antiquísima, una venerable abuela, á la cual cada uno ha contado sus tristezas, confiado sus secretos, legado su gloria, pedido consejo en la desgracia y debido una oración en la hora de la muerte.
Allí duermen Enrique de Trastamara, el rey fratricida; allí los santos y los arzobispos que guerrearon contra los moros; allí los mismos arquitectos que sucesivamente, durante muchos siglos, fueron construyendo la Catedral; allí D. Álvaro de Luna, el soberbio enemigo del feudalismo, y D. Enrique III el Doliente, y D. Juan I, y famosas reinas, y capitanes, y prelados, y damas hermosísimas, que reinaron en famosos torneos; allí están las banderas cogidas á los agarenos en cien batallas, y las perlas y los diamantes acumulados por los judíos, y los frescos de Jordán, y las esculturas de Berruguete, y verjas de cien autores, todas de un mérito asombroso, y mil reliquias, mil ex votos, mil preciosidades auténticas, históricas, paleográficas, artísticas.
Lo repetimos: la Catedral es un museo, un archivo, una biblioteca inmensa, donde el artista, el poeta, el arqueólogo, el historiador, todos los que aman el pasado, encontrarán inagotables tesoros.
Pues si la consideramos ya como edificio, como obra de arquitectura, como templo gótico, ¡qué nuevas maravillas, qué riqueza, qué grandiosidad, qué excelsitud!..
Allí está toda la historia del estilo gótico, desde el godo, anterior á la invasión de los bárbaros, hasta el gracioso y puro del siglo xiii. Allí hay portadas más bellas que las de Nuestra Señora de París y que las elegantísimas de las catedrales de Burgos y Sevilla; allí atrevidas bóvedas, vistosos rosetones, aéreos doseletes, casetones cuajados de estatuas en miniatura, vidrieras de colores que filtran dulcemente la luz del cielo, y mil y mil molduras y archivoltas que entretienen la vista y la imaginación por su interminable variedad.
La primitiva iglesia fué fundada por San Eugenio, y sobre ella bordaron los moros una gran mezquita. Reconquistada la ciudad, San Fernando no quiso que en la Catedral toledana hubiese ni tan siquiera huellas de los infieles, y la destruyó hasta los cimientos, poniendo en aquel mismo sitio la primera piedra del templo actual. Doscientos cincuenta años se tardó en construirlo, y todavía hoy se sigue trabajando en pormenores de ornamentación…
Pero no me es dado proseguir, ni tampoco me queda tiempo de bosquejar, como quisiera, otros monumentos de Toledo… – Esta rapidísima reseña ha de publicarse dentro de dos horas, y los cajistas me van quitando de las manos las cuartillas según que las escribo de primera intención.
Dejo, pues, para cuando esté más despacio, suponiendo que llegue á estarlo alguna vez, describir la iglesia y claustro de San Juan de los Reyes… sobre todo el claustro, que parece un jardín de piedra, medio destruído por una tempestad… – ¡Ah, franceses!.. ¿Cómo no morís de bochorno, al pensar que destrozasteis aquellos primores artísticos?
También siento mucho no poder hablar detenidamente del cesáreo Alcázar que sirve como de corona mural á Toledo, pues que se eleva sobre la más alta cumbre de la ciudad. Baste decir que es una obra digna de Carlos V, de Alonso de Covarrubias y de Juan de Herrera. El gran Emperador mandó edificarlo en aquel eminente paraje, donde yacía en ruinas el viejo Alcázar que habitaron los grandes Alfonsos…; y es fama que, siempre que bajaba ó subía la monumental escalera, se paraba en su gran meseta y decía: – «Sólo aquí me creo verdaderamente Emperador.»
En fin: un tomo entero no bastaría para reseñar todo lo que hay que ver en Toledo, desde que se la descubre, escalonada en aquella especie de erguida península, ó corpulento promontorio ceñido por el profundo Tajo, y se comienza á subir la áspera cuesta, y se pasa el venerable Puente de Alcántara, y se penetra por la histórica y bellísima Puerta de Visagra, hasta que se recorre aquel dédalo de torcidas calles arábigas, y se baja por el lado opuesto, y se vuelve á salir al campo por el Puente de San Martín. – Sinagogas; mezquitas; alminares que sirven de torres á iglesias cristianas; Puertas tan notables como la del Cambrón, que compendia toda la historia de Toledo, pues en ella han puesto mano Wamba, los moros y Carlos V, ennobleciéndola más y más con cada restauración; ruinas de Palacios tan interesantes, respectivamente, como los que habitaron D. Pedro el Cruel y D. Enrique de Trastamara; murallas del tiempo de D. Rodrigo; el Baño de la Cava; la Capilla mozárabe de la Catedral; la gran Fábrica de Armas, donde se siguen forjando y templando espadas como las que nos valieron tantas victorias en otros días; El Cristo de la Vega de la leyenda de Zorrilla; la romántica Plaza del Zocodover; la Posada de la Sangre, contemporánea de Don Quijote; ¡qué sé yo cuántas cosas me han entusiasmado durante mi estancia en Toledo!..
Citaré únicamente, para concluir, mis últimas emociones en la que llamaré nuestra ciudad eterna.
Había llegado el momento de regresar á Madrid, al mundo de la política y de los negocios…
La tarde era tempestuosa… Negras nubes y remotos truenos amenazaban á los toledanos con una gran tormenta.
Tenía yo resuelto de antemano que mi última visita sería para la Catedral, donde ya había estado lo menos ocho veces en el espacio de dos días… – Deseaba despedirme allí solemnemente de Toledo.
Mi compañero de viaje y querido amigo el insigne músico D. Mariano Vázquez me esperaba en la gran Basílica, enteramente solo, sentado delante del magnífico órgano llamado del Deán, arrancando de su hondo seno solemnes y patéticos gemidos. – Tocaba la Marcha fúnebre en la muerte de un héroe, escrita por Beethowen el día que supo que Bonaparte «había descendido hasta el extremo de coronarse Emperador». – El sacristán se había prestado también á ejercer el oficio que no era el suyo, encargándose de los fuelles…
Las bóvedas de la Catedral temblaban ante aquella tempestad de armonía que lanzaba el poderoso instrumento. Las últimas luces de la tarde penetraban desfallecidas por los calados rosetones, dando fantásticos contornos á las figuras pintadas en los vidrios. – Abajo, en el templo, estaba yo solo…
¿El canto de gloria y de muerte que exhalaba el órgano, caía sobre tantas sepulturas, sobre tanta grandeza desvanecida, sobre tanta soberbia humillada, como un sufragio ó como un anatema?.. ¡No sé!
Perdido yo en la sombra de aquellas frías y solitarias capillas, creía que el héroe muerto de la composición de Beethowen era el honor español.
A lo lejos me pareció oir las carcajadas de la moderna corte de España, confundidas con las risas de desprecio de los riffeños, de los mejicanos y de los poseedores de Gibraltar. ¡Hasta creí sentir ruido de mejillas abofeteadas, y nuevas risas, y crujidos de huesos que se removían indignados bajo las losas de los sepulcros!
«¡Los extranjeros nos insultan!..» – gritaba una voz en los aires…
El órgano había callado. Levanté la frente, y quise huir… Pero ya era de noche, y las tinieblas me rodeaban. – Llegó en esto mi amigo, y me sacó de la Catedral.
Una furiosa tormenta estaba descargando sobre Toledo… Pero se acercaba la hora de partida del tren, y tuvimos que salir á escape entre la granizada y el huracán, como almas que se lleva el diablo.
Tres horas después me hallaba en el café Suizo de Madrid.
Junio de 1858.
EL ECLIPSE DE SOL DE 1860
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Doy fe de haberlo visto con mis propios ojos, ayer á 18 de Julio, de dos á tres de la tarde, desde las venerandas ruinas de Sagunto, ó sea desde lo alto del castillo de Murviedro.
Con este solo fin había salido la víspera de la villa y corte de las Españas en el tren correo. Al pasar por Valencia se me agregaron, según estaba convenido, algunos poetas de las márgenes del Turia, con quienes me liga antigua amistad, y todos juntos llegamos al castillo una hora antes de la anunciada por el Calendario para el comienzo de la gran tragedia celeste.
En aquel histórico lugar, donde comenzaba la zona en que sería totalmente visible la catástrofe, no se hallaba constituída ninguna comisión de astrónomos, armada de instrumentos, con objeto de hacer la autopsia al astro-rey luego que muriese… y por eso mismo habíamos determinado mis amigos y yo establecer allí nuestro observatorio poético, ganosos de experimentar en el momento solemne todas las emociones dramáticas y religiosas de la inocencia ó de la ignorancia… – Estábamos, pues, solos con el coro trágico, y el coro trágico se componía de labriegos del país… ¡De aquellos labriegos que rara vez suben á la antiquísima fortaleza, pero siempre para honra y gloria de España!
Así lo pensaba yo al ver al actual pueblo saguntino subir desde la villa á la ciudadela. Pensaba en el día que sus antepasados subieron por aquellas mismas rampas talladas en la roca, y no volvieron á bajar, sino que perecieron heroica y voluntariamente, dando al héroe cartaginés el más grande espectáculo de patriotismo que registra la historia: ó recordaba aquel otro día, casi de nuestro tiempo, en que las tropas de Napoleón se estrellaron una vez y otra contra aquel ruinoso baluarte, guarnecido por un puñado de valientes, que acababan de dejar el arado para subir á defender á costa de su vida el muro viejo (Murviedro).
A la verdad, estas consideraciones históricas eran muy adecuado prólogo al épico suceso que aguardábamos. Todo ello tenía dimensiones homéricas; y como el cielo, la tierra y el mar que se desplegaban ante nuestra vista eran los mismos de hace veintidós siglos, hubo momentos en que perdí toda conciencia del tiempo, ó en que confundí lo pasado con lo presente, y aun con lo futuro, que era el eclipse…
A mis pies veía, por una parte, las imponentes ruinas del Anfiteatro romano; por otra, la villa actual; alrededor, una verde llanura poblada de algarrobos, olivos y moreras, y más lejos el azul Mediterráneo, ó suaves cordilleras de montañas que delineaban, por decirlo así, un magnífico y resplandeciente horizonte.
El día estaba sereno y caluroso. El sol inundaba de luz las soledades del espacio, animando y engrandeciendo el vastísimo paisaje. Largos y monótonos zumbidos de cigarras y de otros insectos voladores poblaban el aire de un sordo y soñoliente murmullo, que convidaba á la siesta. Callaban las aves, adormecidas por el calor, y callaban también los hombres, atentos al deicidio que se preparaba en los cielos.
A la izquierda, y precisamente donde empezaban á amontonarse algunas cenicientas nubes, divisábase un rompimiento de la cordillera, que me dijeron daba paso al Desierto de las Palmas. – Allí, lo mismo que en otros parajes de la Península, miles de humanos seres, olvidados de las agitaciones y mezquinos intereses de esta vida, estaban como nosotros en expectación del fenómeno celeste; unos llevados de amor á la ciencia, otros de culto á lo maravilloso, quienes del miedo, quienes de mera curiosidad.
En lo que á mí toca, yo consideraba en aquel instante al género humano de un modo que no lo había considerado nunca: no ya como una especie privilegiada que cumple estos ó aquellos destinos en el mundo; no como actores del gran teatro del universo; no como los personajes principales del largo drama que llamamos Historia, sino únicamente como espectadores alojados en un pequeño planeta, como simples pobladores de nuestro globo, como accidentes de la creación, como testigos de la marcha misteriosa de mil mundos. Las ciencias, la política, la filosofía, los odios, las ambiciones, el amor, la guerra, el infortunio, todo lo que constituye nuestra cotidiana vida, había perdido su interés en aquel momento. Todos los hombres resultaban iguales. Un poder superior, la incontrastable fuerza que rige los orbes, les hacía pensar en cosas más grandes que la sociedad y que la civilización. ¿Qué eran, qué podían ser las potestades humanas, cuando mundos enteros aparecían como frágiles barquillas perdidas en el infinito espacio, y se les veía navegar á merced del potente soplo que los empuja por sus misteriosos derroteros?
Eran ya las dos… la hora anunciada y esperada hace tanto tiempo por los astrónomos.
El eclipse había principiado; pero aun no se percibía alteración alguna en la luz del sol.
A eso de las dos y media empezaron á palidecer las nubes, mientras que el mar se ponía cada vez más sombrío.
La luz del sol era blanca como la de la luna, y la sombra de los cuerpos intensamente negra, pero de vagos contornos.
El cielo estaba despejado; la atmósfera diáfana. ¡El sol se hallaba en el mediodía; y, sin embargo, se aproximaba la noche!
Nuestros semblantes se iban poniendo lívidos… Una claridad fúnebre, que ya no era semejante á la de la luna, sino á la de la luz eléctrica, alumbraba fantásticamente la ciudad y las ruinas del Anfiteatro.
Las nubes tomaban un color gris como el de la ceniza. El mar continuaba obscureciéndose…
¡Y nada de esto se parecía al anochecer!.. Lo imponente era el ver que allá, en las regiones superiores del cielo, seguía siendo de día, mientras que en la infortunada tierra y en su atmósfera cundía la obscuridad. Es decir: ¡que la luz del cielo no llegaba ya á la tierra!
Por lo demás, á la simple vista no se notaba todavía alteración alguna en el disco del sol. Ciertamente, casi todo él estaba eclipsado; pero el ligero limbo que aun se percibía, irradiaba el suficiente fulgor para ocultar á nuestros débiles ojos la gran sombra que ya amenazaba sepultarlo.
Tenemos, pues, que el sol reverberaba en el cenit; que el cielo, ó sea el espacio á que no alcanzaba la sombra de la luna, seguía inundado de luz como antes del fenómeno, y que, sin embargo, la noche caía sobre la tierra, súbita, aceleradamente ya, sin gradación ni crepúsculo, como si nuestro planeta hubiese tenido luz propia y un soplo del Hacedor la hubiera apagado repentinamente.
¡En esto – (todo lo que ya diga sucedió en menos de un segundo) – en esto expira instantáneamente el último fulgor; cambian de aspecto todas las cosas; vense lucir dos estrellas cerca del astro agonizante; levántase un espantoso viento; hace frío; corren las nubes; ennegrécese el mar; camina la sombra á nuestros pies; parece que se desquicia el cielo, como cuando se muda una decoración en el teatro; muere el sol… y sustitúyele un astro nunca visto, un meteoro fúnebre y grandioso, más bello que todo lo imaginado por el hombre!..
Un grito de terror sale de mil pechos. Las gentes sencillas que nos cercan creen indudablemente que se acaba el mundo… Pero, al ver que el sol ha sido reemplazado por aquel fenómeno tan hermoso y sorprendente, nuevo alarde del poder y de la sabiduría del Eterno, prorrumpe en un aplauso, en un viva, en un bravo, en una aclamación frenética y entusiasta…
Este singular y tierno aplauso al Autor de la naturaleza, pone las lágrimas en mis ojos… El espectáculo de la conjunción eriza los cabellos… El cuadro que me rodea, la hora, el sitio, todo contribuye á horrorizarme, á conmoverme, á levantar mi espíritu, á revelarme la inconmensurable grandeza de Dios.
El Gólgota, tal como se le pinta á las tres de la tarde de aquel tremendo y glorioso día en que murió Jesús; el Juicio Final, profetizado por el Apocalipsis; el Diluvio, Pompeya, los terremotos americanos…; yo no sé cuántas y cuán extrañas cosas pasaron por mi imaginación.
Entretanto… ¡qué maravillosa, qué sublime apariencia la de los cielos!
El astro que había sustituído al sol, diríase que era su catafalco, su iluminado túmulo, su capella ardente. – Imaginaos un cielo sombrío, y en medio de él una gran placa negra y de oro, una enorme estrella esmaltada… ¡Yo no sé cómo os lo diga!.. – Imaginaos el disco de la Luna, negro como el azabache, y en torno suyo una orla de lumbre formada por la irradiación del sol, que está detrás. De esta orla parten divergentemente cuatro ó cinco ráfagas de plata y oro, como los destellos que vemos en las aureolas de los santos góticos. – Era, pues, un astro de luto; el cadáver del sol; la luz vestida de negro. – Sol y luna formaban un solo cuerpo, engendro misterioso que representaba á la vez el día y la noche…
– ¡Oh Dios (pensábamos todos en aquel momento)! ¡Cuán infinito es tu poder! ¡Cuántas nuevas maravillas pudieras crear, aun después de haber llenado de ellas tantos mundos! ¡Qué habrá que se iguale á la última de las cosas, si tú pones en ella tu mano augusta!
Poco más de dos minutos, que nunca olvidarán los mortales que han presenciado esta gran tragedia, duró el eclipse total. – El pueblo seguía aclamando á Dios, con los brazos alzados al cielo, con las lágrimas en los ojos…
La obscuridad no era tanta que dejásemos de vernos unos á otros… Pero ¡de qué manera! ¡Qué fatídica luz en nuestras frentes! ¡Qué lobreguez en las nubes! ¡Qué aparente movilidad en el suelo que pisábamos!
De pronto cae de aquel extraño fenómeno un borbotón de luz, un río de oro, un torrente de fuego que inunda instantáneamente toda la enlutada atmósfera…
Un nuevo aplauso, un nuevo grito, mil y mil bendiciones á Dios pueblan el espacio.
– ¡El SOL! ¡El SOL! – exclamamos todos con amorosa alegría.
– ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea Dios! – repetimos, llenos de gratitud y de entusiasmo…
Y hay otro cambio súbito en la naturaleza, y tierra y cielos mudan de color como por encanto, y la mar vuelve á aparecer, y las estrellas se ocultan, y el sol recobra su soberanía – con gran contentamiento de nuestros corazones, apenados un punto al ver vencido tan glorioso y potente astro por el más débil y mezquino de los mil que alimenta y vivifica su bienhechora llama…
Valencia, 1860.