Kitabı oku: «Protestas y movilizaciones sociales en el Golfo de México», sayfa 6

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Existe un término, nimby, que de manera peyorativa se ha usado para referirse a quienes sólo se movilizan cuando se ven directamente afectados, y no les importa nada más. Viene de Not In My Back Yard, “no en mi patio trasero”. Bien puede suceder que personas o sectores con una situación económica frágil se desmovilicen una vez logrado el objetivo local inmediato; pero lo que estamos viendo en Veracruz es, por el contrario, una creciente presencia de los sectores de base en luchas que rebasan el nivel inmediato de las necesidades concretas. Cada vez es mayor su aporte a los debates y movimientos con objetivos de transformación “estructurales”, de mayor alcance espacial y temporal. La defensa de los territorios locales y la de los territorios más regionales o globales son dimensiones de una misma lucha, y unas retroalimentan a otras.

Los sectores de clase media que nos aliamos con las comunidades y las organizaciones de base no somos meros actores solidarios, que pueden darse el lujo de dedicar tiempo y esfuerzo en apoyo a los sectores vulnerables de la sociedad. En un mundo tan lastimado en términos ecosistémicos, políticos y psicosociales, ya todos somos población vulnerable. Quizá no dependamos de determinado arroyo para poder abastecernos de agua; pero sí dependemos, como sociedades y en el mediano y largo plazo, de un territorio ambiental, social y políticamente sano. En esta medida, la solidaridad es recíproca: nos ayudamos unos a otros a defender el territorio en sus muy diversas acepciones, con distintos significados económicos, políticos, culturales y emocionales.

Nadie va a organizar a nadie; nadie va a enseñarle a nadie; más bien se van creando mecanismos concretos de colaboración. Es cuidando cada quien lo que le resulta significativo como se genera fuerza social para cambiar un sistema ecocida y reproductor de asimetrías. Y si no nos movilizamos para defenderlo estaremos (estamos) contribuyendo a su deterioro.

La academia es un sector que ha tenido un papel clave en los movimientos socioambientales, tanto en Veracruz como en el resto del país y del mundo. Vimos en la Cronología de la lucha socioambiental veracruzana cómo a lo largo de estas tres décadas de movilización ha habido coloquios, seminarios, foros y otras modalidades de encuentro, donde confluyen activistas, investigadores, estudiantes y diversos interesados, para informarse, formarse, reflexionar, debatir y, en muchos casos, planear acciones conjuntas. Sin negar la importancia de la participación de varios académicos en estas luchas, creemos que la academia como tal todavía no desempeña el papel que está llamada a cumplir. Existen factores que restringen su participación más activa en las luchas.

Por un lado, entre muchos académicos existe la idea de que su papel en la sociedad debe limitarse a la producción y validación del conocimiento, el debate crítico y la formación de “recursos humanos”. Ahora bien: en cualquier época, y más en nuestras sociedades informatizadas, todos los días la gente genera conocimiento y va formándose, con o sin validación científica. Los saberes y las capacidades se construyen en la interacción social, en la búsqueda de respuestas a las preguntas que surgen cotidiana o estratégicamente y en los intentos de solución a los problemas que se van enfrentando. Son las asimetrías epistémicas –o, en palabras de Boaventura de Sousa Santos (2006), los epistemicidios– que permiten a unos desprestigiar e invisibilizar los saberes de otros, a los que se considera de calidad inferior.

En las lógicas académico-administrativas del funcionamiento universitario, se establecen calendarios y criterios de trabajo que pueden dificultar o de plano obstruir el trabajo colaborativo y corresponsable con actores movilizados en defensa del territorio. Los mecanismos de control del desempeño de los profesores e investigadores, y los indicadores de calidad y productividad académicas propician que se desarrollen entre los académicos relaciones de competencia, jerárquicas e individualistas.

Adicionalmente, se considera “poco riguroso” colaborar con otros sectores para generar conocimiento de manera conjunta. Al suponer que un buen académico no debe tomar partido, se ha confundido objetividad con neutralidad, lo cual no ayuda a acercar la labor de investigación a las dinámicas de construcción de poder popular en los territorios. Para muchas universidades, estrechar lazos entre academia y “sociedad” significa establecer vinculaciones con la iniciativa privada; las empresas canalizan recursos a las universidades y éstas generan los conocimientos y los profesionistas que demandan las empresas. Consideramos por ello que falta poner en marcha políticas y programas de vinculación y colaboración asentados en acuerdos con las comunidades y las organizaciones que, desde las comunidades rurales y los núcleos urbanos, están defendiendo el territorio y el bien común.

Conclusiones

Uno de los principales retos del movimiento socioambiental en Veracruz y en el resto del país es fortalecer la colaboración y las alianzas con una gran diversidad de actores, yendo más allá del sector de la llamada “ciudadanía organizada”. En lo relativo a la participación de actores de la academia retomo varias de las ideas expuestas en Alatorre (2016), que a su vez provienen de una serie de talleres que organizamos en 2015 sobre la colaboración transdisciplinaria, interactoral e intersectorial.

Ha sido evidente la necesidad de que la academia vaya anclando los procesos de aprendizaje y de investigación a los esfuerzos de los sectores de la sociedad movilizados en la búsqueda de opciones sustentables de producción y de vida; se requiere apertura para integrar las necesidades y los conocimientos de diversos sectores, comenzando por las comunidades; es decir, la academia necesita abandonar la pretensión de ser “el recinto del saber”; renunciar al clasismo implícito en el uso de los títulos y propiciar los diálogos entre distintos sistemas de conocimiento. Urge dejar atrás la idea de que los académicos sólo deben dedicarse a sus investigaciones y los activistas a sus acciones. La labor de investigación necesita regirse por criterios interculturales, interactorales e interdisciplinarios que liguen esta labor a la participación ciudadana y al desarrollo de diversos modos culturales de vivir. Para conocer un territorio es tan importante la mirada del águila, que puede abarcar una zona muy amplia, como la de la hormiga, que percibe cada detalle en el terreno, como la de quienes pueden poner en diálogo las distintas perspectivas, encontrando sus complementariedades.

Se necesita desarrollar lenguajes que, sin perder precisión, permitan comunicarse con sectores amplios de la población; combinar la producción de conocimiento teórico con el conocimiento aplicado, dirigido a cubrir necesidades y en vinculación estrecha con proyectos aplicables en las comunidades. También es indispensable flexibilizar los procedimientos evaluativos y administrativos y los calendarios de trabajo, así como adoptar criterios de valoración de la calidad y la productividad académicas que favorezcan la participación entre sectores.

Muchos jóvenes desconfían en la actualidad de todo lo que huela a política; se la asocia a manipulación, autoritarismo, clientelismo, grilla, ambiciones de grupos de poder. Rehuyendo las estructuras verticales y las estrategias centralizadas de construcción de poder, se han venido multiplicando las articulaciones horizontales, rizomáticas. Al respecto, Rascón (2002, citado en Vargas, 2003) considera que el abandono de la lucha por el poder de quienes mantuvieron la actividad en las comunidades y sus problemas no sólo causó grave daño político e ideológico, sino que estableció de facto una forma de convivencia con los poderes de la globalización: “ustedes son el poder malo del gobierno; nosotros, el poder bueno de lo pequeño”.

Desde otras perspectivas, las nuevas modalidades organizativas que surgen en el sector juvenil, en buena parte sustentadas en los diversos circuitos disponibles para la comunicación electrónica y la coordinación de acciones puntuales, están inventando nuevas estrategias de incidencia política. Se trata de un debate abierto. Lo que parece quedar claro es que se requieren mecanismos de coordinación para poder, en determinadas coyunturas, ejercer presión política conjuntando a sectores sociales con distinto tipo y grado de organización.

Esto tiene cierta relación con un reto adicional: el de pasar de la oposición a la propuesta, lo cual implica no únicamente generar capacidad propositiva sino asumir verdaderos cambios identitarios; la actitud contestataria y de confrontación que ha venido caracterizando a la izquierda necesita ir complementándose, cada vez de manera más consistente, con identidades constructivas, capaces de potenciar las complementariedades entre distintas maneras de entender y de impulsar los cambios sociales.

Un reto teórico-político adicional, al que han hecho alusión Boaventura de Sousa Santos31 y otros diversos autores, es la articulación entre tres corrientes de la movilización social: las luchas en defensa del territorio, las reivindicaciones laborales y las luchas antipatriarcales que están construyendo equidad de género. En este sentido, resulta ilustrativo que el evento del que se desprende esta publicación, el 1er Foro Regional del Golfo sobre Acción Colectiva y Movimientos Sociales, contemplara una amplia gama de tipos de luchas.

Finalmente, es imperativo lograr una mejor coordinación entre organizaciones del sur global y del norte global para, de esta manera, tejer alianzas amplias que sean capaces de ejercer presión política en instancias internacionales de toma de decisiones. Es así como podremos aislar al adversario. Un ejemplo esperanzador es la movilización de organizaciones de muy diversos países del mundo para vigilar el desempeño ambiental y social de las corporaciones transnacionales.32 Desde hace varias décadas se ha utilizado la expresión “piensa globalmente y actúa localmente”. Llegan los tiempos de actuar y pensar local y globalmente.

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1.4. Latencia y visibilidad en los movimientos socioambientales contra los proyectos hidroeléctricos de Amatlán y Jalcomulco

Nelly Josefa León Fuentes

Universidad Veracruzana-Sistema de Enseñanza Abierta, carrera de Sociología

Yesenia Cortés Irivas

Estudiante de Sociología,Universidad Veracruzana-Sistema de Enseñanza Abierta

Introducción

En la actualidad una de las mayores problemáticas en el estado de Veracruz son los conflictos socioambientales causados por la implantación de diversos megaproyectos, la falta de consulta y de estudios de impacto ambiental y social o la manipulación de los mismos a favor de las empresas promotoras, lo cual provoca la indignación de las comunidades, convirtiendo la organización en la única herramienta de resistencia permeada por la homogeneidad de sus participantes.

La propagación de los proyectos hidroeléctricos en Veracruz es una problemática del contexto global permeada por el modelo económico actual que privilegia la generación de riqueza sobre el bienestar de las comunidades, exponiendo a la población a riesgos y afectaciones que para el gran capital resultan mínimos y propios de los daños colaterales del desarrollo. Semejante percepción de desarrollo es cuestionada por los afectados, lo que genera tensiones con otros actores como las autoridades y los grupos promotores de las hidroeléctricas.

En los conflictos por las hidroeléctricas pueden advertirse dos percepciones enfrentadas: la percepción capitalista, que aprecia a la naturaleza como una canasta de recursos; y la percepción de los pobladores, que considera a la naturaleza como el punto central de la subsistencia y el corazón de su cotidianidad, donde experiencias y vivencias corren a la par de los ríos, y de ahí la necesidad de resistir para defender el territorio y la identidad. El objetivo de este trabajo es, pues, analizar los movimientos antipresas de Amatlán y Jalcomulco, sus dinámicas de protesta y acción colectiva, desde las fases de visibilidad y latencia que se complementan para reforzar los movimientos, así como la construcción de nuevos sujetos e identidades, resultado de la resistencia ante las estrategias neoliberales que pretenden mercantilizar la naturaleza.

El marco teórico que delinea nuestro abordaje se nutre de la teoría de los movimientos sociales, de las aportaciones de sociólogos como Alberto Melucci, Sidney Tarrow y Alain Touraine; también se toma en consideración el concepto de nueva acumulación del geógrafo David Harvey. Armado con estas referencias, nuestro trabajo analiza los estudios de caso de Amatlán y Jalcomulco en los cuales se observan modos de construir y mantener la resistencia, prestando atención a las divergencias y convergencias de ambas organizaciones para valorizar la latencia en los movimientos sociales aquí presentados.

La parte metodológica se fundamenta en la revisión documental y audiovisual de información relacionada con la temática, así como entrevistas grupales y focales privilegiando de esa manera la voz de los participantes en los movimientos antipresas de Amatlán y Jalcomulco. Este trabajo se divide en cuatro apartados: en el primero se presenta un panorama general de los conflictos socioambientales contra las hidroeléctricas en México; en el segundo se enfocan los conflictos antipresas en el estado de Veracruz; en el tercero se presenta un análisis de las dinámicas de la resistencia en ambos casos de estudio así como las acciones implementadas para permanecer en la lucha; y finalmente se presentan las experiencias, incertidumbres y expectativas de los participantes en los estudios de caso pues sus voces se convierten en memoria, motivación y permanencia en la lucha.

Los proyectos hidroeléctricos en México: despojos y resistencias

En las últimas décadas, la proliferación de proyectos hidroeléctricos en México, con los consiguientes daños ambientales que implica su construcción, ha provocado el surgimiento de resistencias comunitarias. Las tensiones derivadas de tales confrontaciones provocan la resistencia de las comunidades. Las presas fueron fundamentales en la fase de la industrialización para proveer energía y desarrollar procesos productivos demandados por el constante crecimiento de los centros urbanos; al paso de los años, las centrales hidroeléctricas mejoraron sus capacidades y se convirtieron en fuentes de energía indispensables para la industria y las ciudades –a lo que se añadía las posibilidades de generación de capital–, lo que ocasionó que la construcción de hidroeléctricas se replicara en prácticamente todo el mundo.

En México las hidroeléctricas fueron impulsadas principalmente por el gobierno posrevolucionario, privilegiando mediante sus construcciones el desarrollo de los estados del norte del país; a partir de esa época, el incremento del número de presas a lo largo de toda la geografía mexicana creció exponencialmente, primero para la irrigación, abasto público, generación de energía y posteriormente para el control de inundaciones (Jara, 2000). En diversas fases de la historia, las hidroeléctricas han sido sinónimo de desarrollo y bien común, aunque en la actualidad forman parte de las estrategias neoliberales que buscan mediante el despojo y la mercantilización de los recursos naturales (Seoane, 2012) generar las condiciones necesarias para mantener el poder e incrementar la riqueza de las empresas y corporaciones transnacionales.

Las hidroeléctricas se insertan en el discurso neoliberal de igualdad y libertad financiera donde los países “subdesarrollados” se ven presionados a ceder ante presiones externas para ingresar a un mercado mundial (Harvey, 2004). Un mercado en el que el costo a pagar es mayor en comparación con los beneficios recibidos, sobre todo para las comunidades pobres y vulnerables. En su inmensa mayoría, las condiciones adversas de estos pueblos contrastan con su riqueza en recursos naturales y herencia cultural, formada a través de los años en torno a un conjunto de elementos que dan razón y sentido a los habitantes (Giménez, 1999). Habitantes que no se resignan ante las amenazas que se les ciernen, sino que cuestionan el modelo de desarrollo que promete bienestar pero que para ellos es sinónimo de proyectos de muerte, como lo consideran en el caso de las hidroeléctricas.

En las últimas décadas, los proyectos hidroeléctricos han sido uno de los emprendimientos preferidos por las empresas de capital, principalmente extranjero, para invertir en el sector energético de México. Esa inclinación ha sido motivada por las facilidades que el país ofrece en ese sentido: como por ejemplo la adaptación de marcos jurídicos a las necesidades de las corporaciones, priorizando la inversión o los intereses privados sobre el bien común. Tal es el caso de la Ley General de Aguas aprobada el 4 de marzo de 2015, donde organismos privados y concesionarios son la figura principal (Garduño y Méndez, 2015), adquiriendo mayor poder para celebrar contratos con el fin de realizar inversiones relacionadas a la construcción y operación de infraestructura hidráulica y prestar servicios de agua; además, impulsa también la administración de organismos privados sobre cuencas o acuíferos y el establecimiento de hidroeléctricas y la extracción de gas mediante la fractura hidráulica. La Ley General de Aguas otorga privilegios al sector privado y minimiza la participación ciudadana, por tanto, se convierte en un medio para acelerar el proceso de privatización del agua en México.

Contrariamente a lo que el discurso desarrollista proclama, las hidroeléctricas significan retroceso para las comunidades afectadas, pues el desarrollo prometido se convierte en subdesarrollo para ellas (Robinson, 1997), lo que se traduce en daños al medio ambiente como erosión del suelo, contaminación y desviación de ríos, cuencas y mantos freáticos, afectaciones a la salud de los pobladores, supresión de las actividades de subsistencia e incluso reubicación de pueblos enteros. Condiciones que implican deterioro al tejido social de las comunidades, dado que la cultura y relaciones existentes se ven alteradas o modificadas al efectuarse la construcción de las presas. Por lo tanto, los conflictos contra las presas tienen un carácter socioambiental: al no existir una separación entre sociedad y medio ambiente (Navarro, 2012:126), los efectos negativos de la construcción de una represa repercuten en el ambiente que viven los habitantes del lugar.

La protesta social se ha convertido en la única estrategia que poseen las comunidades afectadas para defenderse, siendo el modo en que “los ciudadanos corrientes unen sus fuerzas para enfrentarse a las élites, a las autoridades y a sus antagonistas sociales” (Tarrow, 1997:17). Así, a lo largo y ancho del país, el surgimiento de movimientos antipresas se multiplica con igual velocidad con que se replican los proyectos hidroeléctricos; la cotidianidad de los pobladores se ve transformada por la protesta que se convierte en el ir y venir de los participantes, cada uno con sus particularidades fortalece la organización desde sus singularidades.

Los movimientos antipresas son una resistencia a las problemáticas provocadas por el neoliberalismo como fase ulterior del capitalismo, donde la desposesión se convierte en motor del desarrollo, justificando así el exterminio de la tierra, recursos naturales, formas culturales, medios de subsistencia e historia (Harvey, 2007). Para la mayoría indígena o campesina que habita los territorios, ésta no es una amenaza novedosa, pues durante la época colonial sus antepasados fueron el blanco de los mismos ataques: apropiación de la tierra y extinción de su identidad como pueblos originarios.

Los conflictos antipresas son también disputas por el territorio y la identidad que trastocan el ser y hacer de los pobladores. No sólo se encuentra en juego la subsistencia de la población al desaparecer o verse alteradas actividades como la agricultura, el ecoturismo o la pesca, sino que también se ven amenazados los atributos culturales que han sido forjados comunitariamente durante años, pues la identidad no implica únicamente elementos individuales ya que es una totalidad cultural apropiada por los individuos o grupos sociales, que los dota de sentido de pertenencia (Castells, 2001); son esos atributos, reforzados gracias a la interacción comunitaria, los que fortalecen al movimiento y se convierten también en un motivo de lucha.

La nueva acumulación por desposesión, junto con las estrategias que conlleva, representa la cara de todos los despojos (Bartra, 2016), cualquiera sea la perspectiva desde la que se observe; sus características principales serán siempre la privatización, mercantilización, gestión y distribución de la crisis y la intimidación de los afectados (Harvey, 2007), y sus múltiples ramificaciones se extenderán desde los centros de poder económicos de los grandes países llegando a los países periféricos y sus comunidades como una hiedra imposible de arrancar. Los movimientos antipresas se han convertido en el único modo de resistir para los pueblos pobres, vulnerables y desamparados la mayoría de las veces por las propias autoridades.

En México los movimientos contra las hidroeléctricas más representativos son el conflicto contra la presa La Parota en el estado de Guerrero; la presa El Zapotillo sobre el río Verde en Jalisco; en Oaxaca contra la construcción de la presa Paso de la Reina; y en Veracruz contra proyectos como los aquí presentados: el Proyecto de Propósitos Múltiples Xalapa, también llamado Proyecto Hidroeléctrico Río Los Pescados y el Proyecto Hidroeléctrico El Naranjal. Todos esos conflictos han estado motivados por la inconformidad de los pobladores ante la amenaza de las hidroeléctricas y en ellos se han desplegado distintos valores culturales, ecológicos y económicos (Martínez, 2008). Dos percepciones de interactuar y apropiarse de la naturaleza se enfrentan, tensiones que por lo general se acentúan conforme pasa el tiempo. Los movimientos contra las presas en México tienen poder “porque desafían a sus oponentes, despiertan solidaridad y cobran significado en el seno de determinados grupos de población, situaciones y culturas políticas” (Tarrow, 1997; 20). Es decir, el poder de los movimientos, según Alain Touraine (2006) radica en que no existe separación entre el conflicto existente y las orientaciones culturales de los participantes, de modo que el movimiento se nutre de la cultura y la identidad de los actores permitiendo así un amplio mosaico de acciones, opiniones y reflexiones; al diversificarse así los modos de resistencia, aumenta la posibilidad de alcanzar los objetivos.

Los movimientos antipresas en México se han incrementado en las últimas décadas, aunque algunos grupos han sido menguados o vencidos por la intimidación, represión o han cedido ante las promesas del gobierno o empresas promotoras del proyecto; otros grupos permanecen en la lucha, como es el caso del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositores a la presa La Parota (cecop). El proyecto La Parota fue anunciado en el año 2000, pero fue hasta el 2003 cuando iniciaron los estudios de suelo, por lo cual “comuneros y ejidatarios iniciaron un plantón para evitar que se continuara con los trabajos en la zona” (Briseño: 2013:26). Como es característica de estos proyectos capitalistas, la presa se construye en un espacio rural donde habitan campesinos e indígenas en su mayoría (Sabas, 2012). Hasta hoy, el proyecto sigue su marcha, como también la intimidación y represalias hacia los opositores, pues la Comisión Federal de Electricidad (cfe), operadora del proyecto, no ha cejado de amenazarlos y agredirlos, sin que éstos sucumban a las presiones, manteniendo en pie su lucha.

Otro de los movimientos más representativos es el del pueblo de Temacapulín en el estado de Jalisco, una lucha que se ha mantenido durante doce años y que en los últimos meses se ha intensificado debido a que el actual gobernador, Aristóteles Sandoval, ha dado su respaldo a la construcción de la presa El Zapotillo, que surtirá de agua a las ciudades de León y Guadalajara inundando tres pueblos: Temacapulín, Acasico y Palmarejo. Mediante diversas estrategias, los habitantes del territorio, apoyados por organizaciones externas, han logrado resistir a la presión gubernamental.

En los movimientos antipresas mencionados y en los casos que serán abordados a continuación, se observan características similares, tales como: falta de consulta a las comunidades donde se proyectan las hidroeléctricas, manipulación o inexistencia de las Manifestaciones de Impacto Ambiental (mia), carencia u omisión de estudios de impacto social que permitan conocer los efectos de la construcción de una hidroeléctrica en la cultura, territorio y en la salud física y emocional de los pobladores. Además, es bastante frecuente observar cómo las autoridades asumen el aval de las empresas promotoras de los proyectos, empleando una serie de subterfugios para convencer a los pobladores como es el caso de la promesa de empleo y dádivas miserables como materiales para escuelas, construcciones de capillas, pequeñas casas-habitación, reparto de despensas, acciones paliativas para la pobreza o marginación en que viven las comunidades, pero que al paso del tiempo sólo acentuarán sus condiciones ya de por sí precarias.

También se observa que a pesar de los efectos negativos que conllevan los proyectos hidroeléctricos, la resistencia de los pobladores se convierte en un aspecto positivo de la amenaza neoliberal; las comunidades se organizan para defender su territorio e identidad, además de que se vuelven una caja de resonancia para expresar el hartazgo e inconformidad ante las condiciones de pobreza y olvido en que han vivido los pueblos vulnerables. Los proyectos hidroeléctricos son el problema que expone los demás problemas ya existentes en las comunidades.

Conflictos y movimientos socioambientales antipresas en Veracruz

Los proyectos hidroeléctricos representan la apropiación de recursos naturales, la destrucción de hábitats, el agotamiento del agua, el desgaste de los mantos freáticos, la invasión y cambios a la propiedad comunal. Por añadidura, el control del agua implica el control del territorio, la modificación de la identidad individual y comunitaria, así como la desaparición de las formas de subsistencia locales. El panorama desfavorecedor que presentan los emprendimientos hidroeléctricos para los grupos afectados tiene su contrapeso en la capacidad organizativa de los pobladores; los movimientos surgidos del temor, incertidumbre e inconformidad ante los efectos negativos de las presas son la respuesta más rápida y efectiva para resistir el avance de tales proyectos, pues si no pueden detenerse de modo definitivo, cuando menos se prolongará su construcción el mayor tiempo posible.

En Veracruz también se han fraguado –y se fraguan, en presente– distintas luchas, luchas que en distintos sitios intentan resistir el avance depredador de las hidroeléctricas. Esas condiciones se han recrudecido en los últimos años principalmente al amparo del Plan Puebla Panamá,33 proyecto que se presentó como un foco de desarrollo regional, aunque en la realidad está respaldado por organizaciones como el Banco Mundial (bm) y se trata más bien de una estrategia geopolítica que permite la privatización y mercantilización de los recursos de la zona por parte de empresas transnacionales. En ese contexto, Veracruz adquiere gran importancia debido a que sus cuencas resultan ser las más aptas para construir presas y aprovechar su gran potencial hidroenergético. Ello provocó que en la última década y media, más o menos, los distintos gobernadores del estado otorgaran concesiones a empresas nacionales e internacionales para la construcción de presas, justificándolas mediante el clásico discurso desarrollista y prometedor de mejoras en las condiciones de vida de las comunidades, pero guardando silencio en torno al verdadero objetivo: proveer un escenario propicio para las inversiones del capital privado (León, 2015:33).

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