Kitabı oku: «El último año en Hipona»

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EL ÚLTIMO AÑO

EN HIPONA


EL ÚLTIMO AÑO EN HIPONA

© Roberto Carrasco Calvente

© de la imagen de cubiertas: Martha R. Barilari

Diseño de portada: Martha R. Barilari

Iª edición

© Editorial La Calle, 2015.

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ISBN: 978-84-16164-37-0

Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.

ROBERTO CARRASCO CALVENTE


EL ÚLTIMO AÑO

EN HIPONA


Editorial La Calle

ANTEQUERA 2015

Índice

Portada

Título

Copyright

Índice

PRÓLOGO LA VALENTÍA DE SER

PRIMERA PARTE EL ÚLTIMO AÑO EN HIPONA

1

CAPÍTULO PRIMERO: LOS IMPULSOS DE JULIO DURÁN

2

CAPÍTULO SEGUNDO: EL TRAIDOR ROBIN DE LOS BOSQUES

3

CAPÍTULO TERCERO: CUANDO EL CUCO NO DEJA DORMIR A ELÍAS TERENCIO

4

CAPÍTULO CUATRO: LA ÚNICA EXPLICACIÓN POSIBLE

CAPÍTULO QUINTO: «…»

5

CAPÍTULO QUINTO (CONTINUACIÓN)

6

7

CAPÍTULO SEXTO: EL COCHINO DEL VERANO

8

EVA

9

SEGUNDA PARTE LOS CHICOS DEL HIPONA

ÓSCAR Y EMILIO

SILVERIO CAMPOS

MICHI

ENTREACTO

CORNADA

ELÍAS TERENCIO

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO
LA VALENTÍA DE SER

No es sencillo mirar atrás. Pasamos demasiados años construyéndonos a nosotros mismos como para que resulte fácil adentrarnos en los recuerdos de cuando aún no sabíamos quiénes éramos. O de cuando empezábamos a serlo.

En El último año en Hipona se aborda esa mirada hacia el ayer y el dolor —en forma de catarsis— que provoca. En sus páginas, asistimos a la creación de una novela que pretende ser un ajuste de cuentas de su atormentado creador, Mario, con su ayer. Un juego metaliterario de raigambre cervantina —el libro que se escribe a sí mismo— que no se plantea como un simple capricho intelectual, sino que permite a su autor, Roberto Carrasco, indagar en la capacidad sanadora de la literatura, en la posibilidad de convertir el hecho creativo en un exorcismo que nos lleva a dar forma a nuestros fantasmas, miedos y frustraciones.

Sombras que siempre nacen en un lugar y en un tiempo muy concretos. Igual que aquí. En este caso, el espacio donde habita la memoria es un internado que alberga una historia de amor y de misterio, una trama en la que se combinan motivos de la novela gótica con necesarios guiños a la novela histórica. En ella, más allá de la ficción —llena de acción y giros inesperados—, late la voluntad de dar voz a quienes, solo unas décadas atrás, vieron su vida, su sexualidad y su libertad condenadas y amputadas durante los años de la Dictadura. Hombres y mujeres que, como los niños y adolescentes del Hipona, sabían que ser implicaba arriesgarse, porque no había forma de conjugar ese sencillo verbo (soy, eres, somos) sin jugarse la vida en un tiempo donde la diferencia era objeto de condena y escarnio. Un tiempo que no acabó en 1975, sino que pervivió en nuevas batallas a favor de la consecución de unos derechos que, aún hoy, siguen necesitando de la acción y del compromiso, no solo de la comunidad LGTB, sino de toda la sociedad. Las heridas, tal y como se cuenta en esta novela, no solo pertenecen a quienes lo sufren, sino también a cuantos son testigos —y cómplices mudos— de cada una de ellas.

Construido en dos tiempos y espacios que coinciden lenta e inexorablemente en uno solo, este juego de espejos nos invita a conocer la historia de amor de Julio y de Damián pero, sobre todo, a buscar en sus miedos y en sus dudas un reflejo de las que también nosotros —sea cual sea nuestra orientación— sentimos en algún momento. Porque nada hay tan complejo ni tan laborioso como construir la identidad y, aunque el tiempo parezca camuflar esas cicatrices, alguna queda en el yo que somos de aquel yo que fuimos. De esa infancia y de esa adolescencia en la que, seguramente, no tuvimos que abordar los peligros que acechan a los protagonistas en este cruel internado, pero donde sí nos tocó recorrer nuestros propios recodos oscuros y dolorosos. Somos aquello que fuimos, igual que Mario es —en cada página−todos los personajes que recuerda —¿inventa?— en esta historia. Por eso lo acompañamos en su viaje, porque entendemos cómo le atormenta cuanto calla y recordamos, a través de su periplo, que también nosotros guardamos una secreta novela, una historia que quizá aún no hemos escrito y que esconde sus palabras y personajes en nuestro interior.

Son muchos los nombres —y las vidas−que habitan en estas páginas. Historias y biografías que orbitan en torno a la pareja protagonista y que, aunque a veces son simplemente esbozadas, consiguen hacerse visibles y rotundas a través de las pinceladas con las que las construye su autor. Roberto Carrasco nos ofrece un mosaico de vidas envueltas en una atmósfera de pesadilla y elabora con todas ellas la memoria de un tiempo que sus protagonistas intentan no olvidar para evitar que el dolor haya sido en vano. El recuerdo amargo de unos años que, quizá, no queden tan lejos como nos gustaría.

Porque si hay algo que se percibe con claridad en estas páginas es su beligerancia. Su firme compromiso a favor de los derechos LGTB, de la visibilidad y de la igualdad real. Una defensa que late tanto en las palabras del doble narrador —el autor intradiegético y el autor extradiegético— como en las de sus personajes. En todos ellos vive el recordatorio de que solo se puede vencer a los monstruos de Hipona —en el ayer, en el hoy y en el mañana— mediante la memoria y la lucha. Porque aunque sean muchos los pasos que se hayan avanzado, aún son muchos otros los que nos quedan por recorrer.

Adentrarse en los pasillos del Hipona y desentrañar los misterios que en él se ocultan es un modo de conocer hasta qué punto los límites externos y las convenciones sociales pueden llegar a truncar una vida. Un descenso a los infiernos de la sinrazón y de la intransigencia que solo los más valientes se atreven a desafiar. Héroes improvisados que, como los que habitan estas páginas, solo persiguen una meta: su identidad.

Construida como un thriller emocional con firme voluntad crítica, El último año en Hipona oscila entre la ternura y la sensualidad, el terror y el intimismo, la reflexión y la vivencia. Una historia escrita en esa ambigua frontera que componen el recuerdo y la ficción, obligando al lector a recomponer por sí mismo el rompecabezas y situar en él sus personajes y sus historias. Solo entonces habremos descubierto qué sucedió ese último año. Y qué hay de sus personajes en cada uno de nosotros.

Fernando J. López

PRIMERA PARTE EL ÚLTIMO AÑO EN HIPONA

1


La separación entre las dos camas es un abismo. Hace años que Mario no duerme junto a su esposa, él sabe cuánto tiempo exactamente, cuántos días, cuántas horas y minutos. Imagina que ella también calcula lo que dura aquella edad de hielo y que, al igual que él, actúa como si no pasara nada. Mario se ha despertado a las siete, cada noche duerme menos. Le duele la cabeza y la espalda, le duele el alma y lo que hay por debajo del alma. Contempla el rostro de Marga, que aún conserva su belleza, su encanto. Mario piensa en la injusticia que planea sobre sus vidas y no puede evitar sentirse culpable, quizá sea él el responsable de que se hayan convertido en un par de sombras tristes habitando una casa fría, gris y antigua. Esa voz que a veces le aconseja, que bien puede ser la voz de la conciencia o la de una musa fiel, susurra un nombre. No es la primera vez que lo hace, es el mismo nombre que enterró cuarenta años atrás, pero que, desde el atentado, sale a flote cada mañana, como si la memoria fuese un lago sin fondo y aquel recuerdo, un trozo de corcho rebelde. «Hipona», murmura Mario. Y entonces, Marga abre los ojos y siente que su matrimonio no es más que un alga frente a un glaciar.

—Buenos días, cariño —dice ella con voz acaramelada y fingida. No es así como le gustaría dar los buenos días, como si pretendiese ser una princesa cuyo colchón no esconde guisantes.

—Buenos días.

—¿Quieres que te alcance la pierna, cariño?

—No, ya puedo yo solo.

Mario se incorpora y coge la pierna ortopédica que descansa junto a su cama. Le pone nervioso que Marga lo vea como un minusválido, como una víctima, y prefiere obviar que, algún tiempo atrás, lo primero que hacía por las mañanas era calzarse sus zapatillas y que, ahora, es una pierna lo que ha de ponerse. Mario sabe cuánto tiempo lleva obviando ese hecho. Es el mismo tiempo que lleva sin dormir junto a Marga. Exactamente, los mismos días, las mismas horas y los mismos minutos. Puede ser que el 11M fuera, al fin y al cabo, la excusa perfecta para no tener que abrazarla más.

—¿Quién es Hipona, cariño?

Mario contempla la tostada quemada y la nata que flota sobre la superficie del café. No sabe cuánto tiempo espera antes de responder la pregunta que le hace su esposa.

—El lugar donde transcurre mi nueva novela —dice finalmente.

Marga es invadida por un repentino ataque de buen humor. Se pone de pie, se acerca a su marido y lo besa en la mejilla.

—¡Sabía que llegaría este día! ¡Eres el mejor, cariño!

Mario también sabía que este día llegaría. Esboza una sonrisa cansada y le devuelve el beso a su mujer.

—Me gustaría hacer un viaje para documentarme.

—¿No será un nuevo libro de Escuela de magos?

—No, este es diferente. Es también sobre un colegio, pero no tiene nada que ver con los magos.

—¡Mario! ¡No sabes la alegría que me das!

Y, de tanta que es la alegría, Marga llora y ríe y abraza a Mario y lo besa y le dice que claro que sí, que pedirá unos días en la galería, que pueden hacer un viaje y dos y tres si hace falta. Los ojos de Mario no pierden el poso de tristeza, de ser testigos de una vida demasiado feliz y brillante a la que ya no pertenecen. Su mujer sabe que es la marca de todos los que sobrevivieron en aquel tren y de todos los familiares de aquellos que no sobrevivieron.

—Vamos a un pueblo que se llama Hoyoseco. Está en el sur, pasando Despeñaperros.

—Me dejas sin palabras, en serio. No sabes lo mucho que me gusta verte en activo otra vez, que tengas una nueva historia que contar.

Mario termina el café, no le dice a Marga que quizá no sea una nueva historia, que de hecho se trata de una historia vieja, apolillada y olvidada. De una historia que decidió no contar nunca y que ha decidido liberar de su prisión, empujado por la ira, por la decepción y la melancolía. Puede que haya más motivos para revivir el cuento sobre ese viejo colegio, un colegio donde no estudian magos ni niños felices, pero por el momento, su mente los mantiene en el fondo del lago.

—Voy a empezar a escribir hoy mismo. —Es lo siguiente que dice Mario.

Marga sabe entonces qué hacer, dejar solo a su marido en su despacho, sin ruidos, sin molestias, durante horas. Sabe que la mejor compañera del escritor es aquella a la que no le importa desaparecer cuando este se encuentra en pleno proceso creativo. Se hizo invisible durante los cinco primeros libros de Escuela de magos y lo hará también en este. Cuando llegue el momento de partir para Hoyoseco, ella lo llevará, será la asistente incondicional, la conductora discreta, la esposa enamorada. Intentará olvidar los resquicios de insatisfacción y los reproches caducados que guarda en su interior.

El reloj del ordenador dice que son las nueve en punto. Mario enciende el procesador de textos, pero, hasta las nueve y veinte, no escribe nada. ¿Por dónde debe empezar? ¿Por la última vez que vio a sus padres? ¿Por el día que llegó al colegio? No, sabe que debe empezar por el día que fue castigado. Aquella noche lo cambió todo. Mario teclea rápidamente el título de la novela. Tras años, él sabe cuántos años, claro que lo sabe, sin intención de retomar su carrera literaria, ha llegado el título de su nueva obra. Como le ha pasado desde que comenzó a interesarse por la escritura, los títulos, las historias, las palabras adecuadas y el orden en el que han de colocarse le vienen de una manera intuitiva, casi divina, como si fuera poseído por algún tipo de espíritu o fuerza que tomase el control de sus dedos y de su mente. «Es un gran título», piensa Mario. Pero, al mismo tiempo, le da miedo enfrentarse a la historia que sobreviene y, aún más, enfrentarse al día en el que la gente lea la historia y sepa lo que ocurrió en el San Agustín de Hipona. El último año en Hipona. A continuación, se dispone a relatar lo que aconteció tras aquel castigo.

CAPÍTULO PRIMERO:
LOS IMPULSOS DE JULIO DURÁN


Una gruesa capa de niebla cubría el campo de fútbol y, en la oscuridad, era lo único que Julio Durán podía distinguir. A lo lejos, don Manolo los amenazaba con pisarles el hígado si no seguían corriendo. Ni siquiera había luna. El frío se le pegaba en la piel como un doloroso compañero de castigo. Por un momento, se preguntó quiénes serían los demás. Ralentizó el paso para que alguno de ellos pudiese alcanzarlo. En circunstancias normales, no lo hubiese hecho, estaba acostumbrado a ser siempre el primero y le gustaba ganar. Pero aquello no era una carrera, era un dar vueltas y más vueltas y más vueltas a medianoche, sin un objetivo ni una meta. Don Manolo le gritó que fuera más rápido. ¿Cómo era posible que viera en una noche como aquella? «Los profesores siempre lo ven todo —pensó—. Lo saben todo». Por eso había acabado en el grupo de los castigados nocturnos. Porque se habían enterado de lo ocurrido en las duchas.

Unos pasos arrastrados se acercaron tras él. Julio esperó a que pasara a su lado. No fue una gran sorpresa descubrir que se trataba de Damián. Era un llorica de la clase B, siempre intentando escaquearse a la hora de Gimnasia, siempre perdiendo el recreo leyendo novelas y las tardes escribiendo cuentos o cartas o solo Dios sabía qué. Era un rarito. Y todos sabían lo que pasaba con los raritos, que no se graduaban. Aceleró el paso para alcanzarlo de nuevo, lo que no le supuso trabajo alguno, y, arriesgándose a que el profesor cumpliera sus amenazas si lo oía, le habló.

—¿Por qué te han castigado? —susurró.

Damián no le contestó. No le llegaba suficiente aire a los pulmones como para correr y hablar al mismo tiempo. Su pecho subía y bajaba a un ritmo vertiginoso bajo el pijama gris. A él tampoco le había dado tiempo a vestirse, lo había despertado el profesor a medianoche dando gritos y zarandeándolo de un brazo. Así eran los castigos en el San Agustín de Hipona, inesperados. Detrás, se oían los lamentos y llantos de otros que, sin resuello, daban asimismo vueltas alrededor del campo de fútbol. No había duda de que se trataba de un grupo de pequeños. ¿Qué habrían hecho tan malo aquellos niños para acabar en su misma situación?

—¡A los cuartos! ¡Se acabó la fiesta!

Don Manolo los trataba como ganado. Era normal considerando que tenía el tamaño de un cíclope y que para él no eran más que ovejas. Estaba seguro de que, desde arriba, a don Manolo, todos los niños le parecían iguales. Había sido militar, al menos eso decían, y había matado a muchos rojos en la guerra. El caudillo en persona había alabado su buen hacer. Julio no se explicaba por qué, si era tan importante para la nación, había acabado enseñando Gimnasia en el colegio, pero tampoco se atrevía a preguntar.

Ni siquiera se despidió de Damián, era demasiado tarde para conversaciones y hacía demasiado frío. Atravesó la pista de tierra en la que, durante el día, jugaban a la pelota y cruzó el patio hasta llegar a la residencia. Era un edificio cuadrado y siniestro. Y de noche lo era aún más. Pero a él nada le daba miedo, era el mejor de su promoción o, al menos, lo había sido hasta aquel momento. Esperaba que aquel incidente no manchara su expediente, que sus pecados hubieran quedado absueltos gracias a correr bajo el relente de enero. No podía evitar que una pequeña sombra parpadeara ahí donde debía haber luz y esperanza por finalizar el último curso y comenzar una nueva vida más allá de esos muros. ¿Y si algo evitaba que todo saliera bien? La pequeña sombra volvió a parpadear porque sabía una posible respuesta. Julio la ignoró y entró en la residencia. A oscuras, intentando no tropezar, subió las escaleras y entró en su habitación. Los chicos habían vuelto a quedarse dormidos. Esperaba que cumplieran el juramento. Siempre habían dicho que si algún día castigaban a alguno de ellos, nadie lo sabría, que el secreto no saldría del cuarto que los cinco compartían. Nunca hubiesen imaginado que tendrían que tapar al alumno aventajado, al capitán del equipo de fútbol, al chico más popular de la clase A.

A la mañana siguiente, justo después del desayuno, cuando los alumnos del San Agustín de Hipona abandonaban el comedor y se dividían en grupos para acudir a clase, Tomás se acercó a Julio. Tenía un mensaje que darle. Julio se puso nervioso, nunca lo había admitido, pero de temer a alguien le temería a él. No le gustaría encontrarse en una pelea contra aquel grandullón. Le sacaba dos cabezas, tenía los brazos anchos y peludos, así como las piernas, musculosas como las de una escultura griega. Lo odiaba y no había duda de que el sentimiento era mutuo. Además, y esto era un secreto que pretendía guardar bien en el fondo, donde los mil ojos de los profesores no eran capaces de llegar, todo lo sucedido había sido por su culpa. Desde pequeños, habían sido esa clase de enemigos naturales, como Caín y Abel, como Edmond Dantès y el barón Danglars, y, si nunca habían llegado a las manos, había sido por un pacto tácito en el que cada uno respetaba el territorio del otro y a sus aliados. Una confrontación entre Julio y Tomás habría sido la confrontación de dos planetas, de dos titanes igual de poderosos. Tomás no se metía con la clase A y Julio respetaba a los chicos del coro, a los que Tomás dirigía. Este tratado de paz en el colegio era tan antiguo como ellos y así debía permanecer. Eso sí, algo estaba claro. Al ser su archienemigo el responsable de los cánticos en misa y de deleitar a las visitas del exterior que solían pasar la Navidad en el colegio, normalmente militares, religiosos o doctores, este era el preferido de gran parte del profesorado, si bien Julio lo superaba con creces en inteligencia, belleza y agilidad.

—Don Raimundo quiere que subas a su despacho.

Tomás tenía la voz más ronca de entre todos los estudiantes. La había tenido así desde hacía años, cuando había empezado a salirle pelo donde ningún otro tenía.

Julio asintió y le dio las gracias sin llegar a ser cordial. Tomás murmuró algo a sus espaldas y, como si en lugar de palabras le hubiera lanzado un dardo anestesiante, dejó de caminar y sintió que su corazón dejaba de latir por una milésima de segundo. Se dio media vuelta, sin saber muy bien por qué ni qué sucedería a continuación.

—¿Qué es lo que has dicho? Repítelo si tienes huevos.

—Que sé lo que pasó. Estás metido en un buen lío.

Julio se vio tentado a lanzarse sobre él, a cerrar el puño y a golpearlo hasta hacerle perder la consciencia. A escupir sobre su rostro magullado y dejarle claro que, a pesar del incidente, no dejaría de ser el que mandaba en la clase A y que haría papilla a quien hiciera falta para que nadie se enterara de lo sucedido... Pero no lo hizo. Corrió escaleras arriba, huyendo no solo del enfrentamiento, sino de lo que acaba de oír. ¿Tan amigo era de los profesores? ¿Ellos le habían contado lo que había pasado el día anterior en las duchas? ¿Lo sabría alguien más? Y lo que es peor... ¿sabrían lo que pasaba por su cabeza cuando ocurrió?

Perdido entre interrogantes, Julio llamó a la puerta del director.

—Pase —dijo carraspeando desde el interior.

Julio abrió y, con las piernas temblando, entró.

—Siéntese, muchacho. Por favor.

Don Raimundo tenía aspecto bonachón. Era un anciano regordete, con barba blanca, labios gruesos que siempre enmarcaban una sonrisa y ojillos pequeños y brillantes. Nunca jamás alguien lo había visto enfadado, pero, por ese mismo motivo, todos lo respetaban. Sabían que, si él estaba ahí y no don Manolo, con su fuerza bruta, ni don Nicolás, con sus gafitas, su nariz aguileña y sus cientos de teoremas matemáticos, ni siquiera el padre Sermones, como llamaban al de Latín, era porque debía ser, entre los malos, el peor. Don Raimundo tenía sobre su mesa una botella de un líquido oscuro. Se sirvió en un pequeño vaso de cristal sin ofrecer al muchacho. Estaba claro cuáles eran las diferencias entre profesores y alumnos. Ellos podían beber después del desayuno, incluso fumar. De hecho, podían hacer lo que quisieran. Eran los amos de todo, ya que pertenecían a la estirpe que se había adueñado del país.

—Diecisiete años ya, ¿verdad? —Fue lo primero que dijo tras dar un sorbo de aquel mejunje negruzco.

—En agosto, don Raimundo.

—Conque en agosto, ¿eh? Muy buena edad la suya. Está floreciendo aún, como quien dice. Estoy seguro de que su cuerpo está experimentando cambios.

—Si se refiere a caracteres sexuales primarios y secundarios, señor, hace tiempo ya que...

—Lo sé, lo sé. Soy el director, tengo los expedientes de todos los alumnos.

—¿Entonces, señor? No lo entiendo.

—No todo es vello, nuez y manos gigantes, Julio. Ni siquiera la cosa termina cuando uno se hace hombre. Hay algo más.

—¿Algo más?

—Algo más. La dignidad, el honor, el hacer bien las cosas. El escoger el camino correcto.

—No lo entiendo, señor.

—Por supuesto que me entiende. ¿Qué pasó ayer en las duchas? Quiero oírlo de su boca. Supongo que no querrá que obligue al padre Mesones a que rompa el secreto de confesión...

—¿En las duchas? Ya fui castigado por ello. No pude evitarlo. Es natural en los chicos de mi edad, lo he leído.

—¿Ha leído que Dios creó sus órganos genitales para algo que no fuera procrear? Espero que no sea eso lo que enseña don Cristóbal.

—No, señor.

—Entonces, estará de acuerdo conmigo en que esta vergonzosa situación no volverá a repetirse, ¿cierto?

Don Raimundo dio otro sorbo a su copita y se la acabó, relamiéndose unas cuantas gotas que se le habían quedado colgadas del bigote.

Julio permaneció en silencio, cabizbajo. No sabía si podía cumplir tal promesa.

—Lo intentaré, señor. ¿Ahora puedo irme? Estoy perdiendo la clase de Historia.

—Estaré observándolo muy de cerca, muchacho. No me gustaría que, después de tantos años, no pudiera graduarse debido a su lascivia incontrolable.

—¿Qué les ocurre a los que no se gradúan, señor?

—Mejor no quiera saberlo.

Julio imaginaba que sería el exilio y el desierto, la humillación pública, lo que esperaba a los malos estudiantes. Despojos humanos que no llegarían al servicio militar ni a honrar a la patria. Niños que no habían sido lo suficientemente fuertes como para convertirse en hombres dignos de besar la bandera.

—Por cierto, a partir de ahora, se acabaron las duchas a solas.

—Pero, señor, es un privilegio inherente al cargo de capitán de la clase.

—Se acabaron los privilegios, jovencito. La tentación será menor si se ducha entre compañeros.

Pero don Raimundo se equivocaba. Precisamente, era en la desnudez de sus compañeros donde residía la tentación. Julio pensó que llorar tan solo empeoraría la situación, no eran lágrimas lo que se esperaba de un hombre de verdad, así que aguantó las ganas con todas sus fuerzas, mordiéndose el interior de los carrillos y apaciguando con pensamientos positivos el nudo que le oprimía la garganta: en cinco meses sería libre, apto para regresar al mundo real. Haría carrera en el Ejército, honraría a sus padres y estos, orgullosos, lo abrazarían y lo besarían por primera vez en muchos años. Trece ya. Llevaba trece años internado en el San Agustín de Hipona y no iba a permitir que, al final, la vida disciplinar no hubiera servido para nada. Lo pensó mejor. Si hacía falta, no volvería a tocarse en su vida, ni siquiera para limpiarse el prepucio. Y los pensamientos… Ya encontraría la manera de deshacerse de ellos. Lo importante era que nadie lo supiera. Si encontraban la manera de salir de su cabeza, estaba perdido.

—No volverá a suceder, señor. Se lo aseguro.

—Así me gusta. Esa es la actitud. Estoy seguro de que llegará muy lejos. Los grandes hombres saben admitir cuándo se han equivocado y, sobre todo, rectificar a tiempo.

—Sí, señor.

—Tome —le dijo el director, alargándole una de las estampitas que amontonaba sobre la mesa—. Rece a san Agustín. Él era uno de vosotros.

El solemne carillón de roble que se erguía junto a la biblioteca de don Raimundo dio las nueve.

—¡Bueno, ahora márchese! —exclamó, recuperando la jovialidad con la que lo había recibido—. ¡Aún está a tiempo de entrar en esa clase de Historia! Don Francisco estará contando un episodio apasionante.

—Siempre lo hace —respondió Julio.

Don Raimundo sonrió mientras destapaba de nuevo su preciada botella azabache y lo dejó marcharse.

«Se acabaron los privilegios», había dicho el director. Ante él, se abrían meses de duchas comunes, raciones más pequeñas y domingos de uniforme. Sabía que no por ello iba a perder el respeto de sus compañeros, pero sí que generaría multitud de preguntas entre ellos. Imaginaba el revuelo, similar al que montó Galileo cuando se atrevió a decir que el Sol no giraba alrededor de la Tierra. El Sol ya no giraba alrededor de Julio Durán, el capitán de la clase A. Una desafortunada ducha caliente había empañado, no de vapor, sino de vergüenza, su último año en el Hipona. Sintiendo que sus pasos recorrían la cuerda floja y que más allá no había red, sino soledad y rechazo, entró en clase.

—Pase, Durán —dijo don Francisco—. Ha llegado justo a tiempo para el desenlace de la batalla del Ebro.

Julio tomó asiento, pero, a pesar de que aquel era uno de sus momentos históricos favoritos, no pudo prestar atención.

A las doce, las campanas dieron aviso de que la batalla, fuera por donde fuera, había llegado a su fin. Los chicos de cada clase formaron filas, salieron de las aulas y se dirigieron sin apenas hacer ruido hasta la capilla. Julio no tenía ganas de acudir a misa. Sabía que aquella desidia podía ser pecado mortal, pero qué más daba cuando tenía claro que, con o sin misa, su alma iba directa hacia la perdición. No sabía si era peor escaquearse y faltar a la cita con Dios o contemplar cómo Tomás, desde el coro, cantaba con voz de tenor alabanzas a Cristo y abría con su timbre, con su pose y su prominente nuez las puertas de la lujuria.

Debería habérselo dicho a don Raimundo, que, de haber un culpable de su caída en la tentación, ese era Tomás y no él. Que, si bien las manos habían sido las suyas, era Tomás el que se había colado en sus pensamientos y lo había provocado, lo había llevado a darse placer bajo la ducha. Pero no lo habría creído, puesto que estaba claro que Tomás no tenía interés en el pecado de la carne. Se lo había escuchado decir a don Cristóbal tras el examen de fin de curso, el pasado junio. Al principio, el profesor de Ciencias había pensado que el medidor óptico había dejado de funcionar. Finalmente, tuvo que admitir que la pupila de Tomás no se movía ante el cambio de estímulos.

—O lo que es lo mismo, no tiene ni el más mínimo interés por el sexo —le había dicho entre susurros a don Raimundo.

Le pusieron, por primera vez en su vida, un diez. Julio sacó un siete. No estaba mal. Pero eso había sido antes del verano. Estaba seguro de que, si le hacían la prueba ahora, no solo no la pasaría, sino que sería expulsado.

Atormentado por aquel pensamiento y por la idea de volver a ver el objeto de su pasión y, al mismo tiempo de su odio, decidió perderse en uno de los pasillos que se cruzaban en su camino hacia la capilla. Sabía que, tarde o temprano, alguno se chivaría, así que echó a correr. No paró hasta sentirse a salvo tras los setos del jardín trasero y, una vez allí, rompió a llorar.

El cielo nublado cobijaba su pena y, por un momento, deseó convertirse en el jirón de una nube oscura y perderse entre las borrascas. Una mano se posó, tímida, sobre su hombro. Bien podía ser una pálida mariposa sobreviviendo al gélido invierno, pero no, era la mano huesuda de Damián, aquel chico del que, apenas unas horas antes, había pensado que era un llorica y un rarito.

—Tranquilo —le susurró Damián—. Yo me siento así muchas veces. Es bueno desahogarse. También aprovecho la misa de las doce, nadie tiene en cuenta quién falta y quién no.

—¿Te escaqueas para llorar? —le preguntó Julio, cortándose de súbito sus lágrimas.