Kitabı oku: «Viajes por España», sayfa 7
Y, á propósito, ¿qué son los charros? – ¿No se diferencian del resto de los españoles más que en la ropa? ¿Constituyen raza aparte? ¿Tienen alguna organización social íntima y secreta? – Yo no lo sé, ni me he acordado de preguntarlo en Madrid á personas más leídas ó instruídas que yo. Pero es cosa que debe de constar en muchos libros… – Ya lo averiguaré con el tiempo; y, si no, me moriré con esta dulce ignorancia, que tanto campo deja á las suposiciones de mi fantasía.
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En el ínterin, y no sin grande emoción, seguíamos marchando hacia la veneranda Universidad, que, como todos sabéis, es una de las mayores glorias de España.
Pero, antes de darle vista, aun nos detuvimos un poco en la Calle de la Rúa, digna por todo extremo de su renombre. – Yo no recuerdo haber pasado en pueblo alguno por calle que tenga tanto carácter de autenticidad secular; donde tan íntegros é intactos se vean los antiguos usos y costumbres; donde tan viva y patente se toque la España de la Edad Media, no ya representada por mudos monumentos ni aislados edificios, sino por las tiendas y por los talleres que siguen abiertos al público; por las mercancías que en ellos se venden ó se elaboran; por la disposición de sus escaparates, mostradores y armarios; por las industrias allí fehacientes; por todas las casas, sin excepción alguna, desde las de aspecto señorial hasta las más humildes y vulgares; por sus vidrieras, visillos, cortinas, esteras y zarzos; por los muebles en activo servicio que se columbran en algunas salas bajas; por el color, el empedrado y hasta los transeuntes de la misma calle; por todo, en fin, lo que es su estado presente, su movimiento actual, su existencia social de hoy…
Abundaban en aquella calle las tiendas de filigranas de plata y oro, trabajadas éstas del propio modo que en tiempos de la Reina Católica, y había también bastantes librerías… – ¡Librerías en Salamanca! ¡Era de esperar! Estábamos en la patria del saber… – Pero ¡ay! ya dista mucho el comercio de libros de Salamanca de lo que fué antiguamente… Yo he leído que, cuando el famoso D. Antonio Agustín era estudiante (él mismo lo refiere), había en la ciudad 52 imprentas y 84 librerías.
En todo lo demás, nosotros cogíamos intacta y con el polvo de los siglos la decrépita Calle de la Rúa. Y no sólo aquella calle, sino el resto de Salamanca; pues es de advertir que éramos sus primeros visitadores después de la inauguración del ferrocarril, á que asistieron S. M. el Rey y su comitiva… Aun no se había profanado nada por insustanciales curiosos; aun no se había alineado, revocado ni hermoseado cosa alguna, defiriendo á las críticas de los doctores madrileños de ornato público á la moderna; aun Salamanca era Salamanca… – ¡Quiera Dios que continúe así todavía!
Pero basta ya de humoradas y de bromas. – Descubrámonos y saludemos… Hemos llegado á la Universidad.
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Más que un edificio, la Universidad de Salamanca es un barrio de la ciudad.
Altas y simétricas construcciones, de varia y magnífica arquitectura, forman tres lados de una extensa plaza cuadrilonga. Todos aquellos nobles alcázares dependen de la Universidad propiamente dicha, cuyo gran palacio, separado de los demás por el angosto paso de una calle, ocupa el cuarto lado y preside majestuosamente aquel Foro de las ciencias.
Pálido y débil, comparado con la realidad, será siempre cuanto se diga en elogio de la bellísima fachada del Capitolio de la sabiduría. – Hállase labrada en el más primoroso y delicado estilo del Renacimiento, y parece una enorme filigrana calada en piedra por los plateros de la calle de la Rúa, parece un trabajo chino de marfil, parece la mística puerta de algún lugar santo. Benvenuto Cellini se hubiera enorgullecido de cincelar en oro una creación semejante. Los árabes que bordaron la Alhambra habrían declarado también que sus mejores templetes y camarines no excedían en finura, suntuosidad é idealismo á tal maravilla del arte cristiano.
Gloria de los Reyes Católicos es aquella página de piedra, y así lo pregonan los bustos de Fernando y de Isabel que ocupan un gran medallón sobre la puerta principal; así lo confirma el venerable escudo de sus armas, y así lo reza terminantemente una leyenda ó rótulo, que dice en griego: «Los Reyes á la Universidad, y la Universidad á los Reyes.»
En los amplios muros de los otros edificios que forman la plaza, esto es, en las paredes de las vastas y monumentales dependencias universitarias del Hospital de Santo Tomás para el socorro de estudiantes pobres, y de las Escuelas Menores ó Instituto (cuya linda fachada es plateresca), vense, desde el suelo hasta muy grande altura, los infalibles, clásicos letreros encarnados y los tradicionales vitores en abreviatura que escribió el entusiasmo estudiantil, en siglos ya pasados, con motivo de tales ó cuales reñidas oposiciones…
Al leerlos, parecíame estar en aquellos tiempos de ruidosísimas controversias escolásticas, cuyo estrépito llenaba toda la nación, preocupando y agitando lo mismo á los eclesiásticos que á los seglares, así á los plebeyos como á los nobles y á los mismos Reyes; y aun recordaba que en mi niñez figuré en algún bando de seminaristas en pro ó en contra de este ó aquel opositor, y escribí también con almagre rótulos como aquéllos… – ¡Ay! pasó ya la boga y la importancia de tales lizas, como antes habían pasado las justas y los torneos, y como pasarán sin duda alguna, cuando les llegue su hora, estas empeñadas luchas electorales y parlamentarias que hoy apasionan tanto á los pueblos… Lo que nunca pasará ni cambiará es el fondo de las cosas humanas, que siempre resulta el mismo: ¡vanidad y discordia con diferentes nombres ó pretextos!
En medio de aquella plaza, compás ó patio, y dando frente á la Universidad, álzase desde la primavera de 1868 la Estatua de Fray Luis de León, discípulo que fué y luego catedrático, de aquel emporio del saber. – Por ninguna parte se veía alma viviente. No sé si á causa de la festividad del día, ó de ser la una de la tarde, ni fuera ni dentro de la Universidad (según vimos después) había nadie que turbara el religioso silencio y melancólica soledad de tan venerandos sitios…
Nosotros nos sentamos al pie de la estatua, y nos pusimos á recapacitar en la historia y en la grandeza de cuanto teníamos ante la vista. – Nuestra emoción era verdadera, profunda, unánime, y, por lo tanto, silenciosa… Únicamente oíamos, ó creíamos oir, sobre nuestra cabeza, una gran voz, la voz de Fray Luis, que repetía con dulce y formidable acento, como al salir de la prisión:
«Decíamos ayer…»
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No intentaré en manera alguna contar la historia ni hacer la descripción de la Universidad salmantina. Semejante empeño requeriría un tomo en folio. Diré solamente las cosas de más bulto, tal y como vayan presentándose á mi memoria.
Fundó la Universidad Alfonso XI, rey de León, padre de San Fernando.
Durante mucho tiempo estuvo albergada (¡significativa hospitalidad!) en la Catedral Vieja; pero reinando Alfonso XI se emancipó de la dirección del Obispo de Salamanca y se hizo pontificia. Es decir, que desde entonces el Papa fué el verdadero Rector; teniendo en ella por Delegado al Maestrescuela de la Catedral, á cuya dignidad iba anejo el cargo de Cancelario de la Universidad. Este era quien confería los grados y ejercía el juzgado eclesiástico y civil-escolástico, con autoridad real y pontificia. El Rector no era más que el Jefe administrativo y económico del Establecimiento.
Llegó á contar, por término medio, unos ocho mil estudiantes, y aun recuerdo haber leído que, en algunas matrículas, éstos ascendieron á doce mil.
En 1569 las Cátedras eran setenta: diez de Cánones, diez de Leyes, siete de Medicina, siete de Teología, once de Filosofía, una de Astrología, una de Música, una de lengua Caldea, una de Hebreo, cuatro de Griego y diez y siete de Retórica y Gramática.
Allí hubo estudiantes de todas las naciones, y muy principalmente ingleses é irlandeses católicos, después que abrazó la Reforma Enrique VIII. – De esta última tierra no falta aún en Salamanca un contingente fijo de escolares, como veremos después al hablar del Colegio de Irlandeses.
En la Universidad de Salamanca explicaron maestros tan insignes como Nebrija, Fray Luis de León, Melchor Cano, el Brocense, Fray Domingo Soto, Covarrubias, etc., y aprendieron los santos siguientes: San Juan de Sahagún, Santo Tomás de Villanueva, Santo Toribio de Mogrovejo, San Juan de la Cruz, San Pedro Bautista, San Miguel de los Santos y el Beato Juan de Rivera. Cursaron también en aquellas aulas los grandes fundadores Diego de Anaya y el Cardenal Jiménez de Cisneros, los célebres historiadores D. Diego Hurtado de Mendoza, Bartolomé de las Casas, Zurita, Nicolás Antonio y Ambrosio de Morales, el famoso conquistador Hernán Cortés, los sabios escritores Arias Montano, D. Antonio Agustín, Chumacero y Saavedra Fajardo, y los insignes literatos y poetas Cervantes, Villegas, Meléndez Valdés, Iglesias, Jovellanos, Cienfuegos, Quintana y D. Juan Nicasio Gallego.
Confundida desde hace mucho tiempo la Universidad con la Catedral, los Doctores tienen asiento en el coro, y los Canónigos en los actos universitarios.
A fines del reinado de Felipe II, esto es, en lo más cerrado del absolutismo, todavía se proveían las Cátedras á pluralidad de votos de los estudiantes de la respectiva asignatura, é igual procedimiento democrático se empleaba para la elección de Consiliarios.
En la Capilla Pontificia de la Universidad no se pedía, ni se pide hoy, por el Obispo, sino por el Papa y por los Doctores del Establecimiento.
Cada nuevo Papa dirigía á la Universidad salmantina una carta especial, participándole su elección; y cuando había en Castilla nuevo Rey, la Universidad, en vez de enviarle Procuradores que le prestasen pleito homenaje, se reunía como en Cortes, por su propia cuenta, y le juraba fidelidad directamente.
En el claustro de las antiguas Escuelas Mayores vimos una leyenda en que se dice que, «congregados por Alfonso X (el Sabio) los varones más doctos de aquella Academia, se consiguió por último concluir las Leyes Patrias (Las Siete Partidas) y las Tablas Astronómicas.»
La Universidad tenía muchos locales ó sucursales en la ciudad, con el nombre de Colegios incorporados. Entre ellos se contaban cuatro Mayores, cuatro Militares (de las Órdenes de San Juan, Santiago, Calatrava y Alcántara), veintiún Menores y dos Seminarios. Casi todos ellos ocupaban soberbios edificios monumentales con muchas dependencias. – ¡Es decir, que toda Salamanca era Universidad, y lo es todavía, y lo será siempre en la mente de las generaciones, como Toledo es su catedral, y Granada su Alhambra, y cada ciudad aquello que le dió vida y grandeza y á cuya sombra amiga nacieron y prosperaron los demás elementos de su esplendor y poderío!
«Tesoro de donde proveía á sus reinos de gobierno y de justicia», llamó Carlos V á la Universidad de Salamanca; – y eso que Carlos V fué más europeo que español.
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Después de contemplar y conmemorar todas estas cosas, sentados al pie de la estatua de Fray Luis de León, penetramos al fin en la Universidad, y recorrimos con profundo respeto aquellos antiguos claustros, donde se pasearon, en la alegre edad de su adolescencia, tantos y tantos hombres ilustres.
Admiramos los magníficos artesanados de aquellos techos. Visitamos la Capilla pontificia, y en ella adoramos los restos de Fray Luis de León, encontrados hace doce años en las ruinas de su convento de San Agustín (de que ya sólo queda el sitio en la ciudad del Tormes), y guardados hoy en decorosa urna de mármoles blanco y negro, que ocupa una hornacina de dicha capilla. – Y del propio modo, ó sea con igual veneración que ya habíamos visto la estatua y la tumba del gran maestro, vimos después su aula y su cátedra…
El aula tiene los mismos bancos de tosco pino en que se sentaron los discípulos de Fray Luis. Dichos bancos se reducen á una viga sin alisar, para asiento, y otra por delante para apoyar el libro. Estas segundas vigas están muy labradas por los cortaplumas de los estudiantes, que han tallado en ellas, durante siglos, iniciales, fechas, cruces y caricaturas.
La cátedra es también de pino viejo; pero no nos pareció contemporánea del autor de la Profecía del Tajo, sino mucho más moderna. – De cualquier modo, en aquel paraje fué donde exclamó: «Decíamos ayer…» al reanudar, después de largos años de cautiverio, sus lecciones de Teología y de Literatura Sagrada.
Mucho hablamos allí y muchísimo más nos quedó que hablar acerca del célebre agustino, de sus inspiradas poesías, de sus hermosos escritos en prosa, del error en que se estuvo mucho tiempo creyéndolo hijo de Granada, por haberlo confundido con el otro insigne Fray Luis, y del excelente drama del segundo Marqués de Gerona, titulado Fray Luis de León…
– Pero ya se había concluído el besamanos; eran las dos, y decidimos ir á buscar, sin pérdida de tiempo, al amigo Frontaura, al festivo autor de El Caballero particular, al ingenioso director de El Cascabel, al muy bien conceptuado Gobernador de Salamanca, que nada sabría (tal ilusión nos halagaba por lo menos) de nuestra estancia en la capital de sus dominios.
IX
LAS DOS CATEDRALES. – EL CONVENTO DE SANTO DOMINGO. – EL TORMES. – LA ARCADIA SALMANTINA. – UNA VISITA A LA ANTIGUA ESPAÑOLA
¡Maldición! (como diría un poeta romántico).
¡Frontaura lo sabía todo, y sus polizontes nos buscaban por Salamanca hacía ya dos horas!
Grande fué el regocijo del famoso escritor al encontrarse con gente madrileña. En seguida resignó el mando, por decirlo así, y se agregó á nuestra correría artístico-poética, cuya dirección en jefe llevaba Losada.
Estuvimos, pues, juntos toda la tarde, y juntos anduvimos más de dos leguas por templos, calles y plazas… y hasta por el campo, á pesar del mucho frío que había vuelto. – (Y, á propósito de frío, diré que los vientos dominantes en Salamanca son el Norte y el Poniente, y la enfermedad más común la tisis.)
Primero fuimos á la Catedral Nueva, que nos pareció muy hermosa, aunque no comparable (perdonen los salmantinos) con la de Toledo, con la de Sevilla, ni con la de Burgos. – Es del período flamboyant del gótico, y lo que le falta en severidad y unción mística lo tiene en lujo de primorosos adornos… Todos convienen en que, no obstante sus líneas ojivales, pertenece al Renacimiento por la ornamentación.
Centenares de estatuas adornan sus fachadas: las agujas pasan de doscientas. El conjunto resulta grandioso.
La fachada de Poniente es la más bella, y la Puerta de Ramos notabilísima. Su mediorelieve central, tan reproducido por el grabado y la fotografía, y que representa la Entrada de Jesús en Jerusalén, merece el nombre de prodigio artístico. – Por lo demás, todas las fachadas de este bien situado templo presentan ventajosas perspectivas, que hacen crecer su hermosura y su importancia. La cúpula es atrevidísima, cuanto resulta fea y abrumadora la descompasada torre.
La Catedral Nueva, comenzada en 1513, no se terminó hasta 1733, y eso que corría mucha prisa acabarla, visto que no cabían decorosamente en la Catedral Vieja los 65 prebendados, 25 capellanes, 24 niños de coro y 12 acólitos que asistían á los oficios cotidianos.
Dibujó la obra y construyó la parte principal de ella el célebre Juan Gil de Ontañón.
Por dentro, la Catedral es esbelta y elegante, aunque el coro estorba mucho para enfilar sus naves con la vista. – En cuanto á las pinturas, sepulcros, verjas y otros preciosos pormenores que la adornan, su enumeración sería interminable. Sólo llamaré la atención hacia los cuadros del pintor salmantino Fernando Gallegos, que es la especialidad pictórica de esta ciudad, y recomendaré muy especialmente que se visite, en la capilla del Carmen, no por su mérito artístico, sino por devoción histórica, el Sepulcro del Obispo Visquio (de quien hablaré muy luego), y que se procure ver El Cristo de las batallas, que este Prelado llevaba en la guerra, y El Cristo chico del Cid, venerandos objetos que no se contemplan sin grande emoción.
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Pero ¿qué es la Catedral Nueva comparada con la Catedral Vieja?
Entre las notas y apuntaciones que llevábamos de Madrid, había una de cierto distinguido académico de Bellas Artes, que decía así: – «Recomiendo á ustedes en Salamanca la Catedral Vieja (bizantina de veras, y no de pega), con su soberbio retablo cinquecento, de un cierto Nicolás Florentino, de quien no tuvo noticias Ceán Bermúdez; con sus magníficos sepulcros del mismo siglo, de escultura pintada, y con preciosas tablas de Fernando Gallegos en el claustro.»
Razón tenía el académico. No bien fijamos los ojos en la Catedral Vieja, los cuatro expedicionarios convinimos en que ella, la portada de la Universidad y la Casa de las Conchas eran lo mejor que hasta entonces habíamos visto en Salamanca, y que cualquiera de estos monumentos valía todas las molestias del viaje. – Por lo demás, en parte alguna habíamos encontrado un ejemplar tan puro y tan bien conservado de arquitectura bizantina como el exterior de aquella vetusta Catedral…
Pero procedamos con orden, y digamos primero algo de su grande historia.
En 1098, el conde francés D. Ramón de Borgoña, casado con nuestra reina D.ª Urraca, y el Obispo, también francés, D. Jerónimo Visquio, procedente del Monasterio de Cluny (muy amigo del Cid, por más señas, y de su confesor el Arzobispo D. Bernardo), trajeron artistas de Italia y Francia y emprendieron la construcción de este templo, cimiento y base de la grandeza monumental de Salamanca.
(¡Bien hubieran podido los franceses de 1808 haberse acordado de esto, y no destruir, como destruyeron, en la ciudad del Tormes multitud de obras de arte!)
Según las noticias que he podido reunir, entre dichos artistas figuraban el navarro Alvar García, el francés Casandro Romano y el italiano Florín de Pontuerga; mas no se sabe á punto fijo quiénes continuaron la obra, aunque se conjetura que serían también extranjeros de la escuela de Cluny, pues el arte no llegó por entonces en España al grado de madurez que denota la Catedral Vieja.
La construcción duró un siglo. – Hoy sólo queda parte de ella… El resto se destruyó para edificar la Catedral Nueva (!); pero dicha parte hace formar completo juicio de todo lo que allí hubo.
El exterior tiene algo de fortaleza; y, en efecto, á esta Catedral se dió el nombre de la Fuerte. Las bóvedas, cubiertas por fuera de escamas; los muros, coronados de almenas, y los cubos de sus ángulos, revestidos con capacetes escamados también, hicieron decir que parecía un guerrero armado de todas armas. Su agudo cimborio es el yelmo, y el gallo de la veleta le sirve de cimera y de penacho.
En el interior de tan ruda fábrica hállanse todas las delicadezas del sentimiento. (Lo mismo acontecía con los férreos paladines de aquella edad). – Allí hay sepulcros finísimos góticos, llenos de exquisitas labores; allí místicas pinturas del Renacimiento, ó sea de cuando el Renacimiento no era todavía pagano; allí santos sobre los capiteles; allí preciosos trípticos; allí un claustro digno de la ciudad de Pisa. Allí se ve también el retablo de Nicolás Florentino que nos recomendó el académico, con treinta y tantos cuadros de la Vida de Jesús (y su fecha de 1442). Y allí, por último, sobre el dicho retablo, en el cascarón de la bóveda, hay un Juicio final, verdaderamente dantesco, que parece concebido por Giotto. ¡Aquel grupo de resucitados blancos que sube hacia la diestra del Dios Padre, y aquel otro grupo de resucitados negros que marcha lúgubremente por la siniestra, son interesantes y bellos hasta lo sumo para los que en el arte buscamos algo más que forma ó postura académica y realidad anatómica!
De lo dicho se infiere que la Catedral Vieja (tan genuinamente bizantina por fuera, como se nos había dicho) tiene por dentro muchos perfiles góticos: y ahora añado que esto no ocurre sólo en sus accesorios postizos, sino también en la estructura misma de miembros principalísimos de su fábrica. Por todas partes apunta allí lo ojival y hasta lo latino del Renacimiento. Vense además pilastras cuadradas, románicas y no bizantinas, mezcladas con columnas, formando grupos híbridos sobre basas redondas y sosteniendo indistintamente arcos ú ojivas, lo cual me pareció muy expresivo y simbólico, dado que trajo á mi imaginación aquellos siglos de la Iglesia en que el Oriente y el Occidente estaban del propio modo confundidos en el sentimiento cristiano.
Entre los notabilísimos sepulcros que guarda todavía la parte subsistente de la Catedral, no figuran ni el de D. Ramón de Borgoña ni el del Obispo Visquio. – El de éste se trasladó á la Catedral Nueva, según ya dije, con otras muchas curiosidades ó maravillas de la Vieja. (Afortunadamente, una Catedral linda con la otra y se hallan en comunicación.) – El sepulcro del esposo de D.ª Urraca no estuvo nunca en Salamanca, sino meramente un cenotafio. Sus cenizas descansan en la Catedral de Santiago de Galicia.
En cambio, otros muchos muertos ilustres duermen el sueño eterno en el antiquísimo templo salmantino, donde se ven tendidas sobre magníficas tumbas sus calladas estatuas, ora dentro de hornacinas labradas en el espesor de los muros, ora en medio de suntuosas capillas. – Y ¡cosa rara! entre las más humildes lápidas hallamos la de una Princesa Mandalfa ó Mafalda, hija de Alonso VIII, más célebre como muerta que como viva, ó sea más famosa como estatua que como mujer, á lo menos para mí, que ni siquiera recordaba haber leído antes su dudoso nombre… – Hoy, empero, he vuelto á registrar la Historia, y sé ya, y no olvidaré nunca, lo mismo que dice el epitafio; esto es: que la tal Princesa murió «por casar», ó, hablando menos equívocamente, soltera.
Mucho más que este sepulcro me interesó otro que vimos en la Capilla de los Anayas ó de San Bartolomé. – Duermen juntos sobre él un caballero y su esposa. Él viste de guerrero, con cierto elegantísimo tocado morisco, la armadura ricamente labrada, el casco á los pies y la espada en la mano. Ella está amortajada de beata, con muy rizada toca en la cabeza, y calzada con unos raros zapatos altos, de aristocrática hechura. El rostro del caballero es noble y adusto, y el de ella plácido y hermoso como el amor en paz. Llaman también la atención por su delicadeza las manos de la dama, y, por sus exquisitas labores, la lujosa almohada en que reposa la cabeza del marido. La almohada de ella es más severa y humilde, cual correspondía á su piadosa mortaja.
Carece de epitafio este sepulcro; pero los empeñados en saberlo todo conjeturan que aquellos personajes deben de ser un D. Gabriel de Anaya, que murió en América, y su mujer D.ª Ana, que finó sus días en un convento.
Yo no digo que sí ni que no10. Lo único que puedo asegurar es que – no sé por qué… (sin duda porque mi ánimo se hallase dispuesto aquella mañana á la melancolía) – estuve largo tiempo contemplando aquel matrimonio yacente, aquellos cónyuges de piedra, aquellos muertos inmortales, y sentí en mi corazón congojas de lástima, tumultos de miedo y palpitaciones de envidia, todo ello junto y confundido, no obstante lo contradictorio de tales emociones. – ¡Hay que ver aquel tálamo! ¡Hay que verlo, y hay que pensar, con los ojos fijos en aquellas mudas y al parecer insensibles estatuas, en que es imposible que ninguna de ellas haya pasado siglos y siglos sin darse cuenta de que la otra duerme á su lado! – ¡En alguna parte estarán las almas de los que fueron consortes, y desde dondequiera que estén, irán á dar vida y conciencia á aquellos mármoles para que se complazcan en su perdurable unión! – ¡Pues qué! ¿Ha de ser más constante una ficción de piedra que la fe conyugal que simboliza? ¿Ha de ignorar el espíritu lo que está repitiendo á todas horas la materia? ¿Ha de poder una escultura más que un alma? ¿Ha de superar el Arte á la Naturaleza? ¿Ha de vivir la mentira más que la realidad? – ¡Oh desventura! ¡Seguir juntos después de haberse amado tanto, seguir juntos, y no saberlo!.. – ¡No puede ser! ¡No puede ser!
…
La Catedral Vieja es la abuela de Salamanca, como la Universidad es su madre. Digo más: la Catedral Vieja es la venerable ejecutoria, el arca santa de tantísimos timbres y blasones… Su antiguo Claustro, que infunde profundísima reverencia, fué cuna de los estudios salmantinos. Allí se ve la célebre Capilla de Santa Bárbara, donde, hasta hace cosa de cuarenta ó cincuenta años, se conferían los Grados Mayores. Allí está la Capilla del Doctor Talavera, donde se conserva, como en Toledo, el Rito mozárabe, y se guarda la pila en que fué bautizado Alfonso XI. Allí está la Capilla del Canto, donde se celebraron Concilios, y la histórica Sala en que se reunieron Cortes, y el aposento en que quince Obispos juzgaron y absolvieron á los poderosos Templarios… – ¡Paréceme que no puede ser más gloriosa la historia de la insigne Abuela!
En aquel mismo Claustro hay centenares de sepulcros de canónigos, ora empotrados en las paredes, ora embutidos en el suelo, ora formando las jambas de las puertas, ora colgados cerca de las altas bóvedas. – ¡Son los Cabildos que han precedido al actual desde el siglo xii inclusive! Es decir, son dos mil Canónigos muertos, cuyo volumen ha ido achicando el tiempo gradualmente, para que nunca falte allí acomodo á un cadáver más… de un Canónigo menos.
También hay en el Claustro pinturas muy notables en tabla, debidas las mejores de ellas á Fernando Gallegos. – En las cuatro mencionadas Capillas vense asimismo excelentes cuadros y magníficos sepulcros. El más suntuoso entre éstos es el que, en la Capilla de Santa Bárbara, ocupa el célebre Obispo D. Juan Lucero, aquel que tanto sonó en las disensiones matrimoniales de D. Pedro el Cruel, por haber autorizado el repudio de doña Blanca de Borbón y casado al Monarca con D.ª Juana de Castro. El sepulcro se alza en medio de la capilla, es de mármol blanco, y sirve de lecho á una buena estatua del Obispo, revestido de pontifical. Compite en grandeza con este monumento fúnebre el sepulcro de D. Diego de Anaya, Arzobispo que fué de Sevilla y fundador de la capilla ó pequeña iglesia de los Anayas, que ya hemos mencionado, y del gran Colegio de San Bartolomé. – Su Excelencia duerme en una cama imperial de mármol blanco, sostenida en los lomos de ocho leones, y adornada de primorosas esculturas. La verja de hierro que hay alrededor del mausoleo vale cuanto pudiera pesar y valer siendo de plata.
Pero no acabaría nunca si hubiese de describir minuciosamente todo lo que acude á mi memoria. – Doy, pues, aquí punto, recomendando vivamente á cuantos vayan á Salamanca aquel Panteón, aquel Museo, aquel Libro de Historia que se llama la Catedral Vieja.
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Fuera ya de ambas Catedrales, las contemplamos todavía largo tiempo y á cierta distancia, admirando el grandioso golpe de vista que ofrecen juntas y como en anfiteatro sobre la colina en que se asientan. Parece aquello una montaña arquitectónica, como las labradas por los indios del Himalaya. – Al propio tiempo veíamos en otros lados y en vasto panorama el enorme Colegio de San Bartolomé (hoy Gobierno civil), con su gigantesco pórtico greco-romano; la suntuosa Iglesia de Santo Domingo, dominando gallardamente otra colina y reflejando la luz del sol en su cúpula cuadrada y roja; la cúpula y las torres de los Jesuítas; la gran mole de la Universidad, y otros colosales edificios de piedra. – ¡Era un cuadro verdaderamente cesáreo, de olímpica grandiosidad!.. Era una nueva justificación del dictado de Roma la Chica que lleva Salamanca.
Porque debo advertir que aquella augusta decoración, en su magnífico y vistoso conjunto, no tenía carácter gótico, castellano ni leonés, bien que algunos de sus componentes fueran del estilo ojival. ¡Salamanca es la única ciudad del Norte y del Oeste de España que ostenta dignamente el esplendor imperial austriaco, de que tan soberana muestra quedó en el Alcázar de Toledo! – Y esto sin perjuicio de tener otros aspectos diferentes, como ya hemos notado al examinar sus calles de la Edad Media y sus templos y palacios góticos ó platerescos… – ¡Salamanca es multiforme!
Ejemplo de esta variedad de sus formas: – Por darnos gusto á los que deseábamos contemplar, no sólo monumentos artísticos, sino también cuadros poéticos, la expedición se trasladó desde aquel pasaje de tan majestuosa perspectiva, á otro lado de los barrios muertos de la ciudad, bastándonos para ello andar muy pocos pasos. Nos encontramos, pues, de pronto en unas plazuelas y calles completamente solas (calle del Silencio se llamaba una de ellas), donde no vivía nadie ni parecía haber corrido el tiempo desde el siglo xv.
Aquélla era, en verdad, la Salamanca fantástica que recorrió el D. Félix de Montemar de Espronceda, cuando iba en pos del blanco espectro de Doña Elvira…
Cruzan tristes calles,
Plazas solitarias,
Arruinados muros…
Etc., etc.
Aquellos eran los campanarios que lo seguían, agitando sus esquilones,
Como mulas de alquiler
Andando con campanillas…
Y allí estaba el Cristo cuya mortecina luz reflejó en el ensangrentado acero del Estudiante…
Mientras yo pensaba todo esto, nuestros bondadosos guías nos enseñaban la casa, hoy muda, donde falleció en 1842 el célebre compositor Doyagüe, último catedrático de Música de Salamanca, cuyos restos fueron trasladados á Madrid y paseados por las calles, de orden del inolvidable Ruiz Zorrilla, con destino al Panteón Nacional…
Y á propósito: aquellos y otros huesos de hombres insignes están todavía, á la hora presente, arrinconados é insepultos en San Francisco el Grande, sin que nadie piense ya en construir tal Panteón… – ¿No habrá un alma caritativa que haga la obra de misericordia de enterrar á los muertos, ó sea de volver á enviar las cenizas de dichos varones ilustres á las sepulturas en que esperaban tranquilamente la trompeta del Juicio Final cuando fué á despertarlos el himno de Riego?
* * *
Del barrio sin gente en que vivió Doyagüe saltamos al Convento de Santo Domingo, ó sea á San Esteban (que ambos nombres tiene aquel renombrado monumento), y digo «saltamos», porque Santo Domingo se alza en otra colina, frente por frente de la que acabábamos de recorrer.
«Ya parecieron los muertos.– Descubierto por orden del Ilmo. Cabildo Catedral el basamento del sepulcro de la Beata y del Guerrero, ó sea del matrimonio de la que lleva toca y del que viste loriga y ciñe espada, en la capilla de Anaya de la Catedral Vieja, aparecieron las armas de los Monroyes con los veros y los castillos, y las de los Anayas con las bandas de Borgoña y los armiños.
»En el centro se lee en caracteres góticos la siguiente inscripción:
«AQUÍ YACE LOS SEÑORES: GUTIERRE DE MONRROY Y DOÑA CONSTANÇA DANAYA, SU MUJER: A LOS CUALES DÉ DIOS TANTA PARTE DEL CIELO, COMO POR SUS PERSONAS Y LINAJES MERECÍAN DE LA TIERRA: EL SEÑOR GUTIERRE DE MONRROY MURIÓ EN EL AÑO DE MIL†D†XVI Y LA SEÑORA DOÑA CONSTANÇA EN EL DE MIL†D†IIII.»
»Debajo, y sostenido por una calavera, en un tarjetón dice:
«Memorare novissima tue et in eternum no pecabis.»