Kitabı oku: «Comunicación e industria digital», sayfa 6

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Experiencia, lifting y pobreza: ¿un mercado de capitales?

En ese vértigo de lo descartable y la obsolescencia, que parece dispuesto a arrasarlo todo bajo el ritmo espasmódico de la actualidad, cabría indagar qué restó del clásico enaltecimiento de la experiencia: aquello que constituía la base de la sabiduría ancestral en culturas más respetuosas de esos valores, por ejemplo, y que en plena pujanza modernizadora podría llevar al «progreso» y al perfeccionamiento como fruto del aprendizaje. Según ese tipo de relatos, el bagaje destilado por el vagaroso rumiar de las vivencias —tanto personales como colectivas— solía apreciarse como algo benéfico, inclusive en la pragmática cultura moderna y bajo la lógica productivista del capitalismo. Todo eso podía considerarse un valioso «capital» que se cosechaba a lo largo de la vida y se buscaba resguardar con todo cuidado, como si se tratara de un tesoro sin precio. Pero ahora el tiempo solo parece responsable por derramar sobre nuestros cuerpos una cantidad de rasgos indeseables, tales como arrugas, manchas, várices, adiposidades, estrías y otras aberraciones. Además de esos castigos claramente visibles y palpables, el envejecimiento también se ocupa de oxidar ciertos mecanismos delicados, tales como la creatividad y el dinamismo propios de la actitud juvenil, deteriorando así todos los elementos que por ventura constituyen lo que somos.

No hay salida, entonces: el material de que estamos hechos se degrada con los avances de la edad. Por eso, como declaraba aquella publicidad, los cuerpos solo pueden ponerse «peores» con el pasar del tiempo. El problema se agrava al constatar que, cada vez más, cuerpo —y tan solo cuerpo— es todo lo que somos. En consecuencia de esa transmutación, no sería «apenas la carne» lo que se deja corromper con la edad, por ejemplo, como rezarían otras narrativas. En cambio, es cada uno de nosotros, por entero, quien «empeora» irremediablemente al envejecer: todo lo que nos constituye pierde valor cuando nos volvemos viejos, ya que en ese cruel proceso ocurre una gradual descapitalización de nuestras púberes virtudes. «Aumente su capital-juventud», invita el típico anuncio de un producto cosmético cualquiera, estampado en la página de una revista e ilustrado con el rostro reluciente de una joven modelo. La mercancía en venta se describe como skin saver chrono, una suerte de ahorrador o un salvador de la piel, recurriendo a un lenguaje que saca provecho de las ambigüedades entre el léxico mercantil y el vocabulario religioso. Además, se asocia a las potencias míticas de la divinidad griega del tiempo, Cronos, pero lo hace bajo un barniz cientificista y en el idioma que más le conviene: el inglés, aun cuando el aviso en cuestión emitiera sus destellos dentro de una publicación francesa. Todos los ingredientes de nuestras pociones mágicas se concentran allí, por tanto, y está claro que hay un precio más o menos módico a pagar por semejante promesa de felicidad, que dejará «su piel 70 % más joven, 88 % más lisa y 94 % más hidratada».

Algunos ecos dignos de atención brotan de los mensajes de ese tipo, que marcan el compás de esta época con su particular combinación de puerilidad y cinismo, y que tantos dividendos deben rendir a las industrias cosméticas y publicitarias. En 1949 y con su tono rabioso, Simone de Beauvoir denunció la denigrada condición femenina en las páginas de su libro El segundo sexo, afirmando que «el cuerpo de la mujer es un objeto que se compra: para ella, representa un capital que se encuentra autorizada a explotar» (Beauvoir 1967: 170). La más curiosa de esas resonancias es que, más de seis décadas después de que tales constataciones fueran ruidosamente emitidas —y a pesar de todos los avances en las conquistas de derechos y en los cambios socioculturales que sedimentaron nuestro mundo desde entonces—, no ha perdido validez esa noción del cuerpo juvenil de la hembra humana como un capital que conviene invertir con buen tino porque se irá desgastando ineluctablemente. Esa peculiar mitología no solo no se agotó, sino que parece haber crecido en la medida en que se expandió hacia otros segmentos del mercado: lejos de limitarse a las jóvenes casaderas, ahora también alcanza a las viejas e, inclusive, a los varones de todas las edades.

«La belleza también es cosa de hombres», enseña un anuncio ilustrado con el cuerpo desnudo de un mancebo en pose escultórica que, pudorosamente, esconde su rostro. Y luego alerta que, «más allá de la cosmética y la gimnasia», es decir, cuando esos recursos menos invasivos se revelan insuficientes, vale la pena recurrir a la «medicina estética» y la «cirugía plástica», sobre todo si la intención es resolver problemas como «alisar o rejuvenecer el abdomen», «mejorar nariz, orejas y mentón», «recuperar el cabello», «eliminar el pelo corporal», «blanquear los dientes», «perder peso y eliminar grasas». En una astuta tentativa de negociar con las resistencias culturales que aún estorban la consolidación de ese mercado tan promisorio, este aviso español defiende el «profesionalismo» del equipo que opera en esa «organización médico-estética» que sería la «más avanzada de Europa», utilizando «los últimos avances tecnológicos» para satisfacer los requerimientos de su distinguida clientela. El argumento finaliza con las siguientes invocaciones: «no renuncies a mejorar» y «si eres hombre, llámanos». Puede sonar convincente o no, pero dista mucho de ser la única estrategia puesta en práctica para adobar ese suelo que se adivina fértil. «La nueva dimensión del hombre», proclama el eslogan de otra «clínica de estética masculina» que, sin arriesgarse a mostrar ninguna foto, enumera sobriamente los diversos servicios ofrecidos para instilar esa dimensión masculina recién inaugurada, tales como: rellenos cutáneos, adelgazamiento, implantes capilares, estética facial y corporal, depilación y botox.

«Al fin y al cabo, usted merece librarse de las marcas de preocupación», explica otra propaganda de cosméticos, muy semejante a las que suelen interpelar al público femenino, aunque ilustrada con la fotografía de un bello rostro masculino cuyos ojos aparecen enmarcados por finas arrugas. Tan discreta como didáctica, esta otra publicidad brasileña destinada a los hombres contemporáneos también se ve en la obligación de explicar los motivos de su propuesta, algo que no requiere aclaración alguna cuando el público al que se desea llegar está compuesto por mujeres. «Hoy en día, cuidar la propia apariencia también significa estar informado y actualizado», advierte el texto del anuncio. Y, de inmediato, recomienda al consumidor que consulte el pintoresco sitio <arrugasnuncamás.com.br> en internet si desea obtener mayores informaciones. «¿Derrotado por la calvicie?», pregunta en este caso un aviso mexicano, mientras muestra a un hombre con la cabeza inclinada en señal de humillación por el aludido fracaso, cuya solución también está en venta: «innovadoras técnicas dan como resultado un trasplante im perceptible» que «minimiza la cicatrización». En suma, pareciera que los mensajes de ese tipo, cada vez más habituales, expresan la voraz universalización de esa noción del cuerpo como un capital cuyo valor alcanzaría su ápice durante la adolescencia, tanto para las mujeres como para los hombres. Una vez atravesado ese umbral, se exige mucha habilidad en la administración de las inversiones individuales para que la propia apariencia no delate la vergonzosa descapitalización acarreada por la edad.

La carne maldita y la pureza de las imágenes

«La vejez es la peor de todas las corrupciones», sentencia una frase de bronce atribuida a Thomas Mann. Como bien se sabe, la letanía que aquí nos ocupa no involucra solamente a los discursos mediáticos, tecnocientíficos y mercadológicos, esa triple alianza que comanda la producción de verdades en la contemporaneidad. De hecho, tanto en la historia del arte como en la filosofía y la antropología sulfuran cavilaciones de ese orden. ¿Y quién sería capaz de refutar tan prístina obviedad? Se alude aquí, qué duda puede caber, a esa tendencia a la decrepitud corporal que suele acompasar el ciclo regular de las temporadas y que culmina con el escándalo de la muerte: la peor de las corrupciones. Pero si hoy proliferan las técnicas dedicadas a evitar esa catástrofe es porque esa evidencia se está haciendo cada vez más verdadera, más pesada e incluso absolutamente indiscutible, sin atenuantes. Eso se debe, en buena parte, al hecho de que no disponemos de otras fuentes de encantamiento para los cuerpos ni para el mundo, que sean capaces de contrabalancear el monopolio del mito cientificista —o, cuanto menos, de arañar un poco la despótica racionalidad instrumental que lo cimienta— compensando sus debilidades con otros ornamentos simbólicos y otras narrativas cosmológicas.

Ante esa indigencia mítica y espiritual que signa la cultura contemporánea (y no solamente debido a sus apabullantes riquezas), no sorprende que los juicios morales más feroces apunten hacia aquellos que sucumben en el esfuerzo de encuadrarse bajo las coordenadas de la buena forma. Se los acusa de ser negligentes o perezosos en dicha tarea, sin lograr cumplirla aun teniendo a su disposición el portentoso arsenal aportado por la tecnociencia, los medios y el mercado. Pese a la inevitable frustración que ese círculo ilusionista acaba provocando, esa misma insatisfacción se convierte en su mejor combustible porque ella impulsa la parafernalia que promete retardar el fatal declive. Como resultado, una miríada de productos y servicios se anuncia en constante festival, con su retórica especializada en garantizar las certezas más delirantes. Se subraya, sobre todo, su capacidad de ayudar a las víctimas de esa biopolítica imperfecta a disimular los inevitables destrozos que tal fiera despiadada —la vejez— aún se empecina en imprimir en el aspecto físico de cada uno. La fuerza de esa voluntad contrariada alimenta, así, el riquísimo mercado de la purificación, constituido por toda suerte de antioxidantes, hidratantes, drenajes, lipoaspiraciones y estiramientos con vocación rejuvenecedora de las apariencias. La meta perseguida por esos trucos casi alquímicos basados en fórmulas con sensato acento tecnocientífico —la mayoría de ellos caros, muy caros— consiste en disimular los estragos del tiempo en las superficies visibles de los pobres cuerpos vivos. Cuanto menos jóvenes se tornan esos organismos, más dignos de pena o desprecio parecerán, por ser incapaces de disfrazar su esencia tan miserablemente humana al madurar y decaer.

¿Pero por qué tanto empeño en una lucha que, a todas luces —y a pesar de cierto optimismo reinante— sigue condenada al fracaso? La pregunta procede, sobre todo si destacamos el racionalismo que yace en la base de nuestra cultura. Pero tal vez la respuesta provenga de otro de sus pilares: en esta «sociedad del espectáculo» en que estamos inmersos, que insta a obtener celebridad mediática para poder «ser alguien», y que evalúa quién es cada uno en función de aquello que se ve en su superficie corporal y en su actuación puramente visible, la vejez es un derecho negado. O, cuanto menos, si envejecer todavía resulta inevitable para quienes tengan la fortuna de no morir prematuramente, se prohíbe exhibir el aspecto que los avances de la edad suelen denotar. Así, ante esa creciente tiranía de las apariencias juveniles, se censura la vejez como si fuese algo obsceno y vergonzoso, que debería permanecer oculto, fuera de la escena, sin ambicionar la tan cotizada visibilidad. Un estado corporal que debe ser combatido —o, como mínimo, sagazmente disimulado— por ser moralmente sospechoso y, por tanto, humillante. Algo indecente que no debería ser exhibido; al menos, no sin recurrir a los convenientes filtros y a los púdicos retoques que nuestra era inventó para tal fin y que, con creciente insistencia, pone a disposición de todos y nos convoca a utilizarlos.

Así, en plena vigencia de esos valores que ratifican la cristalización de una nueva moralidad, los escenarios privilegiados de los medios de comunicación audiovisual evitan mostrar imágenes de cuerpos viejos. Las revistas de páginas brillantes solo publican ese tipo de fotografías en raras ocasiones: cuando se considera estrictamente necesario y, aun en dichos casos, contando siempre con el auxilio de las herramientas de edición de imágenes como el popular Photoshop. Pero no se trata solamente de las fotos fijas: en el cine y en la televisión, los cuerpos viejos también se pulen con un arsenal de técnicas depuradoras y alisadoras de las imágenes en movimiento, tales como el software Baselight. En el Brasil, por ejemplo, la poderosa red Globo usa esa tecnología desde el 2006 para perfeccionar la calidad visual de las telenovelas que produce. Un reportaje sobre el asunto publicado ese mismo año en una revista comentaba los resultados de esa novedad con cierta admiración, afirmando que dos famosas actrices locales —en aquella época con 59 y 54 años de edad, respectivamente— aparecían en la pantalla «con una piel tan lisa que parecían recién salidas de una cirugía estética». Los representantes de la emisora, sin embargo, declararon en la misma nota que no se trataba de «un programa de rejuvenecimiento» sino de «un método para corregir pequeños defectos de grabación, valorizar colores y detalles o minimizar marcas y manchas en la piel» (Alves 2006). El hecho es que tanto el cuidado de los actores como la intervención técnica en las figuras corporales plasmadas en las pantallas se incrementaron con el aumento de la resolución de la imagen debido a las tecnologías de transmisión digital, que captan cada detalle con creciente nitidez, delatando cualquier imperfección en la limpidez de las pieles filmadas.

De modo que son dos las etapas esenciales de ese pulimiento que censura y rectifica los relieves corporales para intentar adecuarlos a los exigentes parámetros de la buena forma. Primero, un intenso proceso de disimulación en la propia carne, que cada individuo debe practicar como parte importantísima del «cuidado de sí» en su versión más contemporánea, recurriendo a las diversas técnicas disponibles en el mercado como quien rediseña cotidianamente una imagen cada vez más imperfecta. Después, en el segundo acto de este drama, la reproducción imagética de esos mismos cuerpos también se retoca gracias a la utilización de «bisturís digitales» que operan sobre las siluetas transformadas en pixeles, en una tentativa de devolver cierta «decencia» a esas líneas y a esos volúmenes visiblemente «obscenos». Tal posibilidad de corregir las propias fallas corporales en las omnipresentes pantallas informáticas ya está disponible, incluso en el menú básico de las cámaras digitales de uso doméstico y en las computadoras hogareñas más sencillas: así, ahora, cualquiera puede aplicar los mecanismos alisadores de piel a sus propias fotografías.

Los medios de comunicación de masa, por su lado, solo abren sus codiciadas vitrinas para exponer los perfiles de unos pocos hombres y mujeres «maduros». ¿Cuáles? Aquellos que, de alguna manera, no parecen tan viejos. Un selecto grupo de damas y caballeros que, por obra de alguno que otro milagro, logran salir más o menos airosos de esa ingrata tarea de disimulación y, por tal motivo, se convierten en preciosos ejemplares de esa especie rara: los bienconservados. Así, como fósiles vivientes, con sus gestos y movimientos hábilmente petrificados bajo los flashes, se hacen merecedores de admiración debido a una mezcla de suerte genética y trabajo arduo. El público global se ve regularmente expuesto a las radiaciones de esos rostros y cuerpos cuidadosamente elegidos y muy bien arreglados, cuyo esplendor resulta de una labor exhaustiva en las dos etapas primordiales de la purificación recién mencionadas. Muchos de ellos han superado los cincuenta o sesenta años de vida, pero aún mantienen cierta dignidad porque saben ostentar una apariencia relativamente juvenil. No es casual que las imágenes proyectadas por esas celebridades que parecen mantenidas en formol suelan ser vampirizadas por la industria de los cosméticos, que las capitaliza para vender esperanzas a todos aquellos que, al contrario, fracasaron con estruendo en el difícil mercado de los prodigios antienvejecimiento. Las mujeres, una vez más, resultan especialmente sensibles a tales llamados y, por idéntica razón, son las más solicitadas en esa interlocución, aunque el mercado masculino también está creciendo a toda velocidad.

«Nutre su piel de juventud», prometía la publicidad de un producto anclado en la imagen de Sharon Stone, por ejemplo, cuando contaba poco más de medio siglo de vida. En la foto, la desnudez de la actriz aparecía apenas cubierta por una leve camisola de seda negra —y, claro está, por una buena dosis de retoques digitales—, mientras lanzaba una mirada tan seductora como acusadora a las clientes potenciales de su mágica mercancía. El selecto equipo de esas estrellas maduras y ejemplares incluye otras divas que se encuentran en fases más o menos avanzadas de su «decadencia corporal» pero aún consiguen vender una imagen atractiva con el auxilio de la maquinaria mediática, mercantil y tecnocientífica, tales como las actrices Demi Moore, Juliette Binoche, Julia Roberts, Jane Fonda y la cantante Madonna, por ejemplo. Cabe acotar que estas dos últimas celebridades fueron las principales responsables de la inauguración de la moda de los ejercicios físicos practicados con rigor monástico y cotidiana devoción desde la década de 1980, y por la consecuente «democratización» del derecho a tener un cuerpo firme, así como del deber cada vez más intransigente de conseguirlo a cualquier costo. Ahora, con más de setenta y cincuenta años de edad, respectivamente, ambas siguen haciendo todo lo posible por mantener tales banderas erguidas con cierta gallardía, y suelen poner sus figuras al servicio de esa misión catequizadora.

La moral de la piel lisa: censurando arrugas obscenas

Se trata de una cuestión de imagen, evidentemente. En el imperio de la cultura audiovisual hoy triunfante, la catástrofe se estampa en los rasgos visibles del envejecimiento, que se consideran marcas de debilidad o señales de una derrota y, por tal motivo, serían moralmente condenables. Ante tal juicio, tener el coraje de ostentarlos impúdicamente equivale a practicar una nueva forma de obscenidad. Pero, ¿qué es exactamente lo que se ofendería con tal desvergüenza? Así como sucede con todas las otras «imperfecciones» e «impurezas» que el tiempo cincela en los cuerpos humanos, las arrugas constituyen un agravio a la tiranía de la piel lisa bajo la cual vivimos. Algo más escandaloso, en fin, que cualquier voluptuosidad sobreexpuesta pero bien torneada. Porque hoy se rechaza «todo lo que parezca relajado, fruncido, flácido, abollado, arrugado, pesado, reblandecido o distendido», como explica el antropólogo francés Jean-Jacques Courtine en sus análisis sobre el surgimiento de un nuevo tipo de cuerpo, en la segunda mitad del siglo XX: el de los fisicoculturistas californianos (Courtine 1995: 86). Ese ideal masculino germinó en sintonía con su equivalente femenino, simbolizado por la muñeca Barbie, cuya longilínea figura modelada en plástico rubio sigue diseminando su eficaz pedagogía a escala planetaria.

En su doble versión de género, por tanto, se trata de un tipo de silueta formateada en los Estados Unidos de la década de 1980, cuando florecieron al unísono dos tendencias paralelas y complementarias: una «obsesión por los envoltorios corporales» y una «cultura visual del músculo» (Courtine 1995: 83 y 86). Luego del éxito irradiado por esa nueva modalidad corporal a escala global, se extendió la creencia de que ningún esfuerzo debería ser ahorrado a fin de convertir al propio cuerpo en una imagen de una pureza jamás vista, como un «dibujo de anatomía» que revelase una «tensión máxima de la piel» y una taza de gordura «monstruosamente baja» (Courtine 1995: 86 y 114). Se generalizó, así, una lucha cotidiana contra la terquedad de la carne, en la cual los sujetos contemporáneos se embarcan con la intención de alcanzar una virtualización imagética tan descarnada como descarnante. Así es como opera la moral de la buena forma: sometidos a todas las presiones del desencantado y placentero mundo contemporáneo, los individuos son interpelados por los discursos mediáticos y por el aluvión de imágenes que enseñan tanto las facciones como las leyes del «cuerpo perfecto»; al mismo tiempo, se los informa sobre todos los riesgos inherentes a las actitudes y los estilos de vida que pueden apartarlos peligrosamente de ese ideal. De ellos dependerá tornarse lo que son: ya sea transformando sus cuerpos en un escaparate de sus virtudes y su envidiable bienestar, o todo lo contrario.

Pero sucede que el simple hecho de vivir —el azar de ser un cuerpo vivo, orgánico y material— ya es una enorme desventaja en esa misión, puesto que casi todo conduce al fatídico deterioro físico. Comer, por ejemplo, aunque sea exclusivamente alimentos leves y saludables; o tan solo estar en el mundo mientras el tiempo transcurre y va dejando sus abominables secuelas impresas en la carne. Todo conduce, inexorablemente, a la degeneración. Cabe formular, entonces, una nueva versión de la pregunta central: ¿en pleno auge del «culto al cuerpo», qué es exactamente lo que veneramos? A pesar de todos los avances, las luchas y las liberaciones que supimos conseguir, en pleno siglo XXI, todavía se acusa a nuestros cuerpos de ser impuros y malditos. Claro que en otros sentidos, muy distintos de los que estigmatizaban a la carne humana bajo el cristianismo medieval, por ejemplo, o incluso de aquellos otros que disciplinaron sus movimientos y deseos a la sombra de la moderna moral burguesa. Pero hoy el cuerpo sigue bajo sospecha y se lo somete a una intensa vigilancia, ya que su carnadura insiste en tender fatalmente a las tentaciones y las corrupciones. Si antes los horrores suscitados por tal condición tenían la tonalidad de la trascendencia religiosa o del intimismo laico —que podía involucrar pecados terrenos, culpas interiorizadas y expiaciones divinas—, la nueva versión de esos pavores recicla las antiguas penalidades para reorganizarlas en torno de un eje que pertenece al orden de las apariencias. Por eso, las tentaciones ahora asumen otras formas: alimentos calóricos, drogas, cigarrillos, alcohol, hábitos sedentarios y otras costumbres que se consideran insalubres o pecaminosas. La corrupción, por su parte, se presenta bajo la sombra del envejecimiento y todo su séquito de efectos colaterales desagradables: flaccidez, gordura, despigmentaciones, arrugas, calvicie, entre otras señales de la organicidad perecedera y la finitud biológica.

Son múltiples las repercusiones de esos desplazamientos en nuestros cimientos morales, cuyos impactos resuenan por todas partes. Un ejemplo sería la aversión provocada por ciertas imágenes que muestran escenas eróticas protagonizadas por ancianos, como es el caso de la película Wolke neun, del director alemán Andreas Dresen, presentada en español bajo el título Nunca es tarde para amar, aunque una traducción más literal sería algo así como La nube nueve. Ese largometraje se convirtió en blanco de polémicas y generó mucha discusión al estrenarse, en el 2008. ¿El motivo? Haber osado exponer, en la pantalla grande del cine, los cuerpos desnudos de una mujer y dos hombres, todos septuagenarios, ejerciendo sus pasiones carnales en un clásico triángulo amoroso. O sea, el tipo de visión que no habría espantado a nadie si los personajes fueran interpretados por actores jóvenes y bien esculpidos, pues no ha sido ni la desnudez ni la intensidad sexual de los actos lo que tornó esas imágenes perturbadoras. Sin duda alguna, la incomodidad tuvo otro origen: el filme desafió a la rígida (aunque bastante hipócrita) moral vigente, que impone las tiranías del aspecto juvenil obligatorio y condena a la invisibilidad todo aquello que osa distanciarse de esa norma tan tenaz.

Un efecto comparable fue provocado por la ilustración de un reportaje que anunciaba una noticia: el primer matrimonio civil celebrado en la Argentina por dos mujeres, en abril del 2010. Más allá de las controversias emanadas del propio texto informativo y de la novedad que se estaba divulgando, lo que más irritó la sensibilidad del público lector —a juzgar por los comentarios dejados en las versiones online de los periódicos— fue la foto: una imagen que mostraba el beso feliz de la pareja recién casada, con un ramillete de flores y la certificación de casamiento en la mano de una de las novias. La causa del estupor fue el hecho de que las cónyuges tenían 67 y 68 años de edad, respectivamente, y la mayor incomodidad moral provenía del aspecto de ambas señoras: una apariencia física asociable a la figura de la típica abuela, muy lejos de las divas bien conservadas a las que la industria del espectáculo habituó nuestra mirada. Se notaba, además, en las dos siluetas entrelazadas en ese abrazo apasionado, la inexistencia de cualquier esfuerzo visible por disimular tal condición de «viejas», lo cual las alejaba todavía más de aquellas imágenes sensuales y glamorosas que nuestra tradición mediática suele asociar a los perfiles de las amantes lesbianas (Marianetti 2010).

Un tipo de pudor semejante a ese que lleva a censurar la exhibición de pieles arrugadas, especialmente si se las sorprende en situaciones con connotaciones eróticas, es aquel otro que silencia las imágenes de cuerpos gordos, sobre todo cuando estos también cometen el atrevimiento de asumir alegremente su peso y su tamaño en evidente desnudez, o cuando practican actos abiertamente carnales como comer o fornicar. Se trata de otro tabú raramente desafiado en las producciones audiovisuales contemporáneas, aunque ese camino ya empieza a ser recorrido y amenaza estallar a la brevedad, debido a su potencial apelativo como un nuevo nicho espectacular. Por lo pronto, y con alta diversidad tanto estética como política, episodios de ese tipo pueblan algunos recovecos de internet, genuino antro de las «imágenes aficionadas», además de aparecer en películas más o menos alternativas como Batalla en el cielo, del mexicano Carlos Reygadas (2005), y Estómago, del brasileño Marcos Jorge (2007).

Pero si se trata de poner en escena ese «cuerpo explícito» que las imágenes mediáticas tanto procuran acallar, el campo de las artes plásticas hace ya bastante tiempo que lleva la delantera: desde las feministas enfurecidas de la década de 1970, como Carolee Schneemann y Judy Chicago, hasta las pinturas más actuales de Lucien Freud y Jenny Saville, pasando por las esculturas de Rebecca Warren y Berlinde de Bruyckere, las instalaciones de Gilles Barbier y Wang Du, las fotografías de John Coplans e Yves Tremorin, los retratos de Aleah Chapin e Ignacio Estudillo, solo para mencionar algunos nombres casi al azar. Porque el catálogo es inmenso y sumamente variado; además, la tendencia parece muy vigorosa e incluso imparable, tanto en su voluntad de denunciar las grietas del proyecto purificador como en sus posibles aportes a la banalización de una carnalidad espectacularizada.

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