Maestría

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A Anna

INTRODUCCIÓN

EL PODER SUPREMO

Cada cual tiene su suerte en las manos, como un escultor la materia que convertirá en figura. Pero con ese tipo de actividad artística es igual que con los demás: nacimos apenas con la capacidad de realizarla. La habilidad para hacer de ese material lo que queramos debe aprenderse y cultivarse atentamente.

–JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

Existe una forma de poder e inteligencia que representa el punto más alto del potencial humano. Es la fuente de los mayores logros y descubrimientos de la historia. Es una inteligencia que no se enseña en las escuelas ni los profesores analizan, pero de la que, en algún momento, casi todos hemos tenido destellos en nuestra experiencia. Esa forma de inteligencia suele llegar a nosotros en un periodo de tensión: un plazo por vencerse, la necesidad apremiante de resolver un problema, una crisis de uno u otro tipo. O bien, puede ser resultado del trabajo incesante en un proyecto. En un caso u otro, presionados por las circunstancias, nos sentimos inusualmente vigorosos y concentrados. Nuestra mente se sumerge por completo en la tarea a la vista. Esta concentración intensa despierta todo tipo de ideas, las cuales se nos presentan mientras dormimos, de la nada, como surgidas del inconsciente. En momentos así, los demás parecen menos reacios a nuestra influencia; tal vez les prestamos más atención, o parecemos tener un poder especial que les inspira respeto. Quizá normalmente experimentamos la vida de modo pasivo, reaccionando sin cesar a este o aquel incidente, pero en esos días o semanas sentimos que podemos determinar los acontecimientos y hacer que sucedan cosas.

Este poder podría expresarse de la siguiente manera: la mayor parte del tiempo estamos inmersos en un mundo interior, de sueños, deseos y obsesiones. Pero en aquel periodo de creatividad excepcional, la necesidad nos empuja a hacer algo con efectos prácticos. Nos obligamos a salir de nuestra cámara interna de pensamientos habituales y a enlazarnos con el mundo, los demás, la realidad. En vez de ir de acá para allá en un estado de distracción perpetua, nuestra mente se concentra y penetra la médula de algo real. En esos momentos es como si nuestra mente –volcada al exterior– se anegara en la luz del mundo que nos rodea, y como si, expuestos de súbito a nuevos detalles e ideas, fuéramos más inspirados y creativos.

Una vez vencido el plazo o superada la crisis, esa sensación de poder y creatividad acrecentada suele desaparecer. Volvemos entonces a nuestro estado de distracción y la impresión de control se esfuma. ¡Si pudiéramos producir esa sensación, o mantenerla viva más tiempo…! Pero parece misteriosa y elusiva.

El problema es que esa forma de poder e inteligencia es ignorada como objeto de estudio, o está rodeada de toda clase de mitos y falsedades, lo cual no hace sino contribuir a su misterio. Imaginamos que la creatividad y la destreza salen de la nada, y son fruto del talento natural, o del buen humor, o de la correcta alineación de las estrellas. Nos sería muy útil esclarecer este misterio: poner nombre a esa sensación de poder, examinar sus raíces, definir el tipo de inteligencia que conduce a ella y entender cómo puede producirse y conservarse.

Llamemos a esa sensación maestría: la impresión de que tenemos un mayor dominio de la realidad, los demás y nosotros mismos. Aunque esto podría ser algo que experimentemos un breve momento, para otros individuos –maestros en su campo– es un modo de vida, su manera de ver el mundo. Entre ellos se cuentan Leonardo da Vinci, Napoleón Bonaparte, Charles Darwin, Thomas Edison, Martha Graham y muchos más. Y en la raíz de este poder está un procedimiento sencillo que desemboca en la maestría, el cual se halla a disposición de todos nosotros.

Ese procedimiento puede ilustrarse de este modo: supongamos que vamos a aprender a tocar el piano, o que tenemos un nuevo trabajo en el que debemos adquirir ciertas habilidades. Al principio somos extraños. Nuestras impresiones iniciales del piano o sitio de trabajo se basan en prejuicios, y suelen contener un elemento de miedo. Cuando emprendemos nuestro estudio del piano, el teclado parece más bien intimidatorio; no entendemos la relación entre las teclas, los acordes, los pedales y todo lo demás que interviene en la creación de música. En la situación de un trabajo nuevo, desconocemos las relaciones de poder entre la gente, la psicología de nuestro jefe, las reglas y métodos considerados decisivos para el éxito. Nos confundimos; los conocimientos que necesitamos están en ambos casos fuera de nuestro alcance.

Aunque quizá enfrentemos estas situaciones novedosas con la emoción de lo que aprenderemos o haremos con nuestras nuevas habilidades, pronto nos percatamos de la ardua labor que nos espera. El gran peligro es que cedamos al aburrimiento, la impaciencia, el miedo y la confusión. Dejamos de observar y aprender. El proceso se interrumpe.

Si, por el contrario, controlamos esas emociones y dejamos que el tiempo siga su curso, algo extraordinario empieza a cobrar forma. A medida que observamos y seguimos el ejemplo de los demás todo se aclara, porque aprendemos las reglas y vemos cómo las cosas operan y embonan entre sí. Si continuamos practicando, adquirimos fluidez; el dominio de las habilidades básicas nos permite aceptar retos nuevos y más emocionantes. Comenzamos a advertir entonces relaciones antes invisibles para nosotros. Poco a poco obtenemos seguridad en nuestra aptitud para resolver problemas o subsanar debilidades mediante la persistencia.

En cierto momento pasamos de estudiantes a profesionales. Ponemos a prueba nuestras ideas, obteniendo con ello una realimentación valiosa. Usamos nuestro mayor conocimiento en formas cada vez más creativas. En vez de limitarnos a aprender cómo los demás hacen las cosas, ponemos en juego nuestro estilo e individualidad.

Con el paso del tiempo, y en tanto seamos fieles al procedimiento, otro salto tiene lugar: a la maestría. El teclado ya no nos es ajeno; lo interiorizamos hasta volverlo parte de nuestro sistema nervioso, de las yemas de nuestros dedos. En nuestro trabajo, somos sensibles ya a la dinámica del grupo, al estado de las actividades en marcha. Podemos aplicar esta sensibilidad a situaciones sociales, analizando mejor a la gente y previendo sus reacciones. Podemos tomar decisiones rápidas y muy creativas. Nos llegan ideas. Hemos aprendido tan bien las reglas que podemos ser ya quienes las rompen o rescriben.

En el procedimiento que conduce a esta forma suprema de poder podemos identificar tres fases o niveles. El primero es el aprendizaje del oficio; el segundo, la fase creativa-activa; el tercero, la maestría. En la primera fase, estamos fuera de nuestro campo, aprendiendo cuanto podemos de los elementos y reglas básicos. Sólo tenemos una imagen parcial del campo, así que nuestras facultades son limitadas. En la segunda fase, gracias a la práctica e inmersión intensas nos asomamos al interior de la maquinaria para ver las relaciones de las cosas entre sí, lo que nos permite entender mejor el asunto en cuestión. Con esto llega un nuevo poder: la capacidad de hacer experimentos con los elementos implicados y jugar creativamente con ellos. En la tercera fase, nuestro grado de conocimiento, experiencia y concentración es tan profundo que vemos ya el cuadro completo con toda claridad. Tenemos acceso al corazón de la vida: la naturaleza humana y los fenómenos naturales. Por eso las obras de arte de los maestros nos tocan en lo más hondo: el artista ha captado un fragmento de la esencia de la realidad. Por eso los científicos geniales pueden descubrir una nueva ley de la física, y los inventores o emprendedores dar con algo que nadie ha imaginado nunca.

Podríamos llamar intuición a este poder, pero la intuición es apenas una aprehensión repentina e inmediata de lo real, sin necesidad de palabras ni fórmulas. Palabras y fórmulas pueden llegar después, pero ese rayo de la intuición es lo que nos acerca en definitiva a la realidad, cuando nuestra mente es repentinamente iluminada por una partícula de la verdad antes oculta para nosotros y los demás.

Un animal tiene capacidad para aprender, pero depende en gran medida de sus instintos para relacionarse con sus circunstancias y evitar el peligro. Gracias a sus instintos, puede actuar con rapidez y eficacia. En cambio, los seres humanos confiamos en el pensamiento y la razón para conocer nuestro entorno. Pero esta razón puede ser lenta, y en su lentitud volverse inútil. Así, muchos de nuestros procesos mentales internos tienden, por obsesivos, a desconectarnos del mundo. En el nivel de la maestría, las facultades intuitivas son una mezcla de lo instintivo y lo racional, lo consciente y lo inconsciente, lo humano y lo animal. Ésta es nuestra forma de hacer asociaciones súbitas y eficaces con el entorno, para sentir o pensar las cosas por dentro. De niños tuvimos algo de esa espontaneidad y facultad intuitiva, la cual suele ser expulsada por la información que recarga nuestra mente al paso del tiempo. Los maestros regresan a ese estado infantil, y sus obras exhiben cierto grado de espontaneidad y acceso a lo inconsciente, aunque en un nivel muy superior al del niño.

Si seguimos el procedimiento que conduce a este punto final, activamos la facultad intuitiva latente en todo cerebro humano, que quizá hemos experimentado de paso al trabajar con ahínco en un problema o proyecto. De hecho, en la vida solemos tener atisbos de este poder cuando, por ejemplo, tenemos un presentimiento sobre una situación particular, o cuando nos llega de la nada la solución perfecta a un problema. Pero estos momentos son efímeros y no se basan en experiencia suficiente para ser repetibles. Cuando alcanzamos la maestría, la intuición es un poder a nuestro mando, el fruto de haber seguido el proceso completo. Y como el mundo premia la creatividad y la aptitud para descubrir nuevos aspectos de la realidad, también nos brinda un poder práctico enorme.

 

Concibe la maestría de esta manera: a lo largo de la historia, hombres y mujeres se han visto atrapados por las limitaciones de su conciencia, por su falta de contacto con la realidad y la facultad para influir en el mundo que los rodea. Han buscado todo tipo de atajos a esa mayor conciencia y sensación de control, en forma de rituales mágicos, trances, conjuros y drogas. Han consagrado su vida a la alquimia, en busca de la piedra filosofal, la escurridiza sustancia que convertiría todo en oro.

Esta ansia por el atajo mágico ha sobrevivido hasta nuestros días bajo la forma de simples fórmulas de éxito, antiguos secretos finalmente revelados según los cuales un mero cambio de actitud atraerá la energía indicada. Hay algo de verdad y sentido práctico en esos afanes; por ejemplo, en el énfasis en la magia antes que en la concentración profunda. Pero, al final, todas esas búsquedas giran en torno a algo que no existe: el camino fácil al poder práctico, la solución simple y rápida, El Dorado de la mente.

Al mismo tiempo que se pierden en esas fantasías interminables, muchas personas ignoran el verdadero poder que poseen. Y a diferencia de las fórmulas mágicas o simplistas, los efectos materiales de este poder pueden verse en la historia: en los grandes inventos y descubrimientos, construcciones y obras de arte majestuosas, la destreza tecnológica que poseemos, todas las producciones de la mente magistral. Este poder brinda a quien lo posee la conexión con la realidad y la aptitud para cambiar el mundo con que los místicos y magos del pasado sólo pudieron soñar.

Al paso de los siglos, la gente ha levantado una barrera en torno a la maestría. La ha llamado “genio” y la ha creído inaccesible. La ha visto como resultado de privilegios, talento innato o la alineación correcta de las estrellas. La ha hecho parecer tan elusiva como la magia. Pero esa barrera es imaginaria. El verdadero secreto es éste: nuestro cerebro es producto de seis millones de años de desarrollo y, más que nada, esta evolución buscó llevarnos a la maestría, el poder latente en todos nosotros.

EVOLUCIÓN DE LA MAESTRÍA

Durante tres millones de años fuimos cazadores-recolectores; y gracias a las presiones evolutivas de ese modo de vida, con el tiempo surgió un cerebro sumamente adaptable y creativo. Hoy nos valemos de ese cerebro de los cazadores-recolectores presente en nuestra cabeza.

–RICHARD LEAKEY

En la actualidad nos cuesta trabajo imaginarlo, pero nuestros más antiguos antepasados humanos, quienes hace seis millones de años se aventuraban en las praderas del África oriental, eran criaturas muy débiles y vulnerables. Medían menos de metro y medio de estatura. Caminaban erguidos y corrían usando las piernas, aunque para nada tan rápido como los veloces cuadrúpedos predadores que los perseguían. Eran escuálidos; sus brazos no podían brindarles mucha defensa. No tenían garras, colmillos ni veneno a los que recurrir bajo ataque. Para recolectar frutas, nueces e insectos, o hurgar en pos de carne de animales muertos tenían que salir a la sabana a descubierto, donde eran presa fácil de leopardos o manadas de hienas. Así, débiles y reducidos en número, habrían podido extinguirse fácilmente.

Pero en el espacio de unos cuantos millones de años (periodo muy corto en la escala temporal de la evolución), esos antepasados nuestros, físicamente insignificantes, se convirtieron en los cazadores más formidables del planeta. ¿Cómo explicar un cambio tan milagroso? Algunos han especulado que todo se debió a que esos seres se irguieron sobre sus piernas, lo que dejó sus manos en libertad de hacer herramientas, gracias a sus pulgares opuestos y agarre de precisión. Pero esas explicaciones físicas son inexactas. Nuestro predominio, nuestra maestría no se deriva de las manos, sino de nuestro cerebro; de que hayamos hecho de nuestra mente el instrumento más poderoso conocido en la naturaleza, mucho más eficaz que cualquier garra. Y en la raíz de esta transformación mental están dos simples rasgos biológicos, el visual y el social, que los seres humanos primitivos convirtieron en poder.

Nuestros antepasados más remotos descendían de primates que por millones de años prosperaron en las copas de los árboles, desarrollando por eso mismo uno de los sistemas visuales más notables de la naturaleza. Para moverse con rapidez y eficiencia en ese mundo perfeccionaron una refinada coordinación ojo-músculo. Sus ojos fueron ocupando poco a poco una posición completamente frontal en la cara, lo que les proporcionó una visión binocular, estereoscópica. Este sistema ofrece al cerebro una perspectiva tridimensional muy precisa, pese a ser estrecha. Los animales que poseen esta visión –en oposición a ojos de lado o medio lado– suelen ser predadores eficientes, como los búhos y los gatos. Usan esta vista poderosa para ubicar a su presa a la distancia. Los primates de los árboles desarrollaron esta visión con otro propósito: desplazarse entre las ramas y ver frutas, moras e insectos con más eficacia. Llevaron asimismo a su madurez una elaborada visión en colores.

Cuando nuestros antepasados más antiguos dejaron los árboles e incursionaron a descubierto en las praderas de las sabanas, adoptaron una postura erecta. En posesión de aquel eficiente sistema visual, podían ver hasta muy lejos (jirafas y elefantes eran más altos, pero tenían los ojos de lado, lo que les procura una visión panorámica). Esto les permitía avistar en el horizonte predadores peligrosos y detectar sus movimientos aun en el crepúsculo. Dados algunos segundos o minutos, podían tramar un retiro a salvo. Al mismo tiempo, si dirigían su atención a lo inmediato, eran capaces de identificar todo tipo de detalles importantes en su entorno: huellas y señas del paso de predadores, o colores y formas de piedras por recoger para usar como herramientas.

En las copas de los árboles, esa visión eficaz surgió con fines de velocidad: ver y reaccionar rápidamente. En los pastizales a la intemperie fue al revés. Seguridad y comida dependían de la observación lenta y paciente del entorno, de la aptitud para captar detalles y saber qué podían significar. La sobrevivencia de nuestros antepasados dependía de la intensidad de su atención. Cuanto más detenida y esforzadamente miraban, mejor distinguían entre oportunidad y peligro. Si exploraban con premura el horizonte, podían ver mucho más, pero esto sobrecargaba su mente de información, demasiados detalles para una visión tan aguda. El sistema visual humano no se formó para explorar, como el de la vaca, sino para la profundidad de foco.

Los animales están encerrados en un presente eterno. Pueden aprender de hechos recientes, pero lo que está ante sus ojos los distrae con facilidad. Sin prisa, a lo largo de un periodo enorme, nuestros antepasados remediaron esa debilidad animal básica. Mirando un objeto el tiempo suficiente –aun unos cuantos segundos– sin distraerse, podían desligarse un momento de sus circunstancias inmediatas. Esto les permitía advertir patrones, hacer generalizaciones y pensar por adelantado. Tenían la distancia mental necesaria para pensar y reflexionar, aun en la más pequeña escala.

Los seres humanos primitivos desarrollaron la capacidad de pensar y abstraerse como su principal ventaja en la lucha por evitar a predadores y hallar alimento. Eso los ponía en contacto con una realidad a la que los demás animales no tenían acceso. Pensar en este nivel fue el momento decisivo de la evolución: la aparición de la mente consciente y racional.

La segunda ventaja biológica es más sutil, pero igualmente eficaz en sus implicaciones. Todos los primates son en esencia criaturas sociales; pero debido a su gran vulnerabilidad en áreas descubiertas, nuestros más antiguos antepasados tenían mayor necesidad de cohesión grupal. Dependían del grupo para la observación vigilante de predadores y el acopio de alimentos. En general, esos primeros homínidos tenían más interacciones sociales que otros primates. En el curso de cientos de miles de años, dicha inteligencia social se hizo cada vez más refinada, lo que permitió a nuestros ascendientes cooperar entre sí en un alto nivel. E igual que nuestro conocimiento del entorno natural, esta inteligencia dependía de una atención y concentración profundas. Interpretar de modo incorrecto las señales sociales en un grupo muy unido podía resultar sumamente peligroso.

Gracias a la complejidad de esos dos rasgos –el visual y el social–, nuestros antepasados pudieron inventar y desarrollar, hace dos a tres millones de años, la complicada habilidad de cazar. Poco a poco se hicieron más creativos, hasta convertir en un arte esa destreza compleja. Se volvieron cazadores estacionales y se dispersaron por la masa continental eurasiática, logrando adaptarse a todo tipo de climas. En el proceso de esta rápida evolución, hace doscientos mil años su cerebro alcanzó prácticamente el tamaño del de los seres humanos modernos.

En la década de 1990, un grupo de neurocientíficos italianos descubrió algo que podría contribuir a explicar esa destreza creciente de nuestros antepasados primitivos para la caza, y algo a su vez sobre la maestría tal como existe en la actualidad. Al estudiar el cerebro de los monos hallaron que neuronas motrices particulares se activan no sólo al ejecutar un acción muy específica –como hacer palanca para obtener un cacahuate o coger un plátano–, sino también cuando los monos ven a otros realizar la misma acción. A esas neuronas se les llamó muy pronto neuronas espejo. Dicha activación neuronal significaba que los primates experimentaban una sensación similar tanto al hacer como al observar el mismo acto, lo que les permitía ponerse en el lugar de otro y percibir sus movimientos como si los efectuaran ellos mismos. Esto explicaría la aptitud de muchos primates para imitar a otros, y la notoria capacidad de los chimpancés para prever los planes y acciones de un rival. Esas neuronas, se especula, se desarrollaron a causa de la naturaleza social de la vida entre los primates.

Experimentos recientes han confirmado la existencia de esas neuronas también en los seres humanos, aunque en un nivel de refinamiento mucho mayor. Un mono o primate puede considerar una acción desde el punto de vista del que la ejecuta e imaginar sus intenciones, pero nosotros podemos llegar más lejos. Sin necesidad de señales visuales ni actos ajenos, podemos entrar en la mente de otros individuos e imaginar lo que piensan.

A nuestros antepasados, la complejidad de las neuronas espejo les permitió prever sus mutuos deseos a partir de los signos más sutiles y perfeccionar así sus habilidades sociales. Les sirvió asimismo como un componente crítico de la fabricación de herramientas; uno podía aprender a modelar una herramienta imitando las acciones de un experto. Pero, sobre todo, les dio la capacidad de pensar dentro de todo lo que les rodeaba. Luego de años de estudiar a animales particulares podían identificarse y pensar como ellos, previendo patrones de conducta y afinando su aptitud para rastrear y matar presas. Ese pensar dentro podía aplicarse también a lo inorgánico. Al producir una herramienta de piedra, forjadores expertos se sentían uno con su instrumento. La piedra o madera con que cortaban se volvía una extensión de su mano. La sentían como si fuera su carne, lo cual les brindaba más control de las herramientas mismas, tanto al hacerlas como al usarlas.

Este poder de la mente sólo podía activarse después de años de experiencia. Habiendo dominado una habilidad particular –rastrear una presa, producir una herramienta–, su aplicación era automática, así que la mente ya no tenía que concentrarse en las acciones implicadas, sino que podía fijarse en algo más elevado: lo que la presa pensaba, cómo sentir la herramienta como parte de la mano. Este pensar dentro fue una versión preverbal de la inteligencia de tercer nivel, el equivalente primitivo de la sensibilidad intuitiva de Leonardo da Vinci para la anatomía y el paisaje, o de la de Michael Faraday para el electromagnetismo. La maestría en este nivel significó que nuestros antepasados podían tomar decisiones rápida y eficazmente, tras haber obtenido un conocimiento completo de su entorno y su presa. De no haber hecho evolucionar esta facultad, la mente de nuestros ascendientes se habría abrumado fácilmente con la gran cantidad de información que debían procesar para triunfar en la caza. Desarrollaron esa facultad intuitiva cientos de miles de años antes de la invención del lenguaje, y por eso, cuando la experimentamos, tal inteligencia nos parece algo preverbal, un poder que escapa a nuestra capacidad para ponerlo en palabras.

 

Comprende: ese largo periodo desempeñó un papel básico y decisivo en nuestro desarrollo mental. Alteró fundamentalmente nuestra relación con el tiempo. Para los animales, el tiempo es su gran enemigo. Si son posibles presas, vagar demasiado tiempo en un espacio puede significar la muerte instantánea. Si son predadores, esperar demasiado sólo significará la fuga de la víctima. El tiempo también representa para ellos deterioro físico. En un grado considerable, nuestros antepasados cazadores invirtieron este proceso. Cuanto más tiempo dedicaban a observar algo mayor era su comprensión y conexión con la realidad. Con la experiencia, sus habilidades para la caza progresaban. Con la práctica continua, su aptitud para hacer eficaces herramientas mejoraba. El cuerpo podía desgastarse, pero la mente seguía aprendiendo y adaptándose. Usar el tiempo para tal efecto es el ingrediente esencial de la maestría.

Puede decirse, de hecho, que esta relación revolucionaria con el tiempo alteró en esencia la mente humana misma y le dio una calidad o naturaleza particular. Cuando nos damos tiempo para concentrarnos profundamente, cuando confiamos en que seguir un procedimiento de meses o años nos conducirá a la maestría operamos conforme a la naturaleza de este instrumento maravilloso, el cual se desarrolló a lo largo de muchos millones de años. Pasamos infaliblemente a niveles de inteligencia cada vez más altos. Vemos con más hondura y realismo. Practicamos y hacemos las cosas con habilidad. Aprendemos a pensar por nosotros mismos. Somos capaces de manejar situaciones complejas sin sentirnos abrumados por ellas. siguiendo este camino, nos convertimos en Homo magister, en maestros.

En la medida en que creemos que podemos omitir pasos, eludir el procedimiento, obtener poder mágicamente mediante contactos políticos o fórmulas fáciles o depender de nuestro talento innato actuamos contra esa naturaleza y anulamos nuestras facultades. Nos volvemos esclavos del tiempo: conforme éste pasa, nos hacemos más débiles, menos capaces, atrapados en un derrotero sin oportunidades de progreso. Nos volvemos prisioneros de las opiniones y temores de los demás. En vez de que la mente nos vincule con la realidad, nos desconectamos de ella y nos encerramos en una cámara mental estrecha. El ser humano que dependía de su atención concentrada para sobrevivir se vuelve ahora un animal explorador distraído, incapaz de pensar a fondo, pero también de depender de sus instintos.

Es el colmo de la tontería creer que, en el curso de tu corta vida, de tus escasas décadas de conciencia, podrás reprogramar la configuración de tu cerebro mediante la tecnología o las buenas intenciones, superando el efecto de seis millones de años de desarrollo. Ir contra la naturaleza puede ofrecer una distracción temporal, pero el tiempo exhibirá despiadadamente tu debilidad e impaciencia.

La gran salvación para todos es que hemos heredado un instrumento notablemente plástico. En el curso del tiempo, nuestros antepasados cazadores-recolectores se las arreglaron para dar al cerebro su forma actual, creando una cultura capaz de aprender, cambiar y adaptarse a las circunstancias, no presa de la marcha increíblemente lenta de la evolución natural. Como individuos modernos, nuestro cerebro tiene ese mismo poder, esa misma plasticidad. En cualquier momento podemos optar por cambiar nuestra relación con el tiempo y operar de acuerdo con la naturaleza, conociendo su existencia y poder. Con el elemento tiempo a nuestro favor podemos revertir nuestros malos hábitos y pasividad y avanzar en la escala de la inteligencia.

Concibe este cambio como un retorno a tu pasado distante y radical como ser humano, para recuperar a tus antepasados cazadores-recolectores y mantener con ellos una continuidad magnífica de forma moderna. El entorno en el que nos desenvolvemos bien puede ser otro, pero el cerebro es básicamente el mismo, y su capacidad para aprender, adaptarse y dominar el tiempo es universal.

CLAVES PARA LA MAESTRÍA

Un hombre debe aprender a detectar y mirar desde dentro esa chispa que brilla en su mente, más que el lustre del firmamento de bardos y sabios. Pero subestima sin chistar su pensamiento, porque es suyo. En cada obra de genio reconocemos ideas nuestras que hemos rechazado; ellas vuelven a nosotros con cierta majestad prestada.

–RALPH WALDO EMERSON

Si todos nacemos con prácticamente el mismo cerebro, con más o menos la misma configuración y potencial para la maestría, ¿por qué en la historia sólo un número limitado de personas parece haber sobresalido en verdad y realizado ese potencial? En un sentido práctico, ésta es sin duda la pregunta más importante que hemos de responder.

Las explicaciones comunes de un Mozart o un Leonardo da Vinci giran alrededor del talento y la capacidad natural. ¿De qué otra forma explicar sus logros asombrosos sino en términos de algo con lo que nacieron? Sin embargo, miles y miles de niños exhiben una habilidad y talento excepcional en algún campo, pero relativamente pocos de ellos llegan a algo, mientras que personas menos brillantes en su juventud tienden a alcanzar mucho más. El talento natural o un alto cociente intelectual no pueden explicar los logros futuros.

Como un ejemplo clásico, compara las vidas de sir Francis Galton y su primo, mayor que él, Charles Darwin. A decir de todos, Galton era un supergenio, con un cociente intelectual sumamente elevado, muy superior al de Darwin (según estimaciones de expertos posteriores a la invención de ese parámetro). Galton fue un joven maravilla que habría de desplegar una ilustre carrera científica, pero jamás dominó ninguno de los campos en los que incursionó. Era muy inquieto, como suelen ser los niños prodigio.

Darwin, en contraste, es celebrado con justicia como un científico de primera línea, uno de los pocos que han cambiado para siempre nuestra visión de la vida. Como admitió él mismo, era “un chico muy ordinario, más bien inferior en intelecto a la norma común. […] No poseo una mente ágil. […] Mi capacidad para seguir un razonamiento largo y puramente abstracto es muy limitada”. Sin embargo, Darwin debe haber tenido algo de lo que Galton carecía.

En muchos sentidos, una mirada a los primeros años de su vida puede ofrecer una respuesta a ese misterio. Darwin tenía de niño una gran pasión: coleccionar especímenes biológicos. Su padre, que era médico, quería que siguiera sus pasos y estudiara medicina, y lo inscribió en la Universidad de Edimburgo. Pero a Darwin no le agradaba ese campo y fue un estudiante mediocre. Su padre, desesperado porque el hijo fuera alguien, le eligió una carrera en la Iglesia. Mientras él se preparaba para esto, un antiguo profesor le contó que el navío real Beagle zarparía pronto para navegar por el mundo y que necesitaba un biólogo a bordo que acompañara a la tripulación para recolectar especímenes para llevarlos a Inglaterra. Pese a las protestas de su padre, Darwin ocupó ese puesto. Algo lo atraía a ese viaje.

De repente, su pasión como coleccionista halló una salida perfecta. En América del Sur pudo reunir la más increíble serie de especímenes, así como de fósiles y huesos. Pudo asociar con algo más amplio su interés en la variedad de la vida en el planeta: las grandes preguntas acerca del origen de las especies. Puso toda su energía en esa empresa, acumulando tal cantidad de especímenes que en su mente comenzó a tomar forma una teoría. Tras cinco años en el mar, regresó a Inglaterra y dedicó el resto de su vida a la tarea de elaborar su teoría de la evolución. En el camino tuvo que hacer frente a muchas y muy agobiantes labores, como la de dedicar ocho años al estudio exclusivo de los percebes a fin de establecer sus credenciales como biólogo. Debió desarrollar finas habilidades políticas y sociales para sortear los prejuicios contra una teoría de esa clase en la Inglaterra victoriana. Pero lo que lo sostuvo a lo largo de este prolongado proceso fue su pasión y sintonía con su tema.