Kitabı oku: «América ocupada», sayfa 5
Los 187 hombres que defendían San Antonio rehusaron rendirse a las fuerzas de Santa Anna y se refugiaron en un antiguo convento, el Álamo. Durante diez días de batalla los texanos causaron muchas bajas a las fuerzas mexicanas, pero la simple superioridad numérica de los mexicanos terminó por derrotarlos. Se ha escrito mucho sobre la crueldad de los mexicanos en el Álamo y sobre el heroísmo de los hombres condenados a morir. El resultado, como se dijo al principio de este capítulo, fue la creación del mito del Álamo. Ha habido muchas tergiversaciones dentro del amplio marco de lo que en verdad sucedió: 187 texanos se hicieron fuertes en el Álamo, en desafío a las tropas de Santa Anna, y a la larga fueron derrotados por los mexicanos. En un artículo titulado “Mitos y realidades sobre el Álamo”, Walter Lord ha aclarado gran parte de este incidente.24 Puesto que el mito del Álamo les ha servido a los angloamericanos de justificación principal para sojuzgar al chicano histórica y psicológicamente, es pertinente que vuelva a relatarse brevemente la historia del Álamo.
La mitología texana presenta a los héroes del Álamo como amantes de la libertad que defendían sus hogares; presuntamente todos eran buenos texanos. En la realidad, dos terceras partes de los defensores habían inmigrado recientemente de Estados Unidos, y solo media docena de ellos llevaba en Texas más de seis años.25 Por otra parte, la moral de los defensores es dudosa. Sobre esto arroja mucha luz la obra Olvídate de El Álamo, de Rafael Trujillo Herrero, a pesar de su parcialidad confesa.26 Trujillo sostiene que Estados Unidos de América fue una nación agresora y que su nombre debe ser cambiado por el de Estados Unidos de Angloamérica. Para él, el uso de “América” simboliza las ambiciones angloamericanas de conquistar todo el hemisferio occidental. Según Trujillo, los hombres del Álamo eran unos aventureros y no los idealistas virtuosos que presentan frecuentemente los historiadores texanos. Trujillo revela que William Barret Travis era un asesino; mató a un hombre que le había hecho proposiciones amorosas a su mujer. En lugar de confesar su crimen, Travis permitió que se juzgara y se condenara a un esclavo por el asesinato, abandonó a su mujer y a sus dos hijos y huyó a Texas. James Bowie era un hombre sin escrúpulos que se había enriquecido en la trata de esclavos y había llegado a Texas en busca de minas perdidas y más dinero. Y el decadente Davey Crockett, legendario ya en su tiempo, guerreaba por el gusto de guerrear. Muchos más de los hombres del Álamo habían llegado a Texas en busca de riquezas y de gloria; los que habían respondido al llamado a las armas de Áustin eran los menos. Estos defensores no eran hombres a quienes pueda clasificarse como pobladores pacíficos que defendían sus hogares.
El folklor sobre el Álamo rebasa los nombres legendarios de los defensores. Según Walter Lord, está repleto de medias verdades dramáticas que se han aceptado como hechos históricos.27 Se nos ha presentado a los defensores del Álamo como héroes desinteresados que sacrificaron sus vidas para ganar tiempo para sus compañeros de armas. Se nos ha dicho que William Barret Travis advirtió a sus hombres que estaban perdidos y trazó con su espada una raya en el suelo que debían cruzar los que estuviesen dispuestos a luchar hasta el fin. Supuestamente, todos cruzaron la raya, incluyendo a uno que estaba en una camilla y pidió que lo pasaran al lado de los combatientes. La situación sin esperanza y la valentía de los defensores del Álamo han sido dramatizadas en muchas películas de Hollywood.
La realidad es que el Álamo tenía poco valor estratégico, que sus defensores contaban con que recibirían ayuda y que el Álamo era la mejor fortaleza al oeste del río Misisipi. Si bien se trataba de solo unos 180 hombres, contaban con 21 cañones para enfrentarse a los ocho o diez de los mexicanos. Los angloamericanos eran expertos tiradores y tenían fusiles de 200 metros de alcance; en contraste, los mexicanos estaban mal equipados, insuficientemente entrenados, y armados de mosquetes de poco calibre y de solo 70 metros de alcance. Además, los defensores, escondidos tras las gruesas murallas del Álamo, tenían blancos fáciles en los mexicanos que estaban a campo abierto. O sea, mexicanos inexpertos, mal equipados y mal comidos atacaron a soldados profesionales bien armados. Por último, del estudio de todas las fuentes confiables resulta dudoso que Travis hubiera trazado una raya en la arena. Las mujeres y los no combatientes que sobrevivieron en San Antonio, no hablaron del incidente sino muchos años después, una vez que el cuento se había difundido ampliamente y el mito se había convertido en leyenda. Además, uno de los hombres, Louis Rose, escapó.28
El cuento más difundido es probablemente el del presunto heroísmo y la última batalla del anciano Davey Crockett que, al final, murió “peleando como un tigre”, matando mexicanos con sus propias manos. Eso es un mito: siete defensores terminaron por rendirse y fueron ejecutados; Crockett fue uno de ellos.29
La importancia de esos mitos es que han servido para sustentar una falsa superioridad de los anglo-texanos sobre los mexicanos, a quienes se ha presentado como asesinos despiadados y traicioneros. Esta estereotipia condicionó las actitudes angloamericanas hacia los mexicanos y sirvió de racionalización, tanto para la posterior agresión estadounidense contra México, como para el mal trato de los chicanos. Es también significativo que los “defensores” del Álamo cuyos apellidos son hispánicos hayan sido excluidos de la lista de héroes texanos.
Como ya se ha dicho, el Álamo carecía de valor estratégico militar. Fue una batalla donde dos tontos se enfrascaron en un conflicto inútil. La resistencia de Travis significó para Santa Anna un retraso de solo cuatro días en su plan de campaña, puesto que los mexicanos tomaron San Antonio el 6 de marzo de 1836. Al principio, la defensa del Álamo no tuvo ni siquiera valor propagandístico. Después, el ejército de Houston fue menguándose, abandonándolo muchos voluntarios para acudir en ayuda de sus familias que huían de la avanzada del ejército mexicano. Además, la mayoría de los anglo-texanos no estaban orgullosos del Álamo y sabían que habían sido derrotados malamente. No obstante, a la larga el incidente tuvo como consecuencia la ayuda masiva de Estados Unidos, que envió voluntarios, armas y dinero. El estribillo “Recuerden el Álamo” se convirtió en llamado a las armas para los angloamericanos, tanto en Texas como en Estados Unidos.30
Con la derrota del Álamo y de la guarnición de Goliad, al sudeste de San Antonio, Santa Anna se hizo dueño de la situación. Persiguió a Sam Houston hasta sacarlo del territorio texano al noroeste del río San Jacinto. Santa Anna se enfrentó a Houston en una escaramuza el 20 de abril de 1836, pero no aprovechó la ventaja que tenía. Pensando que Houston atacaría el 22 de abril, Santa Anna y sus hombres se acomodaron a descansar para la batalla. Los texanos, sin embargo, atacaron el 21 de abril, a la hora de la siesta mexicana. Santa Anna había cometido un error grave: sabiendo que Houston tenía un ejército de mil hombres fue sumamente descuidado en sus precauciones defensivas. El ataque lo pescó totalmente desprevenido. Los gritos de “Recuerden el Álamo” y “Recuerden Goliat” se oían por todas partes.
Muchos historiadores han recalcado la violencia y la crueldad de los mexicanos en Texas. No hay duda de que en los encuentros con los texanos Santa Anna no daba cuartel; pero por lo general se ha soslayado la violencia de los angloamericanos. La batalla de San Jacinto fue literalmente una matanza de fuerzas mexicanas. Se hicieron pocos prisioneros. A los que se rendían “se les apaleaba y apuñalaba, incluso cuando se encontraban de rodillas. La matanza… se sistematizó: los fusileros texanos se arrodillaron y disparaban continuadamente contra la apretujada masa de soldados mexicanos”.31 Los texanos mataban a los meskins que huían. El conteo final de muertos fue de 630 mexicanos y solo dos texanos.
La batalla de San Jacinto suscitó bastante orgullo entre los angloamericanos, tanto en Texas como en Estados Unidos. Sin embargo, la viuda de Peggy McCormick, propietaria de los terrenos donde se dio la batalla, mostró con mayor ingenuidad los sentimientos de su raza hacia los mexicanos. “Protestó enérgicamente porque los cientos de cadáveres de mexicanos insepultos desmerecían su propiedad”. Poco después de la batalla pidió a Houston que sacara de sus tierras a “esos mexicanos apestosos”. Houston le contestó: “¡Señora, sus tierras serán famosas en la historia como el lugar clásico donde se obtuvo la gloriosa victoria de San Jacinto!”. La señora replicó: “¡Al diablo con su gloriosa victoria! Llévese sus mexicanos apestosos”. El éxito del sorpresivo ataque de Houston puso fin a la guerra. Santa Anna fue capturado y no tuvo más remedio que firmar la cesión del territorio. En octubre, Houston fue elegido presidente de la República de Texas.32 La victoria en Texas preparó el camino para la guerra entre Estados Unidos y México. Incitó sentimientos antimexicanos y alimentó el nacionalismo de la joven nación angloamericana. Es cierto que oficialmente Estados Unidos se había mantenido neutral, pero en realidad aportó grandes e cantidades de hombres, armas y dinero para sus colegas angloamericanos. Desde luego, no todos los angloamericanos aprobaron la guerra, pero cuando esta se desarrolló muchos respaldaron a los angloamericanos de Texas. La consciencia de la lucha sostenida por los anglo-texanos fue aumentando en Estados Unidos. La batalla del Álamo decidió a muchos neutrales a dar su apoyo a los anglo-texanos. La muerte de Bowie, Crockett y Trávis parecía justificar cualquier medida contra los mexicanos, del mismo modo que la muerte de Custer serviría más tarde para justificar la matanza de “los pieles rojas”. Más importante aún fue el odio generado por la guerra. Se presentó al mexicano como a un enemigo cruel, traicionero y tiránico en quien no se podía confiar. Estas estereotipadas imágenes perduraron hasta mucho después de la guerra y pueden percibirse en las actitudes angloamericanas hacia el chicano. La guerra de Texas dejó un legado de odio y determinó la situación de pueblo conquistado, en que quedaron los mexicanos que permanecieron en territorio texano.
LA GUERRA ENTRE MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS
La guerra contra México es representativa del fervor expansionista de Estados Unidos en el siglo XIX. Parecía inexorable que la nación trasladara sus fronteras hacia el oeste, a menudo mediante guerras que ella misma provocaba. A mediados de la década de 1840, México se convirtió en el blanco. Los angloamericanos no podían renunciar a expandirse hacia un territorio en apariencia tan rico como las tierras baldías controladas por México al suroeste de Estados Unidos. A pesar de que para entonces ni su extensión ni su poderío eran abrumadores, ya resultaba peligroso compartir una frontera con Estados Unidos; era una nación arrogante en sus relaciones exteriores, en parte debido a que sus ciudadanos se consideraban cultural y racialmente superiores. México, por el contrario, era considerado una nación cuyo futuro sería superior a la de Estados Unidos. Sin embargo, México estaba plagado de problemas financieros y de conflictos étnicos internos; además, padecía un gobierno débil. La anarquía reinante en la nación actuó en detrimento de un desarrollo cohesivo.33 La guerra de Texas, que Harriet Martineau ha llamado “el robo más sofisticado de los tiempos modernos”, fue solo el preludio. Carl Degler ha resumido lo que verdaderamente aconteció:
[La guerra] no culminó en una victoria indiscutible para los texanos, puesto que México se negaba a reconocer la independencia de la recién proclamada República de Texas, a pesar de que el gobierno mexicano no tenía poder alguno para ejercer su autoridad sobre sus antiguos súbditos. Sin embargo, esa situación no impidió a los texanos negociar su anexión a Estados Unidos. En 1845, al aproximarse la consumación de esa anexión, México ofreció su reconocimiento total a la República de Texas a condición de que la fusión no se llevara a cabo. La historia ha demostrado que México tenía razón en temer que la anexión era meramente el preludio a sucesivas usurpaciones de su territorio. Ni Estados Unidos ni los texanos, sin embargo, permitieron que la preocupación mexicana impidiera la anexión. El ingreso de Texas a la Unión Norteamericana preparó el camino para la guerra entre Estados Unidos y México.34
En 1844, el arrastre de la doctrina del “Destino manifiesto” predominó en el caso de Texas sobre cualquier consideración legal relativa a los derechos de México en el suroeste de Estados Unidos. James K. Polk, partidario enérgico de la anexión de Texas y del expansionismo en general, obtuvo la presidencia de Estados Unidos; aunque ganó por pocos votos, se interpretó su elección como un mandato de expansión nacional. El presidente Tyler decidió actuar y pidió al Congreso que aprobara la anexión de Texas mediante una resolución conjunta; la medida fue aprobada pocos días antes de la instauración de Polk, quien respaldó el paso. En diciembre de 1845, Texas se convirtió en un estado de Norteamérica. México rompió inmediatamente las relaciones diplomáticas y Polk envió al general Zachary Taylor a Texas para defender la frontera. Sin embargo, la localización de la frontera era dudosa. Texas sostenía que era el río Grande, pero México, basándose en los precedentes históricos, la ubicaba 150 millas más al norte, en el río Nueces. Con el propósito de provocar a México, Taylor cruzó el Nueces con sus tropas y se instaló en el territorio en disputa, pero se abstuvo durante un tiempo de proseguir hasta el río Grande. Mientras tanto, en noviembre de 1845, Polk envió a John Slidell a México en una misión secreta para negociar sobre el territorio en disputa. La presencia de soldados angloamericanos entre el Nueces y el río Grande hacía que las negociaciones parecieran absurdas, y los mexicanos rehusaron entrevistarse con el embajador de Polk. Además, Slidell insistía en que se le recibiera en los términos deseados por Estados Unidos, es decir, como embajador permanente, y no con el carácter de emisario ad hoc que le conferían los mexicanos.35 Slidell regresó de México en marzo de 1846, convencido de que había que “castigar” a los mexicanos para que negociaran. El 28 de ese mismo mes el general Taylor se encontraba en la ribera del río Grande, al mando de un ejército de 4000 hombres.
Encolerizado por la negativa mexicana a recibir a Slidell en sus condiciones y por la reafirmación de los derechos de México sobre Texas formulada por el general Mariano Paredes, Polk había decidido ir a la guerra. Cuando las fuerzas mexicanas cruzaron el río Grande y atacaron al contingente del general Taylor –paso que sin duda Polk esperaba– el presidente de Estados Unidos halló una excusa para lanzarse al ataque. De inmediato preparó su mensaje de estado de guerra y el 13 de mayo de 1846, el Congreso declaró la guerra a México y autorizó el reclutamiento y abastecimiento de 50 000 soldados. Según Polk, “México ha derramado sangre norteamericana en suelo norteamericano”. En otras palabras, las acciones estadounidenses estaban justificadas; el país había sido provocado a guerrear”.36
Años más tarde, Ulises S. Grant dijo que creía que Polk deseaba que se provocara una guerra y dio pasos para conseguirlo, y que la anexión de Texas fue, de hecho, una agresión. Añadió: “Yo detestaba la guerra contra México… pero no tuve el valor moral necesario para renunciar… Consideraba que mi obligación suprema era hacia mi bandera”.37 Representante en el Congreso, Abraham Lincoln se opuso a la Guerra, demandado que Polk enseñara adonde atacaron las tropas mexicanas a las fuerzas norteamericanas.38
Nunca hubo dudas sobre cuál sería el resultado de la guerra. El ejército mexicano, mal equipado y mal dirigido, tenía pocas probabilidades de triunfar frente al empuje de los angloamericanos expansionistas. Aun antes de que se declarara la guerra, los angloamericanos, y particularmente Polk, estaban seguros de que la ganarían. El plan de guerrear de Polk consistía en tres etapas: 1] se sacaría a los mexicanos de Texas; 2] los angloamericanos ocuparían California y Nuevo México; y 3] fuerzas de Estados Unidos marcharían sobre la ciudad de México para obligar al gobierno derrotado a aceptar la paz dictada por Polk. Y, fundamentalmente, la campaña siguió ese itinerario. Al final, a un costo relativamente bajo de hombres y dinero, la guerra le produjo a Estados Unidos inmensas ganancias territoriales: toda la costa del Pacífico, desde San Diego hasta el paralelo 49, y toda el área comprendida entre la costa y la División Continental.
LA RAZÓN FUNDAMENTAL DE LA CONQUISTA
Glenn W. Price, autor de Origins of the War With México: The Polk-Stockton Intrigue, dice: “Los norteamericanos han tenido mayor dificultad que otros pueblos para enfrentar racionalmente sus guerras. Nos concebimos únicos, y a nuestra sociedad planificada y creada especialmente para evitar los errores de todas las demás naciones”.39 Muchos historiadores angloamericanos todavía pretenden pasar por alto la guerra entre Estados Unidos y México declarándola simplemente “una mala Guerra” del tiempo en que predominaba en Estados Unidos la doctrina del “Destino manifiesto”. Esto es tan peligroso como si los historiadores alemanes descartaran la Segunda Guerra Mundial, diciendo que sucedió durante el predominio de la doctrina del Lebensraum en Alemania. De hecho, la discusión en torno a la doctrina del “Destino manifiesto” ha apartado a los historiadores del problema principal, a saber, la agresión norteamericana planificada.
Los historiadores sostienen que la doctrina del “Destino manifiesto” encuentra sus raíces en la ideología puritana que todavía ejerce influencia en el pensamiento angloamericano. Esta doctrina se basaba en el concepto de la predestinación, que formaba parte del calvinismo. Dios destinaba a los hombres o al cielo o al infierno. En gran medida, la doctrina de la predestinación se fundamentaba en la del “pueblo escogido” del Antiguo Testamento. Los puritanos se consideraban el pueblo escogido del Nuevo Mundo. Esta creencia suscitó en los angloamericanos el convencimiento de que Dios los había hecho custodios de la democracia y que su misión era difundir los principios de esta. A medida que la joven nación se expandía hacia el oeste, que superaba su etapa infantil, a pesar de la guerra de 1812, y obtenía éxitos comerciales e industriales, se acrecentaba la consciencia de su predestinación. La doctrina Monroe de la década de 1820, advirtió al mundo que América no sería víctima de más conquistas ni colonizaciones; sin embargo, nunca se dijo que esa doctrina se aplicaba a Estados Unidos. Muchos ciudadanos comenzaron a creer que Dios los había destinado a ser dueños y señores de toda la tierra entre océano y océano, y de polo a polo. Su misión era difundir los principios de la democracia y del cristianismo entre los desafortunados del hemisferio. En las décadas de 1830 y 1840, México fue víctima de esta temprana versión angloamericana de la doctrina del Lebensraum.
Oscurece aún más el asunto de la agresión angloamericana planificada, lo que denuncia el profesor Price como la retórica de paz que Estados Unidos ha utilizado tradicionalmente para justificar sus agresiones. La guerra entre Estados Unidos y México constituye un estudio sobre el uso de esta retórica. Examínese, por ejemplo, el discurso pronunciado el 11 de mayo de 1846 por el presidente Polk, donde explica sus razones para ir a la guerra: “El deseo intenso de establecer la paz con México en condiciones liberales y honorables y la disposición de nuestro gobierno a ajustar nuestra frontera y otras causas de desavenencia con esa nación, siguiendo principios justos y equitativos que condujeran a relaciones permanentes de naturaleza amistosa, me indujeron en septiembre pasado a buscar el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países”.40 Polk prosiguió declarando que Estados Unidos había hecho todo lo posible por no irritar a los mexicanos, pero que el gobierno de México había rehusado recibir a un emisario norteamericano. Pasó entonces revista a los acontecimientos que condujeron a la guerra y concluyó: “Dado que existe una guerra y que a pesar de nuestros esfuerzos por evitarla existe por causa del propio México, todas las consideraciones del patriotismo y del deber, nos obligan a reivindicar decididamente el honor, los derechos y los intereses de nuestro país”.41
Esta retórica, según la cual Estados Unidos tenía el deber de ir a la guerra para mantener la paz y reivindicar su honor, recuerda la mayoría de las injerencias bélicas de Estados Unidos. La necesidad de justificar las acciones estadounidenses resulta evidente en las historias que ofrecen diferentes teorías para explicar por qué Estados Unidos le robó a México parte de su territorio. En 1920, Justin F. Smith obtuvo un premio Pulitzer en historia angloamericana por una obra que culpaba a México de esta guerra. Lo asombroso es que Smith presuntamente examinó más de 100 000 manuscritos, 120 000 libros y folletos y 200 periódicos o más para llegar a esa conclusión. Es válido especular que se le premió por haber aliviado la consciencia de los angloamericanos. El “estudio”, publicado en dos volúmenes y titulado The War With México, utiliza análisis como el siguiente para sustentar sus hipótesis: “Al comienzo de su existencia independiente nuestro pueblo sentía el deseo ardiente y entusiasta de mantener relaciones cordiales con nuestra hermana República Mexicana; y muchos llegaban hasta el sentimentalismo absurdo por esta causa. Sin embargo, las fricciones fueron inevitables. Los norteamericanos eran directos, positivos, bruscos, ásperos y emprendedores; no podían comprender a sus vecinos del sur. Los mexicanos eran igualmente incapaces de captar nuestra buena voluntad, nuestra sinceridad, nuestro patriotismo, nuestra firmeza y nuestra valentía, y algunos aspectos de su carácter y de su condición nacional hacían muy difícil el trato con ellos”.42
Esta concepción de su propia ecuanimidad y justicia de parte de los funcionarios gubernamentales y los historiadores en lo que refiere a sus agresiones alcanza también las relaciones entre la mayoría social y los grupos minoritarios. Los angloamericanos creen que la guerra redundó en beneficio del suroeste y de los mexicanos que se quedaron o que luego emigraron allí. Ahora gozaban los beneficios de la democracia y estaban libres de la tiranía. Dicho de otro modo, los mexicanos deberían estar agradecidos a los angloamericanos. Si hay choques entre estos y los mexicanos, se nos dice, se debe a que el mexicano no es capaz de entender ni apreciar los méritos de una sociedad libre, la cual tiene que defenderse contra los ingratos. Por lo tanto, la guerra interna, o sea, la represión, se justifica con la misma retórica con que se justifica la agresión internacional.
Por fortuna, algunos historiadores han recusado a los propagandistas. Ramón Eduardo Ruiz, por ejemplo, ha disipado la cortina de humo levantada por muchos de sus predecesores. En The Mexican War: Was It Martifest Destiny escribe: “En ninguna otra guerra ha logrado Estados Unidos victorias tan asombrosas como las de la guerra con México de 1846-1848. Después de una cadena ininterrumpida de triunfos militares desde Buenavista hasta Chapultepec, y de su primera injerencia militar en una capital extranjera, los norteamericanos añadieron a su dominio los vastos territorios de Nuevo México y California. También había cumplido así Estados Unidos su destino manifiesto, ese credo de los expansionistas norteamericanos, según el cual la Providencia les había encomendado la misión moral de ocupar todas las tierras vecinas. Ningún norteamericano puede negar que la guerra resultó provechosa”.43 Ruiz puntualiza, además, que hay poco interés en Estados Unidos por lo que se ha llamado la guerra mexicana; desinterés que subraya la propensión angloamericana a olvidar las cosas desagradables. Ruiz contrasta la débil reacción de los angloamericanos a la guerra con la de los mexicanos: “Esa guerra es una de las tragedias de la historia mexicana. Al contrario de los norteamericanos, que han relegado el conflicto al pasado, los mexicanos no lo olvidan. México salió de la guerra despojado de la mitad de su territorio; su pueblo quedó derrotado, desalentado y dividido”.44 En su estudio, Ruiz examina las diversas teorías sobre la guerra y pone de manifiesto los intentos de los estudiosos para justificarla.
Otras obras recientes acusan a Estados Unidos de haber “fabricado la guerra”.45 En su audaz monografía, mencionada antes, Price demuestra claramente cómo México fue víctima de una conspiración encaminada a obligarlo a hacer una guerra y a ceder su territorio. La obra examina principalmente las actividades del comodoro Robert F. Stockton, quien se trasladó a Texas antes de que el territorio se anexara a Estados Unidos y estimuló a los líderes republicanos de ese estado, para que atacaran a México y lo arrastraran a la guerra. Stockton les aseguró que Estados Unidos respaldaría a Texas cuando fuese invadida; por otra parte, California y el suroeste serían anexados a Estados Unidos. Para poner en práctica este plan, Stockton, hombre muy rico, aportó su propio dinero, y recibió el estímulo activo del presidente James Polk, hombre que, retóricamente, hablaba de paz.
EL MITO DE UNA NACIÓN PACIFISTA
Gran número de obras sobre la guerra entre México y Estados Unidos se han ocupado de las causas y resultados de la guerra, estudiando en ocasiones la estrategia de esta. No obstante, es necesario volver sobre el tema, puesto que la guerra dejó cicatrices muy reales, y puesto que las acciones angloamericanas en México son recordadas tan vívidamente como algunos sureños recuerdan la marcha de Sherman hacia el mar. Sin duda, la actitud de los mexicanos hacia los angloamericanos fue influida por la guerra de igual forma que la fácil victoria condicionó la actitud angloamericana con respecto a los mexicanos. Afortunadamente, muchos angloamericanos condenaron esta agresión y acusaron abiertamente a sus compatriotas de ser insolentes, ávidos de tierras y de haber provocado la guerra. Abiel Abbott Livermore, en The War With México Reviewed acusó a su país, escribiendo:
Una vez más, el orgullo de raza ha superado aún con mayor insolencia al orgullo nacional, siempre demasiado activo para la debida observancia de las exigencias de la fraternidad universal. Aparentemente los anglosajones han sido persuadidos de que son el pueblo elegido, la raza ungida por el Señor, los encargados de arrojar a los gentiles, e implantar su religión y sus instituciones en toda la tierra de Canaán que puedan sojuzgar.46
La obra de Livermore publicada en 1850, recibió el premio de la American Peace Society por “el mejor análisis de la guerra mexicana y los principios del cristianismo, y un lúcido estudio político”. A propósito de las causas de la guerra, escribió: “El trato que hemos dado, tanto al hombre rojo, como al hombre negro, nos ha acostumbrado a sentir nuestro poder y a olvidar la justicia”.47 Y más adelante observa: “La pasión por la tierra, también, es una característica dominante del pueblo americano… El dios Terminus es una deidad desconocida en América. Como el del hambriento muchacho de la fábula, el grito ha sido ‘más, más, dadnos más’”.48 A través de Livermore se despliega una perspectiva desconocida en la mayoría de los libros sobre la guerra. Otis A. Singletary en The Mexican War, como se hace en otros estudios similares, narra simplemente las batallas y sus resultados. Livermore monta un excelente proceso en el que declara culpable a Estados Unidos de crímenes de guerra si los patrones establecidos por los juicios de Nuremberg hubieran sido respetados: describe una política activa de conquista y pillaje.
Hay amplia evidencia de que Estados Unidos provocó la guerra. Ya citamos las impresiones del general Grant. La guerra misma era aún más insidiosa. La artillería de Zachary Taylor arrasó la ciudad mexicana de Matamoros, matando a cientos de civiles inocentes en el bombardeo. Muchos mexicanos se arrojaron al río Grande, aliviando sus sufrimientos en una tumba de agua.49 La ocupación que siguió fue aún más aterradora. El ejército regular de Taylor estaba supuestamente bajo control, pero los voluntarios planteaban otro problema: “Los regulares consideraban a los voluntarios, de los que cerca de dos mil habían llegado a Matamoros a finales de mayo, con impaciencia y desprecio… Robaron a los mexicanos su ganado y su maíz, les arrebataron sus cercas para hacer fuego, se emborrachaban y mataron a muchos ciudadanos inofensivos en las calles de la ciudad”.50 Hubo numerosos testigos de estos incidentes. Por ejemplo, el 25 de julio de 1846, Grant escribió a Julia Dent:
Desde que estamos en Matamoros han sido cometidos muchísimos asesinatos y lo extraño es que los métodos empleados para evitar sus frecuentes repeticiones parecen ser muy débiles. Algunos de los voluntarios y casi todos los texanos parecen encontrar perfectamente correcto dominar a los habitantes de una ciudad conquistada sin ninguna limitación, e incluso asesinarlos cuando el hecho puede hacerse en secreto. ¡Y cuánto parecen disfrutar los actos de violencia! No pretendo calcular el número de asesinatos cometidos entre los mexicanos pobres y nuestros soldados, desde que estamos aquí, pero el número te sorprendería.51
Simultáneamente, los corresponsales informaban de actos de inútil y absurda destrucción.52 Taylor conocía estas atrocidades, pero, como observó Grant, era poco lo que se hacía para refrenar a los hombres. En una carta a sus superiores. Taylor admitió: “Escasamente habrá una forma de crimen que no me haya sido reportada como cometida por ellos”.53 Taylor pidió que no le enviaran más tropas del estado de Texas. Estos actos vandálicos no estaban limitados a los hombres de Taylor. Los cañones de los barcos de la flota norteamericana destruyeron gran parte del sector civil de Veracruz, arrasando un hospital, iglesias y casas. Las bombas no discriminaban en cuanto a edad ni sexo. Las tropas angloamericanas repitieron igual actuación en casi todas las ciudades que invadieron; primero era sometida a la prueba del fuego y luego saqueada. Los voluntarios gringos no tenían respeto a nada, profanando iglesias y ultrajando a curas y monjas.