Sadece Litres'te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «La Igualdad Social y Política y sus Relaciones con la Libertad», sayfa 10

Arenal Concepción
Yazı tipi:

CAPÍTULO II
DE LA IGUALDAD Y DE LA LIBERTAD

Claro está que, al tratar de las relaciones de la igualdad con la libertad, se habla de la política; pero ¿constituye la libertad una situación perfectamente definida, y la palabra que la expresa significa una cosa idéntica para todos los que la pronuncian? Parécenos que no. Al decir la libertad de Esparta, de Atenas, de Roma, de las Repúblicas italianas, de Inglaterra, de los Estados Unidos, de Francia, de España, de Italia, de Portugal, ¿no se significan con una misma palabra cosas muy diferentes? La libertad existe con la esclavitud, con el privilegio, con la privación de derechos políticos de la gran mayoría de la nación dominada por la aristocracia, y con la participación de la clase media ó del pueblo todo en el gobierno y poder legislativo. Pueblos constituídos de modos diferentes y aun opuestos, se dice que son ó han sido libres, y Bruto que mata á César en nombre de la libertad, se parecía muy poco á los regicidas modernos que la invocan.

Si la libertad significa cosas tan diferentes según los tiempos y lugares, ¿no tendrá siempre y donde quiera algún elemento común, algo que la hace amable para sus partidarios, santa para sus mártires? Como, á través de tantas diferencias, las religiones tienen de común la idea de Dios, de un poder grande, eterno y justo, ¿no habrá también en la libertad una idea elevada y permanente que inspira al ciudadano de Atenas, de Roma, de Madrid y de Londres? A nuestro parecer este factor común existe, y es la idea de ley; aquella dignidad que da al hombre obedecerla y cumplirla como expresión de la justicia, en vez de humillarse ante la voluntad de un déspota ó de un tirano. Esta ley varía según el estado moral é intelectual del pueblo que rige; sus beneficios comprenden á unos pocos, á muchos, á todos, y es la libertad aristocrática, burguesa ó democrática; pero es ley siempre, y por eso los pueblos le dan el mismo nombre y, si no están degradados, la saludan con respeto.

La ley es regla de justicia, tal como la comprende el legislador ó como la cree practicable; puede equivocarse de dos modos: ó desconociendo la justicia en principio, ó la situación del pueblo donde quiere realizarla. Cualquiera que sea la esfera de acción de la libertad, no se sustrae á las condiciones de toda regla de justicia; puede ser mal comprendida y mal aplicada.

La justicia no se conoce como una verdad matemática ó física; no se hace su descubrimiento en un día para siempre, sino que poco á poco se va comprendiendo y á medida que se practica; por eso la libertad puede ser privilegio ó licencia, equitativa ó injusta, verdadera ó quimérica, elemento de bienestar ó de ruina, según que se armonice ó no con la justicia y las condiciones de inteligencia y moralidad del pueblo que la invoca.

De aquí se infiere que la libertad no puede sustraerse á la influencia del progreso, que se perfecciona á medida de él, y que el pueblo más libre será el pueblo más adelantado. Muchos hechos pasados y presentes podrán citarse tal vez para contradecir lo dicho; pero la contradicción será aparente y fundada en no definir bien el progreso, que es perfección moral y material, ni la libertad, que es ley equitativa y armónica con esta perfección en el pueblo que rige.

Acaso se citen las hordas salvajes cuyos individuos son libres, ó á Mme. Staël que ha dicho: la libertad es antigua y el despotismo moderno; si hubiese exactitud en la frase, no la habría en la afirmación de que el hombre progresa.

El salvaje es esclavo de las leyes físicas y de las necesidades materiales: el hambre, la sed, el frío, el calor, son los dueños y señores de su existencia, empleada en luchar con animales feroces ó con hombres que le disputan la comida y el albergue. Esta esclavitud es tan grande, tan continua, tan general y tan fatal, que se hace exclusiva de ninguna otra; ¿qué medios tiene el tirano, ni qué atractivos la tiranía ó el despotismo, en un pueblo que el hambre dispersa de día y el cansancio reune de noche? Las leyes físicas y fisiológicas son las únicas que imperan allí, y llamar libertad á la servidumbre que imponen, es hablar con bien poca exactitud. Si se dice que el salvaje no es esclavo de su compañero de horda, se dice bien; si se afirma que es un hombre libre, no, y basta para convencerse tener idea de lo que es libertad.

Entendemos por libertad el ejercicio armónico de las relaciones de los hombres que componen un pueblo, condicionadas por la ley que concurren á formar directa ó indirectamente.

La definición podrá no ser buena, se darán otra ú otras mejores; pero en ninguna cabrá la situación del salvaje, independiente, no libre, y cuya independencia no puede confundirse con la libertad, porque no es una armonía establecida por el derecho, sino una negación que resulta del aislamiento. Así como la igualdad en el estado salvaje es la miseria y la ignorancia de todos, la libertad es el poder que tiene cada uno de utilizar sus fuerzas físicas para buscar sustento y defenderse de cualquiera agresión ó vengarla. El abuso de la fuerza (en el escaso número de relaciones sociales del salvaje) está contenido, no por la idea del derecho, sino por otra fuerza, y cuando ésta no existe, lejos de haber libertad hay opresión; la mujer se esclaviza y el prisionero se inmola.

Más adelante se perdona la vida á los vencidos, que pierden la libertad, y se establecen esclavitudes y servidumbres de distintos grados y formas que, variando y adaptándose al medio social que los rodea, se sostienen en medio de imperios y repúblicas que se derrumban y parecen haber hallado el secreto de la inmortalidad. La ruda Esparta, la culta Atenas, Roma la maestra del derecho, los independientes hijos de los bosques de la Germania y de la Galia, ungidos por el sacerdote cristiano, todos tienen esclavos y siervos, y los humillan, oprimen y explotan.

Eso que se llama libertad antigua es la de unos pocos hombres libres en medio de muchedumbres esclavas ó siervas, tan abrumadas á veces y tan envilecidas, que carecen de aptitud para emanciparse, se petrifican en inmovilidad desesperada, ó se agitan en orgías políticas, cayendo embriagadas á los pies del tirano común. El árbol se conoce por sus frutos, y no lo han sido de bendición los de la libertad de las repúblicas antiguas, ni podían serlo, porque los hombres libres que tienen esclavos, ó los emancipan ó se corrompen, y la corrupción mata la libertad. Esta no marcha ordenada y paralelamente con la servidumbre, no pueden armonizarse, una de los dos destruirá á la otra ó será destruída.

Y ¿cuáles son las relaciones de la igualdad con la libertad? ¿Se favorecen? ¿Se perjudican? ¿El nivel se convierte fácilmente en yugo, ó basta que los hombres sean iguales para que sean libres?

Deben notarse las analogías que existen entre la marcha de la igualdad y la de la libertad. De la igualdad salvaje hay que pasar por la desigualdad de la barbarie y de la civilización imperfecta, hasta llegar á la igualdad de los pueblos cultos y prósperos; de la independencia salvaje hay que pasar por dependencias, servidumbres y esclavitudes en que no existe ó es un privilegio la libertad, que sólo puede constituir el patrimonio de todos, en los pueblos más avanzados.

Para saber cuáles son las relaciones de la igualdad con la libertad, y si mutuamente se favorecen ó se combaten, hay que determinar bien la condición de entrambas.

La igualdad en la ignorancia, en la miseria, en el envilecimiento, no es auxiliar, sino enemiga de la libertad, y en el pueblo en que este deplorable nivel exista, si algunos se elevan sobre él y aspiran á ser libres y lo consiguen, su privilegio será un progreso, un bien, y esta libertad aristocrática preferible á la servidumbre de todos sin más norma que la voluntad del tirano. Hemos dicho ya que la idea de libertad lleva consigo la de ley, y preferible es que algunos vivan á su amparo á que todos estén fuera de ella. Más vale que la libertad sea un privilegio como en Esparta, en Atenas, en Roma y en muchos pueblos cristianos hasta estos últimos tiempos, que el despotismo sin límites de Oriente.

Si es preferible que la libertad exista como privilegio á que no exista, es seguro que en esta condición excepcional no puede vivir mucho tiempo; tiene que ensanchar cada vez más la esfera de sus beneficios; que admitir en sus filas á los que han nacido en su seno; que alimentar en él á los que combaten muchos de sus principios, y transformarlos; que transmitir en derredor la luz de su inteligencia y la dignidad de su nobleza; que extender la honra para poner límites á la ignominia y, en fin, que llevar en sus entrañas un germen poderoso de amor á la humanidad para poder un día fraternizar con el pueblo. Cuando estas condiciones faltan, la libertad que no puede comunicarse y extenderse muere á manos del populacho, de una oligarquía ó de un tirano.

Si la igualdad en la miseria, la ignorancia y la ignominia no puede ser favorable á la libertad, también son incompatibles con ella las grandes diferencias esenciales y permanentes que constituyen la efímera libertad privilegiada. La libertad que echa raíces es la que se extiende, la que en armonía con la igualdad, que consiste en elevar á los de abajo, no en deprimir á los de arriba, es progresiva y cuenta cada día mayor número de hombres libres, es decir, de hombres verdaderamente iguales ante la ley, que la comprenden, que la respetan y que contribuyen á formarla.

Decimos verdaderamente, porque hay muchas igualdades que, por más que se consignan en los códigos, no son verdad: tal es la igualdad política que da voto al que no tiene opinión ó no puede expresarla libremente; tal la igualdad social que admite á redimirse del servicio militar á los que, viviendo en la miseria ó en la pobreza, es de todo punto imposible que se rediman; estos llamados derechos no son favorables á la libertad, que no puede tener por aliada sino la igualdad verdadera y digna, no la que alucina con ficciones ó degrada en la ignominia común.

La igualdad racional y posible no nivela las fortunas, pero tiende á disminuir el número de los opulentos y de los miserables, y en consecuencia los vicios, favoreciendo la libertad, porque el gran aliado del despotismo es la corrupción.

La igualdad tiende á ennoblecer el trabajo hasta el manual; y como el trabajo es moralizador, favorece la libertad.

La igualdad tiende á elevar la idea que el hombre forma de sí mismo; y como el creerse digno conduce á serlo, semejante persuasión es un auxiliar de la libertad.

La igualdad tiende á generalizar la instrucción y favorece la libertad.

La igualdad tiende á confundir las clases, á que fraternicen los hombres; disminuye sus desdenes, sus odios, sus iras, y facilita la armonía necesaria á la libertad.

La igualdad, que supone que, como el derecho, la fuerza está en todos, dificulta que la de uno solo sofoque la libertad.

La igualdad tiene amor á la obra social en que toma parte, y predispone á obedecer á la ley, á formarla y consolidar la libertad.

La igualdad, que despierta muchas ambiciones, opone con su gran número un obstáculo á la ambición de uno solo, que pudiera ser fatal á la libertad.

La igualdad, aunque extraviada por la ira pueda recurrir á la violencia, en su estado normal ama la paz, y es contraria al militarismo, tan peligroso para la libertad.

La igualdad da solidez al urdimbre social; multiplica las piezas que ajustan, las ruedas que engranan, las fuerzas que se transmiten de un modo fácil, los movimientos que cambian de dirección sin paralizarse ni precipitarse. Cuando no hay diferencias esenciales generalizadas, permanentes, irritantes, imposibles de borrar; cuando por la escala social se sube y se baja continuamente; cuando no se sabe dónde empieza una clase y dónde acaba otra; cuando intereses, ideas, pasiones, errores, todo se cruza, y toma y deja algo al cruzarse, y tiende á entretejerse, en semejante estado social los sacudimientos ni serán tan frecuentes, ni tendrán tanta violencia, ni podrán desencajar los miembros sociales tan fuertemente articulados, haciendo necesarias las dictaduras que aniquilan la libertad.

Todo elemento social es á la vez influído é influyente; pero entre la igualdad y la libertad hay tan íntimas relaciones y tan perfectas armonías, que para saber si la igualdad es verdadera basta saber si hace hombres libres, y para juzgar de la libertad no hay más que ver si tiende á que sean iguales.

CAPÍTULO III
LA LEY QUE EMANA DE LOS PRIVILEGIOS, ¿SERÁ BENEFICIOSA PARA TODOS?

Entendemos por privilegio un derecho que no tiene su base en la justicia: se nos dirá tal vez que nosotros abogamos también por los privilegios puesto que combatimos la teoría de la igualdad y el sufragio universal, que es su consecuencia, y que los ciudadanos á quienes en virtud de su capacidad concedemos los derechos políticos son otros tantos privilegiados con respecto al gran número á quien negamos este derecho: no hay más diferencia que las condiciones con que concedemos este privilegio; pero esta diferencia es tan esencial, que, cambiando completamente la índole del derecho, no puede recibir el nombre de privilegio sino confundiendo cosas que no se parecen.

Cuando la instrucción y la moralidad están limitadas á un número muy corto de personas, limitar á ellas los derechos políticos no es concederles un privilegio, sino darles lo que les pertenece; lo que reclamarán, con razón, en nombre del bien del Estado, único origen legítimo de los derechos políticos. Éstos deben extenderse á medida que la ilustración se extiende; y si hay una clase de ciudadanos que, siendo tan ilustrada como otra, no tiene los mismos derechos políticos, hay privilegio, injusticia, y habrá lucha y revolución. La oligarquía, la aristocracia y la democracia son legítimas siempre que son lógicas, y según la ilustración esté en algunos, en muchos ó en todos.

Pero es una gran desgracia para un pueblo que, en circunstancias particulares, establezcan por la fuerza, ó su poca ilustración establezca por necesidad, una forma de gobierno en que sólo tome parte una clase poco numerosa y apartada de las otras por su elevada posición. Esta clase gobernará en provecho suyo, y la dureza de su egoísmo no estará suavizada por la simpatía, por la benevolencia, ni aun por la justicia; porque ya hemos visto que, al dividirse los hombres en clases muy distantes unas de otras, se depravan, se hacen hostiles, y mutuamente se desprecian ó se aborrecen. El gran señor poderoso y altivo no está dispuesto á mirar como semejantes á los individuos de esa plebe miserable y embrutecida, y los oprimirá sin compasión ni remordimiento. Así, por ejemplo, el lord inglés, para vender sus granos á un precio exorbitante prohibirá la importación de cereales, sin cuidarse de que los pobres se mueran de hambre, y no se modificará la horrible ley en nombre de la humanidad ni de la justicia, sino en nombre de las necesidades de la industria; ya se ha dicho que la aristocracia no tiene entrañas.

La ley hecha por un corto número de personas no podrá ser equitativa ni conveniente á la generalidad. El magnate, no sólo tiene su interés para extraviarle, sino su orgullo y su desdén. Con la más completa seguridad de conciencia niega todo derecho á los que desprecia, y si alguna vez hace la más pequeña concesión, la considera como un acto de heroísmo que no sabe agradecer la plebe ingrata.

A medida que aumenta el número de los que toman parte en la formación de la ley, ésta es más equitativa y humana, no sólo porque están representados los intereses de diferentes clases, sino porque contribuyen á formarla otras ideas, otros sentimientos. Creemos que no se nos acusará de sentimentalismo porque hablamos de sentimientos al tratar de los elementos que entran en la formación de las leyes. Los sentimientos del hombre influyen en todos los actos de su vida, le impelen hacia el bien ó hacia el mal, y ante su voz poderosa, más de una vez la razón y hasta la conciencia aparecen mudas.

Cuando los legisladores, en vez de pertenecer á una clase apartada del pueblo y que le desdeña, pertenecen á clases diferentes que están cerca de él, que con él simpatizan, que conocen sus virtudes, que comprenden sus dolores, que tal vez le deben sus más ilustres hijos, la ley refleja esta diferencia. El hombre lleva sus sentimientos al santuario de las leyes, como los lleva á todas partes: allí influyen en su conducta; y cuanto sean más humanitarios, las leyes que formulen serán más beneficiosas para la humanidad.

En igualdad de todas las demás circunstancias, la ley será tanto más justa cuanto sea mayor el número de clases que contribuyen á formarla; por eso deben extenderse los derechos políticos hasta donde sea compatible con la ilustración. Si alguna vez nos parece hallar á esta regla excepciones, no es porque las tenga, sino porque acaso tomamos los problemas sociales por problemas políticos, desconocemos la influencia que aquéllos ejercen en éstos, y somos como el químico que atribuye á un cuerpo propiedades que no tiene, porque ignora que son dos los que contribuyen al fenómeno que pretende explicar.

CAPÍTULO IV
¿ES LO MISMO IGUALDAD QUE DEMOCRACIA?

La igualdad entre los que no tienen ningún derecho y obedecen á la voluntad de uno solo ó á la ley que de él emana, es el gobierno despótico ó absoluto, no la democracia. La igualdad en el derecho político puede mirarse como sinónimo de democracia; cuando todos tienen los mismos derechos políticos, todos contribuyen igualmente á la formación de la ley, al menos en teoría, y democracia es lo mismo que igualdad.

Pero la igualdad política, la que más se debate, la que más se estudia, la que con más energía se reclama, es la menos importante, y si ha de ser algo más que una palabra vana, debe tener su raíz en la igualdad moral é intelectual. ¿Esta igualdad sigue la misma progresión que la igualdad política? ¿El pueblo está en el estado de cumplir los deberes que son consecuencia de los derechos que para él se piden? ¿No hay contradicción ninguna entre el estado social y el estado político á que tienden las sociedades modernas? La igualdad política, la democracia, ¿no tiene algún obstáculo más poderoso que las preocupaciones, los privilegios escritos y las bayonetas? Investiguémoslo.

Hemos dicho ya en la primera parte de este escrito que la igualdad intelectual de los hombres está en razón inversa de su civilización; hagamos algunas comparaciones para fijar más nuestras ideas sobre este importante asunto.

Suprimamos algunos siglos en el tiempo ó algunos centenares de leguas en el espacio. Allí están una piragua y un gran navío. ¿Qué diferencia notamos entre los tripulantes de la primera? Apenas son perceptibles; tal vez un poco más de vigor, de destreza… en caso de necesidad aquellos hombres pueden suplirse mutuamente sin que sufra trastorno la dirección de la pequeña nave. Trasladémonos al navío: ¡qué distancia del grumete al piloto! El uno es una especie de máquina que por el resorte de la voz de mando sube ó baja, va á la derecha ó á la izquierda; el otro sabe las leyes del mundo físico, determina los movimientos de los astros; es una especie de encantador que á través de las tempestades y de las tinieblas traza un camino por la inmensidad de los mares, y le sigue sin vacilar y sin extraviarse. Probad, si os parece, á sustituir este hombre con el otro, y pronto veréis á la nave zozobrar entre escollos ó estrellarse contra las rocas.

Allí está un hombre que representa una farsa grotesca y á quien desdeñosamente llamamos histrión. Si enferma, si muere, poca dificultad habrá en que le sustituya otro de la compañía; cualquiera, aunque sea el que está encargado de subir y bajar el telón. Y ¿cómo reemplazar al artista, al gran artista de nuestros días, á ese mágico que nos agita, que nos conmueve, que nos aterra, que nos electriza, que nos tiene pendientes de su gesto, de su instrumento ó de su voz, que nos hace sentir con su corazón y llorar con sus ojos? ¡Qué diferencia entre esta privilegiada criatura y el comparsa que sale á blandir maquinalmente una espada que no corta, ó lleva en sus manos un instrumento que no suena!

En aquel pelotón de hombres armados hay un jefe algo más diestro y valeroso que la mayor parte de los hombres que le siguen; pero si cae no es difícil hallarle relevo: las maniobras de la pequeña hueste son tan sencillas que hay pocos que no sean capaces de dirigirlas. Mirad ese jefe de Estado Mayor, de artillería ó de ingenieros; ha pasado su vida estudiando; es un sabio; tiene un papel delante y en la mano un compás; medita profundamente: comparadle con el soldado que monda patatas para el rancho…

Mirad aquellos dos hombres que se dedican á una industria cualquiera; el uno se llama oficial y el otro maestro, pero se echa de ver que el maestro ha sido aprendiz y que el oficial podrá llegar á ser maestro; éste no sabe la razón de la mayor parte de las cosas que practica; aquél imita las que le ve hacer; pronto sabrá tanto como él, pronto sabrá más acaso. Pero hé aquí que pasan unos cuantos siglos, la industria se perfecciona, toma proporciones gigantescas, y en vez de estar dominada por la rutina, viene á ser dirigida por la ciencia. Entrad en esa inmensa fábrica. Ved centenares de hombres haciendo cabezas de alfileres ó pulimentando mangos de cuchillos. Su inteligencia para nada se necesita; el hábito hace que desempeñen maquinalmente la tarea que les está encomendada. Siempre en la misma postura, hacen siempre idénticos movimientos, ejercitan los mismos músculos, pueden mirarse como otras tantas máquinas. Las facultades de su alma se enervan, se extinguen por falta de ejercicio; su cuerpo se desfigura, se debilita; un miembro adquiere un desarrollo anormal, y los otros se extenúan en la inacción. ¿Qué es esto? ¿Cómo se consiente que por sistema el hombre se degrade física y moralmente? ¿Qué organización es la que exige para consolidarse el sacrificio de la dignidad humana? ¡Qué queréis! La ciencia ha dicho que se hace mejor lo que se hace siempre; la división de trabajo es una indispensable condición del progreso de la industria, y el progreso de la industria es la primera necesidad de un pueblo. Bien está: si la industria reclama víctimas, arrojádselas; entréguensele miles de hombres para que los convierta en máquinas. ¡Si al menos su obra fuera completa! Pero esas máquinas sufren y hacen sufrir, son desdichadas y culpables. Contemplad esas máquinas humanas, pequeños apéndices de los grandes motores, y luego, dejando el taller, subid al despacho del ingeniero. Mirad esa cabeza encanecida antes de tiempo por el estudio, esa frente contraída por la meditación. Asombraos del caudal de conocimientos que ese hombre posee, de la fácil seguridad con que ejecuta prodigios que no comprendéis y se suceden ante vuestros pasmados ojos. ¿Y quién es ese hombre que discurre con él gravemente y tiene el aire de discutir un negocio de Estado, ese hombre que ha salido de un palacio, que ha venido en coche, que habla de las naciones de Europa ó del mundo, y de su ilustración y de sus recursos, que ha viajado, que posee un capital inmenso? Es el dueño de la fábrica, una persona muy instruída, muy inteligente, muy activa, porque la industria en grande escala, la que hace tantos prodigios, necesita actividad, inteligencia y grandes capitales, y como los necesita, los tiene, porque las sociedades modernas no niegan á la industria nada, absolutamente nada de lo que pide.

Mirad aquel hombre mugriento que presta sobre ropa vieja algunas cortas cantidades, y á quien se da desdeñosamente el nombre de usurero; ved ese otro, creación de las sociedades modernas, que brilla por su fausto, que deslumbra por sus riquezas, que tiene talento é influencia política; es un capitalista que presta al Rey ó al Gobierno, y recibe en garantía una nación.

No hay por qué continuar estos paralelos: de lo dicho resulta bastante claro que el dogma de la igualdad ha venido al mundo precisamente cuando los hombres son más desiguales. Y no sólo las necesidades de la industria y el estado social exigen de unos pocos grande instrucción é inteligencia y embrutecen las masas, sino que, á medida que los pueblos se han civilizado, los ricos son más ricos y los pobres más pobres. ¿Es éste el estado definitivo de la sociedad? No queremos creerlo, pero es el estado actual. En los grandes centros industriales y las ciudades populosas es cada día mayor la distancia que separa al rico, cuyo lujo aumenta todos los días, del pobre, cada vez más amenazado de la miseria extrema. ¿Qué decimos en las ciudades? En los campos se alza el cultivador capitalista que aplica el vapor á la agricultura, el ganadero opulento al lado del infeliz proletario que ha visto ó verá en breve llegar el día en que no tenga un palmo de terreno común en que pueda cortar un palo de leña, ó mantener una vaca, ni una oveja. Sin entrar en discusiones que no son de este lugar sobre estos fenómenos sociales, notemos solamente que se dice á los hombres: sois iguales cuando hay más diferencias en el desarrollo de sus facultades intelectuales, en su fortuna y en sus goces; el lujo tiene refinamientos, y la miseria angustias que no conocían las sociedades menos civilizadas.

La democracia, al prescindir de la desigualdad social, no la destruye; por el contrario, hace más fatales sus consecuencias, porque se arroja sin precaución en brazos del peligro. A veces cae, ó se para, asombrada de hallar obstáculos invencibles, de ver que de sus propias filas salen tiros que la hieren, por no haber observado que la igualdad política está muchas veces combatida por la desigualdad social.

La democracia adora ciegamente el becerro de oro. Está sedienta de goces materiales, de riqueza, y se preocupa más de producirla que de su distribución. Toma á veces medidas tan insensatas, tan poco en armonía con el objeto que se propone, que no parece sino que ha resuelto suicidarse con una disolución de oro.

El mundo marcha á la democracia; pero es bien que sepa los obstáculos que ha de hallar en el camino para que se prepare á vencerlos; es bien que no se lisonjee con facilidades que no existen. Cuando se sienta como derecho un principio imposible de convertir en hecho, la lucha es inevitable, la lucha con su siniestro acompañamiento de exageraciones, de iras, de represalias. Las represalias en los combates materiales son hombres que se sacrifican; en los del entendimiento, verdades que se inmolan, errores que se enaltecen. Nuestros adversarios, ¿niegan una verdad que sostenemos? Nosotros negaremos inmediatamente otra que ellos afirman. ¿Se parapetan detrás de un error? Levantaremos otro enfrente para guarecernos de sus tiros.

La democracia, como la aristocracia, como todas las instituciones sociales, llama calumnias á las verdades que le dicen sus enemigos, y justicia á las lisonjas de sus parciales. La democracia, que, como empieza á ser poderosa, empieza á ser adulada y á tener pretensiones de infalible, no siempre ve claro, ni escucha distintamente; y deslumbrada por el brillo de sus triunfos, no echa de ver que amamanta en su seno la desigualdad, contribuyendo á que tome proporciones alarmantes. Cerniéndose en la región de las ideas, no teme que los hechos puedan servirle de peligroso obstáculo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 mayıs 2017
Hacim:
190 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain