Kitabı oku: «Filosofía Fundamental, Tomo I», sayfa 17
Para las necesidades de la vida es necesaria la seguridad de que á las sensaciones les corresponden objetos externos; á esto asentimos con impulso irresistible, todos los hombres, sin distincion alguna. La reflexion no basta para despojarnos de la inclinacion natural; y la razon, aun la mas cavilosa, si alguna vez puede hacer vacilar los fundamentos de esta creencia, no alcanza á convencerla de errónea. Los que dan mayor importancia á esas cavilaciones podrán decir que no sabemos si existen los cuerpos, pero nó probar que no existan.
En este punto pues, la inclinacion natural reune todos los caractéres para elevarse al rango de criterio infalible; es irresistible, es universal, satisface una gran necesidad de la vida y sufre el exámen de la razon.
Por lo que toca á las calidades, objeto directo de la sensacion, no necesitamos que existan en los mismos cuerpos; nos basta que en estos haya algo que nos produzca de cualquiera modo que sea, la impresion correspondiente. Poco importa que el color verde y el anaranjado sean ó nó calidades de los objetos, con tal que en ellos sea constante la calidad que nos produce en los casos respectivos, la sensacion de anaranjado ó de verde. Para todos los usos de la vida resulta lo mismo en un caso que en otro; aun cuando el análisis filosófico se generalizase, no se perturbarian las relaciones del hombre con el mundo sensible. Hay quizás una especie de desencanto de la naturaleza, pues que el mundo despojado de las sensaciones no es ni con mucho tan bello; pero el encanto continúa para la generalidad de los hombres; á él está sometido tambien el filósofo excepto en los breves instantes de reflexion; y aun en estos, siente un encanto de otro género, al considerar que gran parte de esa belleza que se atribuye á los objetos la lleva el hombre en sí mismo, y que basta el simple ejercicio de las facultades armónicas de un ser sensible para que el universo entero se revista de esplendor y de galas (XXVIII).
CAPÍTULO XXXIII.
ERROR DE LA-MENNAIS SOBRE EL CONSENTIMIENTO COMUN
[329.] La fe instintiva en la autoridad humana de que hablo en el capítulo anterior, es un hecho atestiguado por la experiencia y que ningun filósofo ha puesto en duda. Esa fe, dirigida por la razon de la manera conveniente, constituye uno de los criterios de verdad. Los errores á que en ciertos casos puede inducir, son inherentes á la debilidad humana, y están abundantemente compensados por las ventajas que dicha fe produce al individuo y á la sociedad.
Un célebre escritor ha querido refundir todos los criterios en el de la autoridad humana, afirmando resueltamente que el «consentimiento comun, sensus communis, es para nosotros el sello de la verdad, y que no hay otro,» (La-Mennais Ensayo sobre la indiferencia en materia de religion tom. 2 cap. 13). Este sistema tan erróneo como extraño, y en que se confunden palabras tan diversas como sensus y consensus, está defendida con aquella elocuente exageracion que caracteriza al eminente escritor; bien que al lado de la elocuencia se echa de menos la profundidad filosófica. Los resultados de semejante doctrina se hallan patentes en la triste suerte que ha cabido á tan brillante como malogrado ingenio; abrió una sima en que se hundia toda verdad; el primero que se ha sepultado en ella, ha sido él mismo. Apelar á la autoridad de los demás en todo y para todo, despojar al individuo de todo criterio, era anonadarlos todos, incluso el que se pretendia establecer.
No se concibe cómo un sistema semejante puede tener cabida en tan elevado entendimiento; cuando se leen las elocuentes páginas en que está desenvuelto, se siente una pena inexplicable al ver empleados rasgos tan brillantes en repetir todas las vulgaridades de los escépticos, para venir á parar á la paradoja mas insigne y al sistema menos filosófico que se pueda imaginar.
Único criterio llama La-Mennais al consentimiento comun; sin embargo basta dar una ojeada sobre los demás para convencerse de la esterilidad del nuevo para producirlos.
[330.] En primer lugar, el testimonio de la conciencia no puede apoyarse de ningun modo en la autoridad ajena. Formado como está por una serie de hechos íntimamente presentes á nuestro espíritu, sin que sea dable ni aun concebir sin ellos el pensamiento individual, claro es que ha de preexistir á la aplicacion de todo criterio, pues que el criterio es imposible para quien no piense.
Nada mas débil bajo el aspecto científico, que la refutacion que pretende hacer Mr. de La-Mennais del principio de Descartes. «Cuando Descartes para salir de su duda metódica establece esta proposicion, yo pienso luego soy, salva un abismo inmenso, y coloca en el aire la primera piedra del edificio que pretende levantar; porque en rigor no podemos decir yo pienso, yo soy; no podemos decir luego, ni afirmar nada por via de consecuencia» (Ibid.). El principio de Descartes era digno de mas detenido exámen para quien trataba de inventar un sistema; oponerle que no podemos decir luego, es repetir el manoseado argumento de las escuelas; y el afirmar que no podemos decir, yo pienso, es contrariar un hecho de la conciencia que no han negado los mismos escépticos. En el lugar correspondiente llevo explicado con la debida extension cuál es, ó al menos cuál debe ser, el sentido del principio de Descartes.
Sí segun La-Mennais, no podemos decir yo pienso, menos podremos decir que piensan los demás; y como el pensamiento ajeno le necesitamos absolutamente en el sistema que asienta por único criterio el consentimiento comun, resulta que su primera piedra la pone La-Mennais mas en el aire que los que hacen estribar la filosofía en un hecho de conciencia.
[331.] Un criterio, mayormente si tiene la pretension de ser el único, ha de reunir dos condiciones: no suponer otro, y tener aplicacion á todos los casos. Cabalmente el del consentimiento comun es el que menos las reune; antes que él está el testimonio de la conciencia; antes que él está tambien el testimonio de los sentidos; pues no podemos saber que los demás consienten, si de esto no nos cercioran el oido ó la vista.
[332.] Este criterio no es posible en estos casos, y en muchos otros es harto difícil, cuando no imposible del todo. ¿Hasta qué punto se necesita el consentimiento comun? si la palabra comun se refiere á todo el linaje humano, ¿cómo se recogen los votos de toda la humanidad? si el consentimiento no debe ser unánime, ¿hasta qué punto la contradiccion ó el simple no asentimiento de algunos, destruirá la legitimidad del criterio?
[333.] El orígen del error de La-Mennais está en que tomó el efecto por la causa, y la causa por el efecto. Vió que hay ciertas verdades en que convienen todos, y dijo: la garantía del acierto de cada uno, está en el consentimiento de la totalidad. Analizando bien la materia hubiera notado que la razon de la seguridad del individuo, no nace del consentimiento de los demás, sino que ser el contrario la razon de que convienen todos, es que cada uno de por sí se siente obligado á convenir. En esa gran votacion del linaje humano, vota cada uno en cierto sentido, por el impulso mismo de la naturaleza; y como todos experimentan el mismo impulso, todos votan de la misma manera. La-Mennais ha dicho: cada uno vota de un mismo modo porque todos votan así; no advirtiendo que de esta suerte la votacion no podria acabar ni aun comenzar. Esta comparacion no es una ocurrencia satírica, es un argumento rigurosamente filosófico á que nada se puede contestar; él basta para poner de manifiesto lo infundado y contradictorio del sistema de La-Mennais, así como indica por otra parte el orígen de la equivocacion, que consiste en tomar el efecto por la causa.
[334.] La-Mennais apela al testimonio de la conciencia para probar que su criterio es el único: yo creo que este testimonio enseña todo lo contrario. ¿Quién ha esperado jamás la autoridad de los otros para cerciorarse de la existencia de los cuerpos? ¿no vemos que los mismos brutos en fuerza de un instinto natural, objetivan á su modo las sensaciones? Para prestar asenso á la palabra de los hombres, si no tuviésemos mas criterio que el consentimiento comun, no podriamos jamás creer á ninguno, por la sencilla razon de que no es dable asegurarnos de lo que dicen ó piensan los demás sin comenzar por creer á alguno. El niño para dar fe á lo que le cuenta su madre, ¿se refiere por ventura á la autoridad de los otros? ¿no obedece mas bien al instinto natural que con mano benéfica le ha comunicado el Criador? El niño no cree porque todos creen; por el contrario, todos los niños creen porque cada uno cree; la creencia individual no nace de la general; antes bien la general se forma del conjunto de las creencias individuales: no es natural porque es universal, sino que es universal porque es natural.
[335.] El Aquiles de La-Mennais consiste en que en ciertos casos para asegurarnos de la verdad con respecto á los demás criterios, apelamos al consentimiento comun, y que la locura misma no es mas que el desvío de este consentimiento. A un hombre se le dice que sus ojos le engañan con respecto á un objeto que tiene á la vista; instintivamente se vuelve hacia los demás y les pregunta si no lo ven de la misma manera. Si todos convienen en que yerra y está seguro de que no se chancean, sentirá vacilar por un momento la fe en el testimonio de la vista, se acercará al objeto, se colocará en otra posicion, ó empleará el medio que mejor le parezca para cerciorarse de que no se engaña. Si á pesar de esto ve el objeto de la misma manera, y las mismas personas y cuantas sobrevienen persisten en asegurar que la cosa no es como él la ve, si está en su juicio, desconfiará del testimonio de la vista y se creerá atacado de alguna enfermedad que le desordena la vision. A esto se reduce el argumento de La-Mennais. ¿Qué resulta de él? nada en favor del sistema del consentimiento comun: es cierto que los demás criterios están sujetos á error en circunstancias excepcionales; es cierto que en tales casos, y en naciendo la duda, se apela al testimonio de los otros; mas, ¿para qué? Para asegurarse de si el que teme errar, ha sufrido uno de estos trastornos á que está sujeta la miseria humana. Se sabe que lo natural es general; y el paciente que duda, pregunta á los otros para saber si por algun accidente está fuera del estado ordinario de la naturaleza, ¿Quién no ve la sinrazon de elevar un medio excepcional al rango de criterio general y único? ¿Quién no ve la extravagancia de afirmar que estamos seguros del testimonio de los sentidos, por la autoridad de los demás hombres, solo porque en casos extremos, y al temer algun trastorno de nuestros órganos, preguntamos á los demás si les parece lo mismo que á nosotros?
[336.] No es posible llevar mas allá la exageracion de lo que hace La-Mennais cuando afirma «que las ciencias exactas se fundan tambien en el consentimiento comun, que en esta parte no disfrutan ningun privilegio, y que el mismo nombre de exactas no es mas que uno de esos vanos títulos con que el hombre engalana su flaqueza; que la geometría misma no subsiste sino en virtud de un convenio tácito de admirar ciertas verdades necesarias, convenio que puede expresarse en los términos siguientes: nosotros nos obligamos á tener tales principios por ciertos; y á cualquiera que se niegue á creerlos sin demostracion, le declaramos culpable de rebeldía contra el sentido comun, que no es mas que la autoridad del gran número.» Esta exageracion es intolerable: los argumentos que en las notas aduce La-Mennais para probar la incertidumbre intrínseca de las matemáticas, son sumamente débiles; y alguno de ellos pudiera hacernos sospechar que el autor del Ensayo sobre la indiferencia no era tan profundo matemático como escritor elocuente.
No desconozco lo que se ha dicho contra la certeza de las ciencias exactas, ni las dificultades que se ofrecen cuando se las llama al tribunal de la metafísica: en el tomo 1.° del Protestantismo comparado con el Catolicismo, tengo dedicado un capítulo á lo que llamo instinto de fe, y en él me hago cargo de que este instinto ejerce tambien su influencia en las ciencias exactas. No levantemos á estas sobre las morales; tengamos en mas á las morales que á las exactas; pero guardémonos de una exageracion que las destruye todas.
CAPÍTULO XXXIV.
RESÚMEN Y CONCLUSION
[337.] Quiero terminar este libro, presentando en resúmen mis opiniones sobre la certeza. En este resúmen se manifestará tambien el enlace de las doctrinas expuestas en los capítulos anteriores.
Cuando la filosofía se encuentra con un hecho necesario, tiene el deber de consignarle. Tal es la certeza: disputar sobre su existencia, es disputar sobre el resplandor de la luz del sol en medio del dia. El humano linaje está cierto de muchas cosas; lo están igualmente los filósofos, inclusos los escépticos; el escepticismo absoluto es imposible.
Descartadas las cuestiones sobre la existencia de la certeza, la filosofía está libre de extravagancias, y situada en los dominios de la razon; entonces se puede examinar cómo adquirimos la certeza, y en qué se funda.
El linaje humano posee la certeza, como una calidad aneja á la vida; como un resultado espontáneo del desarrollo de las facultades del espíritu. La certeza es natural; precede por consiguiente á toda filosofía, y es independiente de las opiniones de los hombres. Por lo mismo, las cuestiones sobre la certeza, aunque importantes para el conocimiento de las leyes á que está sujeto nuestro espíritu, son y serán siempre estériles en resultados prácticos. Esta es una línea divisoria, que la razon aconseja fijar, para que de las regiones abstractas, no descienda jamás nada que pueda perjudicar á la sociedad ni al individuo. Así, desde el principio de las investigaciones, la filosofía y el buen sentido forman una especie de alianza, y se comprometen á no hostilizarse jamás.
Al examinar los fundamentos de la certeza, surge la cuestion sobre el primer principio de los conocimientos humanos: ¿existe? ¿cuál es?
Esta cuestion ofrece dos sentidos: ó se busca una primera verdad, que contenga todas las demás como la semilla las plantas y los frutos, ó se busca simplemente un punto de apoyo; lo primero da lugar á las cuestiones sobre la ciencia trascendental; lo segundo, produce las disputas de las escuelas sobre la preferencia de diferentes verdades con respecto á la dignidad de primer principio.
Si hay verdad, ha de haber medios de conocerla: esto da orígen á las cuestiones sobre el valor de los criterios.
En el órden de los seres, hay una verdad orígen de todas: Dios. En el órden intelectual absoluto, hay tambien esta verdad orígen de todas: Dios. En el órden intelectual humano, no hay una verdad orígen de todas, ni en el órden real, ni en el ideal. La filosofía del yo no puede conducir á ningun resultado, para fundar la ciencia trascendental. La doctrina de la identidad absoluta es un absurdo, que además tampoco explica nada.
Aquí se ofrece el problema de la representacion. Esta puede ser de identidad, causalidad, ó idealidad. La tercera es distinta de la segunda, pero se funda en ella.
A mas del problema de la representacion, se examina el de la inteligibilidad inmediata: problema difícil, pero importantísimo para completar el conocimiento del mundo de las inteligencias.
Las disputas sobre el valor de los diferentes principios con respecto á la dignidad de fundamental, nacen de la confusion de las ideas. Se quieren comparar cosas de órden muy diverso, lo que no es posible. El principio de Descartes es la enunciacion de un simple hecho de conciencia; el de contradiccion, es una verdad objetiva, condicion indispensable de todo conocimiento; el llamado de los cartesianos es la expresion de una ley que preside á nuestro espíritu. Cada cual en su clase, y á su manera, los tres no son necesarios: ninguno de ellos es del todo independiente; la ruina de uno, sea el que fuere, trastorna nuestra inteligencia.
Hay en nosotros varios criterios; pueden reducirse á tres: la conciencia ó sentido íntimo, la evidencia, y el instinto intelectual, ó sentido comun. La conciencia abraza todos los hechos presentes á nuestra alma con presencia inmediata, como puramente subjetivos. La evidencia se extiende á todas las verdades objetivas en que se ejercita nuestra razon. El instinto intelectual es la natural inclinacion al asenso en los casos que están fuera del dominio de la conciencia y de la evidencia.
El instinto intelectual, nos obliga á dar á las ideas un valor objetivo; en este caso, se mezcla con las verdades de evidencia, y en el lenguaje ordinario se confunde con ella.
Cuando el instinto intelectual versa sobre objetos no evidentes, y nos inclina al asenso, se llama sentido comun.
La conciencia y el instinto intelectual, forman los demás criterios.
El criterio de la evidencia encierra dos cosas: la apariencia de las ideas; esto pertenece á la conciencia: el valor objetivo, existente ó posible; esto pertenece al instinto intelectual.
El testimonio de los sentidos, encierra tambien dos partes: la sensacion, como puramente subjetiva; esto es de la conciencia: la creencia en la objetividad de la sensacion; esto es del instinto intelectual.
El testimonio de la autoridad humana se compone del de los sentidos, que nos pone en relacion con nuestros semejantes, y del instinto intelectual, que nos induce á creerle.
No todo se puede probar; pero todo criterio sufre el exámen de la razon. El de la conciencia es un hecho primitivo de nuestra naturaleza; en el de la evidencia se descubre la condicion indispensable para la existencia de la razon misma; en el del instinto intelectual, para objetivar las ideas, se halla una ley de la naturaleza, indispensable tambien para la existencia de la razon; en el del sentido comun, propiamente dicho, hay el asenso instintivo á verdades, que luego examinadas, se nos presentan altamente razonables; en el de los sentidos y de la autoridad humana, se encuentra lo que en los demás casos del sentido comun, y es un medio para satisfacer las necesidades de la vida sensitiva, intelectual y moral.
Los criterios no se dañan, se favorecen, y se fortifican recíprocamente. Ni la razon lucha con la naturaleza, ni la naturaleza con la razon; ambas nos son necesarias; ambas nos dirigen con acierto; aunque las dos están sujetas á extravío, como que pertenecen á un ser limitado y muy débil.
[338.] Una filosofía que no considera al hombre sino bajo un aspecto, es una filosofía incompleta, que está en peligro de degenerar en falsa. En lo tocante á la certeza, conviene no perder de vista la observacion que precede: hacerse demasiado exclusivo, es colocarse al borde del error. Analícense enhorabuena las fuentes de verdad; pero al mirarlas por separado, no se pierda de vista el conjunto. Concebir de antemano un sistema, y querer sujetarlo todo á sus exigencias, es poner la verdad en el lecho de Procusto. La unidad es un gran bien; pero es menester contentarse con la medida que nos impone la naturaleza. La verdad, es preciso buscarla por los medios humanos, y en proporcion de nuestro alcance. Las facultades de nuestro espíritu están sometidas á ciertas leyes de que no podemos prescindir.
Una de las leyes mas constantes de nuestro ser, es la necesidad de un ejercicio simultáneo de facultades, no solo para cerciorarse de la verdad sino tambien para encontrarla. El hombre reune con la simplicidad la mayor multiplicidad; uno su espíritu, está dotado de varias facultades, está unido á un cuerpo de tal variedad y complicacion, que con mucha razon ha sido llamado un pequeño mundo. Las facultades están en relacion íntima y recíproca; influyen de contínuo las unas sobre las otras. Aislarlas es mutilarlas, y á veces extinguirlas. Esta consideracion es importante, porque indica el vicio radical de toda filosofía exclusiva.
El hombre sin sensaciones carece de materiales para el entendimiento, y además se halla privado del estímulo sin el cual su inteligencia permanece adormecida. Cuando Dios ha unido nuestra alma con un cuerpo, ha sido para que sirviese el uno al otro; por lo cual ha establecido esa admirable correspondencia entre las impresiones del cuerpo, y las afecciones del alma. Esta necesita pues el cuerpo como un medio, como un instrumento, ya se suponga una verdadera accion de él sobre ella, ya una simple ocasion para la causalidad de un órden superior.
Aun cuando sin sensacion, el hombre pensase, no pensaría mas que como un espíritu puro; no estaria en relacion con el mundo exterior, no seria hombre en el sentido que damos á esta palabra. En tal caso el cuerpo sobra; y no hay razon porque estén unidos.
Si admitimos las sensaciones y prescindimos de la razon, el hombre se nos convierte en un bruto. Siente, mas no piensa; nada de combinacion en las impresiones que experimenta, porque es incapaz de reflexionar: todo se sucede en él como una serie de fenómenos necesarios, aislados, que nada indican, á nada conducen, nada son, sino afecciones de un ser particular, que ni los comprende, ni se da á sí mismo cuenta de ellos. Hasta es difícil decir de qué clase son sus relaciones con el mundo externo. Discurriendo por apariencias y por analogía, se hace probable que los brutos objetivan tambien sus sensaciones; pero es regular que su objetividad se distingue de la nuestra en muchos casos. Tomemos por ejemplo el sueño. Si los brutos sueñan, como parece probable, y lo indican algunas apariencias, no fuera extraño que no distinguiesen entre el sueño y la vigilia del modo que lo hacemos nosotros. Esto supone alguna reflexion sobre los actos, alguna comparacion entre el órden y constancia de los unos con el desórden é inconstancia de los otros: reflexion que hace el hombre desde su infancia, y que continua haciendo toda su vida sin advertirlo. Cuando despertamos de un sueño muy vivo, estamos á veces por algunos momentos dudando de si hay sueño ó realidad; esta sola duda ya supone la reflexion comparativa de los dos estados. ¿Y qué hacemos para resolver la duda? Atendemos al lugar donde nos hallamos; y el hecho de estar en la cama, en la oscuridad y silencio de la noche, nos indica que la vision anterior no tiene ningun enlace con nuestra situacion, y que por tanto es un sueño. Sin esta reflexion, se habrian encadenado las sensaciones del sueño con las de la vigilia, confundidas todas en una misma clase.
El instinto concedido á los brutos y negado al hombre, es un indicio de que para apreciar las sensaciones se nos ha dado la razon.
No hay pues en el hombre criterios de verdad enteramente aislados. Todos están en relacion; se afirman y completan recíprocamente; siendo de notar que las verdades de que están ciertos todos los hombres, están apoyadas de algun modo por todos los criterios.
Las sensaciones nos llevan instintivamente á creer en la existencia de un mundo exterior; y si dicha creencia se sujeta al exámen de la razon, esta confirma la misma verdad, fundándose en las ideas generales de causas y de efectos. El entendimiento puro conoce ciertos principios, y asiente á ellos como á verdades necesarias; si se sujetan los principios á la experiencia de los sentidos, salen confirmados, en cuanto lo consiente la perfeccion de estos, ó de los instrumentos con que se auxilian. «En un círculo todos los radios son iguales.» Esta es una verdad necesaria; los sentidos no ven ningun círculo perfecto; pero ven sí que los radios se acercan tanto mas á la igualdad, cuanto mas perfecto es el instrumento con que se le construye. «No hay mudanza, sin causa que la produzca.» Los sentidos no pueden comprobar la proposicion en toda su universalidad, pues por su naturaleza se limitan á un número determinado de casos particulares; pero en todo cuanto se somete á su experiencia, encuentran el órden de dependencia en la sucesion de los fenómenos.
Los sentidos se auxilian recíprocamente: la sensacion de un sentido, se compara con las de otros, cuando hay duda sobre la correspondencia entre ella y un objeto. Nos parece oir el ruido del viento; pero nuestro oido nos ha engañado otras veces; para asegurarnos de la verdad miramos si hay movimiento en los árboles ó en otros objetos. La vista nos muestra un bulto; no hay bastante luz para discernirle de una sombra: nos acercamos y tocamos.
Las facultades intelectuales y morales, ejercen tambien entre sí esta influencia saludable. Las ideas rectifican los sentimientos, y los sentimientos las ideas. El valor de las ideas de un órden se comprueba con las de otro órden; y lo mismo se verifica en los sentimientos. La compasion por el castigado inspira el perdon de todo criminal; la indignacion inspirada por las víctimas del crímen, induce á la aplicacion del castigo: ambos sentimientos encierran algo bueno: mas el uno podria engendrar la impunidad, el otro la crueldad; para temperarlos existen las ideas de justicia. Pero esta justicia á su vez podria dar fallos demasiado absolutos; la justicia es una, y las circunstancias de los pueblos son muy diferentes. La justicia no considera mas que los grados de culpabilidad, y falla en consecuencia. Este fallo podria no ser conveniente: ahí están otras ideas morales de un órden distinto, la enmienda del culpable combinada con la reparacion hecha á la víctima; ahí están además las ideas de conveniencia pública, que no repugnan á la sana moral, y pueden guiar en las aplicaciones.
La verdad completa, como el bien perfecto, no existen sin la armonía: esta es una ley necesaria, y á ella está sujeto el hombre. Como nosotros no vemos intuitivamente la verdad infinita en que todas las verdades son una, en que todos los bienes son uno, y como estamos en relacion con un mundo de seres finitos y por consecuencia múltiplos, hemos menester diferentes potencias que nos pongan en contacto, por decirlo así, con esa variedad de verdades y bondades finitas; pero como estas á su vez nacen de un mismo principio y se dirigen á un mismo fin, están sometidas á la armonía, que es la unidad de la multiplicidad.
[339.] Con estas doctrinas, creo posible la filosofía sin escepticismo: el exámen no desaparece, por el contrario se extiende y se completa. Este método trae consigo otra ventaja, y es que no hace á la filosofía extravagante, no hace de los filósofos hombres excepcionales. La filosofía no puede generalizarse hasta el punto de ser una cosa popular; á este se opone la humana naturaleza; pero tampoco tiene necesidad de condenarse á un aislamiento misantrópico, á fuerza de pretensiones extravagantes. En tal caso la filosofía degenera en filosofismo. Consignacion de los hechos, exámen concienzudo; lenguage claro; hé aquí cómo concibo la buena filosofía. Por esto no dejará de ser profunda, á no ser que por profundidad entendamos tinieblas: los rayos solares alumbran en las mas remotas profundidades del espacio.
[340.] Ya sé que no piensan de este modo algunos filósofos de nuestra época: ya sé que al examinar las cuestiones fundamentales de la filosofía creen necesario conmover los cimientos del mundo; sin embargo, yo jamás he podido persuadirme que para examinar fuese necesario destruir, ni que para ser filósofos debiéramos hacernos insensatos. La sinrazon y extravagancia de esos maestros de la humanidad, puede hacerse sensible con una alegoría, siquiera la amenidad de las formas mortifique un tanto su profundidad filosófica. Bien necesita el lector algun solaz y descanso despues de tratados tan abstrusos, que todos los esfuerzos del escritor no alcanzan á esclarecer, cuanto menos hermosear.
Hay una familia noble, rica y numerosa, que posee un magnífico archivo donde están los títulos de su nobleza, parentesco y posesiones. Entre los muchos documentos, hay algunos mal legibles ó por el carácter de su escritura, ó por su mucha antigüedad, ó por el deterioro que naturalmente han producido los años. Tambien se sospecha que los hay apócrifos en bastante cantidad; bien que ciertamente ha de haber muchos auténticos, pues que la nobleza y demás derechos de la familia, tan universalmente reconocidos, en algo deben de fundarse; y se sabe que no existe otra coleccion de documentos. Todos están allí.
Un curioso entra en el archivo, echa una ojeada sobre los estantes, armarios y cajones, y dice: «esto es una confusion; para distinguir lo auténtico de lo apócrifo, y arreglarlo todo en buen órden, es necesario pegar fuego al archivo por sus cuatro ángulos, y luego examinar la ceniza.»
¿Qué os parece de la ocurrencia? Pues este curioso es el filósofo que para distinguir lo verdadero de lo falso en nuestros conocimientos, empieza por negar toda verdad, toda certeza, toda razon.
Se nos dirá, no se trata de negar sino de dudar; pero quien duda de toda verdad, la destruye; quien duda de toda certeza la niega; quien duda de toda razon, la anonada.
La prudencia, el buen sentido en las cosas pequeñas, se funda en los mismos principios que la sabiduría en las grandes. Sigamos la alegoría, y veamos lo que el buen sentido indicaria en dicho caso.
Tomar inventario de todas las existencias, sin olvidar nada por despreciable que pareciese; hacer las clasificaciones provisionales, que se creyesen mas propias á facilitar el exámen, reservando para el fin la clasificacion definitiva; notar cuidadosamente las fechas, los caractéres, las referencias, y distinguir así la prioridad ó posterioridad; ver si en aquella balumba se encuentran algunas escrituras primitivas, que no se refieran á otras anteriores, y que contengan la fundacion de la casa; establecer reglas claras para distinguir las primitivas de las secundarias; no empeñarse en referir todos los documentos á uno solo exigiéndoles una unidad, que quizás no tienen, pues podria suceder que hubiese varios primitivos, é independientes entre sí. Aun distinguido lo auténtico de lo apócrifo, seria bueno guardarse de quemar nada; porque á veces lo apócrifo guia para la interpretacion de lo auténtico, y puede convenir el estudiar quiénes fueron los falsarios y por qué motivos falsificaron. Además, ¿quién sabe si se juzga apócrifo un documento, que solo lo parece porque no se le entiende bien? Guárdese pues todo, con la debida separacion; que si lo apócrifo no sirve para fundar derechos ni defenderlos, puede servir para la historia del mismo archivo, lo que no es de poca importancia para distinguir lo apócrifo de lo auténtico.