Kitabı oku: «La hija del mar», sayfa 2

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—¡Qué diablos enseñas tú! —gritaron los de tierra—. ¡Eh! Tú, el de los pantalones tan negros como esta noche de maldición, ¿es alguna azucena monstruo cogida en la peña encantada?

Sí —repitieron los interpelados—, una azucena más hermosa que las que florecieron en la vara de nuestro patrono san José.

Y volviendo al silencio y a la faena interrumpida dejaron a los de tierra tan ignorantes acerca de lo que pasaba entre sus compañeros como al principio.

Ellos, sin embargo, formaran por su parte mil extrañas conjeturas sobre un lance al parecer tan extraordinario.

Las mujeres, sobre todo, serían capaces de dar toda su pesca de aquel día por enterarse cada una la primera de lo que pasaba en la lancha vecina.

Por fin tocó esta la orilla y algunos marineros saltaron a tierra llevando uno de ellos en sus brazos un bulto cuidadosamente cubierto.

Verle y abalanzarse todos hacia él fue obra de un instante, y, rodeándole y haciendo mil curiosas preguntas, en poco estuvo que hiciesen pedazos la no muy fuerte camiseta del pobre Lorenzo que, pavoneándose lleno de una inocente vanidad, como aquel que va a hacer una revelación que ha de dejar suspensos a sus oyentes retarda el momento decisivo para que de este modo parezca más interesante su narración. Pero la mano harto rechoncha de una muchachuela de quince años, de aire picaresco y maneras atrevidas, osó posarse sobre el pañizuelo y, frustrando de un modo cruel los planes de Lorenzo, dejó descubierto, en un abrir y cerrar de ojos, el arcano misterioso a todos los circunstantes, que lanzaron una misma exclamación de sorpresa.

El quejido de una criatura recién nacida, lánguido, dulce y suave como una melodía, se dejó oír al mismo tiempo que el zumbido del trueno que resonó cercano, así como la luz fosfórica del relámpago iluminara antes la imagen de la inocencia, reposando en brazos de la fuerza.

Lo que pasó entonces en el alma de aquellos sencillos pescadores y en la de aquellas mujeres, poetas las más sin que lo conozcan e impresionables hasta la sublimidad sin que puedan percibirse de ello, la extraña sensación que experimentaron sus corazones ante aquellas dos imágenes de calma y tempestad, de pureza infinita iluminada por una luz llena de miasmas devastadoras, sería imposible describirlo, porque hay cosas que solo la inspiración puede crearlas, pero no descifrarlas.

Imaginaos una criatura medio dormida en los brazos de aquel rudo marinero que, insensible a las tempestades, se conmueve profundamente con la sonrisa de un inocente que le mira como pidiéndole compasión; imaginaos un ángel bajado del cielo con sus cabellos dorados, sus mejillas rosadas, su boquita diminuta como la hoja del capullo de las rosas margaritas, una cosa sin nombre, en fin, pero que embriaga a la par que purifica con la aureola de inocencia y santidad que vierte en torno suyo, y os podréis formar una idea incompleta de aquel cuadro digno de trasladarse al lienzo por el pincel de Murillo y Rembrandt, tan opuestas son las tintas que deberían emplearse en él.

—¿De dónde diablos traéis esa criatura? —preguntaron algunos a un mismo tiempo—. ¿La ha dejado alguna meiga en vuestro regazo, o la hallasteis dormida sobre la cubierta de la lancha?

—Nada de eso —respondió Lorenzo, vuelto por esa sola pregunta a su posición interesante—, escuchad y os admiraréis. Doblábamos el pico de la peña Negra en donde, como sabéis todos, hay siempre más abundancia de sardina, cuando nos pareció percibir, entre el rumor del viento, el débil y apagado llanto de un niño sin que por eso descubriésemos en torno nuestro objeto alguno que nos hiciese creer que no era ilusión de nuestros sentidos, sino realidad; mas no bien nuestra lancha dobló hacia el sur dejándonos percibir perfectamente el plano que rodea aquel negro, triste y solitario picacho, a cuyos pies se arremolinan y saltan las olas, cuando el llanto se dejó sentir más cercano, pudiendo notarse entonces que hacia la parte más musgosa de la peña se movía una cosa blanca como las perlas, y que contrastaba notablemente con el verde oscuro de las algas esparcidas en torno suyo. Entonces nos miramos unos a otros y, quizá impulsados por un mismo pensamiento, nos pusimos a bogar en silencio y hacia el sitio indicado. Llegamos, y a nuestra vista se apareció una niña, recostada sobre el musgo húmedo, la más hermosa que he visto en mi vida, y que tiritaba de frío, la pobrecilla, a pesar del calor sofocante que se iba extendiendo por la costa. La cogí entonces para acercarla a mi pecho y darle el calor que su madre le había negado…

—¡Su madre…!, prorrumpieron todas las que allí había. ¿Es posible que esa pobre criatura tenga madre?

—Pues qué, ¿pensáis acaso —repuso el marinero con ciertas pretensiones de sabiduría— que ha nacido por obra y gracia de la roca negra?

—¡Quién sabe! ¡Quién sabe! Es demasiado hermosa para ser de este mundo.

—¡Bah! ¡Bah! —añadió el pobre pescador con una sonrisa de un contento inefable—. ¡Qué tontas son estas mujeres…! ¿No ha salido un santo del vientre de una ballena tan vivo y tan listo como si saliera del de su madre? Pues esta niña pudo salir también del de un tiburón, por ejemplo, y quien dice tiburón dice otra cosa cualquiera que no es del caso averiguar…, pero —añadió besándola con cariñosa dulzura—, gracias a Dios, tendrá desde hoy un padre…

—¡No, no! —gritaron muchas voces descontentas que aturdieron al buen Lorenzo—. Reflexiona, le dijeron, que tienes muchos hijos y que esa niña causará un perjuicio a tu familia. Aquí estamos bastantes que no tenemos ninguno, y podemos mejor que tú encargarnos de ella, porque al fin, por hermosa que sea, tendrá dientes y comerá andando el tiempo como tú y como yo…

—Pero también trabajará —exclamó el marinero contento de hallar una contestación que dar a aquellos hombres que le decían razones que le iban convenciendo…

—¡Trabajar…! —murmuraron los demás—. Esa niña no debe trabajar, se moriría; ¿piensas que es como tus hijos y como los míos?

—Vaya si lo pienso…

Las voces de los descontentos sofocaron las palabras de Lorenzo, y entonces pasó una verdadera tormenta de disputas.

Todos querían para sí aquella hermosa criatura, todos querían ser padres de aquel niño, de aquel hijo del acaso.

Lorenzo, sobre todo, quería alcanzar con gritos y, lo que era mejor todavía, con tinos puños capaces de convencer a un bretón, como diría Dumas, lo que ni sus razones ni la buena voluntad de sus compañeros querían darle.

Por fin se decidieron a aceptar el fallo de la suerte.

Se decidió esta por Teresa la expósita, y así se vio a la vagamunda tomar bajo su amparo a la pobre desheredada como ella.

Teresa era una muchacha simpática para todo el mundo, tanto por su belleza como por su buena conducta, aunque fuese algún tanto insociable y le agradase más vagar solitaria a orillas del mar y llevar sus ovejas al campo a la hora en que el fresco de la mañana y los primeros rayos de luz despiertan a las flores de sus sueños de aromas.

Lorenzo le entregó la niña con menos sentimiento que lo hubiera hecho con otro alguno, diciéndole:

—He aquí una perla de gran valía, yo te la cedo a condición de que seas para ella una buena madre; pero también yo quiero llamarme a mi vez su padre, y que cuando empiece a balbucear tu nombre, le enseñes el mío, para que de este modo me conozca y me quiera poco menos que a ti, ¿lo entiendes?

Y enjugando con la manga de su camiseta una lágrima que rodó silenciosamente por sus tostadas mejillas, volvió la espalda a los que le miraban como queriendo ocultar aquella debilidad indigna de un viejo marino.

De este modo todo volvió a su silencio, y las faenas olvidadas empezaron de nuevo.

La tormenta bramaba sobre sus cabezas, y las olas eran cada vez más gruesas, más fuertes y amenazadoras.

Contenta Teresa con su nueva hija, querido tesoro que no cambiaría por nada de este mundo, se acercó la primera a la orilla para que los pescadores llenasen su cesta antes que la de otra alguna.

Su felicidad era grande, pero estaba escrito que en aquel día su alma había de sufrir los más fuertes sacudimientos, los más grandes dolores que pueden lacerar el alma de una madre.

Su hijo, rosado, rubio, hermoso y, sobre todo, travieso se entretenía en andar todo el espacio posible con sus débiles piececitos y cayendo a cada paso sobre la arena. Pero adelantose tanto hacia la orilla, tal vez para coger con sus pequeñas manos aquellas verdes olas que brillaban fosfóricas a la luz de las exhalaciones, que era inminente el peligro en que le exponía su inocencia.

De repente un viento fuerte sopló sobre todas las olas y las empujó hacia la playa: la mar lanzó terribles rugidos, pareciendo querer salvar la débil muralla de arena que se oponía a su paso y desbordarse.

Las olas se agolparon tumultuosas y se adelantaron hacia los que estaban en la playa.

Entonces un leve quejido, ahogado por el rumor de la tempestad, hendió el espacio; suspiro lastimero que penetró en el corazón de los que le escucharon, sucediéndose a este suspiro un grito desgarrador, profundo, intenso, que hizo helar la sangre en las venas.

Era Teresa que acababa de ver a su hijo arrastrado por aquel torbellino de agua, fiera implacable que no devuelve nunca lo que una vez se ha sepultado en su fondo de arena.

—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —balbuceó delirante queriendo arrojarse al mar para socorrerle—. ¡Mi hijo…, mi pobre niño inocente…, el hijo de mis entrañas!

Y cayó sin sentido sobre la arena.

Cuando despertó de su desmayo, pareció reflexionar algunos instantes: un raudal de lágrimas inundó su semblante; se calmó algún tanto su pesadumbre, más que nada por el mismo exceso de dolor que la abrumaba, y apareció así, a los ojos de los que la rodeaban, resignada y serena.

Preguntó por su hija adoptiva que le presentaron hermosa como una flor bañada de sol y de rocío.

Ella la envolvió en su pañuelo y, tratando de adormecerla en su seno, se dirigió silenciosamente hacia su pobre vivienda, no sin echar antes a aquel mar proceloso una dolorosa y profunda mirada.

Los que la vieron partir sintieron su corazón oprimido de angustia.

Los truenos y los relámpagos fueron los únicos que la acompañaron por la triste y oscura encrucijada que guiaba hacia su pobre vivienda.

Capítulo II

Teresa

Voici Minona qui marche dans sa beauté, le regard

baissé et les yeux pleins de larmes. Ses cheveux épars

flottent au vent inquiet qui souffle de la colline.

Ossian

El embravecido mar de Finisterre lanzaba sus verdes y espumosas olas contra los peñascos que rodean el antiguo santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Un sol de invierno, claro, pero frío, iluminaba aquellas montañas que, ya graníticas, ya arenosas, tienen siempre ese aspecto desolado y salvaje de las comarcas estériles, en cuya tierra no brotan jamás ni arbustos ni verdura; y un silencio lleno de sordos y misteriosos rumores se extendía doquiera alcanzase el oído.

El cielo estaba sereno; pero el cielo que cubre aquellos tristes paisajes no es de ese azul tranquilo en que el alma se espacia cuando nuestra mirada se alza hasta él, porque si allí hay días de sol y de calma, es una calma inquieta y zozobrante en la cual no se respira con libertad, pues aquella mar de tornasoles sombríos comunica a la misma atmósfera sus turbados y glaciales vapores.

La niebla densa y de un olor acre, que de ella se levanta a la hora en que sale el sol, apaga las hermosas tintas de la mañana y cubre como un sudario aquella desnuda tierra que semeja una tumba.

Allí no se escucha más que el silbido del viento y de unas olas siempre en lucha y que amenazan tragar los pequeños pueblecillos que se extienden a la orilla, como abandonados despojos de quien nadie se cuida.

Algunos huertos, guarecidos por elevados muros, conservan a duras penas plantas raquíticas y agostadas por los torbellinos de arena que se levantan con la tempestad y las aplastan bajo su peso.

Un viento fuerte y continuo que viene del mar arranca a veces, como árboles que troncha el huracán, las pobres chozas de los pescadores dejándolos expuestos a la inclemencia de las estaciones, y, no obstante, los hijos de aquellas riberas abandonadas y tristes aman su país, mucho más que los que viven en esas fértiles y risueñas campiñas de los climas del mediodía, a quienes regala la naturaleza con cuanto tiene de más hermoso.

Ellos aman sus chozas arruinadas, sus lanchas sucias y con el olor de la brea y sus redes, que ellos mismos hacen y ven envejecer, dulces tesoros que no abandonarían por todas las bellezas de la tierra. En aquellos desiertos arenales pasan la mayor parte de su vida, y acostumbrados a su silencio y a su bravura se alejan de toda otra existencia, como huye el ciervo al escuchar los sonidos del cuerno de caza que le sorprende en medio del bosque.

Sin embargo, su corazón es benigno y caritativo para el que se acerca a sus cabañas; jamás he encontrado un carácter más dulce y bondadoso que el de aquellas pobres gentes.

La choza de Teresa se hallaba situada en medio de una pequeña llanura rodeada de inmensos y descarnados peñascales, y cercana al célebre santuario de Nuestra Señora de la Barca.

Lugar este el más apartado y salvaje de aquella comarca, tiene cierta ruda belleza, digna de ser descrita por Hoffmann, y que tal vez solo puede ser grata a los caracteres tétricos o a las imaginaciones exaltadas.

Si Byron, ese gran poeta, el primero sin duda alguna de este siglo, hubiese posado sobre el desnudo cabo de Finisterre su mirada penetrante y audaz, hubiéramos tenido hoy tal vez un cuadro más en su Manfredo, o algunas de aquellas grandiosas creaciones inspiradas bajo el sereno cielo de la Grecia, y con la cual haría ver al mundo que hay en este olvidado rincón de Europa paisajes dignos de ser descritos por aquel que era el más grande de los poetas.

Aquel paisaje, uno de los más desolados y tristes que pueden hallarse en Galicia y quizás aun en la mayor parte de España, armonizaba admirablemente con el carácter de la expósita, acostumbrada a la soledad y a la vida errante.

El mar se divisa desde allí más irritado y soberbio, las olas se estrellan bramadoras contra las rompientes y los bajíos, formando torrentes de espuma que saltan a una altura inmensa, cayendo después como una lluvia de perlas.

Cuando los vientos se cruzan, entonces las olas chocan con violencia las unas con las otras, y se arremolinan y crecen de un modo prodigioso formando vistosos campanarios de un verde claro, que vienen a deshacerse sobre la arena como torres que se derrumban.

Otras veces hierve y se agita en un punto solo, semejando un abismo profundo, o un sumidero que amenaza absorber toda el agua que encierran los mares del universo.

Aquello es una lucha sin término, una ira que no se calma, unos aullidos que nunca cesan, una babel, en fin, de lenguajes desgarradores que lastiman y no se comprenden.

Los buques se alejan de aquel huracán eterno y, al divisarlo, oponen todas sus fuerzas para no ser arrastrados hacia él, y huir la atracción fatal de aquel infierno en donde se perece entre bramidos que amedrentan, lleno de terror el espíritu como si todas las iras del cielo se conspiraran para darle un fin horrible contra aquellos negros y elevados peñascos.

Numerosas embarcaciones han sido allí juguete de las olas irritadas, y como ligera pluma desaparecieron en un instante de la superficie de las aguas, sin que el mar arrojase a la playa el más pequeño resto que indicase más tarde la pasada tormenta y el triste naufragio.

En otros tiempos se creía, y aun hoy se cree, que aquellos lugares están malditos por Dios y, en verdad que jamás la conseja popular tuvo más razones de vida que en esta ocasión en que todo parece indicar al alma atribulada que una maldición pesa sobre aquellas playas tan desiertas en medio de su desnudez.

Teresa gozaba de aquella naturaleza excepcional como pudiéramos hacerlo nosotros entre el ruido de una fiesta.

Muy lejos está seguramente de parecerse la música de nuestros salones al silbo agudo del viento que, rodando sobre el techo de su cabaña solitaria, le acompañaba en su rezo fervoroso y en su sueño inquieto y desasosegado la mayor parte de sus noches de soledad, pero su alma triste a la par que fuerte, y su dolor y sus lágrimas, le hacían amar aquel errante compañero que, como ella, ni hallaba nunca reposo ni cesaba de gemir.

Las horas de aquella mujer, llena de aspiraciones que ella no comprendía, eran largas, cansadas y aun irritantes, pues las lágrimas, único consuelo de los que sufren, se negaban a veces a calmar la pena en que rebosaba su corazón.

El día de que hablamos era un sábado y, como hemos dicho, estaba claro y sereno pero triste.

Teresa había ido a visitar la santa piedra, como allí la llaman, que se balancea pausadamente produciendo en su acompasado movimiento un ruido sordo y metálico que se escucha a larga distancia.

Reinaba en torno el más profundo silencio dejando percibir más claramente aquel ruido extraño, y Teresa, de pie, encima de aquella piedra misteriosa y flotando las puntas del blanco pañuelo que sujetaba sus cabellos agitados por el viento, la cabeza vuelta hacia el mar y los brazos tendidos con abandono, parecía una sublime creación evocada de entre aquellas espumas, blanca como ellas y bella como un imposible.

La peña se balanceó largo tiempo, hasta que cesando poco a poco quedó enteramente inmóvil.

Teresa quedó inmóvil también, y su vista, fija tenazmente en el horizonte, parecía empeñada en descubrir un punto blanco que se distinguía apenas entre la niebla que empezaba a extenderse hacia aquella parte.

Más tarde se percibió débilmente un buque que parecía navegar con rumbo hacia Camariñas.

Teresa permaneció largo tiempo en un estado casi angustioso con la penetrante mirada fija en el buque que cortaba las ondas con suma rapidez, hasta que la niebla, ocultándolo enteramente, no presentó a sus ojos más que un horizonte solitario y triste.

Teresa entonces se dirigió a su cabaña, mas sus ojos iban bañados de lágrimas y animado su semblante.

Capítulo III

Emociones

Magdalena, eres buena como Dios, y yo no me

quisiera separar de ti.

George Sand

La pesca del atún había sido excelente.

Algunos de estos informes animales arrojados sobre la arena, y con el cuerpo acribillado de heridas que arrojaban sangre a borbotones, lanzaban feroces y entrecortados resoplidos con que anunciaban el fin de su agonía.

Multitud de curiosos, de esos que no se cansan nunca de ver reproducirse ante su vista unas mismas escenas, se agrupaban con ansia en torno de ellos, sin que apareciese en su semblante el más pequeño indicio de repugnancia.

Los marineros hundían sus grandes navajas con ligera y segura mano en el cuerpo áspero y palpitante de aquellos monstruos, y sus vestidos, salpicados de sangre, exhalaban un olor nauseabundo.

La terrible agonía de aquellos animales torturados hasta en su último suspiro presentaba un aspecto desagradable.

Ellos se revolcaban en la arena pugnando por acercarse al mar, su elemento y su única salvación; pero eran vanos todos sus esfuerzos.

Las olas pasaban casi rozando su cuerpo, y volvían a retirarse hacia su centro sin prestarles a su paso la vida que le pedían con su mirada apagada y turbia. La mar se adelantaba rugiendo, pasaba y retrocedía sin hacer más que borrar en la arena los rastros de sangre con que la manchaban sus hijos.

—¡Apartémonos de aquí, Fausto! —dijo una voz dulce que salía del grupo de espectadores interesados en contemplar la lenta y trabajosa agonía de los monstruos—. No puedo ver sin estremecerme —añadió— las heridas de esos animales que, al fin y al cabo, deben padecer de un modo horrible.

—Espera un momento y todo habrá concluido —respondió otra voz que, aunque dulce, tenía algo de varonil—; esos pescados son muy feos y no deben, por lo mismo, sufrir tanto como los demás.

—¡Ah! ¡No, no! —interrumpió la voz primera—. Eso que dices no puede ser cierto, Fausto… Ellos viven y respiran, y deben sentir lo mismo que todo lo que respira y vive… ¡Vamos…!

Entonces se vio salir de entre aquella curiosa multitud una niña hermosísima que, cogida de la mano de un marinerillo tan joven casi como ella, pugnaba por atraerlo hacia sí y apartarlo de tan cruel y sangriento espectáculo.

Todas las miradas se volvieron hacia aquella casta aparición de rubios cabellos y tez de nieve, que airosa y ligera parecía entre aquellas gentes de rostros varoniles y atezados lo que un blanco lirio nacido entre maleza.

—¡Bendita seas tú, niña hermosa, santa de nuestros lugares! ¡Bendito sea el día en que la Virgen Nuestra Señora te arrojó a nuestras playas! ¡Y bendita la mujer que te recogió criándote tan fresca y limpia como los claveles…! Y le abrían paso respetuosamente en tanto los marineros jóvenes dejaban caer sobre su rostro de ángel ardientes y fugitivas miradas, murmurando a su oído al pasar palabras cariñosas.

La pobre niña las escuchaba sin comprenderlas y, sonriendo a cuantos hallaba a su paso, hacía graciosos saludos con su cabeza elegante como la de un pájaro. Pero una tinta sombría cubrió el rostro de su compañero desde el momento en que las palabras de los jóvenes hicieron sonreír a sus amigos, y con la mirada fija en las olas parecía no atender a lo que pasaba en torno suyo.

Siguió como distraído a la hermosa niña, que se alejaba de la muchedumbre, y cuando se hallaron lejos de las curiosas miradas, de los que les rodeaban momentos antes, gracias a un pequeño y arenoso montecillo que se interponía entre el camino que seguían y la playa, apartó su mano de la de su compañera con muestras de mal reprimido enojo.

Le miró esta sorprendida y, volviendo a coger aquella mano esquiva que se había alejado de ella y que Fausto llevaba caída con cierto abandono e indiferencia que le sentaba admirablemente, le preguntó con voz dulce y cariñosa:

—¿Por qué te incomodaste? Hace algún tiempo que observo que se cambia tu carácter de un modo repentino y sin que yo pueda adivinar jamás la causa de tus resentimientos.

Esta pregunta no tuvo respuesta alguna. El joven marinero parecía absorto y ocupado más que en nada en observar el movimiento que hacían sus pies blancos y desnudos al pisar la arena.

—¡Ah! ¿Conque no me contestas? —volvió a decir la niña entre risueña y triste—. Pues bien, eso está muy mal hecho, y a mí no me agrada porque yo jamás he estado de ese modo contigo.

Dicho esto, guardó silencio por algunos instantes, como esperando alguna cariñosa demostración de su amigo, el cual seguía imperturbable con la cabeza inclinada y con la mirada fija en la arena que se entretenía en lanzar con los pies sobre los lagartos que asomaban la cabeza al tibio rayo del sol que entraba hasta sus escondrijos.

Observó Esperanza la asiduidad con que Fausto se ejercitaba en semejante operación, y con esa volubilidad propia de los niños, mucho más burlones de lo que generalmente se cree, le dijo lanzando una franca y estrepitosa carcajada:

—¡Dios mío, Fausto! ¡Pobres pies…! ¿Y si rompes los zapatos? —añadió aludiendo al marinerillo que iba descalzo.

Entonces alzó este sus ojos, y su mirada colérica y brillante cayó sobre la pobre niña.

—¡Esperanza…! —exclamó con entrecortado acento; pero su voz, anudándose en su garganta, no le dejó proseguir.

—¡Ay, qué miedo…! —repuso la niña con ese tono inocente y burlón del que no teme una amenaza que sabe no ha de realizarse y haciendo una graciosa mueca de espanto, con la que pretendió imitar la cólera de su amigo, abriendo también con exageración sus grandes ojos negros de un tornasol azulado.

—¡Ah! —tartamudeó entonces Fausto—, ¡riéndote…, siempre riéndote…!

—Pues ¿cómo quieres que esté seria? —interrumpió Esperanza.

—¡Lo mismo que lo estoy yo! —Y Fausto, volviendo la espalda, echó a andar por otro camino, dejando sola a su compañera.

La pobre niña, entonces pálida de emoción, le vio alejarse por algunos instantes, hasta que las lágrimas empañaron sus ojos, prorrumpiendo después en amargos sollozos.

—¡Fausto! ¡Fausto! —le decía llamándole a grandes voces—. ¡Ven, dime qué mal te he hecho…! ¡Ven y perdóname…! —Y corría tras él mientras Fausto acortaba cada vez más su paso, previsión amorosa que equivalía a un perdón.

El llanto de la mujer dicen todos los hombres que puede mucho en su corazón, y esto debe ser cierto, porque Fausto volvió la cabeza, y entonces pudo ver Esperanza que este tenía también llenos de lágrimas los ojos.

—¡Ah, no llores más! ¡No llores más! —le decía el joven marinero, al tiempo que cogía entre las suyas las manos de su amiga—. ¡No llores más! —añadía tratando de dar a su voz un acento seguro—. Yo te quiero y seré siempre tu amigo…, pero tú te sonríes para mis compañeros, a pesar de que me has asegurado que yo solo era tu amigo y no ellos…

—¡Tus compañeros…! —murmuró pensativa la pobre niña, bañados sus hermosos ojos en dos lágrimas que semejaban dos gotas de rocío suspendidas todavía de sus largas pestañas—. ¡Me río con ellos como con todos…!

—Con los demás nada me importa…, ¡pero con ellos…!, escucha —añadió después de una breve pausa—, no quiero que los mires y mucho menos que te sonrías, cuando te miran, de la manera que lo haces.

—Entonces cerraré los ojos y apartaré la cabeza cuando pase a su lado, pero… ¿y si caigo y me hago daño?

—No es necesario que cierres los ojos, sino que tú no mires para ellos —respondió Fausto volviendo a su mal humor—; ya sabes que Juan y yo estamos reñidos; pues bien, como yo no quiero mirarle a la cara, cuando él está en la playa y yo paso por allí…, miro hacia mi casa…

—¡Bien, bien…! —dijo Esperanza con coquetería y como olvidada de su llanto, fresco rocío de mañana de primavera que el primer rayo de sol disipa—. Vaya unos caprichos que yo no entiendo y que no has tenido nunca…; pero, en fin, más valdrá mirar para tu casa cuando ellos estén en la playa, que no que tú vuelvas a mirarme con los ojos que hoy lo has hecho. —Y luego añadió, apoyando su linda cabeza de blondos cabellos en el hombro de Fausto—: Ahora, ¿amigos como siempre?

Y le miró con la tentadora mirada de la hermosura y de la inocencia.

—¡Para siempre! —respondió Fausto, ebrio de felicidad.

Y enlazadas las manos, como dos pájaros alegres, se dirigieron hacia la cabaña de Teresa que se divisaba a corta distancia.

—¡Qué hermosa es! —decía entre sí el marinerillo, mirando furtivamente a su compañera.

Un rayo de alegría bañaba el rostro de Esperanza, más hermoso que nunca; sus cabellos caían sobre las mejillas, su frente rosada parecía pedir un beso cariñoso al viento que pasaba; era una casta aparición de inocencia. Fausto iba a su lado como un esclavo, subyugado, sin voluntad propia pero feliz. Su contento se leía en sus grandes ojos, en las mejillas que se ruborizaban bajo la morena piel, en sus labios en que sonreían las temblorosas palabras, en su paso inseguro.

Las primeras emociones de la adolescencia pasaban calladamente sobre el corazón de Fausto.

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211 s. 3 illüstrasyon
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9788412401394
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Serideki Yedinci kitap "Colección clásicos Mujeres escritoras"
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