Kitabı oku: «Maestría», sayfa 2
Los elementos básicos de esta historia se repiten en la vida de todos los grandes maestros de la historia: una pasión o predilección de juventud, un encuentro casual que les permite descubrir cómo aplicar esa pasión y un aprendizaje en el que cobran vida gracias a su concentración y energía. Destacan por su capacidad para practicar con más ahínco y seguir más rápidamente el procedimiento de que se trate, todo lo cual se deriva de la intensidad de su deseo de aprender y de la honda afinidad que sienten con su campo de estudio. Y en el núcleo de ese gran esfuerzo está, de hecho, una cualidad genética e innata; no talento ni capacidad, que es algo que debe desarrollarse, sino una inclinación firme y profunda por un tema particular.
Esta inclinación es reflejo de la singularidad de una persona. Y esa singularidad no constituye una mera ilusión poética o filosófica: es un hecho científico que, genéticamente, cada uno de nosotros es único; nuestra composición genética exacta no ha existido nunca antes, ni se repetirá jamás. Esta singularidad se revela en nuestras preferencias innatas por actividades o temas de estudio particulares. Tales inclinaciones pueden ser por la música o las matemáticas, ciertos deportes o juegos, la resolución de problemas embrollados, la reparación y construcción de cosas o el juego con las palabras.
Quienes se distinguen por su maestría madura experimentan dichas inclinaciones más profunda y claramente que otros. Las experimentan como un llamado interior, el cual tiende a imperar en sus pensamientos y sueños. Por accidente o a través de un gran esfuerzo, hallan su camino a un oficio en el que su inclinación puede florecer. Esta intensa afinidad y ambición les permite soportar las penalidades propias del procedimiento: desconfianza en sí mismos, tediosas horas de práctica y estudio, reveses inevitables, pullas incesantes de los envidiosos. Desarrollan una seguridad y capacidad de recuperación de las que otros carecen.
En la cultura contemporánea tendemos a igualar facultades mentales e intelectuales con éxito y realización. En muchos sentidos, sin embargo, lo que separa a quienes dominan un campo de los muchos que sencillamente ejercen un empleo es una cualidad emocional. El nivel de nuestro deseo, paciencia, persistencia y seguridad termina por desempeñar en el éxito un papel mucho más importante que la posesión de facultades mentales extraordinarias. Si nos sentimos motivados y vigorizados podemos vencer casi todo. Si estamos aburridos e intranquilos nuestra mente se cierra y nos volvemos cada vez más pasivos.
En el pasado, sólo las elites o personas con un grado casi sobrehumano de dinamismo y energía podían elegir una carrera y dominarla. Un hombre nacía en el seno del ejército, o era preparado para el gobierno, seleccionado entre los miembros de la clase indicada. Que mostrara talento y deseo por ese trabajo era en gran medida una casualidad. A los millones de personas que no formaban parte de la clase social, género o grupo étnico correctos se les impedía tajantemente seguir su llamado. Y aun si querían responder a sus inclinaciones, el acceso a la información y conocimientos del campo respectivo estaba controlado por las elites. Por eso en el pasado había relativamente pocos maestros, y por eso destacaban tanto.
Esas barreras sociales y políticas, sin embargo, han desaparecido casi por completo. Ahora tenemos un acceso a información y conocimientos con el que los maestros del pasado apenas si pudieron soñar. Hoy más que nunca disponemos de la capacidad y libertad de perseguir la inclinación que poseemos como parte de nuestra singularidad genética. Ya es hora de desmitificar y bajar de su pedestal la palabra “genio”. Todos estamos más cerca de ese nivel de inteligencia de lo que creemos. (El término “genio” procede del latín, y originalmente se refería a un espíritu guardián que velaba por cada persona al nacer; más tarde acabó por designar las cualidades innatas que dotan a cada persona de un talento particular.)
Pero aunque quizá nos hallemos en un momento histórico rico en posibilidades para la maestría, en el que un número creciente de personas pueden seguir sus inclinaciones, encaramos un último obstáculo a la obtención de esa facultad, el cual es cultural e insidioso: el concepto mismo de maestría se ha denigrado, al asociársele con algo anticuado y hasta repulsivo. En general no se le ve como algo a lo que haya que aspirar. Este cambio en la valoración de la maestría es más bien reciente y puede atribuirse a circunstancias propias de nuestro tiempo.
Vivimos en un mundo que parece cada vez más allá de nuestro control. Nuestro sustento está al capricho de fuerzas globalizadas. Los problemas que enfrentamos –económicos, ambientales, etcétera– no pueden resolverse con acciones individuales. Los políticos son distantes e indiferentes a nuestros deseos. Cuando la gente se siente abrumada es natural que reaccione replegándose en varias formas de pasividad. si no probamos demasiado de la vida, si limitamos nuestro círculo de acción podemos procurarnos una ilusión de control. Cuanto menos intentemos, menos riesgo tendremos de fracasar. Si logramos convencernos de que, en rigor, no somos responsables de nuestro destino, de lo que nos sucede en la vida, nuestra aparente impotencia resulta más aceptable. Por eso ciertas explicaciones nos atraen: las de que la genética determina gran parte de lo que hacemos; somos producto de nuestra época; el individuo es un mito; la conducta humana puede reducirse a tendencias estadísticas.
Muchos llevan más lejos este cambio de valoración, dando a su pasividad un matiz positivo. Idealizan al artista que se autodestruye y pierde el control. Todo lo que huela a disciplina o esfuerzo parece opresivo o pasado de moda; lo que importa es el sentimiento detrás de la obra de arte, y todo indicio de laboriosidad o trabajo viola este principio. Tales sujetos terminan por aceptar cosas hechas sin esmero ni recursos. La idea de que es preciso hacer un gran esfuerzo para lograr lo que quieren se ha visto erosionada por la proliferación de máquinas que hacen gran parte del trabajo, lo que fomenta la idea de que ellos lo merecen todo; de que es su derecho inherente tener y consumir lo que quieran. “¿Por qué molestarse en trabajar años enteros para alcanzar maestría cuando podemos tener mucho poder con muy poco esfuerzo? La tecnología lo resolverá todo.” Esta pasividad ha asumido incluso una postura moral: “La maestría y el poder son malos, dominio de las elites patriarcales que nos oprimen; el poder es malo en sí mismo; es mejor desentenderse por completo del sistema”, o dar al menos la impresión de hacerlo.
Si no tomas precauciones, esa actitud te contagiará en formas sutiles. Inconscientemente, bajarás la mira de tus aspiraciones, lo que reducirá tu nivel de esfuerzo y disciplina por debajo del punto de eficacia. Al adecuarte a las normas sociales, escucharás a los demás antes que tu propia voz. Elegirás una profesión con base en lo que te dicen tus amigos o tus padres, o en lo que parece lucrativo. Si pierdes contacto con tu llamado interior podrás tener éxito en la vida, pero a la larga tu falta de deseo verdadero te agobiará. Tu trabajo se volverá mecánico. Acabarás viviendo para el ocio y los placeres inmediatos. Serás cada vez más pasivo y nunca pasarás de la primera fase. Podrías frustrarte y deprimirte, sin comprender jamás que la fuente de ello es tu indiferencia a tu potencial creativo.
Antes de que sea demasiado tarde, encuentra el camino de tu inclinación para explotar las increíbles oportunidades de la época en que te tocó nacer. Al conocer la importancia crucial del deseo y de tu vinculación emocional con tu trabajo, claves de la maestría, podrás poner a tu favor la pasividad de estos tiempos, convirtiéndola en motivación en dos formas importantes.
Primero, debes ver tu intento de alcanzar maestría como algo sumamente necesario y positivo. El mundo está lleno de problemas, muchos de ellos causados por nosotros mismos. Resolverlos requerirá un esfuerzo y creatividad enormes. Valernos de la genética, la tecnología, la magia o la simpatía y la espontaneidad no nos va a salvar. Necesitamos energía no sólo para hacernos cargo de los asuntos prácticos, sino también para forjar nuevas instituciones y sistemas acordes con las nuevas circunstancias. Debemos crear nuestro propio mundo o moriremos de inactividad. Tenemos que recuperar el concepto de maestría que nos definió como especie hace millones de años. Esta maestría no tiene el propósito de dominar la naturaleza o a los demás, sino de determinar nuestro destino. La actitud pasiva de tintes irónicos no es relajada ni romántica, sino patética y destructiva. Tú debes dar ejemplo de lo que un maestro es capaz de alcanzar en el mundo moderno. Tienes que contribuir a la causa más importante de todas: la sobrevivencia y prosperidad de la raza humana, en un periodo de estancamiento.
Segundo, debes convencerte de esto: la gente tiene la mente y calidad de cerebro que se merece, por sus actos en la vida. Pese a la popularidad de las explicaciones genéticas de nuestra conducta, descubrimientos neurocientíficos recientes han echado por tierra añejas creencias de que el cerebro está genéticamente determinado. Los científicos han demostrado que, por el contrario, es muy plástico: que nuestros pensamientos determinan nuestro paisaje mental. Han explorado la relación de la fuerza de voluntad con la fisiología, cuánto puede afectar la mente nuestra salud y funcionalidad. Es posible que aún estén por descubrirse muchas cosas sobre el grado en que creamos los diversos patrones de nuestra vida mediante ciertas operaciones mentales; el grado en que somos efectivamente responsables de gran parte de lo que nos sucede.
Las personas pasivas generan un paisaje mental más bien árido. Dadas las limitaciones de sus actos y experiencias, muchas conexiones de su cerebro se esfuman por falta de uso. Contra la tendencia pasiva de nuestra época, esfuérzate por ver cuán lejos puedes llegar en el control de tus circunstancias y por crear la mente que deseas, no mediante las drogas sino de la acción. Al liberar la mente magistral dentro de ti te pondrás a la vanguardia de quienes exploran los vastos territorios de la fuerza de voluntad humana.
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En muchos sentidos, pasar de un nivel de inteligencia a otro puede considerarse un ritual de transformación. Conforme avanzas, viejas ideas y perspectivas desaparecen; a medida que liberas nuevas facultades, te inicias en niveles superiores de ver el mundo. Considera Maestría como una herramienta invaluable para guiarte en ese proceso transformador. Este libro fue pensado para llevarte de niveles inferiores a superiores. Te ayudará a dar el primer paso: descubrir tu tarea en la vida, o vocación, y cómo labrar una senda que te lleve a su consumación en varios niveles. Te indicará cómo explotar al máximo tu aprendizaje: las diversas estrategias de observación y adquisición de conocimientos que más te servirán en esta fase; cómo encontrar a los mentores perfectos; cómo descifrar los códigos no escritos de la conducta política; cómo cultivar la inteligencia social y, por último, cómo reconocer que ha llegado el momento de dejar el nido del aprendizaje y valerte por ti mismo, entrando a la fase activa y creativa.
Este libro te mostrará asimismo cómo continuar el proceso de adquisición de conocimientos en un nivel más alto. Te revelará estrategias inmemoriales para la resolución creativa de problemas, a fin de que mantengas una mente fluida y adaptable. Te enseñará a acceder a capas de inteligencia inconscientes y primitivas, y a soportar las inevitables pullas de la envidia que te saldrán al paso. Te explicará las facultades de las que la maestría va a dotarte, lo que te hará apuntar hacia la interior sensación intuitiva en tu campo. Finalmente, te iniciará en una filosofía, una manera de pensar que te facilitará seguir este sendero.
Las ideas de este libro se basan en amplias investigaciones en los campos de las ciencias neurológicas y cognitivas, estudios sobre la creatividad y biografías de los grandes maestros de la historia. Entre estos últimos se cuentan Leonardo da Vinci, el maestro zen Hakuin, Benjamin Franklin, Wolfgang Amadeus Mozart, Johann Wolfgang von Goethe, el poeta John Keats, el científico Michael Faraday, Charles Darwin, Thomas Edison, Albert Einstein, Henry Ford, el escritor Marcel Proust, la bailarina Martha Graham, el inventor Buckminster Fuller, el jazzista John Coltrane y el pianista Glenn Gould.
Para aclarar cómo esta forma de inteligencia puede aplicarse al mundo moderno, también fueron entrevistados en extenso nueve maestros contemporáneos. Ellos son el neurocientífico V. S. Ramachandran; el antropólogo-lingüista Daniel Everett; el ingeniero en informática, escritor y promotor de empresas de tecnología Paul Graham; el arquitecto-ingeniero Santiago Calatrava; el exboxeador y ahora mánager Freddie Roach; la ingeniera en robótica y diseñadora de tecnología verde Yoky Matsuoka; la artista visual Teresita Fernández; la profesora de crianza animal y diseñadora industrial Temple Grandin y el piloto de caza y as de la fuerza aérea estadunidense Cesar Rodriguez.
La historia personal de estas diversas figuras contemporáneas disipa la noción de que la maestría es anticuada o elitista. Todas ellas proceden de ámbitos, clases sociales y orígenes étnicos distintos. El poder que han alcanzado es resultado evidente del esfuerzo y la adhesión a un procedimiento, no de la genética ni el privilegio. Sus casos revelan también cómo adaptar la maestría a nuestro tiempo, y el inmenso poder que esto puede otorgarnos.
La estructura de Maestría es simple. Consta de seis capítulos, que avanzan secuencialmente en el proceso descrito. El capítulo I es el punto de partida: descubrir tu llamado, tu tarea en la vida. Los capítulos II, III y IV se ocupan de diversos elementos de la fase de aprendizaje (habilidades de adquisición de conocimientos, trabajo con mentores, cultivo de la inteligencia social). El capítulo V se dedica a la fase creativa-activa, y el VI a la meta última: la maestría. Cada capítulo comienza con la historia de una figura histórica icónica que ejemplifica el concepto general del capítulo. La sección siguiente, “Claves para la maestría”, brinda un análisis preciso de la fase implicada, ideas concretas sobre cómo aplicar esos conocimientos a tus circunstancias y la mentalidad indispensable para explotar de lleno estas ideas. Luego sigue una sección en la que se detallan las estrategias de los maestros –contemporáneos y antiguos–, quienes se han servido de métodos diversos para hacer suyo el procedimiento. Estas estrategias buscan darte una noción aún más clara de la aplicación práctica de las ideas contenidas en el libro e inspirarte a seguir los pasos de los maestros demostrándote que su poder está a tu alcance.
En el caso de todos los maestros contemporáneos y de algunos antiguos, su historia continuará a lo largo de varios capítulos. Así, podría haber algunas repeticiones de información biográfica para recapitular lo ocurrido en la fase previa de su vida. El número de página entre paréntesis remitirá en estos casos a esas referencias anteriores.
Finalmente, no veas el avance por varios niveles de inteligencia como un mero proceso lineal, dirigido a una especie de destino último conocido como maestría. Toda tu vida es un aprendizaje, en el que aplicas tus habilidades de adquisición de conocimientos. Todo lo que te ocurre es una enseñanza si prestas la atención debida. La creatividad que adquieres al aprender en detalle una habilidad debe renovarse con frecuencia, forzando siempre tu mente a recuperar un estado de apertura. Aun el conocimiento de tu vocación debe revisitarse en el curso de tu vida, a medida que cambios en las circunstancias te obligan a ajustar su dirección.
Al dirigirte a la maestría acercas tu mente a la realidad y la vida misma. Todo lo vivo se halla en estado continuo de cambio y movimiento. En cuanto te sientas a descansar creyendo haber alcanzado el nivel que deseabas una parte de tu mente entra en una fase de deterioro. Pierdes una creatividad arduamente obtenida y los demás empiezan a sentirlo. Éste es un poder y una inteligencia que deben renovarse en forma permanente, de lo contrario se extinguirán.
¡No hables de talentos concedidos, innatos! Sería posible mencionar a toda clase de grandes hombres muy poco dotados. Adquirieron grandeza, se volvieron “genios” (como solemos decirlo) gracias a cualidades de cuya falta nadie se vanagloriaría: todos poseían la seriedad del trabajador eficiente que aprende a armar las partes antes de aventurarse a formar un todo grandioso; y se dieron tiempo para ello porque disfrutaban más de hacer bien las pequeñas cosas secundarias que del efecto de un conjunto deslumbrante.
–FRIEDRICH NIETZSCHE
I DESCUBRE TU
LLAMADO: TU TAREA
EN LA VIDA
Posees una fuerza interior que te guía a tu tarea
en la vida: lo que estás destinado a cumplir en el
tiempo de tu existencia. En la infancia esta fuer-
za era clara para ti. Te dirigía a actividades y
temas acordes con tus inclinaciones naturales,
que despertaban una curiosidad honda y pri-
maria. En años posteriores, esa fuerza tiende
a aparecer y desaparecer a medida que ha-
ces más caso a tus padres y compañeros, a
las ansiedades diarias que te desgastan.
Ésa puede ser la fuente de tu infelicidad:
tu falta de contacto con lo que eres y lo
que te vuelve único. El primer paso a
la maestría siempre es interno: saber
quién eres y recuperar esa fuerza in-
nata. Una vez resuelto esto, halla-
rás tu profesión y todo lo demás
se aclarará. Nunca es demasiado
tarde para iniciar este proceso.
LA FUERZA OCULTA
A fines de abril de 1519, luego de meses de enfermedad, el pintor Leonardo da Vinci estaba seguro de que la muerte tocaría a su puerta en cuestión de días. En los dos últimos años, él había vivido en el castillo de Cloux, en Francia, como huésped personal del rey de Francia, Francisco I. El rey lo había colmado de dinero y honores por considerarlo la viva encarnación del Renacimiento italiano, que él había querido importar a Francia. Da Vinci había sido de gran utilidad para el monarca, aconsejándolo en todo tipo de asuntos importantes. Pero ahora, a los sesenta y siete años de edad, su vida se acercaba a su fin y sus pensamientos se volcaban a otras cosas. Hizo su testamento, recibió los santos óleos en la iglesia y regresó a la cama esperando el final.
Ahí tendido lo visitaron varios de sus amigos, incluido el rey, quienes lo notaron de ánimo especialmente reflexivo. Leonardo no era dado a hablar de sí mismo, pero ahora contaba recuerdos de su infancia y juventud, haciendo hincapié en el extraño e inverosímil curso de su vida.
Siempre había creído que cumplía un destino, y durante años lo había perseguido una pregunta particular: ¿existe una fuerza interior que hace que todos los seres vivos crezcan y se transformen? si tal fuerza existía en la naturaleza, él quería descubrirla y buscaba señales de ella en todo lo que examinaba. Era una obsesión. Ahora, en sus últimas horas, una vez que sus amigos lo habían dejado solo, es casi indudable que Leonardo aplicó esa pregunta, de una forma u otra, al misterio de su vida, buscando señales de una fuerza o destino que hubiera impulsado su desarrollo, guiándolo hasta ese momento.
Da Vinci habría comenzado su búsqueda recordando su infancia en el pueblo de Vinci, a treinta kilómetros de Florencia. Su padre, Piero da Vinci, era notario y firme miembro de la poderosa burguesía; pero como el chico había nacido fuera del matrimonio tenía prohibido asistir a la universidad y practicar cualquiera de las profesiones nobles. Su educación escolar fue mínima, así que desde niño se vio abandonado a sus propios recursos. Lo que más le gustaba era pasear por los olivares en torno a Vinci, o seguir un sendero específico que lo llevara a una parte muy diferente del paisaje: densos bosques llenos de jabalíes, cascadas sobre ríos veloces, cisnes que se deslizaban en lagos, extrañas flores silvestres que crecían junto a peñascos. La intensa variedad de la vida en esos bosques lo cautivaba.
Un día en que entró a hurtadillas a la oficina de su padre tomó unas hojas de papel, mercancía más bien rara en esos días de la que, sin embargo, siendo notario, su padre estaba bien abastecido. Las llevó consigo en su paseo al bosque y, sentándose en una roca, se puso a hacer bocetos de los diversos paisajes a su alrededor. Regresó un día tras otro a hacer lo mismo; aun si había mal tiempo, se sentaba bajo algún refugio y dibujaba. No tenía maestros, ni cuadros que admirar; todo lo hacía a partir de lo que veía, con la naturaleza como modelo. Descubrió de este modo que, al dibujar cosas, tenía que observarlas con más detenimiento y captar los detalles que les daban vida.
Una vez dibujó un lirio blanco, y al observarlo con atención, su peculiar forma le impresionó. El lirio comienza como semilla y pasa luego por varias etapas, todas las cuales Leonardo había dibujado en los últimos años. ¿Qué hace que esta planta se desarrolle a través de esas etapas y culmine en una flor magnífica, diferente de cualquier otra? Quizá posee una fuerza que la impulsa a lo largo de esas variadas transformaciones. A Leonardo le maravillaría la metamorfosis de las flores en los años por venir.
Solo en su lecho de muerte, habría recordado sus primeros años como aprendiz en el estudio del pintor florentino Andrea del Verrocchio. Se le había admitido ahí a los catorce años gracias a la extraordinaria calidad de sus dibujos. Verrocchio instruía a sus aprendices en todas las ciencias necesarias para generar las obras que se producían en su estudio: ingeniería, mecánica, química y metalurgia. Leonardo ansiaba aprender todas esas habilidades, pero pronto descubrió algo en sí mismo: no podía hacer sencillamente lo que se le encargara; debía convertirlo en algo propio, inventar en vez de imitar al maestro.
Un vez, como parte de su labor en el estudio, se le pidió pintar un ángel en una amplia escena bíblica diseñada por Verrocchio. Decidió entonces hacer que su parte de la escena cobrara vida a su propia manera. En primer plano, frente al ángel, pintó un arriate; pero en lugar de las usuales versiones generalizadas de plantas, representó los especímenes florales que había estudiado tan detalladamente de niño, con una suerte de rigor científico que nadie había visto hasta entonces. En cuanto al rostro del ángel, experimentó con sus pinturas y produjo una nueva mezcla que dotó al ángel de un suave destello, el cual expresaba su ánimo sublime. (Para captar este ánimo, Leonardo pasó tiempo en la iglesia local observando a los fieles en devota oración, y la expresión de un joven le sirvió de modelo para el ángel.) Por último, resolvió ser el primer artista en crear alas realistas de ángeles.
Con este propósito, fue al mercado y compró varias aves. Dedicó horas enteras a hacer bocetos de sus alas, la forma exacta en que se fundían en su cuerpo. Quería crear la sensación de que las alas habían surgido naturalmente de los hombros del ángel y le permitirían volar. Pero, como de costumbre, no se detuvo ahí. Al terminar su labor, se obsesionó con las aves y en su mente se gestó entonces la idea de que quizá un ser humano podría volar si él era capaz de deducir la ciencia detrás del vuelo de un ave. A partir de esa fecha, dedicaba varias horas a la semana a leer y estudiar todo lo que podía sobre pájaros. Así era como operaba naturalmente su inteligencia: una idea originaba otra.
Da Vinci habrá rememorado sin duda la peor época de su vida: el año 1481. El papa pidió entonces a Lorenzo de Medici que le recomendara a los mejores pintores de Florencia para decorar el templo que acababa de construir, la Capilla Sixtina. Medici cumplió enviando a Roma a los mejores artistas florentinos menos a Da Vinci, a quien no apreciaba. Medici era del tipo literario, empapado en los clásicos. Leonardo no sabía leer latín y tenía escaso conocimiento de los antiguos; poseía por naturaleza una inclinación más científica. Pero en la raíz de su resentimiento por ese desaire había algo más: había terminado por aborrecer la dependencia impuesta a los artistas para obtener el favor real y vivir de un encargo tras otro. Se había cansado de Florencia y de la política cortesana que reinaba ahí.
Tomó así una decisión que cambiaría por entero su vida: establecerse en Milán e idear una nueva estrategia para su sustento. Sería algo más que pintor. Ejercería todos los oficios y ciencias que le interesaban: arquitectura, ingeniería militar, hidráulica, anatomía, escultura. Si un príncipe o patrono requería sus servicios, podría fungir como consejero y artista general a cambio de una generosa remuneración. Su mente, decidió, trabajaba mejor cuando se ocupaba de varios proyectos al mismo tiempo, porque esto le permitía establecer toda clase de asociaciones entre ellos.
Para proseguir con su examen de conciencia, Da Vinci habría recordado el gran encargo que aceptó en esa nueva fase de su vida: una enorme estatua ecuestre de bronce de Francesco Sforza, padre del entonces duque de Milán. El reto era irresistible para él. Aquella estatua sería de una escala no vista desde los días de la antigua Roma, y fundir en bronce una pieza tan grande implicaría una hazaña de ingeniería que habría desanimado a todos los artistas de su tiempo. Trabajó durante meses en el diseño de esta obra y para ponerla a prueba elaboró una réplica en arcilla, que exhibió en la plaza principal de Milán. La obra era gigantesca, equivalente a un edificio de gran tamaño. Las multitudes que se congregaron a admirarla quedaban impresionadas: sus dimensiones, la impetuosa posición del caballo capturada por el artista, su aspecto aterrador. Por toda Italia corrió la voz de esta maravilla, y la gente esperaba con ansia su realización en bronce. Con este fin, Da Vinci inventó un método de fundición totalmente nuevo. En vez de dividir en secciones el molde del caballo lo haría de una sola pieza (empleando una inusual mezcla de materiales preparada por él mismo), que fundiría como un todo, lo que daría al caballo una apariencia mucho más orgánica y natural.
Pero meses después estalló la guerra y el duque necesitó todo el bronce del que podía echar mano para la artillería. Finalmente, la estatua de arcilla fue desmontada y el caballo no se produjo nunca. Otros artistas se burlaron de la insensatez de Leonardo; había tardado tanto en encontrar la solución perfecta que, naturalmente, los hechos habían conspirado en su contra. Una vez el propio Miguel Ángel se mofó de él: “Hiciste un modelo de un caballo que nunca pudiste fundir en bronce y al que, para tu vergüenza, renunciaste, ¿y el torpe pueblo de Milán tuvo fe en ti?”. Para entonces, sin embargo, él ya se había acostumbrado a insultos sobre su lentitud para trabajar y lo cierto es que no lamentó nada de aquella experiencia. Le había permitido poner a prueba sus ideas sobre cómo diseñar proyectos a gran escala y aplicaría en otra cosa esos conocimientos. Además, el producto terminado no le importaba mucho; lo que siempre le había emocionado era la búsqueda y el procedimiento para crear algo.
Reflexionando en su vida de esta manera habría detectado claramente la operación de una especie de fuerza oculta en él. De niño, esa fuerza lo había atraído a la parte más silvestre del paisaje, donde pudo observar la variedad más intensa y considerable de la vida. Esta misma fuerza lo había impulsado a robar papel a su padre y dedicar su tiempo a hacer bocetos. Más tarde lo empujó a experimentar cuando trabajaba para Verrocchio. Lo alejó de las cortes de Florencia y el ego inseguro que florecía entre los artistas. Lo lanzó a la intrepidez extrema –esculturas gigantescas, el intento de volar, la disección de cientos de cadáveres para sus estudios anatómicos–, todo para descubrir la esencia misma de la vida.
Vista desde esta perspectiva, su existencia toda tenía sentido. De hecho, era una bendición que hubiese nacido ilegítimo, pues le había permitido desarrollar su estilo propio. Aun el papel en su casa parecía indicar un destino. ¿Y si se hubiera rebelado contra esa fuerza? ¿Y si, tras el rechazo de la Capilla Sixtina, hubiera insistido en ir a Roma con los demás para ganarse a toda costa el favor del papa en vez de buscar su propio camino? Habría podido hacerlo. ¿Y si se hubiera dedicado principalmente a pintar, para ganarse de mejor manera la vida? ¿Y si hubiera sido como los otros, terminando sus obras lo más rápido posible? Le habría ido bien, pero no hubiera sido Leonardo da Vinci. Su vida habría carecido del propósito que tenía e inevitablemente las cosas habrían marchado mal.
Esta fuerza oculta en él, como la del lirio que bocetó tantos años antes, había derivado en el pleno florecimiento de sus capacidades. Da Vinci había seguido fielmente su guía hasta el final y, habiendo completado su curso, era hora de morir. Quizá en ese momento regresaron a él estas palabras, escritas años atrás en su libreta: “Así como un día rebosante trae consigo dulces sueños, una vida bien empleada procura una muerte dulce”.
CLAVES PARA LA MAESTRÍA
Entre sus varios seres posibles, cada hombre siempre encuentra uno que es su ser genuino y auténtico. La voz que lo llama a ese ser auténtico es lo que denominamos “vocación”. Pero la mayoría de los hombres se dedican a silenciar esa voz de la vocación y negarse a oírla. Consiguen hacer ruido en ellos […] para distraer su atención a fin de no escucharla; y se defraudan sustituyendo su ser genuino por un falso curso de vida.
–JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Muchos de los principales maestros de la historia han confesado haber experimentado una especie de fuerza, voz o destino que los guiaba. En el caso de Napoleón Bonaparte, fue su “estrella”, que siempre sentía en ascenso cuando tomaba la decisión correcta. Para Sócrates era su daemon, una voz que oía, tal vez de los dioses, y que le hablaba inevitablemente en términos negativos, diciéndole lo que debía evitar. Goethe también llamaba daemon a esa fuerza suya, una suerte de espíritu que habitaba en él y lo obligaba a cumplir su destino. En tiempos más modernos, Albert Einstein se refirió a una voz interior que determinaba la dirección de sus especulaciones. Todas éstas son variaciones de lo que Leonardo da Vinci experimentó mediante su sensación de destino.