Kitabı oku: «Averroes intempestivo»
AVERROES INTEMPESTIVO
Ensayos sobre intelecto, imaginación y potencia
Miguel Carmona Tabja, Benjamín Figueroa Lackington, Rodrigo Karmy Bolton (eds.)
Miguel Carmona Tabja, Benjamín Figueroa Lackington y Rodrigo Karmy Bolton (eds.)
Averroes intempestivo. Ensayos sobre intelecto, imaginación y potencia
Primera edición
DobleAEditores Ltda.
Santiago de Chile, 2022
Filosofía
Registro de Propiedad Intelectual N°: 2022-A-274
ISBN edición edición digital 978-956-6149-01-9
Diseño e imagen de portada: Cristina Azócar Weisser
Diagramación: DobleAEditores
Editor encargado: Mauricio Amar Díaz
Dirección de arte: Cristina Azócar Weisser
© Miguel Carmona Tabja, Benjamín Figueroa Lackington & Rodrigo Karmy Bolton, 2022
© DobleAEditores, 2022
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Ñuñoa, Santiago de Chile
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Esta publicación cuenta con el patrocinio del Centro de Estudios Árabes Eugenio Chahuán de la Universidad de Chile.
Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización escrita del editor o titular de los derechos.
Índice
Introducción
Averroes / Mauricio Amar Díaz
Una metáfora del intelecto. La figura del intelecto averroísta leída desde el imaginario de Borges / Betzabeth Guzmán Soto
Ilusión interpretativa. Esbozo sobre Aristóteles y el Corán en Averroes / Miguel Carmona Tabja
De Averroes a Galileo. La lucha por la emancipación de la filosofía / Benjamín Figueroa Lackington
Leo Strauss y su lectura de la filosofía árabe clásica. Cinco notas críticas sobre filosofía y política / Kamal Cumsille Marzouka
Felicidad, filosofía y religión. Una aproximación desde la crítica a la teología en Averroes y Spinoza / Ana María Ayala Román
El monstruo Averroes. El contraverroísmo y la antropologización latina de Aristóteles / Rodrigo Karmy Bolton
Introducción
Abū l-Walīd Muḥammad ibn Aḥmad ibn Rušd (1126–1198) es, con toda seguridad, una de las figuras más relevantes de la historia del pensamiento árabe-musulmán y medieval. Conocido principalmente por su labor como comentador de Aristóteles, Ibn Rušd ingresa ocasionalmente en la gran historia de la filosofía bajo el nombre de ‘Averroes’, forma latinizada de su patronímico árabe. Versado en diversas disciplinas que van desde la medicina, pasando por la filosofía peripatética, la astronomía y la teología, hasta la jurisprudencia islámica que cultivó virtuosamente a causa de provenir de una familia de reputados juristas, Averroes formó parte de un largo linaje de científicos, polímatas y pensadores árabes que veían en los métodos demostrativos aristotélicos la más perfecta culminación del conocimiento humano. Por cierto, la labor filosófica, jurídica y científica de Averroes no puede ser reducida a una mera búsqueda imparcial del conocimiento.
Habiendo heredado el oficio de juez de su padre y de su abuelo, Averroes profesó a lo largo de su vida una profunda preocupación por el lugar público del filósofo y, más precisamente, por la función política del conocimiento para la adquisición social de la felicidad. No es sorpresa que esta preocupación responda al devenir de su tiempo histórico: Averroes vivió en, tal vez, una de las épocas más tumultuosas de Al-Ándalus, en la Iberia musulmana de la que aspiró a reformador. Desde su juventud, Averroes abraza al nuevo régimen almohade que en el año 1147 desplaza a la dinastía almorávide prevalente en la península. Su prestigio como jurista le vuelven conocido en el campo de la filosofía y es ahí donde, gracias a la recomendación del filósofo Ibn Ṭufayl al califa Yaʿqūb al-Manṣūr II, Averroes ingresa a la corte califal para explicar y comentar los textos filosóficos y despejar —según cuenta la leyenda—si el mundo era eterno o era creado ex nihilo, es decir, si el reino debía ser dirigido filosóficamente o bien teológicamente. Esta es la disputa, la tensión inmanente al nuevo régimen almohade del que Averroes se convierte en médico personal y asesor del califato.
Averroes asume un impulso reformista. Pretende articular un proyecto político no dominado por la teología, sino por la filosofía: la dinastía almohade, dirigida espiritualmente por Ibn Tūmart, era teológica y doctrinariamente heredera del ocasionalismo que profesaba la teología islámica. En este plano, Averroes se apresta a desplazar a la teología acusándola de que, a partir de sus presupuestos, ella no puede fundar una ética. Esta es la tesis última de Averroes, su crítica más decisiva contra la episteme teológica: como para Al-Fārābī y Avicena, —dos de sus predecesores más célebres— también para el cordobés los teólogos eran los sofistas de su tiempo. Esta doctrina, junto con aquella que afirma la eternidad, separabilidad y unicidad del intelecto material, serán aquellas ideas más estudiadas de la obra de Averroes e impactarán al medioevo latino luego y durante la derrota y expulsión de los árabes de la península ibérica.
Ibn Rushd, quien en vida sufrirá un periodo de exilio y destrucción de su obra, según reportes que tenemos de ella, aparecerá como una figura central para el aristotelismo latino a partir del siglo XIII y seguirá siéndolo por lo menos hasta el siglo XVI, donde veremos a Averroes por última vez como un autor central dentro de la actividad filosófica latina. Luego de una influencia más o menos sostenida, desde la primera traducción de sus obras al latín durante el siglo XIII por la corte de Federico II de Hofenstaufen en Sicilia quien contratara a Michel Scotus para que dirigiera el equipo de traducción del Gran Comentario al De Anima de Aristóteles (entre otros textos) hasta la edición de los Giunta en Venecia, Averroes comenzaría a ser excluido sistemáticamente de las discusiones relevantes en filosofía. Parte de las razones de esta exclusión tiene que ver con una nueva forma de leer y pensar la tradición filosófica. La tradición humanista de corte más filológico buscará acercarse a las obras de Aristóteles sin mediación, buscarlo en su lengua original para ver con más claridad aquello que las traducciones desde el árabe y sus comentadores solamente oscurecen. Para ellos valía la pena volver a los originales griegos para recuperar la belleza que las traducciones técnicas del medioevo habían estropeado. En este sentido, Averroes representaba la falta de pureza, tal como había anunciado el dictum teológico que lanzara Tomás de Aquino contra Averroes cuando lo calificara de haber sido el “perverso deformador” de la filosofía de Aristóteles.
Sin embargo, esta falta de “pureza” –la imposibilidad de construir una ética civil, según la acusación tomista- en la imagen que tenemos de Averroes refleja en el estado en que hemos recibido su obra. Textos en árabe, en hebreo, en latín, con distintos tipos de escritura, circular formando un corpus absolutamente heterogéneo. Averroes deviene así el nombre de una dispersión, de una falta de centro.
En este sentido, pensar Averroes desde este extraño continente cuyo nombre ha estado transido de error implica un acto de subversión: no tanto por la impugnación al “eurocentrismo” que aún impregna los imaginarios de tantas academias expandidas globalmente, sino por la capacidad de desactivación de cualquier “centro” posible que pueda territorializar al pensamiento. Si este último no es más que una potencia común (separada, una y eterna a todos los seres humanos) desde cuyo nomadismo puede actualizarse en una vida singular gracias a la fuerza medial de la imaginación, es porque el pensamiento se juega en la disyunción entre vida y lógos, entre viviente y humano. No hay “centro” o, si se quiere “cabeza” alguna, porque toda actualización del pensamiento constituirá el uso de la potencia, antes que la propiedad de un cogito: siendo común a toda la “especie” nadie podrá “apropiarse” de la potencia común del pensamiento, pero, gracias a la imaginación, todos podrán participar de su felicidad. Pensar no será propio de la actividad del hombre considerado como sujeto, sino la composición libre de imágenes que irrumpen en el sujeto (“sustancia” en la nomenclatura aristotélica) del pensamiento.
A partir de Tomás de Aquino, pero después Leibniz, Averroes interrumpe el pensamiento desde los anales de la historia de la locura. En su gnoseología, el “hombre” sobre el cual pende toda la discusión filosófica de la metafísica moderna, simplemente yace fuera de lugar, dislocado respecto del pensamiento que no le pertenece. La in-coincidencia entre viviente y humano, entre animal y hombre, la imposibilidad de fundamentar el que el hombre sea un sujeto del pensamiento tiene en el nombre Averroes todo el peso de un “espectro” (Coccia) y de lo “inquietante” (Brenet). El llamado “averroísmo” ¿qué es? No puede ser una doctrina clara y distinta, sino la apuesta por un terrorismo antropológico capaz de destituir la maquinaria que sutura la forma del hombre como sujeto y titular del pensamiento. “Averroísmo” –término acuñado por los “vencedores” del cristianismo latino- no deviene, por tanto, un sistema de pensamiento, sino el descentramiento radical de todo pensamiento respecto del hombre, su implosión que, sin embargo, desnuda a la imaginación como la verdadera combustión de la existencia.
Justamente, si la maquinaria humanista se abalanza en una guerra sin fin gracias a la distinción entre los que piensan y los que no piensan (entre lo humano y lo animal, la civilización y la barbarie), entre quienes son capaces de gobernarse a sí mismos y los que no pueden hacerlo y, por tanto, necesitan “ayuda” de quiénes si sabrían, es lo que la gnoseología averroísta amenaza con desbaratar. Si uno piensa, es porque todos pueden eventualmente pensar. El pensar no es propiedad de “alguien” sino una experiencia radicalmente común de la que todos, por tanto, podemos participar.
A su vez, resulta clave cómo Averroes profundizó un pensamiento que, presente en Al Farabi y Avicena, insistía en la conciliación entre verdad revelada y verdad filosófica. A diferencia de la teología asharita que subrayará la incompatibilidad entre ambos lugares de la verdad (cuestión que reproducirán las ciencias históricas y filosóficas europeas durante el siglo XVIII y XIX cuando repitan el dictum “asharita” según el cual, el islam sería incompatible con la filosofía) para Averroes la profecía y la filosofía serán “hermanas de leche” por cuanto participarán de la misma verdad, pero a la luz de niveles hermenéuticos diferenciados. La apuesta averroísta trata de restituir la vertiente racional del islam que permita unificarle e impedir la fitna o guerra civil. Para ello, se hace necesario que la teología sea expulsada del espacio público y prevalezca la originariedad del mensaje profético. Sin mediación teológico, los pueblos pueden asumir el mensaje profético gracias a la sharía y compartir así, parte de la eterna felicidad conjuntamente con los filósofos (la aristocracia). A esta luz, la apuesta de Averroes desarrollada en el Fasl Al Maqal (Tratado Decisivo) o en el Tahafut al Tahafut (Destrucción de la Destrucción) así como también en su Exposición de la República de Platón entre otros lugares, deviene una crítica a la teología política puesto que, en sus palabras, cuando ésta ocupa el espacio público no hace más que conducir a los pueblos a su destrucción. Conservar la “hermandad” entre profecía y filosofía significa expulsar a la teología, neutralizarla. Acaso en ello se revela el primer acto moderno que aparecerá, posteriormente, en el contractualismo de Thomas Hobbes o en Baruch Spinoza cuando habilite una “vía de la razón” para combatir a la “superstición”.
Los ensayos que presentamos aquí se rigen por una única cuestión: la intempestividad de un pensamiento. No pretenden convertir a Averroes en una pieza de museo –tal como hace Ernst Renan en su célebre estudio- sino más bien, subrayar el modo en que Averroes es capaz de abrir otras vías de pensamiento que puedan ser capaces de transformar el peso del orientalismo filosófico que campea en los campus universitarios. El término “intempestivo” subraya la interrupción polimorfa de un pensamiento, antes que un sistema claro y distinto referente a algún “autor”; una opacidad que se abre desde nosotros mismos, antes que la transparencia que un pensamiento tendría consigo mismo. Averroes, el nombre del error, el anatema de los teólogos medievales (tanto de musulmanes como cristianos), la fuerza de un descentramiento que posibilita, entre otras cosas, al pensamiento democrático. Spinoza y Marx dos secretos heraldos de Averroes, dos pensadores rechazados por su propio tiempo que heredan, intempestivamente, la intensidad de su pensamiento. Los ensayos aquí desarrollados toman diferentes variantes de su pensamiento. Todos se dirigen no a pensar “sobre” Averroes, sino a pensar “con” su voz, su intensidad.
Averroes, sin duda, es una forma de entrar, de obstruir la historia de la filosofía, pero no una entrada privilegiada ni la única obstrucción. Averroes, a pesar del carácter mayor que tuvo alguna vez, acá es una filosofía menor. Filosofía menor no por carecer de importancia ni por ser más abarcable, sino en cuanto lo que interesa acá no es atender a Averroes como aquél autor a comprender, sino como un pensamiento que abre nuevas asociaciones, tejerlas y deshacer otras. No hay un Averroes que sea llave maestra de la historia, sino un nombre que muestra que no existe una única historia.
Benjamin Figueroa Lackington
Miguel Carmona Tabja
Rodrigo Karmy Bolton
Averroes
Mauricio Amar Díaz
El nombre de Averroes debería escribirse con una tachadura. No es seguro si esta debe recorrer el nombre de manera lineal o con ondulaciones, pero debe existir una tachadura indicativa de lo que Averroes representa para el pensar contemporáneo: lo que ha sido despreciado a fin de conseguir la figura monolítica del yo moderno; aquello que se rescata para arrancar de ese yo, o bien, simplemente para indicar que Averroes y el averroísmo son uno solo y que pueden pensarse como un hilo, una débil pero persistente hebra de pensamiento que en ocasiones se laxa y en otras, como hoy, cuando ya no queda otra, se tensa y se vuelve evidente. Podemos calificar algunos libros de averroístas, cuando su mención al pensador cordobés es expresa. Ahí no corremos riesgo y estamos a salvo en buena trinchera. El hilo, sin embargo, es tan delgado que puede parecer invisible, escurridizo a la mirada y perdido entre los escombros de la tradición moderna. Secreto. A él se pegan escritos, pensamientos sueltos, poemas, que ni siquiera conocen el nombre de Averroes. En este sentido, Averroes no es un pensador, sino un modo de pensar. Por eso rehúye incluso a la mirada del averroísta, que en cuanto se fija en el sujeto Averroes, este se diluye, y aparecen al-Fārābī, Alejandro de Afrodisia, Aristóteles.
Averroes, entonces no como sujeto, sino como paradigma en el sentido agambeniano. Un caso separado de una serie que ilumina a los demás casos,1 aboliendo no sólo la dicotomía entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, sino también aquella del adentro y el afuera.2 Averroes como idea que constela, para usar un concepto caro a Benjamin,3 en torno al cual giran múltiples formas, modos de pensar que, sin embargo, comparten una idea fundamental, a saber, que el intelecto es único para toda la especie, separado del individuo y, sin embargo, indisociable de cada ser singular, en tanto ser sensible a la experiencia de lo común. Ni arcaico ni actual, Averroes se vuelve plenamente contemporáneo al pensamiento filosófico que ha puesto en duda tanto la linealidad del proyecto racionalista moderno como el esencialismo de la teología política decisionista. Quienes han situado a Averroes en una suerte de bisagra temporal que abre al racionalismo de los modernos tienen razón cuando resaltan la pugna entre el cordobés y la teología, donde este siempre defendió la necesidad y primado de la filosofía. Pero allí se olvida, muchas veces, que la modernidad es también una subordinación del pensamiento a la teología, que desde Aquino viene vociferando la absoluta pertenencia del intelecto al sujeto individual. Y olvidan que hoy se hace mucho más evidente, en lo que concierne a nuestra vida política y económica, la hegemonía discursiva de la oikonomía divina y la soberanía teológica, que la búsqueda de modos reflexivos de con-vivir.
La oposición de Aquino al pensamiento de Averroes tiene una clara doble vertiente por donde se asoma la teología y la soberanía política de manera indisociable. Primero, porque, en el teólogo, el intelecto es aquella facultad del alma ‒alma como acto del cuerpo‒ que trasciende el cuerpo y permite la resurrección del individuo. Sin intelecto personal no hay salvación.4 En segundo lugar, porque “sustraída de hecho a los hombres la diversidad del intelecto –dice Aquino‒, la única entre las partes del alma que aparece incorruptible e inmortal, se sigue que después de la muerte no resta nada del alma de los hombres sino una única sustancia intelectiva; y así se elimina la atribución de los premios y de las penas y de la diversidad que le distingue.”5 Nos acercamos así al problema de la Ley, que aquí parece todavía estar en el más allá, hasta que el Aquinate diga literalmente que si el intelecto es separado, la voluntad habría de estar en él y no en el hombre, y así este “no será dueño de sus actos, ni ninguno de sus actos sería loable o vituperable: ello significa arrancar los principios de la filosofía moral.”6 La moral, esa vieja ficha que conquista a religiosos y laicos, y que Aquino vincula correctamente al control, es posible solo a través de la introducción en cada uno de los individuos de una parte inmortal que asume en la tierra la responsabilidad de su salvación o su condena en el más allá. Nietzsche lo vio con claridad cuando dijo que “los hombres fueron pensados «libres» para poder ser juzgados […] en consecuencia, toda acción tuvo que ser pensada como querida, el origen de toda acción como radicado en la conciencia.”7
La marcha de los vencedores, de los que proclaman el patrimonio cultural como aquel lugar intocable e indiscutible, no puede admitir la idea de un pensamiento inapropiable, escurridizo, tal como el que Averroes proponía como sustento mismo de la especie. Ahí, la Ley queda en entredicho porque ella necesita de sujetos responsables que quieran acceder al paraíso, y cuando el cielo sea destruido por la ciencia, todavía quedará la idea de progreso para seguir avanzando hacia una salvación imposible, como diría Nietzsche, queriendo, en última instancia, la nada. “Es evidente ‒argumenta Roberto Esposito en Due, un libro en el que pone al descubierto su filiación averroísta hasta ahora solo sospechada‒ que, rompiendo la relación entre pensamiento y sujeto, o reinterpretándola en una clave que hace del sujeto el trámite, más que el propietario, del pensamiento, Averroes disgrega no solo un bloque metafísico sino también un horizonte teológico-político pivotado en torno a la semántica de la persona.”8
Esa palabra nos faltaba aquí: persona. La máscara perfecta de la moral, su dispositivo teatral que hace del escenario el marco del orden por donde transitan los seres únicos e indivisibles, inconfundibles con los animales, soberanos de sus actos, a imagen y semejanza del señor. Lo que resucita, diría un Aquino del siglo XXI, es la máscara, porque esta, sin coincidir con el cuerpo, tan cercano a lo animal, permite identificar con facilidad al culpable del merecedor de la bienaventuranza. “Para ser propietaria ‒dice Esposito en otro lugar‒, la persona no puede coincidir con el cuerpo.”9 Máscara sujeta al cuerpo para asumir la responsabilidad como consumidor crediticio, en realidad sostiene al cuerpo, lo forma con la costumbre, lo produce para que éste no muestre su fondo oscuro donde el lobo asecha. Y como asecha nomás majaderamente, el dispositivo de la persona se despliega también al interior de la especie humana para pegotearse en el rostro de algunos, dejando a otros en un raro estatus entre el animal y el humano. A los terroristas, a los subversivos, a los refugiados, les falta la máscara. A veces a los refugiados y pobres del mundo se les presta una para aparecer en televisión y no molestar a la audiencia. La mayoría de las veces la máscara es tan grotesca que produce el mejor efecto teatral y permite unas cuantas lágrimas de los que ya tienen la máscara pegada en doce cuotas. Opuesta al gesto, a esa “comunicación de una comunicabilidad,” dice Agamben, ‒donde no hay nada que decir porque lo que se muestra es “el ser-en-el-lenguaje del hombre como pura medialidad”10 ‒ la persona es el símbolo de una sociedad que niega la posibilidad de un sujeto como la modernidad misma lo imagina, en cada una de sus más férreas defensas del primado de la racionalidad individual. Lo que queda de la autonomía del sujeto es un tic nervioso provocado por la tirantez de la máscara personal.
Tendríamos que decir que más que opuesta al gesto, la persona captura la potencia gestual y le da un nuevo sentido en el que aparece una relación de términos opuestos. Solo así puede aparecer el reverso de la persona o la persona degradada. La persona juega, entonces, en el campo gravitacional del primer y segundo pronombre singular o plural. Una otredad que conduce a la enemistad tan cara a Schmitt, pues, a pesar ‒dice Esposito‒ de “toda la retórica acerca de la excedencia del otro, al confrontarse dos términos solo cabe concebir al otro en relación con el yo. No puede ser sino no-yo: su reverso y su sombra.”11 En otras palabras, cuanto más se fortalezca el carácter de sujeto, la autoafirmación, la autonomía ‒y muchos otros autos‒ más se de-subjetiva al otro. Raza, clase, género y otros conceptos que tanto agradan a la sociología, son conceptos-dispositivos, que funcionan como oposiciones basales para la afirmación de la persona o su des-personificación. En un extremo nos encontramos hoy al empresario, en el otro las figuras del refugiado, el terrorista y el pobre. Entre medio, se mueve la gran masa de deudores que luchan por no vivir en el miedo inconcebible a la despersonalización.
Pero no hay que engañarse con el efecto de la máscara. No hay algo como un detrás de ella, sino simplemente una producción, un modo de agrupar los síntomas que indican humanidad. Lo importante, entonces, es precisamente eso. El orden de las cosas, más que el sueño platónico de una idea que sostiene a la materia, o debordiano donde el espectáculo de las ideas oculta la materia. Lo que hay, y en esto quiero acercarme a la traducción árabe del eînai griego que es mawǧūd, es decir, haber, que indica un darse de las cosas. Quizá haciendo una interpretación aventurera y forzada ‒pero para qué está la filosofía sino para aventurar y forzar‒ podríamos decir que en el mawǧūd se está rehuyendo la esencia, tal como en el griego se usaba el artículo neutro to que, como dice Barthes, las lenguas romances han retomado en el artículo indefinido “lo”, saliendo así del binarismo entre lo que existe y lo que no existe.12 Lo que hay no es el ser de las cosas al modo de una esencia. Tampoco un binarismo en el que exista el ser y el no ser, sino un tercer elemento que abre la posibilidad del ser y del no ser, del hacer y no hacer. La persona y la no persona, son, entonces supuestos binarios de nuestra tradición que se afirman en una idea esencial. Si los comprendiéramos solo como una constelación de elementos posibles, podríamos ver que en las constelaciones operan fuerzas destructivas, que arrastran lo que creíamos estable al caos o lo reagrupan en torno a nuevas relaciones de magnetismo.
Mencioné, entonces, a Barthes porque él se lanza en contra de los binarismos y lo hace con una determinada mirada sobre el paradigma. Para él, el paradigma no ilumina, sino que cierra, porque es precisamente el núcleo en torno al cual giran los conceptos dando una idea engañosa de estabilidad. Lo neutro sería un antídoto antiparadigmático, lo que desbarata y ridiculiza el sentido que lo articula,13 siempre sostenido en el rechazo de algo y la elección de un otro. Lo neutro contraría el dogma, no lo ignora como si no le interesara que el mundo adquiera sentido dogmático, sino que hacia el dogma es violento en tanto deseo de suspensión de “las órdenes, leyes, conminaciones, arrogancias, terrorismos, intimaciones, pedidos, querer-asir.”14 En lo neutro se articula un silencio como posibilidad de callarse frente al sentido del paradigma dominante. Por cierto, se nos aparece la violencia divina de Benjamin como una fuerza neutra, o la potencia-de-no agambeniana como la versión más actual de una filosofía de lo neutro. Es decir, en lo neutro no hay nihilismo, sino el deseo de horadar la rigidez del sentido. Si el sentido de las sociedades contemporáneas se articula en torno a un permanente hablar, una avalancha de comunicación, el silencio de lo neutro no se opone al habla, sino que muestra que ella se da en una comunicabilidad que también puede callar. El derecho de guardar silencio no es otra cosa que la captura legal de la potencia de callar, tanto como la huelga legal busca capturar la huelga general. En tanto el silencio es la norma que imponen dogmáticamente las dictaduras, la posibilidad de hablar puede tomar el carácter revolucionario que tiene el silencio, porque lo que está en juego no es la dicotomía silencio-habla, sino la posibilidad como terreno en la que ambas pueden darse.
Un ejemplo bello del deseo de lo neutro es la delicadeza, tal como la aborda Barthes. Muy influido por sus lecturas del Tao e impresionado por la “ceremonia del té” descrita por Kakuzo, Barthes muestra la delicadeza puesta en juego en la “eliminación altiva de toda repetición: la delicadeza se espanta, se ofende con las repeticiones inútiles,”15 lo que acompaña una búsqueda por lo suplementario, por la sobredeterminación de los placeres. La negación de la repetición trae consigo un deseo por abarcar más formas, implicando en la ceremonia sentidos diversos. El placer del té se disemina no solo en su sabor, sino en cientos de detalles que abren a la verdadera inutilidad. El canto del hervidor, que contiene en su interior trozos de hierro que golpetean musicalmente; la diferenciación de las formas, de modo que cuando la tetera es redondeada, el plato ha de ser cuadrado o si por la ventana se ven flores, estas no han de encontrarse en el interior de la habitación. Cada uno de los detalles delicados contribuye a metaforizar, “destacar un rasgo y hacerlo proliferar en el lenguaje, en un movimiento de exaltación.”16 Contra la delicadeza aparece lo viril, que triunfa con la repetición, relegando lo delicado a lo inútil, a lo femenino. Lo que es delicado, en tanto detalle que siempre está expuesto hacia lo otro, no tiene cabida en ese varonil empirismo, que no hace fluir, sino que retiene para detectar causa y efecto. Barthes piensa en Deleuze cuando dice “cada vez que en mi placer, mi deseo o mi pena, soy reducido por la palabra del otro (a menudo bien intencionada, inocente) a un caso al que corresponde una explicación o una clasificación general, siento que hay una infracción al principio de delicadeza.”17 La persona, en este sentido, es siempre poco delicada, porque ella emerge precisamente de la clasificación humana y no puede aspirar a otra cosa que la repetitiva moda.
Entonces, el silencio, la delicadeza, el sueño, pero no ese sueño que sueña, sino el sueño indeterminado, donde el pensamiento se suspende, como en la descripción de la aventura con hachís de Benjamin, son figuras de lo neutro, que escandalizan a los dogmáticos sean ellos partidarios del blanco o del negro. Tal vez lo más terrible que lo neutro asoma es la imposibilidad de hacer de él un programa y, sin embargo, puede ser temible, desbaratador, transformador del orden, iluminador de otros órdenes, porque lo que indica con desprecio permanentemente lo neutro son los principios que nuestra tradición ha erigido como inamovibles, especialmente aquel principio racionalista que ha querido sujetar el deseo de lo neutro a la intelectualidad de un individuo. Lo neutro es el escándalo de Aquino, el retorno de una constelación averroísta donde el deseo se escapa para suspender lo individual, abriendo a la mirada la multiplicidad que “el fascismo de la lengua,” como dice Barthes, busca permanentemente dirigir.
Lo inasible de lo neutro, que es desde siempre también un deseo que no quiere asir, se aparece como un acontecimiento que deja traslucir lo que Deleuze llama un campo trascendental, ese lugar de pura inmanencia, de “conciencia pre-reflexiva impersonal, duración cualitativa de la conciencia sin yo.”18 Porque más allá de este cerco que impone la persona, lo común aparece como el lugar en que esa persona es posible, como forma en que ese flujo se actualiza. La persona no es más, entonces, que una actualización de aquello que es puramente inmanente, que como bien dice Deleuze “es potencia, beatitud plena,”19 que sufre de un pliegue sobre sí misma. A propósito de la subjetivación en Foucault, Deleuze dice que “es preciso que con velocidades infinitas se llegue a constituir el ser lento que somos o que debemos ser.”20 Así aparece la persona, o el proceso permanente en el que se rigidiza la potencia infinita, se coloca el lindes sobre la posibilidad y se cerca a esa vida inmanente y tan indefinida que el filósofo francés la llama una vida ‒es decir una vida cualquiera que sin embargo es también la experiencia de una vida singular. Se impone sobre ella, digo, una fórmula determinada de actualización en la que ella se separa en sujeto y objeto.21 Lo neutro, dirá Barthes, se ve apresado por el predicado. La adjetivación del mundo ‒independientemente que sea un insulto o un cumplido‒ nombra para establecer una esencia que cierre identitariamente las cosas, separando lo uno de lo múltiple. De ahí en más solo hay una triste certeza ‒porque la certeza es la ficción que articula el sentido de nuestra experiencia‒ de que encontramos únicamente soledad y firmeza en nuestra razón, esa razón que pareciera jugárselo todo en el gobierno de sí y de los otros.