Kitabı oku: «Sal», sayfa 2

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Experimentar la hostilidad

La noche de nuestro tercer estudio bíblico regresaba a mi habitación y oí, al igual que todos los demás, un anuncio por los altavoces pidiéndome que fuera inmediatamente a la oficina de la encargada de la residencia. La encargada de la residencia era una mujer de mediana edad que vivía en un apartamento en la planta baja. Cuando entré en su oficina y vi su cara, supe que fuera lo que fuera, era algo serio.

“Becky, ¿es verdad que diriges un estudio bíblico en la residencia?”, preguntó.

“Sí”.

“Pues va en contra de la política de la residencia, y un estudiante ya ha presentado una queja”, dijo.

Me quedé atónita. “Pero yo no he coaccionado a nadie a que viniera. De hecho, ¡otros me pidieron que lo dirigiera!”.

“Becky, ya he tenido reuniones sobre esto con mis colegas de otras residencias. Te lo advierto: ¡Cancélalo AHORA!”.

“¿Pero por qué? ¿Es una violación de la política de la residencia dirigir un estudio bíblico que los propios estudiantes han pedido?”. No estaba siendo arrogante. Estaba aterrorizada, pero también sorprendida.

“Escucha, Becky”, dijo. “Eres joven. No sé cómo te has metido en esta cosa religiosa. Me caes muy bien, pero podrías tener serios problemas. De hecho, si persistes en ello, podrían echarte de la universidad. Así que, por tu propio bien, ¡déjalo estar!”.

“¿Podrían expulsarme de la universidad?”, pregunté incrédula.

“Eso es”, respondió.

Enseguida me vinieron a la mente dos cosas. Primero, mi padre no era cristiano. De hecho, en ese momento, aparte de mi hermana, yo era la única cristiana comprometida en mi familia. La vergüenza que iba a sentir si llegaba a casa de esa manera era insoportable.

Segundo, me di cuenta de que no había orado. Así que clamé en silencio al Señor pidiéndole ayuda. Nunca olvidaré la paz que me inundó de repente. Entonces dije unas palabras que sabía que venían de Dios.

“Quiero honrar a esta universidad y obedecer sus reglas. Realmente quiero ser respetuosa. Pero no puedo detener este estudio bíblico. Debo hacer lo que siento que Dios me ha llevado a hacer. ¿Cómo puedo no hablar de lo que sé que es verdad?”.

“Siento mucho oír eso, Becky”, respondió la encargada de la residencia. “Ahora tendré que llevar esto a mis superiores. Me pondré en contacto contigo pronto. Pero estás siendo una insensata. ¿Me aseguras que no invitarás a ningún estudiante más hasta que volvamos a hablar?”.

“Recuerda que nunca he invitado a nadie. Pero, sí, te lo aseguro”, dije.

Volví a mi habitación, me tiré en la cama y empecé a llorar. Recuerdo haberle dicho al Señor: “¡Señor, eres invisible! La gente no puede verte, pero pueden verme a mí. Y si me expulsan de la universidad, ¡tendrás que ser tú quien se lo explique a mi padre!”.

Una amiga, Paula, vino a mi habitación porque quería saber por qué me había llamado la encargada de la residencia. Se lo conté y, viendo mi angustia, me dijo: “Becky, mi padre es anciano de nuestra iglesia. Ven a casa conmigo este fin de semana y coméntalo con él”.

Ese fin de semana su padre escuchó mi historia con gran compasión y dijo: “Becky, no creo que puedan expulsarte. Pero te lo han hecho pasar bien mal. Esta tarde quiero que leas el libro de Hechos de principio a fin. Te ayudará. Y luego lo comentamos”.

Dejando de llorar, anoté obedientemente el título y le pregunté dónde podía comprar ese libro.

“Esto... Becky, el libro de Hechos está en la Biblia, justo después de los Evangelios”, dijo. Luego, con una sonrisa irónica, añadió, “¡Menudo debe ser el estudio bíblico que estás dirigiendo!”.

Esa tarde, por primera vez en mi vida, leí el libro de Hechos. Nunca olvidaré el momento en que leí Hechos 4:18-21, cuando Pedro y Juan fueron arrastrados ante las autoridades judías y amenazados por predicar el evangelio:

Los llamaron y les ordenaron terminantemente que dejaran de hablar y enseñar acerca del nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan replicaron:

—¿Es justo delante de Dios obedeceros a vosotros en vez de obedecerle a él? ¡Juzgadlo vosotros mismos! Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.

Después de nuevas amenazas, los dejaron irse.

Cuando leí la respuesta de Pedro y Juan, mis ojos se abrieron como platos. Me levanté de la silla y dije en voz alta: “¡Señor, es casi lo mismo que le dije a la encargada de la residencia!”.

Mi primera reacción al leer Hechos fue la sorpresa de descubrir que mi experiencia no era nueva. Los cristianos siempre han sufrido persecución. Mi segunda reacción fue de vergüenza profunda. Los apóstoles no solo fueron perseguidos por compartir el evangelio, sino que todos menos uno morirían por ello. Experimentaron un nivel de persecución que yo nunca había sufrido y que probablemente nunca sufriré. Confesé mis temores a Dios y le pedí que me fortaleciera para ser obediente y fiel fuera cual fuera el resultado.

Regresé al campus con nuevas fuerzas. El martes por la noche, mientras caminaba hacia la sala donde nos reuníamos para el estudio bíblico, me sorprendió ver el vestíbulo lleno de estudiantes. “Perdón”, dije. “Necesito pasar porque tengo una reunión”.

“Nosotros también queremos entrar”, dijeron. “Solo que la sala no es lo suficientemente grande. ¡No cabemos todos!”.

¡Todos querían asistir a mi estudio bíblico!

Estaba horrorizada. A pesar de lo que me había dicho el padre de Paula, no estaba segura de que no me podían expulsar de la universidad. Aunque estaba decidida a ser obediente, todavía tenía la esperanza de que, como se trataba de un estudio bíblico pequeño, no habría más problemas. ¡Pero solo en el vestíbulo había más de diez chicas!

¡¿Qué había pasado?! Bueno, estábamos a finales de los años 60, el apogeo de la “protesta revolucionaria” entre los jóvenes de EE. UU. El mantra de la época era: “No confíes en nadie mayor de treinta años”. Así que mi historia se había propagado como el fuego. La noticia de que la administración quería suprimir algo iniciado por los estudiantes —¡aunque fuera un estudio bíblico!— alimentó el espíritu revolucionario de la época. A la semana siguiente vinieron más estudiantes. Al final tuvimos que reunirnos en la sala más grande de nuestra planta. Aquel interés probablemente estaba más motivado por el deseo de plantarse ante la universidad que de considerar las afirmaciones del cristianismo. Sin embargo, allí estaban, escuchando sobre Jesús.

Obviamente, la encargada de la residencia estaba furiosa y me llamó a su oficina.

“¡Becky, te dije que no invitaras a nadie más hasta que volviéramos a hablar!”.

“¡Pero yo no he invitado a nadie! ¡Los estudiantes empezaron a invitar a más estudiantes!”.

No parecía convencida, y lanzó más amenazas, diciendo que mi expulsión de la universidad era ahora casi inevitable.

Lo irónico es que yo esperaba mantener el estudio como algo reducido para que la cosa no trascendiera. Pero cuanto más me amenazaba la encargada, más avivaba la llama de la protesta de los estudiantes. ¡Aquel estudio bíblico, en un campus en pleno Cinturón Bíblico, había terminado siendo algo contracultural y revolucionario! Pero, eso es precisamente lo que cualquier estudio de las Escrituras debería ser, en cualquier época y lugar.

Unos días después, cuando pasaba por la cafetería del edificio de estudiantes, una estudiante del estudio bíblico me llamó y me presentó a un hombre mayor que nosotras. Dijo que le acababan de contar la situación en torno al estudio bíblico y me pidió que le explicara lo que había pasado. Después de escuchar mi historia dijo: “Becky, soy el pastor de una iglesia unitaria de la ciudad. ¿Querrías venir este domingo y contar tu historia en lugar de mi sermón?”.

Intenté negarme, pero él insistió tanto, que al final decidí aceptar. Pero me quedé preocupada. Los unitarios niegan la existencia de la Trinidad, uno de los pilares de la verdadera fe cristiana. Fui a hablar con una estudiante cristiana madura, Lydia, y le pregunté si había cometido un error al aceptar.

“Becky”, dijo Lydia. “Creo que el Señor te ha dado una oportunidad de proclamar el evangelio. Así que no solo compartas lo que pasó. Asegúrate de compartir tu testimonio también”.

“Lo haré”, respondí. “Pero... ¿qué es un testimonio?”.

“Es explicar cómo conociste a Cristo. Cuenta lo que nos has contado: que eras agnóstica y tenías muchas preguntas intelectuales, que estuviste investigando en otras religiones antes de fijarte en el cristianismo… ¡Y explica qué te hizo concluir que el evangelio tenía sentido!”.

Llegó el domingo por la mañana y estaba más que aterrorizada. Pero cuando empecé a hablar, sentí la misma paz que había experimentado cuando la encargada de la residencia me confrontó. Después del servicio dominical descubrí que muchos miembros de la iglesia trabajaban en la universidad. Cuatro profesores se me acercaron y me dieron sus tarjetas, diciéndome: “Te ayudaremos en todo lo que podamos. Llámanos si tienes algún otro problema”.

La encargada de la residencia y yo tuvimos una última reunión, pero esta vez sabía que sus amenazas eran huecas. Nunca sabré qué motivó sus acciones.

Más fácil y más difícil a la vez

¿Qué aprendí en mi primer año de universidad, hace ya tantos años? Primero, que cuando la evangelización se hace como Jesús lo hacía, es mucho más fácil de lo que imaginamos. Algunas de las personas menos inimaginables resultaron ser las más sedientas espiritualmente hablando.

En segundo lugar, aprendí que compartir el evangelio es extremadamente serio. Me preocupaba ofender a algún escéptico o que me acusaran de ser antiintelectual. Nunca imaginé que me tendría que defender ante la encargada de la residencia, que me prohibirían invitar a nadie más al estudio bíblico y que me amenazarían con expulsarme de la universidad.

¿Qué estaba pasando, incluso en pleno Cinturón Bíblico y hace ya cuarenta años? Estaba experimentando algo de lo que nunca había oído hablar: la guerra espiritual. Me sentí como si me hubiera metido en medio del fuego cruzado de una batalla que yo no había iniciado. Había leído sobre Satanás en la Biblia, pero ahora sabía de primera mano que hay un ser malévolo que se opone ferozmente a la proclamación de Cristo y que amenazará, intimidará, acosará y usará todas las tácticas intimidatorias posibles para detenernos. Y conmigo, casi había funcionado.

Aprendí otra lección de un valor incalculable: Dios no solo se alegra cuando damos a conocer el evangelio, sino que multiplicará nuestros esfuerzos, ¡incluso cuando no queremos que lo haga!

“ Dios no solo se alegra cuando damos a conocer el evangelio, sino que multiplicará nuestros esfuerzos”.

Recibir una amenaza de expulsión fue una experiencia aterradora. Aunque elegí obedecer, confiaba poder “manejar” el peligro manteniendo el modesto tamaño del estudio bíblico. ¡En cambio, Dios abrió las compuertas! Todas las tácticas que Satanás usó para ahogar el evangelio, Dios las utilizó para hacer que el evangelio llegara a más personas.

Las lecciones que aprendí por medio de esa experiencia me han sostenido y moldeado a lo largo de todo mi ministerio. Aunque muchas cosas han cambiado desde finales de los años 60, hay algo que continúa siendo cierto:

Compartir el evangelio sigue siendo más fácil de lo que pensamos y más difícil de lo que imaginamos: es a la vez emocionante y extremadamente serio.

Para ser testigos eficaces en los tiempos que corren necesitaremos valentía, perseverancia y capacitación práctica. Pero también debemos hacerlo con confianza y expectativa. Como dice el evangelista británico Rico Tice:

“[Hoy] somos testigos de mucha más hostilidad hacia el mensaje del evangelio. Pero eso no es lo único que está ocurriendo. También hay mucha más sed. Esa marea creciente de secularismo y materialismo que rechaza la idea de una única verdad y se ofende ante las normas morales absolutas está resultando ser una manera de vivir vacía y hueca. Y eso es emocionante, pues significa que te vas a encontrar con más y más personas que, aunque no lo verbalicen, ansían lo que el evangelio ofrece” (Honest Evangelism, p. 20).

Sobre todo necesitamos empezar con Dios, porque todas las luchas que tenemos a la hora de evangelizar —nos sentimos incapaces y débiles, vemos nuestros miedos, nuestra falta de compromiso en la oración, dudamos de que el evangelio realmente tenga poder para transformar vidas, que Dios pueda usarnos, y en el fondo

OPOSICIÓN EN EL CAMPUS

no queremos asumir riesgos y ponernos en las situaciones donde Dios podría usarnos— nos frenarán hasta que no entendamos quién es Dios realmente. Saber que Dios está con nosotros, que va delante de nosotros y que desea usarnos, incluso a pesar de nuestros miedos y nuestra poca fe, es lo que marca la diferencia. Como dijo el predicador del siglo XIX Charles Spurgeon: “Algunos son bebés y otros son gigantes. Pero... un poco de fe es fe. Y una esperanza trémula es esperanza” (Faith’s Checkbook, crosswalk. com/devotionals/faithcheckbook, devocional del 21 de febrero, visto el 23/12/19).

Lo cierto es que no necesitamos confiar más en nosotros mismos. Lo que precisamos, más que nada, es confiar en Dios. Confiar en el Dios verdadero es lo que nos permite ver que nuestra debilidad no limita al Dios vivo y poderoso. A él le complace usarnos, mientras damos pequeños pasos de obediencia.

Jesús nos manda que seamos sus testigos. Será más fácil de lo que pensamos y más difícil de lo que imaginamos. Pero Jesús no nos envía con las manos vacías. Nos da los medios divinos que necesitamos para obedecer ese mandamiento divino; y de esos medios hablaremos en esta primera sección del libro.

Para reflexionar

1 Piensa en las veces que has intentando compartir el evangelio con otros. ¿Cómo han marcado esas experiencias tus expectativas y cómo te sientes en cuanto a la evangelización?

1 ¿Qué has aprendido de Becky sobre la forma en que Jesús se acercaba a la gente con el evangelio? ¿Cómo podrías aplicar el acercamiento de Jesús en tu propio testimonio?

1 “No necesitamos confiar más en nosotros mismos. Lo que precisamos, más que nada, es confiar en Dios”. ¿Tiendes a avanzar confiando en ti mismo o a dudar de ti mismo y no avanzar? ¿Cómo influye eso tu actitud respecto a compartir tu fe?

02 Celebrar nuestra pequeñez

Cuando era agnóstica, constantemente le daba vueltas a la misma pregunta: “¿Cómo puede el ser humano finito afirmar que conoce a Dios? ¿Cómo sabe que no está siendo engañado?”.

Un día soleado de verano estaba tumbada en el césped de nuestro jardín cuando vi que unas hormigas estaban ocupadas construyendo un hormiguero. Se me ocurrió redireccionar sus pasos usando ramitas y hojas. Y, sin más, cambiaron de ruta y empezaron un nuevo hormiguero. Pensé: “¡Esto es como ser Dios! ¡Estoy redirigiendo sus pasos y ni siquiera se dan cuenta!”.

En un momento dado, dos hormigas se subieron a mi mano y pensé: “Sería gracioso que una hormiga se volviera hacia la otra y le dijera: ‘¿Crees en Becky? ¿Crees que Becky existe?’”.

Me imaginé a la otra hormiga respondiendo: “¡No seas ridícula! Becky es un mito, un cuento de hadas!”. ¡Qué cómica la arrogancia de esa hormiga diciendo que no existo, cuando podía tirarla de allí con un simple soplido!

Pero, ¿y si la otra hormiga le dijera “Yo sí creo que Becky existe”? ¿Cómo lo resolverían? ¿Cómo podrían saber que soy real? ¿Qué tendría que hacer yo para revelarles quién soy?

De repente, me di cuenta: la única forma de revelarles quién soy, de un modo que ellas me pudieran entender, sería convirtiéndome en una hormiga. Tendría que identificarme por completo con el ámbito de su realidad.

Me senté y recuerdo que pensé: “¡Qué pensamiento tan asombroso! ¡Reducir mi tamaño para reflejar con exactitud quién soy en forma de hormiga! ¿Pero cómo sabrían las hormigas que se trataba de mí en forma de hormiga? Ya lo sé: ¡tendría que hacer trucos! ¡Cosas que ninguna otra hormiga podía hacer!”.

Entonces caí en la cuenta: acababa de resolver el problema de cómo los seres humanos finitos podríamos descubrir a Dios. Para ello, Dios tendría que venir del exterior y revelarnos quién es.

En aquel momento, yo aún no había analizado el cristianismo, pero sí había buscado en otras religiones del mundo y no me había encontrado con ningún fundador o profeta que dijera a sus seguidores: “¿No lo entendéis? Cuando me veis a mí estáis viendo a Dios, porque yo soy Dios”. En vez de animar a sus seguidores a que les miraran a ellos, les hablaban de la importancia de seguir ciertas reglas y realizar ciertas prácticas espirituales para lograr, tal vez, que Dios les aceptara o les salvara.

Ahora bien, necesitaba averiguar si la Biblia afirmaba que Dios vino a la tierra en forma humana. No pude encontrar una Biblia en nuestra casa, así que busqué cualquier libro que tuviera en el título la palabra “cristiano”. ¡Y encontré uno! Se trataba de un ejemplar intacto de Mero cristianismo, así que me senté y empecé a leer vorazmente.

¿Qué descubrí? ¡Que la premisa central de la fe cristiana es que Dios irrumpió de forma sobrenatural en el planeta Tierra! El cristianismo es la religión de la revelación. ¡Dios vino a nosotros! Así como yo tenía que convertirme en una hormiga mientras seguía siendo Becky si quería comunicarme con las hormigas, ¡Cristo había adoptado naturaleza humana mientras seguía siendo Dios para así poder comunicarse con nosotros!

Aún no estaba convencida de que el cristianismo fuera verdad, pero ese enfoque tenía sentido. Si Dios existía, lo más lógico es que se revelara de una manera que pudiéramos entender.

C. S. Lewis también despertó mi curiosidad por leer la Biblia. Empecé con los Evangelios, y nunca olvidaré cuando leí esto por primera vez:

El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al unigénito Hijo del Padre, lleno de gracia y verdad [...] La gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, quien es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer. Juan 1:14, 17-18

Fue un proceso, pero finalmente llegué a creer que Jesús era quien decía: el Hijo de Dios enviado a nuestro planeta para sacarnos de la situación desesperada en la que estamos. Jesús no solo vino a revelarnos al Padre, sino a morir en la cruz asumiendo nuestro pecado. Un día entregué mi vida a Dios a través de Jesucristo, completamente y sin reservas.

Qué significa ser humano

Una parte de mi búsqueda fue conocer a Dios, pero la otra fue descubrir quiénes somos y por qué estamos aquí. Me sorprendió descubrir que Jesús no solo es la ventana que nos permite entender la naturaleza de Dios, sino que también nos revela lo que significa ser verdaderamente humanos: humanos tal y como Dios había tenido en mente desde el principio.

Durante todos mis años de ministerio he reflexionado mucho sobre por qué a los cristianos les cuesta compartir su fe. Siempre supe que no era por no tener la técnica más actual o aquella nueva fórmula que funcionaba con todas las personas y en todas las situaciones (había y sigue habiendo mucha gente ofreciendo ese tipo de “estrategias” evangelísticas). Con el tiempo comencé a ver que el problema era más profundo.

Dick y yo hemos viajado por todo el mundo para capacitar a los cristianos en el área de la evangelización, ¿y qué es lo que escuchamos una y otra vez? La gente se nos acerca después de una charla con cara de estar a punto de confesar su secreto más oscuro: algo que esperan que nadie descubra nunca. Y dicen: “Yo sí quiero compartir mi fe. ¡Pero no puedo!”.

“¿Por qué no puedes?”, siempre preguntamos.

“Porque…”, dicen, mirando a su alrededor esperando que nadie les escuche, “no sé lo suficiente. No soy el cristiano perfecto. ¿Y si los ofendo? ¿Y si no puedo responder a sus preguntas? La cuestión es que no puedo compartir mi fe porque... ¡me siento incapaz!”.

“Esto… ¡claro que eres incapaz!”, respondemos nosotros. “¡Todos somos incapaces! ¡Todos dependemos completamente de Dios! ¿Y no es liberador ser conscientes de ello? ¡Nuestra dependencia de Dios no es algo de lo que avergonzarse!”.

Esos comentarios revelan que no hemos acabado de comprender la forma en que Dios nos creó. Dicho de otro modo, no entendemos lo que significa ser humano. Olvidamos que, como dice aquella antigua canción de niños: “Son (somos) débiles, pero Él es fuerte”.1

Se trata de una idea muy simple y, sin embargo, es precisamente donde tropezamos. A lo largo de la historia, a los seres humanos nos ha costado horrores aceptar que somos criaturas, no el Creador; que somos débiles, sí, pero que él es fuerte. Sin embargo, comprender esta distinción nos hace vivir de forma completamente distinta, pues alivia nuestra ansiedad, nos trae paz y nos ayudará enormemente en nuestro testimonio de Cristo.

¿A dónde vamos para descubrir lo que significa ser humano según Dios? Tenemos que comenzar donde empieza la Biblia: con la historia de la creación.

Génesis 1 y 2 cuentan la maravillosa historia del comienzo de todas las cosas. El Dios soberano creó el universo: “Y dijo Dios: ‘Que exista...’ […] y llegó a existir [...] y Dios consideró que era bueno” (Génesis 1:3, 9). El único momento en que Dios deliberó sobre qué crear y cómo crearlo fue cuando creó a los seres humanos. Por primera vez en la narración Dios usa un modelo. El modelo es el propio Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza” (Génesis 1:26). Dios hizo a los seres humanos de tal forma que reflejaran la naturaleza de Dios para que podamos conocerle, servirle y glorificarle, pero con esta clara distinción: ¡somos criaturas, no el Creador! El hecho de que Dios nos ha creado significa que el fundamento de la existencia humana no está en nosotros mismos, porque el propósito y el significado de nuestras vidas no lo determinamos nosotros, sino que es el que Dios nos ha dado. Ser una criatura humana, creada para depender de Dios y descubrir que el sentido de nuestra vida viene de Dios y es estar con Dios, es “muy bueno”. ¡Eso es lo que Dios dice! (Génesis 1:31). Pero es una de las primeras cosas que Satanás busca destruir.

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