Kitabı oku: «Arte, Educación, Interculturalidad: Reflexiones desde la práctica artística y docente», sayfa 2

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5. Herramientas metodológicas para una educación artística plural: Las formas y herramientas que utiliza la educación artística tiene un horizonte que siempre se aleja, es decir, que las posibilidades metodológicas son muchas y variadas. Muchas veces los procesos educativos exigen de metodologías no convencionales sobre todo cuando estos espacios en donde transcurre la relación educativa presentan características diferentes a un aula educativa tradicional. Este capítulo, sobre todo, nos permite revisar estas metodologías educativas en espacios heterogéneos, con caminos de aprendizaje que no siempre se adaptan a la tradición de la herramienta educativa.

Las discusiones que faltan en este texto son múltiples, pero tampoco era la intención de este encuentro abordar todo lo que representa el encuentro entre el Arte y la Educación, pero es un punto de partida para seguir alentando esta discusión que espero nunca se agote dentro y fuera del campo académico.

Espero que este libro realmente se convierta en un elemento detonante de más propuestas, mejor pensadas claro está, que pongan en valor las prácticas artísticas, la educación y la pluralidad de pensamiento que enriquece la reflexión y aboga por una transformación necesaria en contextos latinoamericanos demasiado afectados por la corrupción y la deshumanización de la vida.

A manera de conclusión, el presente texto propone un debate amplio relacionado con la educación artística, el contexto social, universitario y autónomo del arte. Discusión que es relevante en Latinoamérica sobre todo por las condiciones precarias que tanto profesionales de las artes como artistas independientes tienen que enfrentar. Esta precarización no solo se limita a la falta de trabajo en el sector de la cultura, sino también a una extensa lista de carencias que los trabajadores del arte encuentran en su ejercicio profesional. Derechos laborales, desconocimiento social de la función del arte y los artistas, cooptación de la labor creativa por parte de la empresa privada y el Estado son solo algunos de los factores que complejizan la labor de artistas. Esta discusión entendida dentro de la universidad es urgente, para proponer caminos posibles para al menos plantear este mismo debate a nivel macro estatal y regional. Otra gran aporte de este libro es pensar en diferentes formas de entender la educación artística. Una educación fuera de lineamientos coloniales que normatizan la formación tradicional e individual del artista y el trabajo creativo. Propone pensar en la importancia de los procesos educativos colectivos y la revisión de las metodologías utilizadas dentro de estos diálogos. De esta manera, espero que este libro se convierta en una herramienta que amplíe y aporte el debate alrededor de la educación artística y el complejo campo de la cultura.

Bibliografía

Camnitzer, L (2012) Didáctica de la Liberación, Arte conceptualista Latinoamericano. Uruguay: Centro Cultural España

Freire, P (2006) Pedagogía del oprimido. Madrid:Siglo XXI

Garcés, M. (2020) Escuela de aprendices. Barcelona:Galaxia Gutenberg

Gramsci, A (2000) Los cuadernos de las cárcel. México:Era

Walsh, K (2009) Interculturalidad crítica y educación intercultural en Construyendo interculturalidad Crítica. Instituto Internacional de Integración del Convenio Andrés Bello

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1 La familia es otra base que complementa la estructura de la educación, pero la discusión en este momento está relacionada con la responsabilidad de la institución educativa (escuela, colegio, universidad)

Introducción Hacia una formación de artistas expandida: instituciones desbordadas, responsabilidades compartidas

Aida Sánchez de Serdio Martín

Con motivo del II encuentro Arte, educación, interculturalidad, celebrado en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador en octubre de 2018, recibí la invitación de hablar del papel de los y las artistas como elementos movilizadores de pensamiento y de acción dentro de procesos sociales y dentro del campo del arte mismo, así como de las derivaciones que ello debería tener en su formación académica. El presente texto surge de la charla que compartí con los y las asistentes, y de las discusiones posteriores. Agradezco a la organización que contara conmigo para estas jornadas, puesto que fue una extraordinaria oportunidad de reflexionar conjuntamente desde realidades distintas, pero que tienen puntos en común.

Antes de entrar en materia quisiera situar desde dónde voy a hablar y argumentar la relevancia de estas cuestiones. Escribo estas líneas en tanto persona ligada al mundo de la academia, en concretodesde los ámbitos del arte y la educación, especialmente en sus dimensiones relacionadas con la crítica y el compromiso sociales. A lo largo de mi trayectoria me ha interesado reflexionar sobre cuál es el papel social de la cultura, así como contribuir a proyectos artísticos y educativos que se sitúan de manera compleja en el incierto territorio de la transformación social basada en la búsqueda de grados diversos de cambio en las estructuras institucionales y en las políticas relacionales. Por ello hablaré aquí como persona que atribuye al arte y la cultura una responsabilidad política, tanto simbólica como estructural, sin heroísmos pero con compromiso.

También querría aclarar que mi intervención está necesariamente marcada por el contexto que me es más conocido y que he vivido más de cerca (es decir, el español y el europeo). Su puesta en diálogo con otras realidades es precisamente lo que puede dar vida a una reflexión productiva. Sin embargo, quisiera remitirme a la aportación de Boaventura de Sousa Santos (2007), que traza un panorama de la situación global de la universidad que confirma la tendencia general sobre la que se basará mi posterior discusión de la enseñanza superior.

En este texto intentaré argumentar la necesidad de repensar la formación de artistas de manera que se integre orgánicamente en todas sus dimensiones una perspectiva reflexiva respecto a un doble eje: el papel del arte y los artistas en la producción de símbolos y significados, y la participación -lo quieran o no- en políticas y economías locales y globales. Obsérvese que esto no es lo mismo que animar simplemente a los estudiantes de arte y artistas en general a dedicarse a la crítica social, o al arte en comunidad, o a la pedagogía. Actitud que sería simplista e irresponsable (los artistas no tienen la misión ni la capacidad de “cambiar el mundo” por sí solos) y además supondría sesgar el rango de prácticas artísticas consideradas válidas, o que deban atender a una responsabilidad social cuando de hecho todas deberían hacerlo.

Otra parte de mi argumento es que esta transformación en la formación de artistas atañe a todas las instancias con las que aquellos se relacionan. Esto es así porque los artistas nunca se han formado solo en las escuelas de arte, y porque en el momento actual es hora de concebir de manera más global la educación y desafiar los límites y muros defensivos de las instituciones.

Para desarrollar estos argumentos me centraré en las dinámicas que caracterizan, por un lado, a la universidad contemporánea y, por otro, a la práctica artística y cultural, para ocuparme después de lo que ocurre en la intersección entre ambas esferas, es decir la formación superior de artistas. Finalmente plantearé cómo podríamos desbordar los límites actuales de dicha formación, atendiendo tanto a las nuevas posibilidades como a los nuevos problemas que esto nos obligaría a enfrentar.

Empiezo, pues, por compartir algunas reflexiones sobre dos proyectos primos hermanos en el linaje de la Ilustración: la educación (superior en este caso) y el arte. Como ya he mencionado al inicio, desde hace algunas décadas la universidad está experimentando cambios dramáticos tendentes a su mercantilización y liberalización. En el plano de la experiencia personal, de alguna manera sentimos la pérdida -gradual pero claramente perceptible- de una universidad democrática y basada en la libertad de cátedra e investigación, en parte porque, al coincidir con nuestras primeras experiencias universitarias como estudiantes, o como profesoras noveles, y desconocer vivencialmente períodos anteriores de la universidad, a veces tendemos a idealizar un pasado teñido de la intensidad de los afectos de lo que podríamos asimilar a una adolescencia y primera juventud académica.

En este debate, no obstante, es imprescindible resistir la tentación de volver la mirada a un pasado ideal en el que la universidad habría sido un espacio de intercambio desinteresado de conocimientos y debates intelectuales. La universidad que, al menos en España, hemos llegado a echar de menos (la universidad de los años 70, 80 y 90 que formó desde la generación de mis hermanos mayores a la mía propia – los primeros en mi familia en poder acceder a la enseñanza superior), era una universidad que, ciertamente, ya no estaba solo a alcance de los hijos de las élites pero que, por otro lado, era disciplinadora, tecnocrática, rutinizada, masificada, y hacía de nosotros un número; una universidad orientada a la formación de cuadros técnicos medios en el mejor de los casos, y de trabajadores sobrecualificados, abocados a un mercado de empleo precarizado, en el más habitual.

Si hemos llegado a echar de menos este modelo es porque lo que llegó después, en un período marcado simbólicamente por el llamado proceso de Bolonia en 1999, fue mucho peor. El proceso de Bolonia tiene, sobre papel, la voluntad de facilitar el intercambio de titulados y adaptar el contenido de los estudios universitarios a las demandas sociales, mejorando su calidad y competitividad a través de una mayor transparencia y un aprendizaje basado en el estudiante, que se cuantifica a través de los créditos ECTS. Sin embargo, este proceso constituye solo uno de los factores en un marco más amplio de iniciativas orientadas a alinear la universidad cada vez más con el sector productivo (de hecho, a someterla al mismo) y a convertir a la propia universidad en una fuente de beneficios económicos (Edu-Factory y Universidad Nómada 2010, Hernández 2010).

Esta neoliberalización de la universidad se caracteriza por la retirada de la financiación pública (al igual que ocurre en otros ámbitos como la sanidad), su sometimiento a las dinámicas de flujo de capital y de rentabilidad financiera, y la concurrente conversión de la educación en un bien de consumo (que se vende a un precio cada vez más elevado) del que sus “compradores” (es decir, los estudiantes) esperan que produzca un rendimiento en forma de un trabajo lo más arriba posible de la pirámide alimentaria capitalista. Esto contribuye a configurar nuevas formas de distinción y exclusión por la vía de la devaluación de los grados y la aparición de costosos másteres que reinscriben las diferencias económicas y de clase entre los estudiantes. Todo lo cual va acompañado de un modelo de competencia cuasi empresarial entre instituciones formativas -independientemente de si son públicas o privadas- por captar estudiantes, financiación privada, etc. En este contexto, la conversión del conocimiento en mercancía con valor predominantemente de cambio tiene importantes consecuencias:

Transformar el conocimiento en mercancía significa incrustarlo en la reproducción de capital limitándolo a su función como «recurso de capital», incluso en su forma de «capital humano», y limitar su acceso a las condiciones mercantiles, o sea compraventa de patentes, derechos intelectuales, acceso a la formación, cursos diversos, máster y postgrados, eliminación de espacios gratuitos, separación del entorno social y ligazón a las empresas, etc. (Galceran 2010: 33)

Por otra parte, emerge el sujeto estudiante-cliente; es más, el estudiante-cliente-endeudado:

La formación ligada al empleo pugna por construir una subjetividad acorde con las exigencias económicas y disciplinarias del mercado capitalista, una subjetividad que interiorice los objetivos de la empresa, la obligación de [obtener] resultados, la gerencia por proyectos, la presión del cliente, así como la constricción pura y simple ligada a la precariedad, es decir una subjetividad sumisa como única opción de supervivencia. (Id.: 37)

Y, correspondientemente, el profesorado se ve dualizado: cada vez se tiende más a establecer, por un lado, un pequeño segmento consolidado y estable, o privilegiado, y, por otro, un amplio cuerpo de docentes precarizados, con contratos temporales, o becas, y salarios muy por debajo de lo que es necesario para el mantenimiento de la vida. A ello se añade la necesidad de competir por posiciones cada vez más escasas y precarias, y someterse a los criterios cada vez más exigentes de las agencias de evaluación:

La progresiva segmentación del profesorado trasciende la división: investigador en formación / profesor en formación / profesor contratado / profesor funcionario / catedrático, a través de diversos mecanismos de clasificación y separación del personal docente e investigador que, en principio, funcionan como mecanismos retributivos en función de la productividad. Todo ello responde perfectamente a un sistema de fuerza de trabajo flexible y reconocimiento individualizado […], pero también a una progresiva jerarquización de la carrera docente. (Ferreiro 2010: 123-124)

Como es fácil imaginar, esta situación conduce a la corrosión de la solidaridad no solo entre los diferentes colectivos de la comunidad universitaria, sino también dentro de cada colectivo, ya que el compañero o compañera son antes que nada competidores a vencer o eliminar.

Pero, junto con la tentación de idealizar, también es necesario vencer la de tirar la toalla. Estas reflexiones no pretenden desprestigiar la universidad pública, sino diagnosticar los problemas que la aquejan con el fin de resistirlos, combatirlos y encontrar alternativas más justas. Es imprescindible que no demos por pérdidas instituciones que, como la universidad, nos pertenecen colectivamente. Aunque podamos ser críticas con el proyecto ilustrado y la modernidad de los que es producto por su universalización e imposición de valores eurocéntricos, racionalistas, colonialistas y patriarcales, los legados de este proyecto han adoptado sentidos muy diversos al arraigar en realidades culturales y sociales infinitamente más complejas y diferentes que las que presuponía inicialmente dicho proyecto.

Cuando la universidad (al igual que la escuela) ha asumido la responsabilidad de contribuir a la justicia social, ha supuesto para las clases populares, y para otros colectivos de una u otra forma subyugados, un acceso a las herramientas del amo, por usar la célebre expresión de Audre Lorde. Aunque, como nos previene la misma Lorde, sabemos que éstas nunca desmantelarán la casa del amo, al menos nos permiten conocer las reglas de su juego, aprender cómo hacernos otras herramientas (probablemente usando y retorciendo fragmentos de las del amo), y -tal vez- cómo construir otras casas que sean nuestras.

La universidad es, casi a pesar de ella misma, un lugar de inmensa potencia, de coexistencia de seres incalculables en sus capacidades, de condensación casi eléctrica de recursos y energías; un momento excepcional en las vidas de los sujetos que aprenden, y una ocasión de autodesafío cotidiano para los sujetos que enseñan. Es virtualmente imposible que no surja algo maravillosamente valioso de todo esto.

Adentrándonos ahora en el campo del arte y la cultura, antes que nada, es fundamental considerar la infinita variedad de sus manifestaciones y, por lo tanto, de sus efectos políticos. Como nos recuerda Howard Becker (2008), no podemos hablar del arte más que en plural, puesto que no hay una única forma o esfera de producción, circulación y recepción de arte. Por lo tanto, hablar de EL arte es no decir nada, o al menos dejarnos un 90% por el camino.

Y, sin embargo, sí que hay un “mundo del arte” hegemónico que copa las representaciones sociales dominantes de lo que es el arte y lo que es ser un artista, y que se concreta en lo que podríamos llamar sistema del mercado globalizado euro-estadounidensecéntrico, articulado en redes de instituciones cómplices. En el caso de las artes visuales, por ejemplo, sería la red academia-galería-museo-bienal; cada sector artístico posee el suyo específico, aunque todos comparten el mismo objetivo. En este sistema institucional al servicio de la cultura como producto y mercado, lo privado y lo público confluyen al servicio de la circulación del capital y la producción de beneficio (y aquí no cabe distinguir entre beneficio simbólico y material, puesto que ambos se mueven en la misma dirección).

Así, el arte suele ser visto como algo elitista u ornamental, una actividad practicada por individuos muy concretos (antes llamados genios, actualmente conocidos como “el sector”) para otros individuos privilegiados, que ha perdido inteligibilidad y significación para el común de los mortales, y que en muchos casos solo sirve para alimentar la especulación en un mercado de lujo. Esta percepción del arte como un territorio exclusivo, ya sea por motivos intelectuales o económicos, o ambos a la vez, ha sido explorada por la sociología del arte, que ha documentado extensivamente las experiencias y actitudes de los públicos de museos y de otras formas de recepción artística (Bourdieu 1991, Bourdieu y Darbel 2003, Laboratorio Permanente de Públicos de Museos 2011). Por otro lado, se ha producido una gradual especialización y división del trabajo por la que la ciudadanía ha dejado de conocer y practicar lenguajes artísticos comunes y ha devenido sobre todo consumidora de producciones profesionales. Así se explica, en parte, la brecha que existe entre unas prácticas artísticas especializadas y una ciudadanía que no considera que el arte tenga una parte significativa en sus vidas.

Al margen de este “mundo” dominante, otros mundos operan a veces entrecruzándose con él, sin que esto suponga necesariamente una diferencia de valor, es decir, no tienen por qué ser antihegemónicos o críticos (aunque también pueden serlo, y mucho), sino que aspiran y pugnan por otra hegemonía, y pueden acabar siendo otros brazos armados del poder político y económico, voluntaria o involuntariamente. ¿Cómo, si no, debemos interpretar el viraje de entidades filantrópicas, fundaciones y gobiernos hacia formas de arte “para la transformación social”, “comunitario” o “colaborativo”? Sin cuestionar el valor intrínseco que puedan poseer estas prácticas, este queda completamente resignificado cuando se enmarca -y, de hecho, depende- de los intereses de estos poderes económicos y políticos. En palabras de George Yúdice:

En la actualidad es casi imposible encontrar declaraciones que no echen mano del arte y la cultura como recurso, sea para mejorar las condiciones sociales, como sucede en la creación de la tolerancia multicultural y en la participación cívica a través de la defensa de la ciudadanía cultural y de los derechos culturales por organizaciones similares a la UNESCO, sea para estimular el crecimiento económico mediante proyectos de desarrollo cultural urbano y la concomitante proliferación de museos cuyo fin es el turismo cultural. (2002: 24)

Aunque en algunos contextos estas prácticas puedan ser marginales, lo cierto es que ya están siendo asimiladas como una forma de práctica perfectamente reconocible, bien como “tendencia” estética, bien como herramienta gubernamental para la mejora social. Muestra de lo primero es su presencia en el circuito dominante del arte (por ejemplo en el Turner Prize de 2015 otorgado al colectivo Assemble, la Bienal de Venecia de 2015, o las últimas documenta desde 1997), y de lo segundo, los múltiples programas, conferencias, publicaciones, concursos y políticas públicas sobre arte y transformación social que han llegado a arrinconar la financiación de propuestas que no tengan un fin social explícito (algunos ejemplos de esto serían el programa en arte social del Ontario College of Art and Design, el Master en artes y acción social del Hampshire College, la plataforma Creative Time, la línea de arte y transformación social del Fondo Nacional de las Artes en Argentina, o la convocatoria Art for Change de la Obra Social “La Caixa” en España).

Incluso las prácticas artísticas llamadas autogestionadas o independientes no solo tienen una relación simbiótica con las prácticas institucionales (mediante el uso de recursos materiales comunes, la derivación de fondos mediante becas, premios y residencia, etc.), sino que también abren las puertas a la consagración de formas de trabajo autoexplotadoras basadas en la motivación y en una paradójica aspiración a la “libertad”. Como argumenta Isabell Lorey:

Quienes trabajan de forma creativa, estos precarios y precarias que crean y producen cultura, son sujetos que pueden ser explotados fácilmente ya que soportan permanentemente tales condiciones de vida y trabajo porque creen en su propia libertad y autonomía, por sus fantasías de realizarse. En un contexto neoliberal son explotables hasta el extremo de que el Estado siempre los presenta como figuras modelo. (2008: 74)

Así, el artista, por una vez, ha devenido punta de lanza del sector productivo puesto que permite experimentar con las posibilidades de un modelo de trabajador sin ataduras laborales (ni derechos), deslocalizado, infinitamente explotable (en todas sus facultades físicas, intelectuales, afectivas, y en todos los espacios y tiempos), y además apasionado por su trabajo, que identifica como realización personal. ¿Qué más puede pedir el mercado de trabajo?

Dado este contexto que acabo de trazar, al arte se le otorga un estatuto ambivalente puesto que se lo considera simultáneamente, aunque desde posiciones diferentes, como: a) un lujo irrelevante y prescindible; b) un producto de consumo que forma parte de un sector económico más; c) un ámbito estéticamente desinteresado en el que las emociones afloran y el espíritu se eleva; d) una herramienta efectiva para resolver de manera instrumental problemas tanto personales como sociales; o e) una actividad que resiste toda instrumentalización y cooptación para devenir la conciencia moral y política de toda una comunidad. Es decir, se espera y exige de los artistas demasiado o demasiado poco. Esto es una manera perfecta de desactivarlos de facto, ya que ninguna de las expectativas enumeradas se puede cumplir de forma unívoca.

Porque los artistas no son celebridades vanas, ni empresarios pujantes, ni genios inaccesibles, ni camilleros sociales, ni héroes morales. Probablemente, para entender su papel de manera más productiva, debamos explorar los territorios intermedios entre todos estos extremos y entender que el arte no es importante per se, o porque nosotras lo digamos en un ejercicio de preocupante narcisismo, sino por cuanto forma parte de un conjunto de prácticas relacionadas tanto con la producción de símbolos, valores y significados, como con dinámicas económicas que afectan aspectos tan clave como las políticas urbanísticas, la gestión gubernamental de lo social, las nuevas políticas de degradación de las condiciones laborales, los flujos económicos globales, etc.

Por consiguiente, la clave no está en defender o promover el arte como concepto genérico, con la creencia de que es siempre positivo y beneficioso para el individuo y la sociedad (bajo el argumento de que produce individuos inteligentes y equilibrados psicológicamente o fomenta una sociedad pacífica y tolerante, así como una economía floreciente). No olvidemos que el arte y la cultura son también el lugar de reproducción de formas de exclusión, jerarquías sociales y económicas (Bourdieu, Id., Bourdieu y Darbel, Id.), explotación de recursos materiales y subjetivos (Babias 2005, Lazzarato 1997), y expansión de conglomerados de entretenimiento (Miller y Yúdice 2004, Yúdice, Id.). Por ello es más productivo comprenderlos como un campo de batalla o, por lo menos, como un espacio problemático de negociación, que puede desplegarse en formas contradictorias, y no sólo como un lugar de expresión y celebración.

La lucha consiste precisamente en situarse como artista entre estas tensiones, sabiendo que no es posible esquivarlas, sin dejar de cuestionarse constantemente la posición adoptada, produciendo no obstante obras de arte inspiradoras que provoquen afectos, pensamientos y acciones, y todo ello sin morir en el intento con tanto contorsionismo ideológico. Igualmente --porque esto no es una cuestión individual sino también estructural-, el mismo desafío deben enfrentar las políticas culturales cuestionándose qué tipo de arte y cultura fomentan, al servicio de quién o de qué, producidos por quién, de qué modo y en qué condiciones.

La cultura y el arte son, como decía, un campo de batalla. En él se libran todo tipo de luchas, tantas, por lo menos, como “mundos” coexisten. También hay agentes, proyectos, teorías y debates que intentan hallar líneas de fuga desde las que desestabilizar la hegemonía del mercado y la instrumentalización gubernamental, así como sus manifestaciones concomitantes de la profesionalización y la genialidad. Siempre en posiciones precarias o casi invisibles, por moverse en los intersticios y cuestionar los campos de saber y los modos de hacer institucionalizados, sus líneas de fuga no son tanto relámpagos de energía que atraviesan la superficie de los sistemas de control -como supondría una definición más deleuziana-guattariana-, como un permanente esfuerzo por coordinar, alinear y combinar fuerzas para rehacer el mundo trazando trayectorias oblicuas que desmantelan (al menos provisionalmente) lo normativo.

En la intersección de los campos antes descritos se sitúa, de manera ciertamente incómoda, la enseñanza superior de las artes. Desde su conversión de academias de bellas artes a facultades de arte (o de arte y diseño, u otras variantes) -proceso que en España ocurrió a finales de los años 70-, este tipo de estudios se ha visto obligado a encajar en unas estructuras académicas poco afines a sus orígenes institucionales históricos. Si bien ambas eran rígidas, lo eran de formas diferentes, y producían subjetividades diferentes, además de haber seguido transformaciones no necesariamente paralelas a lo largo del tiempo.

Sin duda, esta incorporación ha tenido efectos normalizadores y estandarizadores en las facultades de arte, al deberse plegar, entre otros, a una estructura curricular, una temporalización de los estudios y una conceptualización de las formas de producción y diseminación del conocimiento que les eran ajenas. Ahora bien, los encajes incómodos también producen chispas interesantes, como por ejemplo la convivencia con otras disciplinas humanísticas, sociales o científicas; la incorporación de modos de enseñanza-aprendizaje menos personalistas y más abiertos al debate colectivo; o la entrada por la puerta grande -o pequeña, según como se mire- de la investigación artística en el panorama de las facultades de arte y de la universidad en general.

A su vez, estas transformaciones han sido utilizadas estratégicamente por las escuelas de arte para legitimarse por medio de su asimilación a las humanidades o incluso a ciertas corrientes cualitativas de las ciencias sociales. Por lo tanto, nos situamos en una trama compleja de imposiciones, consecuciones, resistencias, adaptaciones, oportunidades, innovaciones, desafíos, liberaciones y riesgos.

En las facultades de artes actuales se enfrentan múltiples tensiones opuestas y paradojas, desde las más clásicas, como, por ejemplo: ¿es realmente posible formar a un artista?; hasta las más contemporáneas: ¿cómo es posible crear un espacio para la crítica -una de las funciones históricas y clave del arte- en una institución que se ve obligada a producir sujetos adaptables al mercado de trabajo? Y, por otro lado, ¿qué tiene que ver el mercado de trabajo convencional, basado en una mano de obra masiva, intercambiable, móvil y precaria, con el mercado del arte, basado en la figura mítica del artista único, privilegiado y genial? O aún otra: ¿a quién representan y para quién se crean unas prácticas artísticas surgidas de unas universidades con un profesorado y alumnado tan poco diverso, siendo como son mayoritariamente blancos y de clase media – al menos en el contexto del que vengo- al igual que el mercado al que sirven?

Efectivamente, el diagnóstico de partida de las facultades de arte no siempre es favorecedor. Muy a menudo los contenidos, estructuras curriculares y relaciones de enseñanza-aprendizaje se desarrollan dentro de unos límites de posibilidad que son muy problemáticos si a lo que aspiramos es a transformar radicalmente no solo el campo artístico, sino la cultura y las relaciones sociales en sentido amplio.

Los contenidos que se imparten en nuestras facultades de arte (y subrayo lo de nuestras, es decir de mi contexto) suelen estar apegados a lenguajes y medios que ya han sido ampliamente cuestionados o hibridados (video, pintura, escultura…). Por otro lado, estas prácticas se decantan de los debates teóricos o conceptuales, sin integrarlos como dimensiones inseparables que son de la producción artística. Del mismo modo, se consagran los saberes expertos y disciplinares, menoscabando o dejando fuera conocimientos y prácticas considerados menores, populares o subalternos. No es de extrañar, pues, que las facultades de artes tengan grandes dificultades para dar pasos significativos en el cuestionamiento de las perspectivas euro-estadounidensecéntricas dominantes.

Por lo que respecta a las prácticas pedagógicas, se tiende a la hegemonía del modelo del artista individual en su taller, aunque se permitan algunas desviaciones como el trabajo inmaterial, procesual, colaborativo, etc. Su constatación como “desviaciones” o “alternativas” puntuales no hace más que reforzar el modelo central del artista en su taller. En conjunto, se privilegia un entrenamiento en habilidades formales que permitan manifestar una personalidad, creatividad, o estilema expresivo identificables en el futuro por el mercado, siempre necesitado de productos reconocibles que evoquen autenticidad. Por consiguiente, es necesario reconocer la disciplinación que produce la supuesta libertad que se promueve en las escuelas de arte, al anular la posibilidad de fracaso o disidencia que debería poder caber en toda universidad, y todavía más en una de artes.

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9789978775783
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