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Ética ecosistémica y sentimientos morales

Para Callicott, los biocentrismos dificultan la aplicación de la teoría ético-ambiental al pretender asumir compromisos y responsabilidades hacia un vasto universo de organismos. Si cada ser viviente es objeto de consideración moral, se diluye la idea de una categoría moral universal para limitar el accionar humano frente a la naturaleza en su conjunto; según esto, habría también ausencia de criterios para otorgar mayor consideración a unos individuos en detrimento de otros; es decir, los intereses de todo organismo resultan válidos y en caso de conflictos se desatiende el valor superior del equilibrio del ecosistema o de la biosfera, en tanto se resalta el valor intrínseco de cada ser viviente.

La pretensión biocéntrica de jerarquizar cada organismo por su nivel de complejidad, funcional o psicológica, y por sus intereses vitales puede contribuir, en algunos casos, a tomar decisiones cuando se da la intervención humana en un hábitat. Este criterio de jerarquización no funciona cuando se sopesa entre reducir la población de un grupo de organismos y favorecer una especie en vía de extinción. En estas situaciones le resulta difícil al biocentrismo precisar el tipo de interés a favorecer y el criterio de la subordinación (Callicott, 1998, p. 134), pues cada individuo cuenta.

Callicott critica las perspectivas biocéntricas por carecer teóricamente de criterios de aplicabilidad y adecuación para afrontar crisis ambientales24. Contrasta las propuestas de Goodpaster y Rolston basadas en la atención de seres vivientes individuales, con los intereses ambientalistas centrados en las poblaciones, las especies y los ecosistemas. Lo moralmente relevante es la comunidad vital, el conjunto de los ecosistemas, la biosfera. En bosques, montañas, lagos, valles, llanuras y mares existen relaciones de dependencia entre multiplicidad de especies de fauna y flora, las cuales en su conjunto merecen consideración moral.

Los biocentrismos aceptan el valor de especies y ecosistemas en función del despliegue de vida de los organismos que los configuran. Para Callicott, estas perspectivas resultan inapropiadas para una concepción ético-ambientalista y propone por ende un enfoque ético-ecosistémico que se centra en el valor de las especies y los ecosistemas por sí mismos y asume un paradigma ecocéntrico heredero, a su parecer, de la ética de la tierra. Parte de preguntar por la pertinencia del legado de Leopold, en tanto este responde a los retos del contexto en el cual se desarrolló (Callicott, 2004a), y analiza si continúa siendo una concepción normativa adecuada para hacer frente a las crisis ambientales actuales. Su balance de la ética de la tierra es positivo por asumirla como un enfoque teórico apropiado al introducir las nociones de interdependencia y comunidad ecológica para dar cuenta de la consideración moral hacia organismos, especies y la biota. No obstante, Callicott interpreta esta mirada en términos de un holismo subordinante respecto a los intereses de cada organismo y presenta su ecocentrismo sistémico como un desarrollo de la perspectiva de Leopold.

Callicott busca asumir de forma holista la ética ambiental, expone una tensión entre el reconocimiento del valor de cada individuo y el intento de bosquejar una ética no antropocéntica, para centrarse finalmente en una teoría del valor ecocéntrica. Propone una ética ambiental moldeada por la ecología y basada en la estructura y organización de la comunidad biótica, con ello busca desprenderse de los criterios de una ética para la comunidad humana, en donde la relación con otros seres se da asumiendo una mera extensión del interés humano (Callicott, 1998, pp. 137-138). Desde su propuesta reconoce estatus moral tanto a los individuos como a la naturaleza en su totalidad, ya que si bien el ser humano es quien valora moralmente, eso no implica que solo él tenga valor moral. Si el planeta Tierra es una comunidad ecológica conformada por todos sus habitantes, le corresponde al animal humano conservarlo atendiendo a los intereses de todas las especies y ecosistemas. La mirada del valor moral de la totalidad de los seres conformadores de la biosfera conduce a un holismo ecológico en tanto son moralmente relevantes los grandes ecosistemas y la expresión integrada de la vida en el planeta. La ética ecocéntrica se debate entre el holismo ambiental, reconocedor del valor intrínseco de organismos y ecosistemas, y la importancia de definir criterios éticos para el uso diferenciado de las aguas, los suelos, las plantas y los animales. Por consiguiente, el holismo ambiental de Callicott acoge una ética de restricciones y deberes al preguntarse por las normas reguladoras de la relación cultura-naturaleza:

Una ética ambiental ecosistémica no prohíbe el uso humano del entorno; antes bien, dispone que tal uso se sujete a dos restricciones éticas: que sea, en primer lugar, holista y, en segundo lugar, individualista. Lo primero exige que el uso humano del entorno, en la medida de lo posible, acreciente la diversidad, integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. […] La segunda restricción ética (la individualista) al uso humano del entorno demanda que los árboles que se cortan para construir casas o crear tierras laborables, el sacrificio de animales para obtener alimento o vestido, etc., se seleccionen con sumo cuidado, se maten con pericia y humanitarismo, y se usen con prudencia a modo de no exterminarlos ni degradarlos. Las plantas, animales, y aun las piedras y ríos individuales que los humanos consumen o transforman merecen ser usados con respeto. (Callicott, 1998, p. 152)

Se reconoce aquí la distinción entre el orden ecosistémico y el mundo de las necesidades e intereses humanos, aunque ello no implica la legitimación de abusos y de toda suerte de relaciones impropias con la naturaleza. En otras palabras, una ética ambiental debería pensar en valores e ideales para saber transformar la naturaleza, en vez de centrarlos únicamente en la conservación (Ángel-Maya, 2001, pp. 244-245).

Una ética ecosistémica que pretende retomar las nociones morales clásicas del deber y el respeto aceptando su uso hacia organismos no humanos, ecosistemas y la comunidad biótica, postula que la naturaleza responde con reciprocidad25 a la forma como se la trata y deja de explicar la manera de incluir las nociones de respeto, deber y reciprocidad en un escenario de relaciones asimétricas mediadas por el dominio de unas especies sobre otras.

La concepción de Callicott resulta ambigua al aceptar valores intrínsecos en la naturaleza y, a la vez, adoptar una posición alejada del igualitarismo biótico26. Al aceptar compromisos morales diferenciados enmarcados en el valor de la tierra en cuanto organismo ecosistémico, reconoce variados tipos de organización y de cercanía respecto a la responsabilidad humana:

[…] en vez de anular las éticas sociales familiares, la ética de la tierra crea nuevas y menos urgentes obligaciones con nuevos seres que guardan con nosotros una relación menos estrecha. En consecuencia, están en primer lugar las obligaciones que tenemos con nuestra familia y nuestros amigos (así como los derechos humanos y el bienestar humano en general); nada de esto se ve cuestionado ni socavado por una ética ambiental ecocéntrica. La ética de la tierra nos obliga a vigilar la salud y la integridad, la diversidad y estabilidad de la naturaleza en una forma consonante con estos deberes previos para con los seres humanos y las aspiraciones humanas. (Callicott, 1998, p. 158)

Callicott propone superar el antropocentrismo y, sin embargo, reconoce la prioridad de las obligaciones morales inherentes a la interacción humana y, a la vez, indica cómo “[…] una ética ecosistémica, una ética de la tierra, no solo debería abarcar a toda la comunidad biótica, sino que sus preceptos morales también tendrían que reflejar y promover la peculiar estructura o forma de organización de la comunidad biótica.” (Callicott, 1998, p. 149). Callicott pretende una ética naturalista desconociendo conflictos morales ineludibles entre la autonomía humana, las dinámicas productivas propias de la cultura y las leyes del orden ecológico sustentadoras del equilibrio y desarrollo de organismos carentes de autoconsciencia.

La perspectiva de una ética naturalista identifica el bien de la comunidad humana con el de la naturaleza. Se trata de una racionalidad holista basada en la conservación ecológica: “[…] las propiedades formales de los sistemas naturales –orden, parsimonia, armonía y variedad- son valores objetivos e intrínsecos […]” (Callicott, 2004, p. 110), frente a los cuales toda actividad humana debiera adaptarse27. Pero una ética centrada en la adaptación socava el valor de la cultura, la creatividad y las virtudes del carácter autónomo. La insistencia de Callicott por intentar concebir valores no determinados por la condición humana, deriva en una teoría moral no antropocéntrica. Una ética fundamentada en una intuición básica: reconocer en la naturaleza un valor más allá de los intereses o gustos humanos, un valor intrínseco en todos los organismos y especies incluyendo a la humanidad (Callicott, 2004, p. 112).

Mientras la ética de la tierra concibe una pirámide biótica de dependencias para regular la consideración moral hacia individuos y especies en cada nivel, la ética ambiental ecosistémica se debate en la paradoja de atender el valor intrínseco de organismos, especies y ecosistemas y aceptar un criterio para diferenciar tal valor en caso de conflicto o de la necesidad de la intervención humana:

Una teoría del valor adecuada para una ética ambiental no antropocéntrica tendrá que dar cabida a la idea de que tanto los organismos individuales como una jerarquía de entidades supraorgánicas –poblaciones, especies, biocenosis, biomas y la biosfera- poseen valor intrínseco. Deberá otorgar un valor intrínseco diferenciado a los organismos y especies domésticas y silvestres. Tendrá que ser compatible conceptualmente con la biología moderna evolutiva y ecológica. Y tendrá que otorgar un valor intrínseco a nuestro ecosistema global actual, a sus partes componentes y dotación de especies, y no otorgar un valor igual a cualquier ecosistema. (Callicott, 2004, p. 113)

Esta concepción resulta contradictoria al defender el valor intrínseco de individuos y entidades supraorgánicas y, paralelamente, reconocerles niveles jerárquicos, lo cual impide otorgar igual valor a organismos, especies y ecosistemas. Aceptar un valor intrínseco en organismos y ecosistemas significa reconocerles igualdad en la consideración por cuanto se atribuye un estatus moral no instrumental en todos ellos. De esta manera pierde coherencia la idea de valores intrínsecos diferenciados por resultar un contrasentido. Cuando se introduce la idea del uso de animales, árboles y suelos para atender intereses humanos se desdibuja la pretensión de asignarles una categoría moral que exige respeto incondicional. Callicott expone un panorama teórico poco claro al atribuirle un valor intrínseco a la biosfera y a los ecosistemas y, a su vez, postular una jerarquización de valores intrínsecos en función de las necesidades y bienestar de organismos y especies. Por un lado, apuesta por una regulación de las acciones humanas atendiendo los intereses superiores de florecimiento, belleza y equilibrio de la tierra; y, por el otro, plantea la prioridad del bienestar del ser humano cuyo logro, casi siempre, involucra afectaciones directas e indirectas hacia el orden natural, difíciles de regular o controlar.

En síntesis, Callicott no logra desarrollar y sustentar claramente una teoría del valor no antropocéntrica por al menos cuatro razones: a) deja de abordar la cuestión de la asignación de valor como una acción específicamente humana; b) subordina la ética a la ciencia ecológica, desvaneciéndola en las márgenes del determinismo natural; c) acepta valores intrínsecos diferenciados en los organismos y en los ecosistemas, sin precisar el criterio para privilegiar unos en vez de otros; y d) desatiende los conflictos por la supervivencia, sobre todo cuando entran en escena los intereses de la sociedad, de grupos humanos en contextos distintos, o de personas en particular frente al daño de organismos o especies no humanas. Callicott tiene serias dificultades para desarrollar coherentemente una teoría no antropocéntrica del valor; sin embargo, tampoco es indispensable reconocer valores intrínsecos en la naturaleza para expresar consideración moral hacia ella. Su principal aporte para justificar consideración moral hacia la naturaleza obedece a poder vislumbrar otra perspectiva de análisis, la cual deja sin desarrollo. Se trata de la cuestión de explicar una ética ambiental asumiendo la recuperación de la tradición filosófica de los sentimientos morales (Callicott, 1999).

En efecto, Callicott menciona un enfoque de justificación de la ética ambiental no solo compatible con la biología evolutiva y la ecología, sino además con la concepción de los sentimientos de Hume retomada por Darwin. Atendiendo a la historia natural, Callicott asume el legado de la psicología moral humeana por cuanto las pasiones y emociones son capacidades animales más primitivas y universales que la razón y, por ende, representan fenómenos más plausibles para intentar explicar los orígenes de la conducta moral (Callicott, 2004, p. 114). A partir de sentimientos morales producto de la evolución biopsicosocial humana, cabe esperar en cada individuo la extensión de “sus instintos sociales y disposiciones favorables a todos los miembros de la misma comunidad (biótica) aunque difieran de él en términos de especie” (Callicott, 2004, p. 115). En otras palabras, el paso de un escenario tribal y nacional hasta alcanzar la comunidad biótica, se explica por una gradual ampliación de la consideración moral. Esto como producto de la evolución de sentimientos naturales iniciales de sobrevivencia, los cuales devienen en sentimientos morales al constituirse en factores indispensables para sostener relaciones con individuos de la misma especie, y posteriormente, con especies diferentes.

Los sentimientos morales tienen, por definición, una orientación hacia los demás; y son intencionales, esto es, no son ellos mismos valorados, ni son experimentados en ausencia de algún objeto que los excite y sobre el cual, por decirlo así, se proyectan. Sus objetos naturales no están limitados, excepto por convención, a otros seres humanos. Más bien son naturalmente despertados por nuestros semejantes que viven en sociedad (y por la sociedad misma), entre los que se pueden hallar, como en el pensamiento ecológico contemporáneo y en la representación tribal, seres no humanos y un orden social más vasto que el humano. (Callicott, 2004, pp. 116-117)

Si bien Callicott no logra fundamentar el reconocimiento de valor intrínseco en entidades naturales no humanas28, aboga por una ética ambiental basada en el evolucionismo de Darwin y en la axiología de Hume. De esta manera, intuye otra forma de sustentar el interés por extender la consideración moral hacia seres no humanos. Esto es, reconoce el papel mediador de los sentimientos morales entendidos como afecciones originariamente arraigadas en la condición humana y susceptibles de irse desarrollando en cada individuo como resultado de una evolución biopsicosocial.

Callicott dirá que la cuestión de los valores intrínsecos y su relación con la perspectiva de los sentimientos morales resulta fundamental en el desarrollo de una epistemología de la filosofía ambiental, en tanto permite superar miradas de carácter antropocéntrico cuando se abordan las relaciones con la naturaleza. Pero si bien acepta la mediación de tales sentimientos en la consideración moral hacia especies y ecosistemas, deja de caracterizarlos y de vincularlos con una racionalidad práctica con contenidos reguladores de la acción. Tales exigencias son importantes para evitar el subjetivismo moral y relegar la consideración al desarrollo espontáneo de la sensibilidad ética en individuos y sociedades. Callicott deja de lado una elaboración de la perspectiva de los sentimientos29 y al buscar recuperar el legado de la ética de la tierra, se centra en interpretarla desde la ciencia ecológica y en introducir la cuestión del valor intrínseco, lo cual le impide rastrear cómo la filosofía ecológica de Leopold involucra el despliegue de sentimientos y disposiciones afectivas básicas. Efectivamente serán estas, junto con el conocimiento ecológico, las encargadas de atender el sentido de la responsabilidad y del compromiso moral con la comunidad biótica, entendida desde el reconocimiento de las cualidades inherentes e interdependencias de los organismos que la configuran.

Poppy Field (Giverny), 1890-1891

Claude Monet

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Las sensaciones de agrado y desagrado, junto con las afecciones de asombro e incertidumbre (generadoras de variados sentimientos frente a lo percibido como bello y sublime), pueden constituir factores importantes para asumir deberes y responsabilidades hacia animales, bosques, montañas y ríos. De esta manera, en este capítulo se argumenta a favor de la relación entre el cultivo de virtudes bióticas, entendidas como prácticas y actuaciones encaminadas al cuidado y sostenimiento de la vida planetaria, y estados emocionales surgidos de la contemplación de la diversidad, belleza y complejidad en el mundo natural. Además, se enfatiza en cómo el desarrollo de actitudes y hábitos configuradores del carácter ecológico son posibles en la medida que se afianzan, en grupos y sociedades, disposiciones afectivas de estima y aprecio hacia la naturaleza. Con relación a esto último, se destaca el pensamiento de Sandler al proponer el cultivo de la virtud en función del encuentro con una naturaleza digna de respeto. En este sentido, se sostendrá cómo el despliegue de las virtudes del carácter logra vincularse a hábitos de atención y formas de respuesta ante la identificación de fragilidades y dependencias en animales, plantas y ecosistemas.

Encuentro con la naturaleza y dinámica de los sentimientos

Callicott retoma el papel de los sentimientos morales en relación con la ética ambiental, no obstante, pretende un holismo ecológico diferente al concebido por Leopold, de ahí sus dificultades para articular ambas perspectivas. En este sentido, Callicott tampoco es coherente con su concepción del valor intrínseco y no antropocéntrico al reconocer la prioridad de los deberes familiares y sociales, propios de la condición moral humana, y al aceptar distintos niveles de obligación en la atención a los intereses de individuos, grupos y especies no humanos. Este no es el caso de la ética de la tierra en tanto la cuestión del valor intrínseco es matizada en otros términos.

Leopold piensa básicamente en función de valores inherentes en los organismos, esto es, valores vitales propios de su condición biológica. Estos están vinculados con la autoconservación, el florecimiento y el despliegue de funciones en un hábitat. Lo relevante para el pensamiento ecologista se da en el logro de una perspectiva integracionista en esta concepción: todos los organismos humanos y no humanos configuran una simbiosis, una red de dependencias dentro de un flujo de asimilación y liberación de energía, posibilitador del equilibrio de ecosistemas y de la tierra. Esta comprensión dota a la ética de la tierra de un contenido moral emocional.

Los sentimientos de respeto, admiración y benevolencia hacia la naturaleza se dirigen concretamente a las interconexiones entre organismos y especies, son ineludibles con el desarrollo de conciencia ecológica. Las virtudes bióticas o ecológicas son, entonces, las virtudes del cuidado y la conservación pensando en términos del bienestar humano y de organismos no humanos. Luchar por evitar la intervención humana con fines recreativos, científicos o industriales en amplias zonas de naturaleza virgen (aún existentes en la época de Leopold) para proteger, por ejemplo, al oso negro, constituye un compromiso moral no solo en función de la supervivencia de una subespecie, sino a favor del bienestar de múltiples seres afectados directa o indirectamente con su extinción. Se trata de una consideración moral multidimensional, enmarcada en la pirámide de la vida, pero centrada en atender organismos en situaciones específicas de necesidad o dependencia.

La articulación de disposiciones ético-afectivas con el pensamiento y activismo ecologista se ve generalmente obstaculizado por la forma en que estas son concebidas. Hargrove lo evidencia cuando tacha de metafísico el intento de retomar la concepción de los sentimientos morales de Hume para aplicarla a la ética ambiental sirviéndose del evolucionismo de Darwin. El enfoque de las virtudes le resulta una concepción más plausible para evitar cuestiones metafísicas y para explicar, a su vez, una ética ambiental a partir de sentimientos naturales y sociales íntimamente ligados al comportamiento ético (Hargrove, 2002, pp. 141-144). Fisher, por su parte, aboga por recuperar el móvil de la simpatía sin referenciarla a una concepción filosófica en particular. Simplemente es deseable desenvolverla internamente a partir de un conocimiento serio de los animales silvestres y de la naturaleza, conocimiento provisto principalmente por la etología y la biología (Fisher, 1987). De esta manera, la comprensión empática de la vida de los animales y de las interacciones entre organismos y especies resulta consecuente con la apertura hacia la ética de la tierra, sin necesidad de remitirla a una perspectiva moral específica de los sentimientos.

La ausencia de referentes conceptuales de índole moral, definidos en torno a una perspectiva de los sentimientos aplicada a la ética ambiental, impide concebir el despliegue de disposiciones afectivas según un horizonte normativo. Tal horizonte está ligado al cultivo de virtudes del carácter en función de atender la vulnerabilidad y las necesidades de individuos humanos y no humanos en el contexto de la vida social o de una comunidad ecológica. La cuestión se expresa ahora en determinar si es favorable partir de una concepción moderna de los sentimientos morales o, por el contrario, asumir otros referentes de partida acordes con la investigación contemporánea en las ciencias sociales y de la naturaleza.

Para Partridge, el enfoque de los sentimientos morales heredado de Hume y centrado en la simpatía y la benevolencia es inapropiado para una ética ambiental por cuanto este se circunscribe a la comunidad moral, esto es, a la interacción humana (Partridge, 2002, p. 23). Así, el enfoque de los sentimientos puede aplicarse a la ética ambiental pero desde una interpretación distinta.

Partridge propone recuperar una psicología no-moral capaz de dar cuenta de sentimientos naturales de asombro, tranquilidad y deleite en el encuentro con la naturaleza, propios de una dotación biológica neuronal y cognitiva (Partridge, 2002, pp. 28-30). Se centra en los sentimientos naturales en tanto le permiten explicar la motivación ética para el cuidado del medio ambiente a partir de la propia constitución física y neuronal humana, esta vincula a la especie Homo sapiens con el entorno natural del cual ha dependido por miles de años, un entorno con el que ha interactuado en un largo desarrollo evolutivo (Partridge, 2002). Partridge coincide de este modo con Hargrove cuando privilegia el pensar en términos de sentimientos naturales. Sin embargo, mientras Partridge evita la cuestión de los sentimientos morales por tener una carga valorativa asociada al encuentro entre seres humanos, Hargrove reconoce el papel de los sentimientos sociales al posibilitar la madurez de estados emocionales de consideración moral aplicables a una ética del encuentro con los animales y con la naturaleza en general. Una perspectiva de los sentimientos morales aplicable a la ética ecológica no desplaza ni pretende negar el papel de los sentimientos naturales según los entiende Partridge; por el contrario, tal mirada es coherente con la interpretación evolutiva de los sentimientos presentada por De Waal (2007): los sentimientos morales son estados emocionales ligados a juicios y a procesos de abstracción cuyo origen evolutivo se encuentra en las relaciones empáticas de cooperación y reciprocidad observadas entre los mamíferos sociales.

Barkdull es otro de los críticos del intento de asociar la tradición de los sentimientos morales con la ética ecológica, cuestiona la ética ambiental de Callicott al preguntar si los sentimientos morales, entendidos como primeras percepciones sobre lo correcto y lo incorrecto, incluyen aversión al daño de la integridad, estabilidad y belleza de la tierra, incluso sirviendo este daño a los fines del desarrollo económico (Barkdull, 2002, p. 43). Para responder a este interrogante, interpreta el ejercicio de la simpatía en dos direcciones: además de implicar buenas motivaciones, requiere de aplicación activa en el logro de resultados consecuentes con la motivación simpática. En este sentido, concluye, el promedio de las personas tendría dificultades para trasladar por analogía los sentimientos morales generados desde la interacción social hacia la comunidad biótica, en tanto las pasiones morales se suscitan especialmente a partir de la interacción y la reciprocidad. Barkdull soporta su postura tomando un referente conceptual clásico: la filosofía de los sentimientos morales de Smith, dice, es inapropiada para desarrollar incluso una moral de la compasión en tanto esta se reduce realmente al encuentro con amigos y parientes y, en casos extremos, se acepta dirigirla hacia los extranjeros en una situación calamitosa. De hecho, afirma, sus deberes de benevolencia no estaban pensados desde la concepción de una comunidad universal del género humano (Barkdull, 2002, pp. 47-48).

La dificultad para extender la simpatía natural y social de Smith hacia desconocidos y extranjeros conduce, para Barkdull, a replantear cualquier intento de justificar su manifestación respecto a la condición de animales silvestres y ecosistemas. La expresión de sentimientos morales orientados por juicios analógicos en el encuentro con animales y ecosistemas solo puede ser producto de un desarrollo histórico de disposiciones individuales y colectivas aportado por la educación, el conocimiento científico y los cambios culturales sensibles al mundo natural (Barkdull, 2002, pp. 50-51).

Barkdull y Partridge no precisan en sus análisis el criterio para catalogar un sentimiento como moral. La compasión es un sentimiento moral cuando se interpreta como disposición a participar del dolor de otro ser y a contribuir con su mitigación. Es irrelevante si el objeto de la compasión es un animal humano o no humano por cuanto el detonante central es una condición de sufrimiento reconocida en cualquier ser sentiente. La compasión también se puede dirigir hacia especies o grupos de animales no humanos cuando se identifica vulnerabilidad o un riesgo colectivo en perjuicio de su integridad y bienestar. La benevolencia, a su vez, es un sentimiento moral cuando se asocia a un juicio de consideración hacia cualidades dignas de estima. La benevolencia busca favorecer o beneficiar a cualquier organismo con un cuidado amoroso basado en la gratuidad. Lo anterior significa que el despliegue de sentimientos morales de compasión y benevolencia no depende de relaciones de simetría y reciprocidad, sino que está ligado al cultivo de virtudes del carácter en el contexto de una comunidad ético-política atravesada por una conciencia individual y social ecológica.

También cobra sentido pensar en términos de emociones y virtudes ecológicas desprendidas de la apreciación estética de la naturaleza y del respeto que ello infunde. De hecho, Smith establece cierta relación entre el juicio ético y el estético, lo que abre la vía para el cultivo de sentimientos y emociones atentas a los intereses y necesidades de animales próximos a la vida social humana. Ciertamente, la teoría de los sentimientos morales de Smith se enmarca en un escenario de convivencia y de regulación recíproca de actitudes y comportamientos. Pero Barkdull se apresura al concluir sobre la inoperancia de tales sentimientos, al menos en la relación con los animales, desconociendo la habitual interacción social con muchas especies domésticas. Algo similar ocurre en la perspectiva de Hume (2005) cuando por medio del juicio analógico identifica cualidades dignas de estima incluso en animales silvestres. Hume reconoce una estrecha semejanza entre los procesos cognitivos de humanos y animales, por ello interpreta el comportamiento de algunos animales en términos de virtudes análogas a las expresadas por el ser humano. La simpatía humeana es una inclinación natural reguladora del comportamiento social, pero con potencial para operar en el encuentro con los animales, deviene en un sentimiento normativo exigente de respeto y consideración en función de la admiración y sensibilidad hacia seres muy similares a los humanos.

Extender la consideración hacia seres no humanos con base en sentimientos morales también parte de comprender los nexos vinculantes entre todos los organismos habitantes del planeta. En la comunidad ecológica de Leopold la ampliación de la responsabilidad ética es resultado de la evolución biológica y social de la razón y los sentimientos. La cuestión de la reciprocidad y del valor intrínseco es irrelevante al momento de tejer una comunidad entendida desde relaciones asimétricas. En esta, seres y especies no humanas son incluidos en el universo de la consideración moral con la mediación de sentimientos básicos susceptibles de ser desplegados y cultivados para acoger variadas manifestaciones de vida. Callicott así lo entendió cuando concibe los sentimientos morales como un producto natural de la interacción social, pero dirigibles hacia seres no humanos al suscitar algún interés. Infortunadamente, Callicott se aleja de la mirada de Leopold introduciendo la cuestión del valor intrínseco en términos holistas, de ahí su dificultad para articular su concepción de los sentimientos morales con su ética ecosistémica.