Kitabı oku: «Historia crítica de la literatura chilena»

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© LOM ediciones Primera edición, octubre 2017 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN IMPRESO: 9789560009937 ISBN DIGITAL: 9789560012784 Coordinación general: Grínor Rojo / Carol Arcos Coordinación del volumen: Stefanie Massmann Edición de textos: Daniela Schröder Motivo de portada: «Virgen de la Merced orante», óleo sobre tela de José Gil de Castro, ca. 1814-1817 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro N°: 309.017 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Prefacio

Carol Arcos y Grínor Rojo

El presente volumen es el primero de los cinco que componen la colección Historia crítica de la literatura chilena, un proyecto cuyo propósito es reunir un corpus coherente de crítica contemporánea sobre el desarrollo de la literatura nacional. Para ello, hemos convocado a un colectivo de prestigiosos especialistas tanto chilenos como extranjeros. Además de este volumen, que se ocupa de las letras de la era colonial, publicaremos próximamente un segundo volumen dedicado a la literatura del siglo XIX, cubriendo el período de la independencia y formación del Estado nacional; un tercero sobre lo producido en el cambio de siglo, durante el primer proceso de modernización (1870-1920); un cuarto, que va desde la eclosión de las vanguardias hasta 1973, durante el segundo proceso de modernización; y un quinto, que cubre desde fines del siglo XX hasta la actualidad, tercer proceso de modernización. Cada uno de estos volúmenes ha estado a cargo de uno o dos coordinadores, en tanto que los coordinadores generales nos hemos preocupado de la supervisión global del proyecto.

Al contrario de lo que ocurre en otros países de América Latina (Argentina, México, Brasil o los países de Centroamérica), no existe hasta hoy en Chile una historia de la literatura nacional con las características de la nuestra. Existen historias de la literatura chilena, por supuesto, como la Historia de la literatura colonial de Chile (1878), de José Toribio Medina, en el siglo XIX, y en el XX Literatura chilena (1920), de Samuel Lillo; la Historia personal de la literatura chilena (desde don Alonso de Ercilla a Pablo Neruda) (1954), de Alone; la Historia de la literatura chilena (1955), de Hugo Montes y Julio Orlandi; o la Historia de la literatura chilena (1994), de Maximino Fernández, y algunas más, pero con objetivos, enfoques y dimensiones que por distintas razones son más limitados que los de nuestro proyecto, aun cuando la relevancia de esos esfuerzos no pueda ni deba desconocerse. La escritura de una historia crítica de la literatura chilena se nos apareció, en consecuencia, como una tarea imperiosa y urgente. No solo para remediar un descuido, el que no hubiera habido en nuestro país hasta hoy un proyecto con las características que nosotros estimábamos indispensables, sino también porque, aun cuando la problematización de la historiografía literaria, sus conceptualizaciones, clasificaciones y periodizaciones, venía siendo a nivel internacional objeto de discusiones y fuertes polémicas por parte de los cultivadores de la disciplina desde hacía treinta o más años, en Chile ello había pasado casi desapercibido. Era pues hora de renovar entre nosotros paradigmas historiográficos a los que el tiempo tornara obsoletos.

La conexión entre literatura y sociedad, conexión que no significa subsumir a la primera en la segunda o hacer de la primera un mero reflejo de la segunda, es la primera de las premisas críticas en que se basa este proyecto. Creemos que la literatura debe ser abordada en su especificidad, pero también consideramos que una historia de la literatura no es concebible sin que se establezcan las debidas conexiones con la cultura de la que forma parte y con la historia general.

Respecto del problema de la periodización, estimamos que las perspectivas con que se ha operado hasta la fecha son deficitarias. Entre ellas, la llamada «teoría de las generaciones», que como es sabido ordena el continuum temporal a partir de las fechas de nacimiento de los autores. Nuestra opinión es que esta perspectiva resulta de escasa utilidad en un proyecto como el que ahora presentamos. En cambio, aunque cuidándonos de no perder de vista las necesidades que son privativas del desarrollo de las letras en América Latina y en Chile, nos parece que la teoría de los «campos culturales», desarrollada por Pierre Bourdieu («El campo literario. Prerrequisitos críticos y principios de método», 1990; Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto 2002, etc.), pudiera adecuarse mejor a nuestros fines.

Otro aspecto al que hemos dado relevancia es la necesidad de proceder a una enérgica reformulación del canon. Una historia actual, como queremos que sea la nuestra, nos obligó a considerar prácticas literarias que tradicionalmente habían sido ignoradas o, en el mejor de los casos, minimizadas. Entre ellas, la literatura de los pueblos indígenas, la de mujeres y la de la diversidad sexual cobran especial significación.

En cuanto a sus alcances, esta Historia crítica de la literatura chilena ha sido pensada para un público lector culto, pero amplio, nacional e internacional. Para ese público, este libro y los que lo seguirán debieran tener el valor de una fuente bibliográfica estándar o, con más precisión, el valor de una herramienta necesaria para el conocimiento de una rama importantísima de la cultura del país. De hecho, nos parece que tendría que constituirse en un ítem de bibliografía obligatoria para las clases de literatura en los últimos cursos de la Enseñanza Media y en los de la Educación Superior. Asimismo, consideramos que apreciarán esta publicación los investigadores en el campo.

Junto con los veintiséis investigadores que participaron en la redacción de este primer volumen sobre la literatura chilena de la era colonial, hay instituciones y personas que también fueron de importancia para que él viera finalmente la luz y a las que queremos agradecer en este prefacio. En primer lugar, a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile que, desafiando la crónica penuria financiera que afecta a las universidades públicas de nuestro país, nos apoyó en la medida de sus posibilidades. Igualmente, necesitamos dejar constancia de nuestra gratitud para con el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la misma Universidad y, en particular, para con su directora, la profesora Claudia Zapata Silva. El Consejo Nacional de la Cultura y las Artes nos favoreció en dos ocasiones a través de su Fondo del Libro, y en otras tres nos rechazó. LOM ediciones acogió, en cambio, nuestra propuesta con generosidad y entusiasmo.

La participación de Daniela Schröder en las faenas de edición del presente volumen fue medular y decisiva. También destacada fue la labor de Catalina Olea en su calidad de ayudante a lo largo de toda la ejecución del proyecto. Excepcional, por su eficiencia y por su excelente disposición, ha sido en todo momento la secretaria del CECLA, Marieta Alarcón.

Santiago, 15 de marzo de 2017

Introducción

Stefanie Massmann

Este libro trata fundamentalmente de la producción letrada del período colonial en el Reino de Chile, resultado de una praxis cultural inmersa en una sociedad determinada. La escritura es una práctica de una pequeña parte de la población y tiene objetivos muy específicos: dar cuenta de la hazaña de la conquista, solicitar mercedes y encomiendas, discutir políticas públicas en relación con la Guerra de Arauco, dar a conocer la patria al lector europeo, etc. La producción letrada da cuenta de las aspiraciones de una minoría europea o criolla y deja fuera, por ejemplo, a la población indígena –la más numerosa– y a la población africana. Esta última aparece de forma circunstancial en la producción letrada colonial, aunque formó parte importante de la vida de las ciudades en Chile1, y solo recientemente ha sido objeto de estudios historiográficos. Estos han determinado, por ejemplo, que en los años de 1630, la mano de obra africana era casi universal (Zúñiga 90), y aunque las cifras exactas son difíciles de determinar, en Santiago su número alrededor de esas fechas pudo haber llegado incluso a bordear el tercio de la población2. Las mujeres españolas o criollas, que fueron aumentando en número a medida que se asentaba la conquista, aparecen representadas solo de manera ocasional y su producción escrita está a la vez restringida a la carta privada o al ámbito conventual.

Si bien la población originaria de Chile aparece representada –en especial los «araucanos», que opusieron la mayor resistencia a la conquista–, los escritos coloniales no dan cuenta de la ruptura que significó para ellos la imposición de otra forma de vida como consecuencia de la conquista. En términos demográficos, el impacto fue considerable: la población mapuche anterior al momento de la invasión se calcula entre los 705.000 y 900.000 habitantes, y después de esta, en unos 100.000 a 150.000, cifra que se mantiene más o menos estable durante los siglos XVII, XVIII y XIX (Bengoa 157)3. Para la población mapuche, la conquista significó, además, cambios en las formas de producción y en los sistemas de convivencia y organización social, los que pueden describirse como el paso de una «sociedad ribereña» a una sociedad ganadera (Bengoa 2003). A ello debe agregarse el advenimiento del sincretismo religioso, la concentración y fijeza de estructuras sociales que antes se caracterizaban por la dispersión y, finalmente, los cambios en la identidad que acompañan al surgimiento de una conciencia política y étnica en la cual adquiere relevancia la oposición mapuche/huinca (Boccara 392 y ss.).

Dado que, a diferencia de lo que se observa en México y Perú, no tenemos conocimiento de producciones letradas indígenas en la época colonial, y sabiendo que su voz se encuentra excluida del relato europeo de la conquista, podemos y debemos leerla en los intersticios de los textos escritos por conquistadores y colonos, en relatos que tienen al escritor como mediador o intérprete de la voz indígena4, y también a través del estudio de sus objetos o materialidad, tarea de la arqueología. El apartado «Conquista, traducción y políticas de la lengua» intenta proporcionar una mirada sobre el proceso de conquista y colonización desde la perspectiva lingüística, como también testimoniar la diversidad lingüística, el rol de la traducción y las funciones y grados de legitimidad de las lenguas que se hablaban y escribían en el Reino de Chile.

La producción semiótica de este territorio no comienza, claro está, con la llegada del hombre europeo, y la producción letrada colonial no da cuenta mayormente de esos antecedentes ni tampoco de la forma en que las culturas indígenas lidiaron con una transformación cultural que les fue impuesta. La imagen del Chile colonial que aquí se dibuja está marcada, de esta manera, por grandes ausencias, pero al mismo tiempo puede entregarnos una idea de las preocupaciones, los valores y el particular modo en que se imbrica el cultivo de las letras con la formación de la sociedad colonial.

El corpus de lo que podría llamarse Letras del Reino de Chile comprende de forma muy amplia a cualquier producción lingüística perteneciente a los diversos tipos y géneros discursivos que se hayan escrito en Chile o traten sobre este territorio, sus habitantes, geografía o cultura (Goic 8). Se trata de un corpus de fronteras porosas que se ha ido moldeando en la práctica de una crítica literaria y cultural que está en constante cambio. Trabajos como los de Lucía Invernizzi en sus artículos de 1988, 1990 y 2000; Gilberto Triviños en La polilla de la guerra en el reino de Chile (1994) y como el de Cedomil Goic en Letras del Reino de Chile (2006) han ubicado las cartas de Pedro de Valdivia como inicio de este corpus, proceder que se sigue aquí, aunque la definición arriba declarada permitiría sin duda otros esquemas. Por ejemplo, podrían considerarse dentro del corpus las relaciones del descubrimiento del Estrecho de Magallanes en 15205 o la carta de Cristóbal de Molina, participante de la expedición de Diego de Almagro a Chile y redactor de una carta al rey fechada el año 1539, que José Toribio Medina pusiera en el segundo volumen de su Historia de la literatura colonial de Chile (1878). La insuficiencia de ediciones críticas y la gran cantidad de textos que aún permanecen manuscritos o inéditos en archivos o bibliotecas conventuales dan una especial movilidad a este corpus, que puede cambiar su configuración con el descubrimiento o publicación de nuevos textos. Así sucedió con la crónica de Jerónimo de Vivar, encontrada a mediados del siglo XX

y publicada por primera vez en 1966.

Si bien intentaremos demarcar algunas particularidades de la producción letrada de este territorio, es necesario advertir que no se trata de delimitar o definir esta producción aludiendo a un carácter nacional –lo que sería muy extemporáneo–, ni tampoco ignoraremos la vinculación de la elite letrada del Reino con Europa, la Península y con los centros culturales que fueron los virreinatos de México y, para el caso de Chile muy especialmente, de Perú. Como explica Mazín, «en una monarquía a escala planetaria las ideas, los textos y los objetos circulaban rápidamente» (55), y el desarrollo cultural en el Reino de Chile, si bien puede tener su especificidad, no estuvo desvinculado de un desarrollo que se desplegó a nivel imperial. Muchas de las obras que son fundamentales para el corpus de textos coloniales chilenos fueron escritas y/o impresas en Europa o en Lima, como es el caso de La Araucana de Alonso de Ercilla, publicada en Madrid en 1569-1578-1589; Arauco Domado de Pedro de Oña, compuesto y publicado en Lima en 1596 (con una segunda edición en Madrid en 1605); la Histórica relación del Reino de Chile de Alonso de Ovalle, publicada en Roma en 1646; Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile de Alonso González de Nájera, compuesto en España e Italia y finalizado en 1614; o Crónica del Reino de Chile, finalizada en Lima en 1595 por el Padre Bartolomé de Escobar a partir del texto del soldado Pedro Mariño de Lobera. Todo ello sin contar, naturalmente, las obras de los jesuitas expulsados de Chile en 1767.

Por otra parte, la educación recibida por nuestros escritores difícilmente puede restringirse al ámbito chileno. Los planes de estudio eran homogéneos en la América hispánica y seguían una tradición bien determinada, y era frecuente que la educación de los criollos se continuara fuera del Reino de Chile, como lo hicieran Alonso de Ovalle al trasladarse al noviciado de Córdoba, o Pedro de Oña a la Universidad de San Marcos en Lima. Por cierto, otros escritores del corpus son españoles, como Diego de Rosales, quien se instaló en Chile después de haber recibido su formación filosófica en la Universidad de Alcalá de Henares en Madrid6.

En el Reino de Chile se implementaron las mismas políticas culturales que en el resto de la América hispánica, aunque en una escala menor y con una mayor tardanza, pues los focos culturales más importantes se desarrollaron en los virreinatos. Al contrario de lo que sucede en Lusoamérica, la Corona española abogó por la implantación de imprentas y universidades en las principales ciudades (Myers 33), lo que redunda en el fenómeno de la translatio o actualización del pensamiento europeo en las Indias, cuyo agentes son los «letrados» (Rose 82). Como precisa Sonia V. Rose, en Hispanoamérica «es la participación en la cultura letrada la que permitirá a los distintos individuos ingresar a los círculos de poder y formar parte de las élites dominantes –o, al menos, codearse con ellos–. En el caso de las Indias hispanas, los medios institucionales de acceso a esa cultura han sido instalados en territorio americano por la Corona». Al contrario de otras colonias, «desde mediados del siglo XVI las Indias españolas solicitan y consiguen universidades, colegios e imprenta» (Rose 81).

Teodoro Hampe Martínez corrobora esta idea con la constatación de que las bibliotecas latinoamericanas muestran un importante nivel de correspondencia entre la América hispana y Europa, y que «los colonizadores españoles disfrutaron, mediante el comercio del libro, de una comunicación directa con los círculos intelectuales de Europa» (60). Este vínculo puede rastrearse no solo en el hecho de que la mayor parte de los libros de bibliotecas americanas proviene del Viejo Mundo (un 80 u 85% de los materiales identificados en las bibliotecas indianas fueron importados de Europa), sino también en la escasez de temas americanos en estas mismas bibliotecas (Hampe 61)7. Ya Irving Leonard había señalado que el 70% o más de los libros que circulaban en los siglos XVI y XVII en el Nuevo Mundo trataban de asuntos religiosos. Hampe concluye:

Los materiales impresos fueron utilizados mayormente para mantener contacto con la cultura e ideología europeas, no para acumular más conocimiento sobre una realidad que los colonizadores conocían bien y confrontaban en su vida cotidiana […] En otras palabras, los libros fueron percibidos esencialmente como un instrumento para asimilar y armonizar con las tendencias contemporáneas en tecnología, cultura, política y moral europeas. Hasta bien entrado el siglo XVIII los trabajos impresos no fueron tanto un medio de articulación de los intelectuales y burócratas locales con la realidad inmediata, sino más bien vínculos que los mantuvieron conectados con España y el resto de Europa (61-62).

Cabe notar que este conocimiento que se transmitía a través de los libros debe entenderse desde otros presupuestos que los actuales: como explica Anthony Grafton, hacia el 1500 los intelectuales manejan un conocimiento que no ha cambiado mucho desde la antigüedad, ven la historia y el cosmos como ordenados y estables, y trabajan con un saber que debe ser estudiado más que mejorado (13-19).

Los libros describen el mundo como un todo, de ahí que se afirme que en la época colonial «había un convencimiento sobre la unidad del saber: el pensamiento jurídico, filosófico y científico son diversas facetas de un mismo saber» (Mazin 53).

Si bien el desarrollo de las ciencias, el nuevo conocimiento geográfico y el descubrimiento del Nuevo Mundo tensionan este saber ya completo y ordenado, en muchos casos la novedad se intentaba acomodar más que contrastar con lo establecido, y los textos antiguos continuaron proveyendo un lenguaje e imágenes para dar cuenta de lo «nuevo» (Grafton 253 y ss.). Grafton interroga las formas en que el conocimiento tradicional mantuvo su vigencia e influencia hasta finales del siglo XVII y describe un proceso lleno de contradicciones y de traslapes más que un progreso en donde el nuevo conocimiento reemplaza al antiguo. En este contexto, la presencia de libros de tema religioso y la escasez de publicaciones sobre América en las bibliotecas de la metrópoli y de la Colonia apuntan precisamente al poder de la autoridad heredada y a las formas complejas y contradictorias en las que las experiencias y conocimiento del Nuevo Mundo se incorporan a este saber. Las universidades latinoamericanas más completas transmitían los conocimientos tradicionales y contribuían de esta forma a mantener su prestigio. De acuerdo a ello, las universidades se ordenaban en una estructura de cuatro facultades: teología, artes, derecho y medicina, y trabajaban con un programa de estudios estandarizado (Lafaye 239).

El ámbito cultural chileno en la Colonia no puede, pues, sino ser considerado como parte de este entramado. Las bibliotecas coloniales chilenas siguen, de hecho, la tendencia hacia los temas religiosos que existe en Hispanoamérica: el clásico estudio de Isabel Cruz determina que entre los años 1550-1650 predominaban los libros religiosos, los que fueron desplazados al segundo lugar por los de tema jurídico en el período de 1655-1750. Con todo, los libros jurídicos, aunque mayores en número, no tienen presencia en todas las bibliotecas, como sí ocurre con los religiosos (Cruz 110 y ss.)8. En Chile solo en el siglo XVIII se pueden encontrar bibliotecas considerables, como la del obispo Alday, la más grande, con más de 2.000 volúmenes, y la de José Valeriano de Ahumada, con 1.400 volúmenes (Millar y Larraín 176-7). En los siglos anteriores la presencia de bibliotecas es escasa: Cruz registra a ocho particulares que poseían libros entre 1655 y 1665, de los cuales solo tres tenían más de doce títulos; entre 1695 y 1705 registra a cuatro particulares con libros, de los cuales solo uno tenía una buena biblioteca (Cruz 110). Estas bibliotecas están muy lejos de las más grandes de ciudad de México, como la del obispo fray Juan de Zumárraga o, en el Perú, la del clérigo Francisco de Ávila, que contaba a su muerte en 1647 con 3.108 volúmenes. La escasez de libros sobre América también puede verse claramente en el estudio de Cruz: en los inventarios de 15 bibliotecas chilenas que corresponden al período de 1750-1820, solo pesquisa dos títulos sobre Chile: la Histórica relación del Reino de Chile de Alonso de Ovalle y el Compendio de la Historia geográfica, natural y civil del Reyno de Chile de Juan Ignacio Molina (173 y ss.).

Tal como en el resto de la América hispánica, los libros circulan en el estrato alto, es decir, entre clérigos, frailes, letrados de profesión civil –médicos, abogados, escribanos– y comerciantes (109).

Por otra parte, en Chile se consideran los mismos hitos que en el resto de Latinoamérica para dar cuenta de su desarrollo cultural: la fundación de la Universidad en San Felipe en 17479 y la llegada de la imprenta en 1811, recién después de la Independencia. Se ha señalado lo tardío de la incorporación de la universidad y de la imprenta en comparación con otras ciudades latinoamericanas: Lima y México tuvieron universidad en 1551, la imprenta se instaló en México el año 1540 y en Lima en 158110. Bernardo Subercaseaux muestra que la llegada de la imprenta a Chile no solo fue tardía en comparación con los virreinatos, sino también en relación al resto de Latinoamérica (11). Estos datos nos permiten articular, por tanto, algunas particularidades de la vida intelectual del Reino de Chile durante la colonia, y describir las condiciones en las que circulaba la producción letrada.

La importancia secundaria de Chile dentro de la administración colonial –un Reino dependiente del Virreinato del Perú–, su aislamiento geográfico y la guerra de Arauco dieron, pues, la impronta al desarrollo de las letras en el Reino. La configuración de un espacio propiamente letrado requiere de una institucionalidad que se desarrolla en la ciudad, en conjunto con la implantación de una burocracia estatal: «la historia del saber en las Indias no puede desvincularse de su red de ciudades, la más grande de la monarquía española […] Esa red requirió de unas mismas estructuras jurídicas y de gobierno, es decir de un aparato administrativo que uniera los territorios entre sí» (Calvo cit. en Mazín, 57). Es decir, está vinculado a las ciudades y, más incluso, a la instalación de un aparato burocrático y a una forma de hacer carrera funcionaria11.

En ese sentido, habrá que destacar que durante el siglo XVI el Reino de Chile no contaba con ninguna ciudad importante: si en 1575 la ciudad de México alcanzaba los 3.000 vecinos y Lima 2.000, Santiago de Chile tenía solo 375 vecinos y le seguía la ciudad de Valdivia, con 230 (Guarda 23). Jacques Lafaye enfatiza las diferencias entre diversas regiones latinoamericanas:

Solamente una cuarta parte de la población vivía en ciudades, que en su mayoría eran pequeñas. Es precisamente en ellas donde la cultura española se hizo provinciana y, muy pronto, arcaica, por falta de contacto con España. Sólo las capitales de los virreinatos, como Lima y Ciudad de México, y los grandes puertos de mar más próximos a Europa, como La Habana y Santo Domingo, prosiguieron bajo la influencia directa de España. Y, también, únicamente las cortes de los virreinatos, las audiencias y los conventos pudieron sostener una cultura escrita y estimular, al menos de forma episódica, una cierta actividad literaria (245).

A pesar de lo anterior, la conquista de Pedro de Valdivia había sido exitosa, lo que permite a Gabriel Guarda afirmar que «los habitantes de Chile habían procurado un desarrollo similar al de las demás regiones de América», el que se interrumpe con el alzamiento indígena de 1598: «a partir de 1600 deben resignarse a abandonar tal proyecto. El Reino adquiere fama de pobre y, fuera de Santiago, las antiguas ciudades –caso único en el continente– si no han desaparecido del todo, normalmente decrecen» (54). Armando de Ramón señala que hacia la segunda mitad del siglo XVII, Santiago fue abastecedora de alimentos, pertrechos y soldados de las ciudades del sur, «obligación que, según se dijo entonces, le impidió alcanzar siquiera un modesto grado de prosperidad» (34). Aunque la población fue aumentando en ese siglo, inundaciones, terremotos, el alzamiento indígena de 1655 y la crisis económica entre 1635 y 1685 –que implicó la baja de precios de productos chilenos, principalmente agropecuarios– determinaron que solo a comienzos del siglo siguiente pudiera completarse la consolidación urbana de Santiago:

[y]a durante la segunda mitad del siglo XVII parecía evidente que los burócratas y los mercaderes estaban alcanzando, tanto en Chile como en toda América española, los más altos lugares en la estructura social, desplazando a guerreros y encomenderos. La vieja sociedad señorial de la conquista se extinguía en un ocaso poco glorioso, mientras trepaban a los lugares de privilegio hombres nuevos, poseedores de una mentalidad mercantilista, frente a la cual nada pudieron hacer los descendientes de los primeros pobladores hispanos, la mayoría de ellos arruinados por la prolongada crisis económica, política y social de aquel siglo (Ramón 87).

Si para el Virreinato del Perú se afirma que «no será sino hacia las últimas décadas del siglo XVI que el número de letrados se incrementará y que la élite letrada se consolidará como tal» (Rose 85), es posible que debamos avanzar mucho más en el tiempo para hacer esa misma afirmación con respecto a Chile. Pero aunque no hubiese una clase letrada ni círculos letrados establecidos, había escritores o, al menos, gente que escribía. Hemos visto ya la estrecha relación entre el ejercicio de las letras y los círculos de poder, así como su función para el ascenso social y, por otra parte, el carácter conservador de la producción cultural, ya sea cuando observamos las funciones de la imprenta, las bibliotecas o los currículos de las universidades. Todas ellas abogaban principalmente por la transmisión de un conocimiento tradicional y vinculado a Europa como centro del poder y del conocimiento.

La precariedad general del Reino de Chile determina, así, un desarrollo cultural en cierto sentido modesto, pero que también puede pensarse como más lejano de la influencia de la vida cortesana y con una escritura más contingente, urgente, precaria. Ello no significa, por supuesto, considerar estas escrituras necesariamente resistentes al orden colonial, sino simplemente atender a las posibilidades que abre la posición marginal o semimarginal de su lugar de enunciación, que resulta, entre otras cosas, en que la producción textual del Reino de Chile se transmita mayoritariamente en manuscritos, producidos por escritores con un nivel de educación formalizada baja (Kordić 198).

Podemos reconocer en la producción letrada del Reino de Chile una primera etapa que va desde mediados del siglo XVI hasta principios del siglo XVII, en el que escriben soldados españoles que narran las conquistas a modo de testimonio12. Es el caso de todo el grupo de primeros cronistas, Jerónimo de Vivar, Alonso de Góngora Marmolejo, Pedro de Valdivia y Pedro Mariño de Lobera; el relato épico de Ercilla y sus continuadores, como Pedro de Oña, el primer escritor criollo de Chile que publica en 1596 su Arauco Domado; Diego Arias de Saavedra, autor de Purén indómito; y el poema anónimo La Guerra de Chile. Por esta época tuvieron estadía en Chile el dominico fray Reinaldo de Lizárraga13 y fray Diego de Ocaña14, quienes dedican una parte de sus obras a la descripción de estas regiones australes. En general, la conquista está relatada por sus propios actores, y si bien estos narran, como apuntó Lucía Invernizzi, los «trabajos de la guerra» («La conquista de Chile…» 9), estos implican generalmente un horizonte exitoso de conquista. Las características de este primer período –la idea de la propagación de la fe como fundamento salvacionista, el servicio al rey en forma de lealtad del vasallo y los anhelos señoriales de los conquistadores (Goicovich, «La Etapa de la Conquista (1536-1598)» 55)– son también reconocibles en los textos que utilizan, en el caso de la prosa, una retórica notarial (Invernizzi, «La conquista de Chile…» 7-8).

El desastre de Curalaba en 1599, la pérdida de las ciudades del sur y el establecimiento de la frontera en el Biobío producen un cambio relevante en los temas y en la perspectiva de las crónicas, aunque la guerra de Arauco siga siendo central. Ya adentrados en el siglo XVII, además de los soldados españoles Alonso González de Nájera, Santiago de Tesillo y Jerónimo de Quiroga15, escriben soldados criollos, como Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, miembros de órdenes religiosas como Diego de Rosales y el criollo Alonso de Ovalle, jesuitas, o el mercedario Juan de Barrenechea y Albis, también criollo. Salvo el breve texto de Santiago de Tesillo, Guerra de Chile (Madrid 1647) y la Histórica relación del Reino de Chile (Roma 1646) de Alonso de Ovalle, la mayor parte de estos textos siguen inéditos y circulan en manuscritos. En todos ellos predomina el relato histórico ya sea de conquista o de la guerra de Arauco, así como temas relacionados con la legitimidad de los medios para asegurar y completar la conquista o los modos de terminar con la guerra de Arauco, discutidos desde una perspectiva jurídica o teológica, lo que muchas veces se hace utilizando una retórica notarial y del sermón. La preeminencia de soldados y de miembros del clero es notoria, quedando fuera otro tipo de escritores, como funcionarios públicos o abogados, así como escritores indígenas o mestizos.

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