Kitabı oku: «El deler per les paraules», sayfa 3

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El hecho ético-práctico instantáneo interrumpe la institución y el formalismo de las leyes y de los Estados a los que precede. Así, enfrentado al asesinato, el filósofo de Rousseau llamará a la policía, lo cual no es de ningún modo reprochable, pero suspende la responsabilidad ética y la convierte, arruinándola, en responsabilidad civil. Este actuar, a su vez, deberá ser diacrónicamente interrumpido por la justicia y el orden de la simetrización. Pues también tiene «derecho» a ser considerado desde el lugar común compartido de la política, para todos y por todo. Obsérvese que no se trata de hacer una relación o una serie de relaciones, sino una imbricación desigual y sin término de interrupciones. Con Levinas, podemos llamar inspiración a ese movimiento de infinitización. La inspiración sugiere algo muy distinto de la deducción, de la traducción, de la dialectización. Se sigue de la distancia irreductible entre proximidad y justicia, se hace incesantemente cargo de la positividad de esta separación,18 significa una trascendencia insuprimible, una separación absoluta, pero en movimiento, inestable. En este sentido, podemos determinarla como el modo en que la política es investida por aquello que no es ella, por la ética, por aquello que, antes que ella, la deja advenir como cuestión y que, después de ella, todavía relanza su significación en la justicia que excede la justicia. A partir de la intransitividad, de la intraducibilidad, se produce entonces una reiteración infinita del cuestionamiento a propósito de aquello que está entre el «después» de la política y su «antes» ético, entre «el estar-juntos-en-un-lugar», la comunidad al uso, y «aquello que no podría tener ningún lugar», lo humano, como dice Levinas.19 Este aspecto, como puede verse sin dificultad, es eminentemente político, y sitúa al mismo tiempo el punto débil de «toda política». De lo que se trata es de pensar juntas la alteridad y la medida, de encarar un conjunto sin medida común, un conjunto disyunto en el que las discontinuidades formaran el espacio incierto de la inspiración. Juntos y no juntos: una comunidad, una «entrada» en una comunidad que no sería y no será jamás otra cosa que la instancia de una palabra de la ausencia de comunidad –y sin que nada pueda hacer comunidad, ni siquiera la comunidad de aquellos que no tienen comunidad.20

Los movimientos infinitos de inspiración y de instantaneidad del acto se condicionan mutuamente, se hacen infinitos e instantáneos sin poder mantenerse jamás en los distintos «momentos» que podrían igualarse dialécticamente. Mientras más justo me creo y más satisfecho me siento con esta creencia, menos lo soy. Este resurgimiento de la responsabilidad sin fin no deja de exponerme a la llamada de un sufrimiento y a la obligación intransferible de tener que pasar la prueba. Hay quizá en esta ética de la respuesta infinita una lección o al menos los frágiles lineamientos de una posición de insumisión a las posibilidades sólo racionalmente predeterminadas. Lo que aquí o allá puede aparecer como una subordinación demasiado rápida a la hybris siempre amenazante de una cualificación nada aleatoria de estas posibilidades, de su ensanchamiento hacia una realización sin separación, sin diferencia, se encontrará entonces sometido a una fuerte y estimulante reinterrogación.

La asimetría levinasiana se esfuerza en decir, en el plano mismo de la ética, la imposibilidad de la relación entre ética y política. Pero esta imposibilidad significa según una doble articulación. Es imposible en el sentido en que dicha relación no se deja pensar ni describir según el modo de una extensión universal. Al mismo tiempo, y en la medida en que excede el pensamiento desbordándolo por la inmediatez de un actuar, esta imposibilidad requiere un ejercicio, una puesta a prueba de sí mismo. A fin de cuentas, la ética Levinasiana no sólo no implica la despolitización del pensamiento, sino que tiene como fondo una mesianización del actuar en el instante: el Mesías soy yo en el instante de la llamada. Mesianización desencantada quizá, pero jamás plegada o resignada o simplemente asignada al orden existente. El orden es necesario, y es preciso que sea, de alguna manera, asintóticamente justo; pero esta necesidad no agota jamás las exigencias de la alteridad, la alteridad del otro y, desde esta alteridad, la alteridad de otro tiempo, de otro mundo y de otra vida.

* «Intransitivité de l’éthique». Traducción de Daniel Barreto González y Andrés Alonso Martos. Añadimos corchetes a las notas del autor para consignar las referencias castellanas de las obras de Levinas aquí citadas.

1 E. Levinas: Autrement qu´être ou au-delà de l´essence (AE), París, Le Livre de Poche, 1991, p. 245 [De otro modo que ser o más allá de la esencia (DS), trad. cast. de A. Pintor Ramos, Salamanca, Sígueme, 1987, p. 236. Traducción ligeramente modificada].

2 AE, p. 24 [DS, p. 54].

3 AE, p. 245. Los comentarios que siguen se refieren, salvo mención expresa, a la p. 245 y a las dos siguientes [DS, pp. 236 y ss.].

4 Ibíd., p. 249 [p. 239].

5 I. Kant: Doctrine de la vertu, trad. A. Philonenko, París, Vrin, 1968, §24, p. 126 [«Principios metafísicos de la doctrina de la virtud», §24 en La Metafísica de las costumbres, trad. cast. de A. Cortina y J. Conill, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 317-318]: «La conexión entre los seres racionales (...) se produce por atracción y repulsión. En virtud del principio del amor recíproco, necesitan acercarse continuamente entre sí; por el principio del respeto que mutuamente se deben, necesitan mantenerse distantes entre sí; y si una de estas dos grandes fuerzas morales desapareciera, “la nada (de la inmoralidad), con las fauces abiertas, se tragaría el reino entero de los seres (morales), como una gota de agua”».

6 Efectivamente, todo aquí tiene que ver con el punto de vista, como lo muestra Deleuze, comentando a Leibniz y a Nietzsche, cuando explica que «la curvatura de las cosas» requiere la toma de perspectiva (Curso del 16-12-86 sobre Leibniz). Adviértase que es exactamente esta «filosofía del punto de vista» la que Rosenzweig, refiriéndose también a Nietzsche, expone al comienzo de La Estrella de la redención [trad. cast. de M. García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1997].

7 «El hecho ético no debe nada a los valores; son los valores los que se lo deben todo a él» (E. Levinas: De Dieu qui vient à l´idée, París, Vrin, 1982, p. 225) [De Dios que viene a la idea, trad. cast. de G. González-Arnaiz y J.-M.ª Ayuso Díez, Madrid, Caparrós, 1995, p. 237].

8 AE, p. 265 [DS, p. 252, traducción ligeramente modificada].

9 E. Levinas: «Paix et proximité», en J. Rolland (ed.): Les cahiers de La nuit surveillée, n.º 3, París, Verdier, 1984, p. 341 [«Paz y proximidad», trad. cast. de Andrés Alonso Martos y Francisco Amoraga Montesinos, Laguna, 18 (marzo 2006), Universidad de La Laguna, Tenerife, pp. 143-151].

10 AE, p. 265 [DS, p. 252].

11 No simplemente, por supuesto, en el sentido althusseriano de la «lucha de clases en la teoría», sino, más originariamente, como la condición de posibilidad de esta afinidad, de esta «alianza» de la política y de la filosofía, que me parece muy bien iluminada por Levinas.

12 AE, pp. 263-264 [DS, pp. 250-251].

13 La pregunta por la justicia se efectúa, en el segundo libro de la República, en un marco en el que sólo una verdad se da a considerar directamente a los individuos; y, según una exageración mayor, en la exigencia racional de una sociedad ordenada.

14 Pascal: Pensées, París, Gallimard, p. 1163 [Pensamientos, trad. cast. de M. Parajón, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 236-237; trad. ligeramente modificada].

15 E. Levinas: Totalité et Infini, La Haya, Martinus Nijhoff, 1961, p. 276 [Totalidad e Infinito, trad. cast. de Daniel Guillot, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 304].

16 Por retomar una expresión de la que Vaclav Havel pudo colegir en su tiempo algunas consecuencias bastante prácticas, pero que podemos leer ya tal cual en Franz Rosenzweig.

17 J.-J. Rousseau: Œuvres complètes, París, Seuil, vol. II, p. 224 [Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, trad. cast. de A. Pintor Ramos, Madrid, Tecnos, 1998, pp. 151-152].

18 Basta evocar, en exacto contrapunto, la afirmación de Hitler: «El Estado total no tolera ninguna diferencia entre la moral y el derecho».

19 AE,in fine.

20 Estamos aquí cerca de las cuestiones de Bataille, Blanchot, Nancy y, a la vez, muy lejos de sus consideraciones.

LEVINAS Y LØGSTRUP EN EL MUNDO GLOBALIZADO DE CONSUMIDORES

Zygmunt Bauman*

University of Leeds, University of Warsaw

Emmanuel Levinas fue discípulo de Edmund Husserl. Sus primeros estudios y publicaciones independientes, empezando por su premiado ensayo de 1930 sobre la función de la intuición en la obra de Husserl, estaban dedicados a la exégesis y la interpretación de las enseñanzas del fundador de la fenomenología moderna y siguen siendo testimonios explícitos de esa deuda intelectual. Este punto de partida determinaría la trayectoria posterior de la obra de Levinas, aunque más en lo que respecta a sus herramientas, modo de razonamiento y métodos que a sus propósitos, hallazgos y proposiciones sustanciales, opuestos en aspectos cruciales a los de Husserl.

Lo que Levinas debía a Husserl, en primer lugar, era el osado acto de la reducción fenomenológica, «un acto –en sus propias palabras– de violencia que el hombre se hace a sí mismo (...) para volver a encontrarse como pensamiento puro»,1 y el estímulo, el coraje y el respaldo de la autoridad para una audacia aún mayor, necesarios para que la intuición de la filosofía preceda (y preforme) a la filosofía de la intuición.2 Gracias a la autoridad de la reducción fenomenológica –el procedimiento concebido, practicado y legitimado por Husserl–, Levinas llegaría a anteponer la ética a la ontología, en el acto que funda su propio sistema filosófico.

Siguiendo el itinerario propuesto y contrastado por la reducción fenomenológica de Husserl, «poniendo entre paréntesis» y empleando la herramienta de la epojé (separación, eliminación, suspensión), Levinas procedió a desvelar el misterio de «la ley moral dentro de mí» de Kant: la exploración de la «ética pura», absoluta, prístina, extemporal y extraterritorial, no contaminada por los productos del reciclado social ni adulterada por inserciones ilegítimas, heterogéneas, accidentales e innecesarias; la ética del significado puro –intencional, como según Husserl han de ser todos los significados puros– que posibilita la concepción de los demás significados adscritos e imputados, al mismo tiempo que los pone en entredicho y los explica.

Ese viaje de exploración no llevó a Levinas, en clara oposición a Husserl, a la «subjetividad trascendental», sino a la «otredad» trascendental, indomable e impenetrable del Otro. La última fase de la reducción fenomenológica del estilo de Levinas es la alteridad, esa irreductible otredad del Otro que despierta al Yo a sus responsabilidades únicas y colabora, aunque de manera indirecta, en el nacimiento de la subjetividad. Al cabo de la tarea de reducción de Levinas se produce el encuentro con el Otro, la impresión de ese encuentro y la silenciosa llamada del Rostro del Otro, no la subjetividad que siempre había estado ahí, introvertida, solitaria y desdeñosa, imperturbada, que elabora los significados, como la araña, desde su propio abdomen. Según la magistral interpretación de los hallazgos de Levinas que hace Harvie Ferguson,

el otro no es un fragmento diferenciado, o una proyección, de lo que antes es interno a la conciencia, ni puede ser asimilado a la conciencia en modo alguno; está, y sigue estando, «fuera del sujeto» (...). Lo que emerge tras la reducción del mundo objetivo, activamente constituido, de la vida cotidiana no es el ego trascendental ni la pura transición de la temporalidad, sino el hecho bruto, misterioso, de la exterioridad.3

No se trata (como afirma Husserl) de que el ego transcendental guarde cotidianamente a buen recaudo el mundo objetivo y pueda así volver a él, a sus raíces y al estado original de pureza primordial, mediante el esfuerzo determinado de la reducción fenomenológica, limpio de las poluciones mundanas y restaurado en su esencia. El ego, el Yo y su autoconciencia adquieren el ser en el enfrentamiento simultáneo de los límites y el desafío inasequible de la potencia creativa de sus intenciones e intuiciones: la «alteridad absoluta» del Otro como una entidad resguardada y protegida, permanentemente externa, que rechaza obstinadamente ser absorbida y asimilada y que, por tanto, incita y refuta el imparable esfuerzo del ego para trascender el abismo que los separa. En clara oposición a su profesor de filosofía, Levinas usa su metodología para reafirmar la autonomía del mundo contra el sujeto; enfáticamente no diseñador ni creador del mundo a la manera de Dios, el sujeto adquiere el ser al asumir la responsabilidad de la alteridad indomable e intransigente del mundo. Si para Heidegger Sein era «ursprünglich» Mitsein, para Levinas es (también «ursprünglich») Fürsein. El Yo nace en el acto de reconocimiento de su ser para el Otro.

Siguiendo a Husserl, Levinas emprende un viaje de exploración en busca de la Sachen selbst, en su caso de la esencia de la ética, y la encuentra una vez ha «puesto entre paréntesis» y dejado a un lado todo lo accidental, contingente y superfluo, en el ser-en-el-mundo, que ex post facto interfiere en la comparación del Yo pensante/sentiente con el Rostro del Otro al reducir la modalidad del «ser para», por naturaleza ilimitado y para siempre indefinido, a la serie finita de mandamientos y prohibiciones. Como Husserl, trae consigo de su viaje de descubrimiento ricos trofeos que no habría podido adquirir de un modo menos tortuoso: el inventario de las constantes de la existencia moral y de las relaciones éticamente saturadas, rasgos de la condición prístina de la que parte toda existencia moral y a la que vuelve en cada acto moral.

*

«El Otro» y «El Rostro» son nombres genéricos, pero en cada encuentro moral, en el corazón del misterio de «la ley moral dentro de mí», cada nombre responde a un ser, sólo a uno, nunca más que a uno: un Otro, un Rostro. Ningún nombre podrá aparecer en plural al término de la reducción fenomenológica. La otredad del Otro es equiparable a su unicidad; cada Rostro es uno y sólo uno, y su unicidad desafía la endémica impersonalidad de la regla.

Es esta intransigente singularidad lo que vuelve redundante y en su mayor parte irrelevante todas las cosas que colman la vida cotidiana de cualquier ser humano de carne y hueso; el propósito de sobrevivir, la autoestima o el enaltecimiento, la yuxtaposición racional de medios y fines, el cálculo de pérdidas y ganancias, la procuración del placer, la paz o el poder... Entrar en el espacio moral de Levinas requiere tomarse un respiro en los asuntos diarios y dejar a un lado sus normas y convenciones mundanas. Al «encuentro moral de los dos», tanto Yo como el Otro llegamos desvestidos de los atuendos sociales, despojados de estatus, de distinciones sociales e identidades impuestas o socialmente tramadas, de posiciones o roles. No somos ricos ni pobres, ni superiores ni inferiores, ni poderosos o desposeídos. No se aplican estas calificaciones a los miembros de la pareja moral. Lo que lleguen a ser surgirá en y gracias a su condición de ser dos.

A sus anchas en ese espacio y sólo allí, el Yo moral ha de sentirse incómodo –confundido, perdido– cuando el encuentro moral de los dos es interrumpido por un Tercero. No sólo el Yo moral se siente incómodo; también Levinas, su explorador y portavoz. No se necesita una prueba mayor de su incomodidad que la urgencia obsesiva, casi impulsiva, con la que vuelve en sus últimos escritos y entrevistas al «problema del Tercero», es decir, a la posibilidad de salvar la relación ética nacida, crecida y cuidada en el invernadero de la compañía de dos, en las situaciones de la vida mundana, ordinaria, donde las intervenciones, intrusiones e «intromisiones» de incontables «terceros» son la pauta diaria.

Como Georg Simmel señaló en su comparación fundamental entre las relaciones diádicas y triádicas, «la característica decisiva de la díada es que cada uno de los dos miembros debe encargarse de algo y que, en caso de fracasar, sólo queda el otro, no una fuerza supraindividual, como prevalece en un grupo incluso de tres». Esto, insiste Simmel, «le da a la relación diádica una coloración muy marcada y específica (...), pues el elemento diádico suele enfrentarse con más frecuencia al todo o nada que un miembro de un grupo mayor».4 Es fácil ver por qué la relación diádica tiende naturalmente al «encuentro moral de los dos» (incluso es idéntica), y por qué tiende a ser un hábitat natural (casi una nodriza) de la «incondicionalidad de la responsabilidad» o del «silencio de la demanda ética» que probablemente no surgiría ni arraigaría de otro modo; no brotaría espontáneamente ni sería sostenida por grupos más amplios en los que prevalecen las relaciones mixtas sobre las relaciones inmediatas, cara a cara, y proporcionan, por tanto, una matriz para muchas alianzas y divisiones alternativas. También es fácil ver por qué una entidad pensante/sentiente crecida en el confinamiento seguro de la díada es sorprendida y se siente fuera de su elemento cuando se encuentra en una situación en la que hay un tercero. Es fácil ver por qué las herramientas y los hábitos desarrollados en una relación diádica han de ser examinados y complementados para que una tríada sea viable.

Hay un parecido notable entre el intenso, pero al final inconcluso y frustrante intento de Levinas para devolver al Yo moral al mismo mundo de cuyas trazas ha tratado de purificarlo durante toda su vida, y el exorbitante, incluso hercúleo, aunque igualmente frustrado y frustrante intento del anciano Husserl para regresar a la intersubjetividad desde la «subjetividad trascendental», que había tratado de limpiar durante toda su vida de adulteraciones «interpuestas». La pregunta es si la capacidad y aptitud moral, hecha a la medida de la responsabilidad por el Otro como el Rostro, será lo bastante capaz y potente, y estará suficientemente dispuesta y será lo suficientemente vigorosa para acomodarse y llevar una carga completamente distinta de responsabilidad por el «Otro como tal», otro indefinido y anónimo, otro sin rostro (disuelto en la multitud de «otros otros»). ¿Podrá una ética nacida y cultivada en el seno del encuentro moral de los dos trasplantarse en la «comunidad imaginada» de la sociedad humana y, más allá, en la comunidad global imaginada de la humanidad?

Para decirlo de una vez: ¿prepara la educación moral recibida en el seno del encuentro moral de los dos a sus miembros para vivir en el mundo?

Antes de que el mundo, obstinada y vejatoriamente inhospitalario para la ética, se convirtiera en su principal y obsesiva preocupación, Levinas lo visitó en relativamente pocas ocasiones, breve y cautelosamente, y casi nunca por propia iniciativa, sino urgido por acuciantes. En «La moralidad empieza en casa, o el empedrado camino hacia la justicia» doy cuenta de esas visitas desde «Le moi et la totalité» de 1954 hasta «De l’unicité», publicado en 1986.5

Conforme pasó el tiempo, el espacio y la atención dedicados a las oportunidades del impulso moral que pone a prueba, en el amplio escenario social, «la amabilidad que lo engendró y lo mantiene con vida»,6 crecieron gradual, pero imparablemente. El mensaje más elaborado hacia el final de la vida de Levinas fue que el impulso moral, aunque sea soberano y autosuficiente en el seno del encuentro moral de los dos, es una pobre guía una vez se aventura fuera de sus límites. La frustrante infinidad e incondicionalidad de la responsabilidad moral, o (como el gran filósofo danés de la ética Knud Løgstrup diría) el nocivo silencio de la demanda ética que insiste en que hay que hacer algo, pero rechaza obstinadamente especificar el qué, no se sostiene cuando el «Otro» aparece en plural, como él o ella lo hacen en la sociedad humana. En el mundo densamente poblado de la cotidianidad humana, el impulso moral necesita códigos, leyes, jurisdicción e instituciones que los dispongan y supervisen: al ser proyectado en la gran pantalla de la sociedad, el sentido moral se reencarna en, o vuelve a procesarse como, justicia social.

En presencia del Tercero –dice Levinas en una conversación con François Poirié– abandonamos lo que yo llamo el orden de la ética, o el orden de la santidad o el orden de la misericordia, o el orden del amor, o el orden de la caridad, donde el otro ser humano me concierne con indiferencia del lugar que ocupa en la multitud de seres humanos, e incluso con indiferencia de nuestra condición compartida de individuos de la especie humana; me concierne como alguien cercano a mí, como el primero en llegar: es único.7

Simmel añadiría que «el punto esencial es que, en una díada, no hay mayoría sobre el individuo. Esa mayoría, sin embargo, es posible con la mera adición de un tercero. Pero las relaciones que permiten que el individuo sea gobernado por una mayoría devalúan la individualidad». Devalúan, por tanto, la unicidad y la privilegiada cercanía, y las prioridades incontestadas, y las responsabilidades incondicionales de la primera piedra de la relación moral.

*

La repetida afirmación de que «Éste es un país libre» (queriendo decir que cada uno decide qué clase de vida desea llevar, cómo vivirla y escoge las opciones que hacen posible esa decisión, de modo que no sea culpa de otro si las cosas no salen como esperábamos) sugiere la alegría de la emancipación que se mezcla inseparablemente con el horror de la derrota. «Un hombre libre –diría Joseph Brodsky– no culpa a nadie cuando fracasa»8 (salvo a sí mismo...). Por poblado que esté el mundo, no hay nadie a quien atribuir mi fracaso. Como Levinas diría, repitiendo a Dostoievski: «Somos culpables de todo y por todos los hombres, y yo más que nadie», añadiendo: la responsabilidad es mi cometido. La reciprocidad es el suyo. «El Yo siempre tiene una responsabilidad más que los otros».9

Obtener la libertad se considera un acto de emancipación exultante, sea de obligaciones estrechas e irritantes prohibiciones, o de monótonas y empobrecedoras rutinas. Poco después, la libertad se convierte en el pan de cada día y una nueva clase de horror, no menos estremecedora que los terrores de los que nos hemos librado gracias a la libertad, hace que los recuerdos del pasado empalidezcan: el horror de la responsabilidad. Las noches que siguen a los días de rutina obligatoria están llenas de sueños de libertad de las constricciones. Las noches que siguen a los días de opciones obligatorias están llenas de sueños de libertad de la responsabilidad.

Es algo, por tanto, que merece destacarse, pero apenas resultará sorprendente que los dos ejemplos más poderosos y persuasivos de la necesidad de la sociedad (es decir, de un sistema comprehensivo, sólidamente establecido y eficazmente protegido, de constricciones y reglas) aducidos por los filósofos desde el inicio de la transformación moderna provengan del reconocimiento de las amenazas físicas y de las cargas espirituales endémicas a la condición de la libertad.

El primer caso, articulado por Hobbes y elaborado con detalle por Durkheim y Freud, y a mediados del siglo XX convertido en la doxa de los filósofos y científicos sociales, presenta la coerción social y las constricciones impuestas por la regulación normativa a la libertad individual como medios necesarios, inevitables y, en última instancia, saludables y beneficiosos de protección de la unidad humana contra «la guerra de todos contra todos» y de los individuos humanos contra la «vida que es odiosa, sucia y breve». El cese de la coerción social, defienden los partidarios de este caso (si ese cese fuera posible o concebible), no liberaría a los individuos; por el contrario, sólo los haría incapaces de resistir a las enfermizas presiones de sus propios instintos, esencialmente antisociales. Los haría víctimas de una esclavitud aún más horrible que la de todas las presiones que la realidad social firme pudiera producir. Freud presentó la coerción socialmente ejercida y la limitación resultante de las libertades individuales como la esencia misma de la civilización: puesto que «el principio del placer» (como el impulso a buscar gratificaciones sexuales o la innata inclinación humana a la pereza) guiaría, o más bien desorientaría la conducta individual hacia la tierra baldía de la asociabilidad o sociopatía, a menos que fuera constreñido, atado y contrarrestado por «el principio de realidad», ayudado por el poder y ejercido en nombre de la autoridad, la civilización sin coerción es impensable.

El segundo ejemplo de la necesidad, de hecho de la inevitabilidad de la regulación normativa socialmente establecida, y por tanto de la coerción social que constriñe la libertad individual, se funda en una premisa opuesta: la del desafío ético al que los seres humanos se exponen por la presencia misma de los otros, por la «silenciosa apelación del Rostro», un desafío que precede a todos los establecimientos ontológicos socialmente creados y socialmente mantenidos y que, al menos, trata de neutralizar, contener y limitar ese desafío, de otro modo infinito, de hacerlo soportable y capaz de vivir con él. En esta versión, elaborada con detalle por Levinas y Løgstrup, la sociedad es primordialmente un artificio para reducir la responsabilidad-por-el-otro esencialmente incondicional e ilimitada a una serie de prescripciones y proscripciones con las que las habilidades humanas puedan arreglárselas. La función principal de la regulación normativa, y la causa más importante de su inevitabilidad, es hacer del ejercicio de la responsabilidad (Levinas) o de la obediencia de la demanda ética (Løgstrup) una tarea realista para la «gente corriente», que no alcanza las pautas de la santidad y que debe quedar al margen de ellas si la sociedad ha de ser concebible. Como lo plantea el propio Levinas:

Es extremadamente importante saber si la sociedad, en el sentido habitual del término, es el resultado de la limitación del principio de que los hombres son depredadores unos de otros, o si, por el contrario, resulta de la limitación del principio de que los hombres viven para los otros. ¿Es resultado lo social, con sus instituciones, formas universales y leyes, de limitar las consecuencias de la guerra entre ellos, o de limitar la infinidad que se abre en la relación ética del hombre con el hombre?10

En suma, ¿es la «sociedad» el producto de embridar las inclinaciones egoístas, agresivas, de sus miembros con el deber de la solidaridad, o, por el contrario, de atemperar su endémico e ilimitado altruismo con la «orden del egoísmo»?

Usando el vocabulario de Levinas, podríamos decir que la función principal de la sociedad, «con sus instituciones, formas universales y leyes», es hacer de la responsabilidad por el Otro, esencialmente incondicional e ilimitada, algo tanto condicional (en circunstancias escogidas, debidamente enumeradas y claramente defi nidas) como limitado (a un grupo escogido de «otros», considerablemente menor que la totalidad de la humanidad y, lo que es más importante, más reducido y fácil de manejar que la indefinida suma total de «otros» que podrán despertar en los sujetos el sentimiento de una responsabilidad inalienable, ilimitada). Si usamos el vocabulario de Løgstrup (un pensador notablemente cercano a las opiniones de Levinas y que, como Levinas, insiste en la primacía de la ética sobre las realidades de la vida-en-sociedad, y como él, apela al mundo para que explique por qué ha fallado en elevar las pautas de la responsabilidad ética), diríamos que la sociedad es un acuerdo para hacer audible (es decir, específico y codificado) el mandamiento ético, de otro modo obstinada y vejatoriamente, desgarradoramente silencioso (por ser inespecífico), y reducir la infinita multitud de opciones que ese mandamiento podría implicar a una escala menor y más manejable.

*

Sin embargo, lo que ha ocurrido es que la sociedad líquida moderna de consumidores ha minado el crédito y el poder de persuasión de ambos ejemplos en aras de la inevitabilidad de la imposición social, cada uno de un modo distinto, pero por la misma razón: el evidente y expansivo proceso de desmantelamiento del antaño comprehensivo sistema de regulación normativa, que aparta cada vez más aspectos de la conducta humana de las pautas sociales y coercitivas, de la supervisión y los cursos de acción, y relega cada vez más funciones hasta ahora socializadas al reino de la «política de la vida» de los hombres y mujeres individuales. En las situaciones desreguladas y privatizadas que se centran en las preocupaciones y los objetivos de los consumidores, la responsabilidad por las opciones, por la acción que sigue a la decisión y por las consecuencias de esa acción, pesa sobre los hombros del agente individual. Como Pierre Bourdieu señaló hace veinte años, la estimulación ha reemplazado a la coerción, la seducción a la imposición forzosa de pautas de comportamiento obligatorias, el surgimiento de nuevas necesidades y deseos a la conducta PR y al consejo.

En apariencia, la llegada del consumismo ha privado al caso hobbesiano de buena parte de su crédito original, pues no se han materializado las catastróficas consecuencias, en teoría inevitables, de la retirada o el menoscabo de la regulación normativa socialmente administrada.

La nueva profusión y la intensidad sin precedentes de los antagonismos interindividuales y de los conflictos pendientes que ha seguido a la progresiva desregulación y privatización de funciones que en el pasado correspondían a la «sociedad», son ampliamente reconocidas y se encuentran en el centro del debate, pero la desregulada y privatizada sociedad de consumidores está lejos aún, y en apariencia ni siquiera tiende a acercarse, de la terrible visión de Hobbes del bellum omnium contra omnes. No le ha ido mejor al caso freudiano de la naturaleza necesariamente coercitiva de la civilización. Parece probable (aunque el jurado no se ha pronunciado aún) que –una vez expuestos a la lógica del mercado para que escojan por sí mismos– los consumidores consideren que las relaciones de poder entre los principios de placer y realidad se han invertido. Ahora es el «principio de realidad» el que se encuentra a la defensiva; diariamente se le obliga a retirarse, limitarse y comprometerse ante los repetidos asaltos del «principio del placer». Lo que los poderes fácticos de la sociedad consumista parecen haber descubierto para beneficio propio es que hay poco que ganar sirviendo a los duros y firmes «hechos sociales» tenidos por indomables e irresistibles en la época de Durkheim, mientras que obedecer el infinitamente expansible principio del placer promete un provecho comercial infinitamente extensible. La evidente y creciente «suavidad» y flexibilidad de los «hechos sociales» líquidos modernos ayuda a emancipar la búsqueda del placer de sus limitaciones en el pasado y franquea el paso a la explotación completa del mercado.

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