Kitabı oku: «El cine silente en el Perú», sayfa 5

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Novedades del espectáculo

Un cinematógrafo del fabricante Loubens ofreció, en enero de 1900, películas de cien, doscientos, trescientos y cuatrocientos pies de largo. Tales longitudes eran novedosas, pues el promedio de las cintas proyectadas hasta entonces bordeaba los cincuenta pies.

Se inició así el incremento de la extensión física de las cintas y la prolongación de los períodos de proyección; una etapa que solo se detuvo cuando la industria fílmica fijó estándares de duración para las películas.

En 1900 empezó a sentirse la exigencia del espectáculo audiovisual. El público y la prensa solicitaban la proyección de las imágenes móviles acompañadas con música. El fonógrafo fue reemplazado por el piano, que se escuchaba durante todo el espectáculo.

El cinematógrafo Loubens explotó, a más y mejor, las escenas bélicas que llegaban de Cuba, acompañadas por música ad hoc que agregaba cuotas de realismo o “naturalidad” al espectáculo. El público elogiaba la inmediatez e impresión de realidad de las vistas ofrecidas.

Entre las vistas que se exhibieron se hizo aplaudir la que representó una ambulancia yanqui, que tiene 400 pies de largo, la que se puede apreciar con los menores detalles, pues allí se puede observar con la mayor fidelidad los sufrimientos de los heridos y aun los estertores de la muerte. (El Comercio, 27 de enero de 1900.)

El documental o la ficción primitivas, casi larvarias, satisfacían las expectativas del público. Muchas de estas cintas se exhibían coloreadas con tintes, gracias a una técnica vinculada de modo estrecho con sus fines expresivos, acuñándose un sentido creado por la tonalidad cromática dominante.

Todo el cine mudo funcionaba según un código de colores: el azul para las escenas de noche que se rodaban en pleno día, el rojo para la intensidad dramática, el sepia para los interiores, el malva para los sentimientos y el verde pálido para la mañana (Borde, 1991).

El registro de los hechos brutos de la realidad cedió con lentitud, pero sin pausa, ante la necesidad expresiva y el afán de comunicar con signos netos, distinguibles, capaces de suscitar emotividad en el auditorio.

Entre realismo e ilusión

Anoche y anteanoche, ante un lleno rebosante de espectadores, exhibió el Biógrafo Lumière la vista de las operaciones quirúrgicas. Eminentemente sensacional es este espectáculo. La tela va reproduciendo con tal amplitud, con tal fijeza, con tal claridad, y en suma con tal perfección cada una de las operaciones científicas del célebre doctor Doyen, que los espectadores, poco acostumbrados a la dolorosa realidad de los hospitales, se sienten invadidos por un sopor enfermizo que se resuelve en silenciosa tensión de nervios.

Allí puede apreciarse, en casi todos sus detalles, la seguridad y rapidez del estilete que corta el cuerpo humano, la ruptura brusca de los tejidos, el repugnante torrente de podredumbre y sangre negra que salta y se desborda, y la ansiosa palpitación de las entrañas entre la mano diestra y segura del operador […]. El público, como para no dar la nota discordante en medio a la religiosidad que debe reinar en la sala de operaciones, guarda el mutismo imponente de las cosas trágicas. (El Tiempo, 26 de mayo de 1902.)

La descripción periodística pareciera referirse a las imágenes de alguna película de violencia gráfica o gore contemporánea. Se trataba, sin embargo, de una ajustada descripción del impacto causado por ese realismo de primer grado que ofrecía el cine conmoviendo a los espectadores con imágenes de descomposición orgánica.

Imágenes como esas, extraídas de las cintas francesas que registraban las operaciones practicadas en el quirófano del doctor Doyen, establecieron una comunicación instantánea entre los estímulos ofrecidos por el cinematógrafo y las expectativas de representación realista por parte del público, probando la superación, por medio del naturalismo, de la serena iconografía de las artes representativas, regla estética dominante hasta entonces.

El cine exacerbó la aprehensión de las apariencias de realidad y logró establecer con el auditorio una problemática relación: las operaciones de Doyen se convirtieron en los primeros filmes objetos de censura.

La función en perspectiva es sólo para hombres, no porque entrañe inmoralidad alguna —nos dice la empresa— sino porque, sencillamente, las señoras podrían afectarse ante tan emocionante espectáculo. (El Tiempo, 23 de mayo de 1902.)

La segregación del auditorio femenino de Lima, en ese mes de mayo de 1902, apareció como una medida generosa y tuitiva aunque fuese en realidad una estrategia comercial fundada en el viejo atractivo ejercido por lo prohibido, aprovechando los prejuicios que arrastraba la situación de las mujeres en una organización familiar patriarcal.

Pero en el cine de entonces los extremos atraían por igual el interés del auditorio. Por un lado, se proyectaban las operaciones de Doyen; por el otro, las amables farsas de Leopoldo Frégoli (1867-1936). El primero aprovechaba la vertiente realista fundada por Lumière; el segundo seguía las lecciones de Georges Meliès y sus recreaciones fantásticas.

Frégoli, el famoso transformista italiano, llegó a Lima el 21 de febrero de 1902 y, cuatro días después, debutó en el Olimpo con el mismo espectáculo con el que había asombrado a Europa y a buena parte de América. Frégoli representaba una modalidad de la performance cómica teatral combinada con exhibiciones cinematográficas. En ellas proyectaba vistas de sus actuaciones en escenarios europeos.

Las transformaciones corporales de Frégoli —mitad comediante, mitad ilusionista— se efectuaban con la velocidad del rayo mientras eran registradas con un cinematógrafo Lumière. Para acentuar el efecto burlesco, Frégoli trucaba las imágenes de sus películas o proyectaba las bandas al revés, causando la hilaridad o el asombro del público.

Las películas de Doyen exponían las posibilidades del realismo fílmico, mientras que las de Frégoli potenciaban el filón espectacular del cine: ambas fueron recibidas de modo triunfal en Lima.

Lima sobre la pantalla

En el último vapor procedente del sur llegó a esta capital la empresa The Automatic Biograph […]. Su funcionamiento [del aparato fílmico] es automático y en consecuencia su oscilación es nula. El repertorio de cintas con que cuenta es bastante extenso […] entre las más notables se exhibirá una cinta de 800 metros de largo que presenta al afamado domador Mr. Eslist con sus fieras; Las víctimas del alcoholismo, drama de gran efecto patrocinado por la Liga Antialcohólica de París y Buenos Aires; El viaje del Presidente de Francia a Rusia, película de 2,000 metros dividida en 4 series; La pesca del bacalao en los bancos de Terranova; Viaje a Buenos Aires por la Cordillera de los Andes; Salida de misa de la Iglesia de San Pedro de Lima; Inauguración del tranvía eléctrico de Lima a Chorrillos; La High Life limeña en la calle de Mercaderes; El Paseo Colón, La Plaza de Armas y un gran número de vistas cómicas representadas por artistas mímicos franceses. (La Prensa, 18 de febrero de 1904.)

El arribo de la empresa del Biógrafo Automático durante los primeros meses de 1904 se convirtió en un hecho memorable. Llegaba la primera sociedad cinematográfica dispuesta a mostrar de modo itinerante vistas tomadas en el país, con un calendario establecido de filmaciones en el territorio peruano.

Ha llegado a Lima don Juan José Pont, empresario de este célebre aparato [The Automatic Biograph] de proyecciones cinematográficas. El señor Pont después de una gira que ha tenido mucho éxito en el Brasil, la República Argentina y Chile se propone exhibir aquí su interesante repertorio de vistas modernas. La empresa cuenta también con una maquinaria especial de tomavistas del Biógrafo y nos promete exhibir el Paseo Colón, la inauguración del ferrocarril eléctrico y los principales acontecimientos que se desarrollen en Lima durante su permanencia en ésta. (El Tiempo, 18 de febrero de 1904.)

El itinerario de Pont por el sur del continente, rumbo al Perú, permite suponer que realizó filmaciones en cada una de las ciudades en las que se detuvo con su aparato, sobre todo en Chile, donde se afincó unos meses en Osorno, junto a un socio de apellido Trías. En cualquier caso, en Lima cumplió con lo prometido. El viernes 19 de febrero de 1904, a las cuatro y treinta de la tarde, uno de sus empleados tomó vistas del Jirón de la Unión y de la Plaza de Armas.

Lo mismo hizo el domingo 21 de febrero, filmando la salida de la misa de once y treinta de la mañana en la iglesia de San Pedro, y tomando vistas del Paseo Colón a las cinco de la tarde.

El 23 de febrero exhibió las vistas filmadas, a las que agregó, dos días después, La llegada de Su Excelencia Manuel Candamo a la inauguración del tranvía eléctrico.

Pont registró también, el 28 de febrero de 1904, tomas de la corrida de toros realizada ese día. Las películas filmadas por Pont se exhibieron junto con las cintas extranjeras de su repertorio.

En marzo, el aparato proyector se trasladó a los balnearios sureños, exhibiéndose en el Hotel de la Estación de Chorrillos.

Luego de algunas exhibiciones en el Callao, en abril y mayo de 1904, Pont realizó un viaje por el sur del Perú. Estando en Arequipa, coincidió con la visita que hizo a esa ciudad el presidente Candamo, donde falleció de modo súbito. Pont filmó las exequias que luego proyectó en el Callao antes de despedirse del Perú.

La rutina del cine

En medio de estas actividades, el espectáculo cinematográfico empezó a echar raíces. Las proyecciones de películas crearon rutinas de comportamiento social, como lo informa este texto periodístico:

POR ENAMORAR HUACHAFITAS - Las vistas cinematográficas y los anuncios luminosos causan, hoy por hoy, la desesperación de las niñas huachafitas, que no pierden una sola noche el gratuito espectáculo del que gozan tranquilamente desde los arcos del Portal de Botoneros y los bancos del Parque Inglés.

Los jóvenes cursilones han hallado, pues, una magnífica oportunidad para hacer conquistas fáciles y palpar […] los progresos del reclamo, según reza la copla que con tanta gracia dijera el viejo Poggi, desde el escenario del [teatro] Principal. (El Tiempo, 28 de septiembre de 1904.)

La atracción de 1905 fue el Biógrafo París establecido en el Teatro Politeama. El aparato, de propiedad del chileno Enrique Casajuana, llegó contratado por el empresario teatral Pedro Vergiú, nombre clave en la historia del espectáculo teatral peruano, pero también en el del negocio del cine.

Propietario de una empresa de espectáculos con vinculaciones en Chile y Argentina, Vergiú trajo al país un gran número de compañías del género chico que marcaron época. Tomando en arrendamiento el Olimpo o el Politeama, Vergiú los inauguró como locales aptos para la exhibición de espectáculos fílmicos de empresarios itinerantes.

El atractivo central de las exhibiciones del Biógrafo París fueron las vistas bélicas de la guerra ruso-japonesa, las corridas de toros de Bonarillo y Fuentes, y las reconstrucciones históricas sobre Cristóbal Colón o el reinado de Luis XIV.

Atractivo adicional fue la duración de las cintas, de diez a quince minutos cada una, y las intervenciones burlescas y musicales del empresario Casajuana.

A pesar del funcionamiento en Lima de múltiples espectáculos, el viejo Politeama no deja de ser concurrido por más que regular cantidad de público.

Los aficionados a las diversiones tranquilas y beatíficas se dirigen con pasos reposados al Gallinero de Sauce y entretienen la vista fijándola por tres o cuatro horas en el blanco lienzo por donde pasa en rápida multiplicación infinidad de personajes, héroes grabados en la película de otra infinidad de escenas, ya cómicas, ya fantasmagóricas o sencillamente folletinescas.

El repertorio de cintas del Biógrafo París tiene asuntos para todos los gustos, y tan pronto fuga ante la retina del espectador el cuadro humorístico de una semi-suegra terrible y mofletuda que se desgonza en una persecución tenaz a través de las viviendas del domicilio para evitar que la niña de la casa le descuelgue una apretujada epístola al galancete que la espía imperturbable al pie de los balcones, como aparece gallarda e imponente la escuadra del Báltico antes, mucho antes de ir a hallar su tumba en los abismos insondables. (La Prensa, 11 de agosto de 1905.)

Como era usual, acabadas sus funciones en Lima, el Biógrafo París se dirigió al Callao, donde no obtuvo mayor reconocimiento.

Lástima es que [el público] no concurra en mayor número a las veladas que ofrece el Biógrafo, pues las vistas a más de enseñar prácticas morales, presentan ejemplos que redundarán en beneficio del pueblo. (La Prensa, 24 de agosto de 1905.)

A pesar de la variada oferta de espectáculos teatrales, el público prefirió asistir a las funciones de Casajuana: era el síntoma de que algo se modificaba en los hábitos del espectador de la ciudad. El cine se había convertido ya en una presencia cotidiana.

Las destrezas del exhibidor

El propietario de un aparato fílmico itinerante, como Pont o Casajuana, era un personaje múltiple que vendía entradas, proyectaba las cintas adquiridas a buen precio en algún remate o a otro exhibidor ambulante, opinaba sobre los argumentos y hasta cantaba, danzaba y actuaba durante los intermedios. Pero aparte de esas dotes representativas, el exhibidor conocía todas las características técnicas del aparato y mantenía la atención necesaria para solucionar los problemas de velocidad de la proyección, de foco, de intensidad luminosa o cualquier otro de orden técnico que pudiera presentarse en el curso del espectáculo, así como para atender las reparaciones de las cintas que integraban la función.

Para ser bueno en la profesión, necesitaba tener conocimientos de electricidad y de las leyes de la óptica. Debían ser mecánicos para reparar las averías… (Bowser, 1990).

Con el tiempo, las autoridades se hicieron más exigentes con la labor del exhibidor, convertido en responsable del éxito del espectáculo. Se les requirió conocimientos probados y eficiencia. Los funcionarios municipales les solicitaban acreditar su idoneidad, sobre todo cuando empezaron a producirse incendios que arrasaban los locales.

La alta inflamabilidad del material de nitrato sobre el que se imprimían los filmes por entonces exigía una manipulación cuidadosa que quedaba librada a la destreza —estrechamente vigilada desde entonces por la autoridad municipal— de los exhibidores.

El control del cine y de las condiciones del espectáculo por parte de las autoridades encontró una dramática justificación en 1897, cuando se produjo el incendio del Bazar de la Caridad en París, durante una sesión en la que se proyectaba una película, provocando la muerte de numerosos niños.

Desde entonces, la sanción de la opinión pública se impuso. Los círculos de la alta sociedad consideraban que las aglomeraciones para contemplar una película eran expresión de mal gusto y que los empresarios fílmicos tenían una responsabilidad objetiva por los accidentes ocurridos en el interior de sus locales. La única forma de controlar la ocurrencia de accidentes era buscando la intervención de las autoridades civiles, por lo que, desde entonces, el cine se convirtió en un espectáculo rigurosamente tutelado.

La fotografía y la sociedad

La fotografía cumplía por entonces el papel testimonial que poco después asumió el cine. Los retratos individuales o de grupo familiar eran los modos de registro fotográfico más apreciados y para obtenerlos en las mejores condiciones se instalaron aparatos anunciados como inventos únicos del siglo XX.

El fotoscope instantáneo, por ejemplo, era capaz de obtener un retrato a veinte centavos y en apenas minuto y medio (El Comercio, 20 de febrero de 1905).

La prensa también se interesó por ilustrar con fotos sus informaciones, por lo que Carlos Southwell amplió su taller de fotograbados fundado en 1884.

La sociedad imaginó con entusiasmo los fastos de la Exposición Universal de París, inaugurada el 14 de abril de 1900. El Perú participó en esa muestra de la modernidad y del avance científico que inauguró el siglo XX: el gobierno encargó al fotógrafo Fernand Garreaud la confección del álbum fotográfico de paisajes peruanos que debía exhibirse allí.

Garreaud cumplió con el encargo entregando un portafolio con cuatrocientas noventa y una vistas, de diferentes colores y registradas en distintos tipos de papel.

La fotografía avalaba la verosimilitud y fidelidad de la imagen a las apariencias de la realidad, ya que las imágenes móviles no poseían aún los atributos que le serían reconocidos en el curso de los siguientes años: en la Exposición de Sevilla, de 1928, el cine se encargó de representar la imagen del país.

Dedicado Garreaud a cumplir con el encargo oficial, otro importante fotógrafo, el portugués Manuel Moral, asentado en la calle Mercaderes, atrajo a sus clientes ofreciendo retratos en bajorrelieve y fotos tomadas de noche, con luz eléctrica, “con la que se consigue efectos tanto o más hermosos que de día”, al decir de la prensa.

Mientras tanto, Fotografía Bolognesi, de la calle Mantas; la casa fotográfica de Fernand Garreaud, en la calle Unión, y Fotografía Suiza, de Ramón Latorre, eran los establecimientos que mantenían una apelación publicitaria constante, dirigida hacia los sectores acomodados de la sociedad limeña. Allí se hacían retratos o “grupos de familia en interior”, pero también se ejercitaba el reportaje de actualidades sociales.

Así, con motivo de la visita del ex presidente argentino Roque Sáenz Peña, Lima se colmó de homenajes y celebraciones. El diario La Prensa, en su edición matinal del 28 de noviembre de 1905, publicó fotografías del baile ofrecido la noche anterior por el Club de la Unión.

El diario calificó como un “record” su servicio fotográfico, pues únicamente había empleado cinco horas para dar a luz los grabados en “condiciones apreciables de impresión y arte”.

El trabajo fue hecho por la casa comercial del fotógrafo portugués Manuel Moral, siendo impresas las placas por el fotógrafo francés Fernando Lund, que laboraba en el diario La Prensa, en la Casa Moral y en la revista ilustrada Prisma, editada por Moral.

Lund tomó, a las once y treinta de la noche, vistas del baile y las exhibió, ufano, en las Galerías del Club de la Unión, nítidamente desarrolladas, cuarenta y cinco minutos después.

Esto nunca se ha hecho antes en Lima y es un progreso de las artes gráficas en el país. (La Prensa, 28 de noviembre de 1905.)

No contento con ese acierto, Lund se superó a sí mismo pocos días después. En la fiesta de la familia Del Valle tomó vistas de las cuadrillas de baile a las once y cuarenta y cinco de la noche para poner, treinta y cinco minutos después, las fotos perfectamente impresas en manos de los asistentes.

Es significativo que todos estos progresos fotográficos tuvieran como acicate el registro de la vida social de Lima. No cabe duda de que el ámbito privado y excluyente de las clases altas era estímulo para la reproducción gráfica.

El cine hizo lo mismo poco después, y Lund, como camarógrafo del Cine Olimpo y fotógrafo de Del manicomio al matrimonio, volvió por sus fueros registrando el movimiento de aquella sociedad limeña, aristocrática y afrancesada, de principios del siglo XX.

La fotografía se convirtió en una actividad de creciente demanda. La aparición de revistas ilustradas con profusión, como Actualidades o Prisma, de la empresa de Manuel Moral, demostraron esta tendencia y afición, que empezó a ser recompensada con premios pecuniarios en concursos como los organizados por la Municipalidad de Lima.

A su turno, algunas casas de fotografía, como la de los hermanos Schwalb, ofrecían en venta máquinas Kodak en importantes volúmenes, tanto como linternas mágicas para la proyección de fantasmagorías. Los ciudadanos que deseaban perennizar su efigie concurrían a los estudios fotográficos que se adornaban con mayores fastos decorativos.

La “fotografía” de Manuel Moral exhibía una llamativa y moderna decoración art nouveau en todas sus instalaciones y poseía una galería para exposiciones.

Desde su renovación, en marzo de 1903, la casa de Moral se dedicó a hacer “retratos de admirable confección y parecido de apuestas damas y respetables caballeros de nuestra sociedad”, según rezaba la publicidad.