Kitabı oku: «Viajes por España», sayfa 6
VII
LA CASA DE LAS CONCHAS. – IGLESIA Y COLEGIO DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS. – MÁS IGLESIAS Y PALACIOS
Desde que penetramos en aquella calle, Salamanca tomó á nuestros ojos un nuevo aspecto. – Ya no era la señorona del siglo pasado representada por la Plaza Mayor: tampoco era la revoltosa ciudadana del siglo xvi, que gritaba y luchaba en el Corrillo de la Hierba: ya era una dama gótica, tan severa como triste; mucho más triste, á decir verdad, que en la Calle de Zamora.
La en que acabábamos de entrar y las adyacentes eran angostas y torcidas, como anteriores al uso de los coches urbanos: blasones nobiliarios y portadas artísticas de la Edad Media adornaban sus ruinosas casas, y un silencio de muerte servía allí de melancólico acompañante á la romántica soledad. – Ni una sola tienda profanaba aquellos portales. No se veía alma viviente ni en rejas ni en balcones. Dijérase que en tal barrio no vivía criatura humana. Parecía aquello, más que realidad de los tiempos presentes, engendro fantástico de un poeta de 1838, de un Espronceda, de un Zorrilla, de un García Gutiérrez.
Salimos al fin frente por frente del Colegio de la Compañía, y ya nos disponíamos á estudiar la enorme y suntuosa fachada de su iglesia, cuando reparamos que en la acera opuesta se alzaba una de las maravillas arquitectónicas más célebres de Salamanca; uno de los monumentos que íbamos buscando ex-profeso en aquel viaje; uno de los palacios más bellos y singulares que nos ha legado el siglo xv. – me refiero á la Casa de las Conchas.
Nosotros la conocíamos, como todo el mundo, por la fotografía y por el grabado: nosotros habíamos contado muchas veces con el dedo sobre el papel las elegantísimas conchas de piedra que cubren su extensa fachada… Pero hay que ver el edificio en el original, con su color y su tamaño, para formar completo juicio de su gentileza y hermosura. Hay que ver, por ejemplo, la sombra natural que proyectan las abultadas conchas, heridas por el sol, sobre la dorada piedra del pulimentado muro: hay que ver las cuatro preciosas ventanas, dos de ellas muy parecidas á ajimeces árabes, que interrumpen á largos trechos la planicie de aquellas paredes: hay que ver aquellas esquinas, de afilada y correctísima arista, como si fuesen de bruñido acero, y de las cuales se destacan, campeando en el aire, bellísimos escudos de piedra, que son otros tantos primores artísticos: hay que ver, en fin, aquellas otras grandes conchas de hierro que cubren á su vez, por vía de clavos, la gran puerta de entrada, y el precioso herraje de aquellas melodramáticas rejas (perdonadme el adjetivo), y aquel gran Escudo Real que preside la fachada, y todos aquellos perfiles aristocráticos y piadosos que ennoblecen el exterior de tan poético palacio… – Ya he dicho que data del siglo xv. Así lo revela su arquitectura, cuyo conjunto es gótico decadente con detalles platerescos; y así lo indican también el yugo y el haz de flechas, blasón especial de los Reyes Católicos, que se ven en el mencionado Escudo Real.
Las conchas que ostenta todo el edificio significan que el que lo mandó construir era caballero santiagués y que había ido ó tenía hecho voto de ir en peregrinación á Compostela, así como los escudos con cinco lises que adornan las esquinas y la espalda del palacio, prueban que el tal santiagués pertenecía á la poderosa y esclarecida familia de los Maldonados de Salamanca.
Y, en efecto, la Casa de las Conchas fué primero de los Maldonados, señores de Barbalos; luego la heredaron los Marqueses de Valdecarzana, y hoy la posee el cinco veces Grande de España, Conde de Santa Coloma, en su calidad de Conde de las Amayuelas.
* * *
Por cierto, y perdonadme la digresión, que Francisco Maldonado, el célebre comunero, el compañero de Bravo y de Padilla, el degollado del gran cuadro de Gisbert, no pertenecía á la rama principal de la familia mencionada, de la cual era jefe, aunque tampoco dueño de la Casa de las Conchas, un D. Pedro Maldonado y Pimentel, también afecto á la causa de las Comunidades, del cual me parece oportuno decir aquí algunas cosas, de todos sabidas, por si hay alguien que las tenga olvidadas, cosa que á mí me acontecía no hace muchas horas…
Notorio es que Salamanca acudió en auxilio de Segovia contra el alcalde Ronquillo, como casi todas las ciudades castellanas. Principió en Salamanca la cosa por un gran motín (¡indudablemente estalló en el Corrillo de la Hierba!), durante el cual quemó el pueblo una casa del mayordomo del terrible Fonseca, arzobispo de Santiago, derribó otras muchas, y arrancó las varas á las autoridades. En tal coyuntura, el poderoso D. Pedro Maldonado y Pimentel, creyendo que los victoriosos amotinados no podían hacer nada bueno en Salamanca, y sí se lucirían muchísimo yendo en auxilio de los Comuneros, formó con ellos una crecida hueste, y los llevó á luchar contra los imperiales. Los salmantinos lidiaron en diferentes jornadas con varia fortuna, que se les declaró al fin totalmente adversa en los campos de Villalar. Al lado de Maldonado Pimentel, ó mejor dicho, en las filas de su gente, peleó allí como bueno otro Maldonado, algo pariente suyo y también hijo de Salamanca, y ambos cayeron prisioneros después de su derrota. – Fueron entonces condenados á muerte los principales cabecillas ó jefes de Comuneros; pero como el D. Pedro Maldonado Pimentel tuviese parentesco con el famoso Conde de Benavente, consiguióse que el otro Maldonado, conocido por el de la calle de los Moros, muriese en lugar suyo con Bravo y con Padilla, cual si este bárbaro ardid pudiera deslumbrar á la opinión pública… ni aun en tiempos en que no había periódicos. – Y al cabo sucedió que los imperiales, después de guardar encerrado algunos meses al Maldonado Pimentel, diéronse cuenta de que nadie había sido engañado con la sustitución referida, y tuvieron que degollarlo también, me parece que en Simancas, un año después que á su homónimo. – Por manera que el insigne D. Pedro trocó por un año de vida los siglos de popularidad que ha disfrutado, y disfrutará todavía muchísimo tiempo, la memoria del pobre D. Francisco, y el alto honor de figurar en el mencionado cuadro de Gisbert.
Conque volvamos á la Casa de las Conchas.
* * *
La puerta estaba abierta: llamamos, sin embargo, y no nos respondieron… – ¿Qué hacer en tal apuro, sabiendo, como sabíamos por la fotografía y el grabado, que el patio era bellísimo?
Perdone el Sr. Conde de Santa Coloma: el partido que tomamos fué colarnos de rondón en su casa, bajo la salvaguardia de nuestras buenas intenciones…
Y ¡qué patio vimos! – Su estilo podía calificarse de mixto de gótico y mudéjar: las líneas generales tenían más de mudéjares que de otra cosa: en las ventanas y demás pormenores predominaba lo gótico. – De una ó de otra suerte, todo era allí gallardo, primoroso y del mejor gusto, causando verdadero asombro la prolijidad y esmero de la ejecución. Baste decir que la dura piedra semejaba trenzados de cuerdas como si fuese cáñamo, y hasta calados de encajes, como si fuera lino…
De buena gana hubiéramos llevado más adelante nuestra exploración; pero no nos atrevimos á tanto, y salimos de aquella interesantísima casa como habíamos entrado en ella, llenos de respeto á su carácter señorial y religioso, y de admiración á sus bellezas artísticas.
* * *
Desventajosa en sumo grado para la arrogantísima Iglesia de los Jesuítas (que, como he dicho, se alza frente á la Casa de las Conchas) es la transición de un edificio á otro. Todo lo que el caballeresco palacio gótico tiene de fino, delicado y como espiritual, lo tiene de pesado, rudo y meramente corpóreo el enorme templo greco-romano que erigió allí la Compañía de Jesús. Y aun todavía fuera menor tal desventaja, si el estilo pagano de la católica iglesia se distinguiese por su pureza y corrección… (que, entonces, ya sería cuestión de gusto ó de escuela entre clásicos y románticos); pero acontece que este suntuoso templo es barroco dentro de su mismo estilo, dado que pecó desde su origen contra las reglas clásicas y luego sufrió el pernicioso influjo de los peores tiempos de la arquitectura neogentílica.
Pero ¿á qué cansarme en explicar lo que ya tiene su nombre propio? – Esta iglesia de la Compañía es un nuevo ejemplar, sumamente característico, de la que hoy se llama en las Academias Arquitectura jesuítica, bien que exceda en majestad y hermosura á cuantas erigieron los discípulos de Loyola en España, Portugal y América.
Resumiendo: el templo de que tratamos sólo es grandioso por el grandor material de su tamaño y por los tesoros que representan tantísimas disformes piedras como se ven empleadas en su estupenda escalinata, en una portada inmensa, en dos recias y vistosas torres, en una ingente cúpula coronada por altísimo cimborio, y en infinidad de estatuas, agujas, escudos, bolas, molduras, balcones y ventanas; que de todo hay en aquella fachada, y todo gigantesco, descompasado, descomunal…
La Iglesia y Colegio de la Compañía fueron fundados por Felipe III y Margarita de Austria. Ambos edificios ocupan más de 20.000 metros cuadrados. Para construirlos, ó sea para explanar el terreno en que se alzan, se derribaron dos iglesias y tres manzanas de casas, suprimiéndose dos calles enteras. – Por cierto que la Casa de las Conchas se vió en peligro de venir también al suelo, y que, si no se consumó semejante atentado, debióse, según unos, al valor cívico y tradicional cultura de los hijos de Salamanca, y, según conseja vulgar, á lo inadmisible de cierta humorística é indecorosa condición, que no creo llegara á formularse…
En el Colegio hay habitación para 300 misioneros, y todos los salones, aulas y demás dependencias de una verdadera universidad.
En fin: un portero nos dijo, como supremo encomio, que las llaves de toda la casa pesan diez y nueve arrobas… – ¡Qué español rancio es este criterio estético!
El interior de la iglesia no es tan grande de tamaño ni tan ostentoso de forma como hace presumir su exterior. De orden dórico, y sólo rico en vulgares retablos churriguerescos, resulta frío é insignificante. Únicamente llama allí la atención el Retablo del Altar Mayor, por lo enorme, colosal y complicadísimo de su estructura. Puede decirse que es una tempestad de pino y oro, al par que un motín contra las reglas arquitectónicas. En los fustes de las que no sé si llamar columnas, se ven enredadas hojosas vides de tamaño natural, con sus racimos correspondientes; todo ello dorado y luego bruñido. Las gigantescas estatuas de los cuatro Evangelistas, que también forman parte de la composición, parece que cruzan un páramo en día de mucho viento: ¡tan infladas y revueltas están sus vestiduras!
Arrodillada en medio de aquel solitario templo vimos á una guapísima peregrina, demasiado hermosa, limpia y elegante para penitente, ó, cuando menos, para excitar ideas de penitencia. Apoyábase en el báculo; pendía el amplio sombrero sobre su espalda de cariátide, y tenía fijos en el altar mayor unos grandes y relucientes ojos que parecían dos soles negros… – Comedia ó tragedia (yo creo piadosamente que sería lo último), aquella actitud, aquella santa vestidura, el lugar de la acción y nuestras propias circunstancias nos infundieron respeto, y ni nos curamos de preguntar á nadie quién era la peregrina, ni hemos vuelto á hablar de ella desde entonces…
Y es cuanto recuerdo de la mejor casa que los Jesuítas tuvieron en España. – Esta frase no me pertenece: se la oí al ya difunto Padre Manrique. – Por mi parte debo añadir que Salamanca debía tal desagravio á San Ignacio de Loyola; pues (como ya veremos más adelante) el celebérrimo fundador de la Compañía de Jesús fué procesado y estuvo preso en la ínclita ciudad del Tormes.
* * *
Libre nuestra atención del poderoso atractivo de la Casa de las Conchas y de la Iglesia y Colegio de los Jesuítas, volvió á fijarse en el carácter poético y artístico de aquel histórico barrio. Pero lo que ya nos asombraba en él no era tanto su aire de vejez y de romántica melancolía, como la grandeza monumental que siguió desplegando á nuestros ojos.
Calle de la Compañía se llama la que comienza en los edificios citados, y, así ella como todas las plazuelas, calles y callejas inmediatas, se componen de una sucesión de altas construcciones de piedra, ó sea de una no interrumpida serie de palacios, de iglesias, de conventos, de colegios y de casas señoriales, que nos infundía respeto y veneración. Todo era allí monumento, como en algunos barrios de Ferrara, Pisa y Florencia. Por todas partes alzábanse padrones de historia militar, de devoción, de aristocracia ó de ciencia, según la arquitectura y destino de cada edificio. – ¡Oh! No podíamos negarlo: estábamos en la Atenas castellana: estábamos en Roma la Chica.
¡Doquier piedra, silencio y soledad! Mas esta soledad no era ya medrosa como la de las ruinas ó la de los cementerios: era plácida y augusta como la de los claustros. Cierto que nadie pasaba, ni parecía haber pasado hacía mucho tiempo, por aquellas nobilísimas calles: certísimo que altas hierbas crecían entre las losas y guijas del empedrado…; pero no sé si la presencia de tanto escudo de armas como adornaba las esquinas, las fachadas, las puertas, los canceles, los balcones y las rejas de templos, colegios y palacios, ó si lo bien conservados que se veían hasta los más menudos detalles arquitectónicos de cada página de piedra, ó si la índole y forma cristianas de aquellos monumentos, les hacían aparecer vivos, subsistentes, militantes como las cerradas ermitas que conservan su campana, como los mudos conventos en cuya portería arde por la noche una luz ante la imagen de María, ó como los desnudos árboles del invierno, cuando se ve que sus ramas se doblan, pero no se quiebran, al impulso de los huracanes…
¡Ah! sí… Salamanca no representa una edad pasada ó una raza muerta, como acontece con muchas ciudades ricas en monumentos gentiles: Salamanca existe todavía con toda su antigua vitalidad, aunque en estación tan desfavorable. Y existe, porque no ha caducado enteramente la civilización á que debió su vida; porque los ideales de que son noble símbolo sus iglesias y colegios, siguen imperando en la Nación que reconstruyeron los Reyes Católicos; porque, ya que no dentro de las viejas murallas que besa el Tormes, á lo menos en los flamantes hoteles del ensanche de Madrid, se perpetúan, con sus antiguos blasones, las familias aristocráticas que levantaron aquellos palacios que nosotros íbamos viendo; porque subsisten, en fin, la Religión cristiana, la Monarquía española, la Nobleza de Castilla y hasta las democráticas Leyes patrias que defendieron las Comunidades; es decir, todos los veneros de la grandeza salmantina.
Si todo esto desapareciese, Salamanca, por muy bien conservados que guardase sus monumentos, no pasaría de ser un cadáver, como Nínive ó Pompeya.
Pero dejémonos de discursos, y enumeremos, siquier rápidamente, las cosas que vimos aquella mañana antes de regresar á la fonda.
* * *
En una esquina próxima al Colegio de la Compañía leímos en letras de oro y sobre marmórea lápida, que allí vivió el gran poeta Meléndez Valdés.
Más abajo descubrimos la que un azulejo denominaba Plazuela de San Benito, la cual, más que plaza, parecía el compás de una Cartuja. – Tampoco había allí gente. Lo único que allí había era una hermosa iglesia, consagrada al Santo que da nombre á aquel lugar; iglesia que, según supimos luego, había servido además de panteón á la familia de Maldonado, cuando era lícito dormir el sueño eterno al pie de los altares, ó sea en tiempos en que no se anteponía á todo la higiene.
Después fuimos hallando muchas casas góticas ó platerescas, en cuyas lindísimas portadas se veían grandes escudos que nos indicaban la familia á que pertenecían ó habían pertenecido. – El sol de los Solís, las cinco lises de los Maldonados, y, sobre todo, las estrellas de los Fonsecas, abundaban más que ningún otro blasón.
Y aquí debo apuntar que la casa de Fonseca fué, durante siglos, la más poderosa de Salamanca, así en lo civil como en lo eclesiástico, y que, aparte de sus grandes guerreros, la hicieron célebre en toda la cristiandad aquel severísimo Arzobispo de Santiago y Patriarca de Alejandría de que tanto hablan las historias, y otro Arzobispo de Santiago y de Toledo, hijo suyo, á quien debieron los salmantinos importantísimas fundaciones, como diremos oportunamente.
De la plazuela de San Benito pasamos á otra no menos solitaria y monumental, denominada del Águila, siendo de advertir que, como no encontrábamos á nadie que pudiese indicarnos el camino, teníamos que guiarnos por la posición del sol, á fin de llegar pronto al hotel, pues iba siendo hora de almorzar… en su reglamento y en nuestro estómago.
En la Plazuela del Águila se eleva un hermoso edificio greco-romano, que colegimos sería la famosa Iglesia de las Agustinas, de que tanto habíamos oído hablar en Madrid. – Ni por un instante nos ocurrió penetrar en ella, sino que dejamos su examen para la tarde ó para el día siguiente, á fin de estudiarla con el debido detenimiento.
Pero de un peligro caíamos en otro, y cuanto más apretábamos el paso, mayores prodigios arquitectónicos nos salían al camino tratando de detenernos…
De la Plaza del Águila pasamos á la de Monterrey, y nos encontramos frente á frente del magnífico palacio de este nombre, que es otra de las maravillas de Salamanca, según podéis ver en los escaparates de los fotógrafos de esta villa y corte, y que sirvió de modelo para el Pabellón Español de la Exposición de París de 1867.
Huímos, pues… bien que jurándonos volver al cabo de pocas horas. – Y no huíamos ya solamente para que no se enfriara el almuerzo, sino porque nos aturdía aquella rápida sucesión de emociones, tanta nueva belleza, tanta poesía, tanta historia, tanto portento de diverso orden como llamaba nuestra atención por todas partes y á un mismo tiempo. – ¡Necesitábamos descansar, hacer algunos apuntes, descargar nuestra memoria!..
Llegamos, al fin, al hotel… – Y considerando yo ahora que mis lectores estarán también necesitados de algún reposo, pongo punto á este capítulo, dejando para el siguiente el hablarles del almuerzo y de otras cosas interesantísimas, ninguna de las cuales (dicho sea entre paréntesis) tendrá nada que ver con la Arquitectura.
VIII
LA PLAZA DE LAS VERDURAS. – LA FRONTERA DE PORTUGAL. – EL REY DE LOS TÍOS. – UN TRAJE DE CHARRA. – LA CALLE DE LA RÚA. – LA UNIVERSIDAD
Del almuerzo que nos aguardaba en la fonda debo decir, no como dato oficioso y trivial, sino para instrucción de los viajeros que vayan á Salamanca, que nada tenéis allí que temer, y sí muchos goces que prometeros, por muy gastrónomos y delicados que seáis. – El Hôtel del Comercio se encargará de no desmentirme. – ¡Qué tortilla! ¡qué truchas! ¡qué jamón! y ¡qué peras… de cristal! (Este era su nombre.) – Lo único medianejo fué el vino…; pero á bien que nosotros teníamos todavía en nuestra despensa ambulante, no de lo nuevo (que dice el marido de Inés en los versos de Baltasar de Alcázar), sino de lo bueno.
Para colmo de satisfacción, almorzamos en muy grata compañía; pues habéis de saber que, cuando llegamos á la fonda, nos encontramos con que nos aguardaban en nuestro cuarto aquellos antiguos amigos que, según indiqué en el capítulo primero, tenía yo en Salamanca. Era uno de ellos el distinguido escritor que suele dirigir preciosas cartas á La Época bajo el pseudónimo de la Baronesa del Zurguén, y cuyo verdadero nombre (tiempo es de que lo sepa el público, aunque el interesado se enoje de mi locuacidad) es D. Ramón Losada. Otro era el erudito cronista de la provincia y aventajado poeta D. Manuel Villar y Macías. Era el tercero… (no en persona, por hallarse algo malo, mas representábalo un su sobrino) el Dignidad de Chantre de aquella catedral D. Camilo Álvarez de Castro, de quien hablaremos luego. Diré aquí solamente que su sobrino y representante, el presbítero D. Elías Ordóñez, no tardó en hacernos conocer cuánto valía por sí propio, ó sea por su mucha instrucción y buena crítica. Y estaba, en fin, allí el menor de los dos discretísimos hijos y herederos del talento de Losada… En cuanto al primogénito, también antiguo amigo mío (pues lo conocí cuando todavía no le apuntaba el bozo), hallábase en el campo con su señora madre.
Pero ¿cómo habían sabido aquellos señores (á quienes pensábamos ir á ver después de almorzar) que estábamos en Salamanca? – El caso había sido muy sencillo: un madrileño que nos conocía de vista, pero que no nos trataba, nos vió llegar á la Estación; el madrileño se lo dijo á un compañero suyo de oficina, que era amigo mío; el amigo mío, que sabía mi intimidad con Losada, fué á casa de éste en nuestra busca; Losada envió en seguida recado al Chantre y á Villar y Macías, y organizóse en el acto una batida general por todas las fondas y casas de pupilos, comenzando por el Hôtel del Comercio.
– ¿De modo (exclamamos nosotros), que ni Frontaura ni su policía saben nuestra llegada á Salamanca?
– Creemos que no; pero, aunque el Gobernador la supiera, no podría acudir á ustedes hasta las dos de la tarde. Hoy es el cumpleaños de la reina D.ª Isabel II, y, con tal motivo, hay besamanos en el Gobierno civil; ó, mejor dicho, el Gobernador recibe corte. – Si quieren ustedes, nosotros, cuando vayamos á la recepción, le diremos que están aquí.
– ¡De manera alguna! Nosotros debemos procurar que Frontaura ignore nuestra llegada á su ínsula, á fin de sorprenderlo y de poner en solfa á sus esbirros é inquisidores.
– Pues entonces optamos por no asistir al besamanos oficial, y luego iremos con ustedes á ver á Frontaura.
– ¡Admirable idea! De este modo podrán ustedes hacernos el obsequio de acompañarnos ahora mismo á visitar la Universidad…
– Con muchísimo gusto…
– Pues andando.
* * *
Ya que este capítulo ha comenzado en estilo familiar, y que son muchas las intimidades en él referidas, aprovecho la ocasión de deciros, para que nos entendamos mejor, que mis tres compañeros de viaje eran: un ex ministro de Hacienda, muy aficionado á las Bellas Artes y competentísimo en ellas y en otras muchas cosas; un ex diplomático y ex consejero de Estado, dado á la arqueología, á la numismática y á la indumentaria, el cual conoce por su nombre á todos los baratilleros del Rastro de Madrid, y uno de nuestros más afamados pintores, que ganó en la Exposición Nacional de hace algunos años el primer premio de Pintura de Historia.
Pues bien: este pintor y yo declaramos, al salir del Hôtel, que nosotros, por razón de oficio, teníamos obligación de estudiar, no sólo obras de arte, sino costumbres, tipos, paisajes y otras escenas pictóricas ó novelescas, y que, por consiguiente, sin perjuicio de ir á la Universidad y á todos los edificios monumentales de Salamanca, deseábamos contemplar también los sitios, las perspectivas y los cuadros naturales más característicos de la ciudad, añadiendo (para que el ex ministro y el ex consejero comprendiesen bien nuestra pretensión) que en el Corrillo de la Hierba nos habíamos quedado con hambre de aprendernos de memoria á aquellos tíos, ó sea á aquellos vendedores y compradores, y sus vestimentas, adornos y mercancías.
Nuestros compañeros de viaje hallaron muy justa esta demanda, y, en su virtud, los bondadosos salmantinos que á todos nos servían de cicerone nos prometieron hacernos dar cuantos rodeos creyesen interesantes, aunque tardásemos mucho tiempo en llegar á la Universidad.
Principiaron, pues, por llevarnos á la Plaza de las Verduras, contigua á la Mayor, no sin que antes, al pasar nuevamente por ésta (y prescindiendo ya de aficiones y leyes arquitectónicas), nos detuviésemos á mirarla con ojos de amantes de la Pintura y de la Poesía; y á fe que nos maravilló sobremanera y arrancó celebraciones generales el pintoresco efecto que hacía la proyección de los verdes árboles sobre la dorada piedra de arcos y fachadas, así como el recorte de estos mismos dibujos monumentales sobre el cielo azul y purísimo de aquella hermosa mañana de otoño…
Pasamos entonces á la Plaza de las Verduras.
La Plaza de las Verduras, extensísima, muy desnivelada, de trazado irregular, con grandes y viejos edificios históricos, y con otros vulgares y feísimos, viejos también, nos pareció una amplificación del Corrillo de la Hierba. – Su lado más largo y más alto estaba todo lleno de puestos de frutas, legumbres y otros comestibles. Veíanse allí, en lechugas, pimientos, escarolas, cardos, acelgas y coliflores, todos los verdes de la paleta de nuestra madre Natura, mientras que las peras, los melocotones, los nísperos, los tomates, las manzanas, las uvas, los higos, las naranjas, las granadas, los limones y otros frutos, ostentaban variados colores y despedían ricos aromas.
Nada hay más hermoso ni agradable en el comercio (á lo menos para mí), que estos bazares, vulgo mercados, en que se venden la inocencia y hermosura naturales y la eterna verdad campesina… Allí no había falsificación, violencia ni engaño alguno: aquellas manzanas eran manzanas; aquellas uvas eran uvas; aquellos higos eran higos, y todo aquello había brotado amorosamente del seno de la tierra para alimentar al hombre. – En comparación de los puestos de frutas y legumbres, ¿qué son las carnicerías, las pescaderías, las tiendas de caza y los rimeros de latas llenas de conservas? – ¡Cementerios, campos de batalla, losas de hospital; algo que representa la muerte en lugar de la vida! – ¡Ah! ¿Por qué no se contenta el hombre con ser herbívoro?
Y ¡qué color (pictóricamente hablando), ó qué variedad de colores fuertes (para decirlo con más claridad), en los trajes de vendedoras y vendedores, de compradores y compradoras! – ¡Cuánta ropa, á principios de Octubre! ¡Cuánta lana! ¡Qué refajos, qué mantas, qué capas, qué capotes, qué anguarinas!
Por el abrigo y color general, así como por el dibujo ó hechura, la indumentaria de aquellas gentes recuerda á León y á Galicia. Y es que la provincia de Salamanca forma ya parte de aquel triángulo Noroeste de nuestra España por donde no se va á ninguna parte. – Por Andalucía, que es otro rincón, ó, mejor dicho, otro cujón de Europa (subrayo esta palabra, porque todavía no está en el Diccionario), se va á Africa, se va á América, se ha ido á Filipinas… Así es que allí no se detiene nada; allí no hay remanso; allí corre el tiempo; allí cambian las modas. – Pero en el cujón Noroeste de la Península no circula el aire de las mudanzas: en él se estaciona todo, lo mismo las modas que los sentimientos; cosa que, por idéntico motivo, acontece también en otro país de análoga situación: en la Bretaña de Francia.
Y no se me diga que por Salamanca se va á Portugal… ¡La frontera lusitana es peor que la del agua! ¡Es una frontera de hielo! – El Miño resulta más ancho, más hondo y más amargo que el Océano.
Volviendo á las salmantinas rurales, diré que, más que sus refajos amarillos y sus pañuelos en la cabeza (toilette frecuente en España), llamó nuestra atención una manta larga y angosta de mucho abrigo y vivísimos colores, que llevaban sobre los hombros y luego cruzada sobre el pecho. Esta especie de schal oriental se llama la sayaguesa, porque proviene del pueblo de Sayago, en la limítrofe provincia de Zamora.
Las salmantinas tienen renombre de guapas y valientes. – Lo primero puedo asegurarlo: en la Plaza de las Verduras había más de una refajona que nada habría perdido en aligerarse de tres ó cuatro arrobas de lana. Por lo que toca á su valentía, ya Plutarco la calificó de heroica, al citar el denuedo con que libertaron á sus padres, hermanos y maridos, presos en poder de Aníbal, y yo debo añadir que hechos posteriores, y aun de este siglo, demuestran que las matronas del Tormes no han degenerado de su antigua pujanza. – Pero no se deduzca de este párrafo que á mí me gustan las mujeres valientes: yo creo (ó creía, cuando pensaba en estas cosas) que uno de los mayores encantos de las hembras es la pusilanimidad.
Y basta ya de verduleras.
* * *
Desde el Mercado nos dirigimos, dando un rodeo, hacia la Calle de la Rúa, cuyo anticuado aspecto habíamos oído celebrar mucho; pero, antes, al pasar por cierta solitaria plazuela, tuvimos que hacer otra parada para contemplar á dos notabilísimos personajes que, rodeados de gran número de bestias y de montones de costales llenos y vacíos, contaban dinero á la puerta de una vetusta casa, como si en ella acabasen de comprar ó de vender trigo, cebada, maíz ó cosa tal.
Eran dos charros, quieto decir, eran dos soberbios ejemplares de la más peregrina singularidad social é indumentaria de esta tierra. Eran dos hombres colosales, hermosos, con aire de muy ricos, vestidos suntuosísimamente, con chaqueta y calzón corto de terciopelo negro y chaleco de raso azul, todo ello muy adornado de gruesos y pomposos botones de plata, y con unas camisas tan bordadas, rizadas y llenas de primores, que cada pechera representaba el trabajo de seis años de una comunidad de monjas. – Cualquiera de aquellos dos arrogantes y espléndidos rústicos habría sido llamado con razón El Rey de los Tíos… Y, en efecto, por su corpulencia, por su lujo y por su inocente y cómica ufanía, había en ellos mucho del pavo real.
La Baronesa del Zurguén nos dijo que eran dos charros de primera, y que debían de proceder del campo de Ciudad-Rodrigo, tierra clásica de tales prójimos nuestros. – En Salamanca los hay también. Casi todos los labradores de la Puerta de Zamora visten de charro, con más ó menos ostentación, y en el Ayuntamiento de la aristocrática ciudad del Tormes hay siempre un concejal de tal clase, con su traje y todo. – Los ya dichos clásicos del campo de Ciudad-Rodrigo se hablan de vos muy formalmente.
El mismo Losada nos invitó entonces á llegarnos á su casa, que no estaba lejos, y nos enseñó un traje completo de charra, cuidadosamente guardado en antiquísimo cofre, y causáronnos asombro el lujo y el gusto, verdaderamente regios, de aquellas vestiduras. Paños, terciopelos y rasos, recamados y bordados de oro con tanta gracia como profusión; encajes, tules, preciosas cintas, ricas joyas y otros accesorios de gran mérito y coste componían aquel raro uniforme femenino, que me recordó los trajes que las judías ricas sacaban á relucir los sábados en Tetuán.