Kitabı oku: «No me toques el saxo», sayfa 3

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¡¡Es la mejor noche de mi vidaaaaaa!!

5
La mujer de mi vida

Ángel

—¡Arranca el coche!

La escucho gritar a pleno pulmón mientras no ceso en mi carrera. La persigo, no a ella, persigo a mi saxo que la ladrona tiene entre sus garras.

Su melena va al viento y sería una visión bastante chula para un videoclip, si no fuera porque esto no se reproduce en la pequeña pantalla, sino delante de mis narices y no tiene nada de poético.

¡No me puedo creer que me esté robando el saxo!

Debe ser una broma. Tengo esa esperanza, pero… la voy perdiendo a cada paso que doy y me clavo los rastrojos secos en la planta de los pies. Y aunque sé que mañana no podré andar, no paro en mi carrera.

Tantos años saliendo a correr, ¿para qué? Esa serpiente es mucho más rápida que yo.

Gimoteo y los cien metros se me hacen eternos. Tengo que seguir, pese al dolor, no puedo permitir que me roben mi saxo sin luchar.

Grito al clavarme una piedrecilla en los pies y miro hacia abajo.

¡Estoy en pelotas! ¡Dios míooooo! ¡¡¡Estoy en pelotas!!!

He perdido toda dignidad. La vida es muy cruel, pero nada comparado con lo cruel que voy a ser yo cuando atrape a esa pájara.

Me ha desnudado, ha conseguido que me quedara en pelota picada y me ha robado. No doy crédito a su astucia y a… ¡mi ingenuidad! Pero cómo es posible que no aprenda que las mujeres son veneno. Esa lección me la han dado mil veces. Debería haber aprendido con Patricia que las mujeres son peste bubónica y cuando uno está mejor, es cuando se encuentra a años luz de ellas.

—¡Vuelve aquí! —El grito me sale como un gemido.

Es inútil, no va a parar. Esto no es una broma.

¿Realmente se está largando con mi saxo?

¡Es la peor noche de mi vida!

Veo que corre hacia las luces de un coche. A menos de treinta metros, bajo un árbol cercano, unas luces traseras están encendidas. La veo dirigirse hacia allí. La puerta de la parte de atrás se abre con rapidez y la pequeña delincuente salta en plancha en su interior con un grito triunfal.

Veo cómo sus piernas se agitan por unos segundos en el aire. Después, un portazo y el rugido de un motor.

¡Se largan!

—¡Noooo!

Es inútil seguir moviendo mis piernas, no doy más de mí. Todo es inútil.

Me quedo mirando las luces rojas alejándose a toda velocidad y levantando una gran polvareda.

Lo sé. He perdido la batalla.

Me quedo plantado en medio de aquel descampado, parpadeo incrédulo mientras mis ojos siguen al destartalado coche rojo. Intento recuperar el aliento y aprieto la mandíbula con frustración. Mis pies me duelen horrores y no será el único recuerdo amargo que me quede de esta noche, de eso estoy seguro.

—¿Cómo ha podido pasar esto?

Extiendo los brazos al cielo para después sujetarme la cabeza.

Mi saxo, se ha llevado mi saxo… y mis pantalones.

Miro hacia abajo y cierro los ojos.

—No me lo puedo creer...

Y cuando creo que no hay nada peor que lo que me acaba de pasar, es cuando el infierno se abre y me da la bienvenida.

Oigo unas risitas femeninas.

Me giro y un grupito de chicas que están haciendo botellón cerca de un monovolumen cuchichean entre risas, después de carcajean.

—Está desnudo —susurra una.

—Ya, tía. —Se ríe la otra.

Lo que le faltaba a mi autoestima.

Agacho la cabeza y cojeo hacia mi furgoneta que sigue abierta dispuesta a recibirme. Recojo mis pantalones del suelo y me los pongo, y ahí me quedo, sentado en la parte trasera, mirando el camino viejo por donde se ha largado ese maldito Renault rojo.

Debo ser la hostia de fuerte, porque milagrosamente no me he echado a llorar. Ni lo haré mientras mi cerebro funcione a toda velocidad, elaborando un plan, que me devuelva una de las pocas cosas que me importan en la vida.

Voy a recuperar mi saxo. Voy a encontrar a esa mujer, cueste lo que cueste, porque, por si la ladrona no lo sabe, Mallorca es pequeña de cojones.

—¿Com és això?

Sa padrina me mira con los ojos desorbitados y me pregunta qué es eso de que me han robado el saxo.

Mi abuela tiene uno de esos días lúcidos que me alegran a mí el día, aunque parece muy ofendida y eso me inquieta. Los cambios bruscos de ánimo no son buenos, los sobresaltos no son buenos y que su nieto se haya quedado sin su instrumento de trabajo es peor que bueno, es una pésima noticia.

Cierra la nevera con más fuerza de la que esperaba y me mira entrecerrando los ojos. La isla central de la cocina nos separa. Estoy sentado en uno de los taburetes altos mientras me tomo mi café mañanero con unas tostadas con aceite de oliva y tomate.

Veo que se me acerca con el tetrabrik de leche en la mano. La miro con una sonrisa, una de esas tristes que no me llegan a encender mis ojos. Ella me acaricia la mejilla y por un instante la mañana parece menos mala.

—Pobret, vols café?

Niego con la cabeza cuando me señala el tetrabrik de leche, cuando lo que me ha preguntado es si quiero café. Sigo negando con la cabeza de igual modo.

Suspiro.

Sí, pobrecito de mí. Tengo otro saxo, el que he utilizado casi siempre, pero hoy creo que mi abuela se acuerda de lo mucho que me gustaba el saxo nuevo, aunque fuera más antiguo que el viejo.

Apoyo los codos sobre el mármol de la encimera mientras hago girar el taburete en un semicírculo, una y otra vez. Me dejo mimar cuando me acaricia mi pelo tostado por el sol.

No he pegado ojo y seguramente se me nota en la cara. Llevo unos viejos pantalones de chándal con una camiseta blanca gastada que uso para ir a correr. Evidentemente voy descalzo, como siempre, y más hoy que tengo las plantas de los pies en carne viva por correr por en medio del puñetero campo.

—Hay que recuperarlo —me dice mi abuela con determinación.

Miro sus ojitos de abuela, de ese color mezclado entre marrón y verde. Unos ojos llenos de ternura que esa mañana sí me reconocen, pero que otros muchos días, no.

—Te quiero, padrina.

Lo digo y se me encoge el corazón y siento un nudo en la garganta.

—Oh, no estés triste —me consuela—. Ya verás cómo lo recuperamos. ¿Qué va a hacer con él? ¿venderlo? Nosotros conocemos a cualquier persona que pudiera comprarlo…

Ladeo la cabeza y me sorprendo.

—¡Tienes toda la razón!

Y la tiene, solo hay que avisar a ciertas personas que conocemos y dar caza a esa bruja.

Asiento con ganas y me animo cuando me abraza con el cariño con el que solo una abuela puede abrazarte.

—Lo haré, hoy mismo me pongo en marcha. —Lo digo y siento cómo mi esperanza crece un poco en mi interior.

Asiento, no sé qué más hacer, ni qué decir. Desde anoche, que estoy sin palabras.

Mi saxo no puede haber desaparecido, así como así.

—Encontraré a esa mujer, padrina.

Mi abuela me mira con ojos vidriosos y frunce el ceño. La he desconcertado.

—¿Mujer? —Parece vacilar, pero después me mira y sonríe—. ¿Qué tal con tu novia?

¡Nooooo! Por un instante creo que me va a estallar la cabeza.

Aprieto los puños en un acto de máxima frustración. Con lo bien que íbamos... No quiero hablar de Patricia.

—Patricia —escupo la palabra dispuesto a decirle a mi abuela que ya no tengo novia desde hace semanas.

Siento un regusto amargo en la boca al pronunciar su nombre. Mi ex y la loca ladrona de saxos hace que cada vez encuentre más defectos al sexo femenino.

¡Ah! Pero ahí está mi abuela y luego Manchitas aparece en escena y ronronea restregándose contra mis tobillos, entonces pienso que, después de todo, las hembras no son tan malas.

Acaricio a Manchitas mientras mi abuela empieza a contarme una historia de cuando cantaba en los primeros hoteles que se abrieron en Mallorca.

—Había un saxofonista… —Parece meditarlo—. Toni Trui. Era uno de los grandes.

Le sonrío. Me parece mentira que no sepa si ha desayunado o no hace diez minutos, pero en cambio, tenga tan claros los recuerdos de hace más de cincuenta años.

Con ochenta y cuatro años mi abuela ha vivido de todo, pero lo que más recuerda, cuando la maldita bruma le envuelve la cabeza, son sus años como cantante de orquesta.

—Antoni Trui, era de Muro. Teníamos una orquesta. ¿Cómo se llamaba? —Mira al vacío y continúa hablando—: Cuando vamos a los hoteles a tocar… a veces da miedo, porque las calles ni siquiera están asfaltadas. ¡Bueno! Si ni siquiera hay alcantarillado, Pero nos lo pasamos bien. Esto del turismo aquí en Mallorca nos hará ganar muchas pesetas.

Suelto a la gata y ahora es a mi abuela a la que abrazo con cariño.

Como le digo a la abuela que de pesetas ya no tenemos, que tenemos euros y que donde antes había arena y cuatro hoteles, ahora hay una construcción masiva que amenaza con destruir lo más preciado que tenemos para que, los de siempre, se llenen los bolsillos con la mezcla de turismo y trabajadores explotados. Como le digo que los jóvenes extranjeros ya no se divierten como en sus tiempos bailando al son de sus canciones, sino que ahora son guiris que prefieren la nefasta combinación de alcohol y balconing.

—Ya verás cómo te cogen en algún hotel para que toques el saxofón. —De pronto se aparta y me mira—. ¿Dónde lo tienes?

Barre la habitación con la mirada.

—Yo conocí a un buen saxofonista. Toni Trui —me dice, revolviéndome el pelo.

Le sonrío y, sin embargo, tengo ganas de llorar.

—Sí, abuela. —Le beso la frente—. Lo sé.

Lo sé, porque era uno de los mejores saxofonistas de Mallorca, porque tocaba en la banda de mi abuela y porque compré su saxo lleno de ilusión porque había crecido con su música. Y porque de esa música mi abuela Antònia es de lo único que parece acordarse, el día que no se acuerda de nada más.

Mientras se pone a cantar la observo rebuscar en los armarios de la cocina hasta que pone ante mí media docena de paquetes. Croissants, magdalenas, galletas y un largo etcétera de bollería industrial aparecen junto a mi taza de café.

Mi abuela y su costumbre de cebarme. De eso sí que no se olvida.

—Come, que estás muy flaco.

Peso ochenta y cinco kilos, estoy fibrado, pero ya podría estar como Bud Spencer y mi abuela seguiría pensando que estoy al borde de la inanición.

Para darle el gusto ataco el croissant después de comerme las tostadas y ella sonríe. Lo he hecho bien.

—¿Has encontrado tu saxo? —me pregunta.

Seguramente se ha acordado de que me preocupaba el tema de mi saxo desaparecido. Pero no se acuerda de que me lo han robado.

—Lo encontraré abuela —le digo después de tomar un sorbo de café—. Algunos no saben que Mallorca es muuuuuuuy pequeña.

Recuperaré mi saxo y no descansaré hasta que la arpía corra desnuda por un campo de trigo segado.

Mi abuela me mira mientras pasa la mano sobre la encimera en busca de migas inexistentes que limpiar. Va recogiendo a su ritmo y yo le dejo hacer. Consigo hacerme con el segundo croissant antes de que se lo lleve todo de nuevo. Cierra la nevera y vuelve a abrirla al darse cuenta de que no ha puesto el tetrabrik de leche dentro.

—¿Se puede saber qué te pasa con esa cara tan larga?

Sonrío con tristeza. Mi abuela sigue siendo la más guapa del mundo. Al menos para mí. Vuelve otra vez y me revuelve el pelo sin acordarse de que ya lo había hecho momentos antes.

—Me han robado el saxo.

—¿Te han robado el saxo? —pregunta perpleja.

La abrazo y siento cómo me invade la tristeza, esa que se apodera de mí siempre que veo cómo la enfermedad le roba momentos vividos conmigo.

De pronto, miro por encima de su hombro. Berta aparece en el umbral de la puerta.

—¿Quiere que salgamos al jardín? Hoy hace muy buen día.

La abuela mira a su cuidadora y parece reconocerla. Yo niego con la cabeza a modo de respuesta mientras continúo abrazándola.

—Hace un bonito día y me dijo que quería plantar flores.

—Las flores me encantan —dice mi abuela mientras se separa de mí.

—Entonces, sal padrina, hace un día estupendo.

Ella asiente y vuelve a fruncir el ceño.

Me ve triste y yo me levanto y apuro la taza de café antes de que me vuelva a preguntar por qué lo estoy.

Le beso en la mejilla y me marcho.

T'estim —le digo que la quiero antes de subir las escaleras de la casa de dos en dos.

Como le he dicho, hace un día espléndido y lo va a ser cuando recupere lo que es mío.

Me cambio rápido, me enfundo en mis vaqueros, mis bambas y la camiseta de Pink Floyd.

Veamos... ¿Dónde se puede comprar un saxo robado?

6
Sin remordimientos

Cristina

Me duele todo, pero no me quejo.

Después de la hazaña de anoche, al llegar a casa, Irene, Marina y yo, nos despatarramos en el sofá y abrimos una botella de cava. Esa botella de cava del bueno que teníamos guardada en la nevera para lo que se suponía una ocasión especial. Normalmente la ocasión especial o hecho extraordinario es cuando una de nosotras liga con un objetivo de nivel 9 como mínimo y tiene que contárselo a todas las demás.

Sin duda, el saxofonista es un nivel nueve, pero admitamos que no se puede decir que me lo haya ligado, más bien le he hecho la putada de su vida.

—No me puedo creer que le hayas hecho eso al pobre hombre. ¿No piensas darle una explicación del porqué?

Ahí estaba Irene, nuestra Pepito Grillo, preocupándose por Àngel al que, a fin de cuentas, había robado su saxofón y que el pobre, poca culpa tenía de haberse comprado el saxo equivocado. A ellas si les he explicado el porqué de todo en el coche camino a casa.

Por suerte, Marina le quitaba hierro al asunto, poniendo la nota de humor y relatando con detalle cada paso dado en mi carrera hacia el Renault 12 destartalado de Irene.

Al final hemos reído mucho y dormido poco. Pero... sí que Irene tiene razón. Tengo mi mala leche, no soy excesivamente cariñosa, ni tengo don de gentes para hacer amigos, pero si algo tengo es que soy buena persona. Las buenas personas no roban saxofones, de hecho, no roban, sin más. Y mucho menos engañan de la manera que yo engañé al robasueños. Porque yo le besé para distraerle... ¿no?

Respiro hondo y se me acelera el corazón cuando mi cerebro vuelve al pensamiento recurrente que me ha atormentado toda la noche y parte de la mañana. No sé si será autoengaño, pero intento convencerme de que no besaba tan bien, no era tan guapo y que sus manos acariciando mi piel desnuda no fue lo mejor que he sentido en meses, quizás años. Y es que admitamos que el panorama amoroso cada vez está peor.

Será eso. Será que no me liaba con un tío hacía tiempo. No puede ser que sienta algo más que un inmenso sentimiento de superioridad frente al robasueños.

Intento quitármelo de la cabeza.

Son las diez de la mañana y tenemos que irnos si queremos encontrar un lugar donde poner la toalla. Con tanto dominguero, Ca’n Picafort se pone imposible y Playas de Muro no está menos masificada.

Nos preparamos el desayuno y Marina se sienta en la mesa mirando al infinito.

Es una chica preciosa, altruista y todo corazón. Ama tanto a los animales, tanto como Irene los odia. Eso es una suerte porque si no, nuestra casa estaría llena de animalejos varios, seguramente lisiados y faltos de cariño. El mes pasado intentó colarnos una iguana, Merilyn, como si ponerle un nombre de diva la hiciera más atractiva. No sé cómo se la endosó a su madre que ya tiene dos perros y cinco gatos, uno de ellos paralítico.

Nuestra Marinita. Si fuera hombre me casaría con ella, pero tenemos esa especie de maldición de ser heterosexuales y que nos gusten los hombres inalcanzables.

—Yo… no sé por qué no ligo.

Me da la risa ante las palabras de Marina, quizás por su cara desganada o su mirada perdida en el blanco de los armarios de nuestra cocina.

Las dos vamos en pijama, pantaloncitos cortos y camiseta de tirantes. Yo llevo un conejo verde, Marina, una calavera con un lacito rosa… muy Marina. Nos desperezamos a nuestro ritmo. Puedo oler el café recién molido, y eso parece hacer más llevadero el hecho de tener alguna que otra legaña.

Me sirvo un café en una taza y añado leche fría; en verano, no concibo que sea de otra manera.

La cocina es abierta, da a la parte trasera de la casa donde tenemos un bonito jardín donde a Irene y a mí nos gusta tener macetas, casi todas vacías, porque por algún extraño motivo que no llegamos a comprender, las cabronas mueren irremediablemente cuando nos acercamos a ellas, unos días después de haberlas comprado.

—En serio —murmura Marina mientras introduce a buen ritmo, una y otra vez una magdalena en el café—. Yo… yo… he nacido para ligar.

Dejo de mirar por las cristaleras y centro mi atención en ella. Alzo una ceja con una sonrisa socarrona.

Marina asiente.

—Tengo sangre latina.

Me descojono e Irene, que ha aparecido a mi lado con la cafetera en la mano, se tira por el suelo de la risa.

—¿Qué dice que tiene?

—Sangre latina —le digo alzando una ceja sin parar de reír.

Y es que no es lo que dice Marina, si no cómo lo dice. Con toda la desgana del mundo.

—Tienes de latina, lo que Irene de Madagascar.

Irene nació en Francia, y de pequeña confundía la localidad de Castelnaudaury con Madagascar, hasta ahí lo que la pueda unir a la isla africana.

Marina es de Muro, como yo, autóctona de pura cepa, y por mucho que mueva sus caderas al ritmo de Shakira, siempre bailará mejor las jotas y boleros con zapatos planos y rebosillo .

—En serio —me dice Marina con ojos resacosos—. Ya está bien de ser un asno, a partir de mañana... seré una pantera.

Asiente con total convicción, ajena a nuestras carcajadas.

Irene y yo nos aguantamos el estómago y cuando nos calmamos, la abrazamos. Nuestra Marinita es una joya, un diamante en bruto que la vida intenta pulir a base de desengaños amorosos.

Entre sus ocurrencias y el show de anoche, estamos más que animadas.

—No ligas porque no quieres —le digo sincera.

—Anoche me hubiese gustado ligar, pero como le robaste el saxo, pues creo que ya no podrá ser.

Hundo los hombros y hago el fingido gesto de escupir en el suelo.

—¡Puaj! ¿Querías ligar con eso? —le pregunto con mi cara de haber chupado un limón.

Ella se ríe e Irene menea la cabeza.

—Está buenísimo y tiene talento —me dice Irene—. Si no lo odiaras tanto, estoy convencida de que te gustaría. Pero creo que nuestra Marinita no tenía los ojos puestos en tu saxo, sino en otra parte.

Las miro con interés.

—¿Qué parte? —pregunta picarona, Marina.

Irene niega con la cabeza.

—No te hagas… sé perfectamente que no quitabas ojo al cantante.

—¿A quién vamos a mirar si no? ¿Cuando vas a un concierto miras al guitarrista? No, miras al cantante.

—Bueno, Cristina miraba al saxofonista.

Pongo los ojos en blanco.

—Digo la gente normal...

—¡Oye! —me ofendo.

—Cuando miras al escenario, quien capta tu atención es el vocalista —se defiende Marina—. Y este en concreto... Vaya pedazo de…

—¿De qué?

—De voz —me responde.

—Sí, sí, de voz. —Irene se sienta frente a ella en el taburete que está justo al lado de la isla de la cocina.

Menea la cabeza y vuelve a por Marina.

—Tú no le estabas mirando las cuerdas vocales, precisamente.

—Qué sabrás tú. Muy concentrada estabas ojeando la fauna intercontinental.

Escupo el sorbo de café sobre la isla de la cocina y me río cuando nuestra amiga hace referencia a la predilección de Irene por los mulatos bien bronceados.

—Te gusta el cantante —le dice Irene entrecerrando los ojos y apuntándola con un dedo.

Marina alza la mano y la señala de igual modo.

—¡Puede! —Marina no dice nada y lo dice todo—. Además, tiene los dedos largos —dice, volviéndose a incorporar en el taburete alto—. La distancia de la punta de su pulgar al dedo índice… era bastante grande.

Minutos después aún nos reímos de la teoría de Marina que sigue pensando que está científicamente demostrado, que se puede medir el pene de un hombre sin echarle una ojeada a sus atributos, solo observando sus manos.

—De todas formas, después de semejante show, olvídate de que volvamos a cruzarnos con ellos, si es que no queremos salir por patas.

Las dos me miran y yo me hago pequeña. De repente, la hazaña de anoche ya no nos parece tan divertida.

—Dejadme en paz —farfullo algo compungida.

Pero no voy a tener suerte. De nuevo se ponen a hablar entre ellas, esta vez como si yo no estuviera.

—Yo creo que algo le gusta —le dice Irene volviendo al molesto tema del saxofonista.

—Ni de coña. No me gusta nada...

—Yo también lo creo.

—... demasiado delgado y es... —sigo hablando, pero ninguna de las dos le interesan lo más mínimo mis réplicas.

—Se lo comía con los ojos.

—Le pone muy cachonda cuando toca el saxo. —Marina asiente después de meterse el último trozo de magdalena en la boca.

—... es idiota —acabo de decir finalmente.

—¿Cómo va a ser idiota? No conoces al pobre chico.

¿Ahora de repente me hacen caso?

—No has hablado con él ni media palabra. Porque no hablaste con él, ¿no?

Ahora Irene también se muestra muy interesada.

—¿Hablaste algo o directamente le arrancaste la ropa?

Mis ojos en blanco no las desmotivan en su empeño de sacarme información.

Meneo la cabeza y me niego a seguir hablando del saxofonista de ojazos de chocolate.

—No pienso decir nada más del tema. Y no necesito conocerlo para entender que lo que tiene en el cerebro es poco más que aire y chicas en bikini.

—No, no lo conoce en absoluto —se mofa Irene con cinismo—, solo lo suficiente para dejarlo en pelota picada.

—Bueno... —vacilo.

No debería haber vacilado, son caimanes, notan el olor a sangre.

Me echo hacia atrás ante sus inquisitivas miradas.

—¿Qué pasó en la furgo? —Irene sabe que oculto algo.

—Ya os lo conté.

—¡Bah! Muy por encima y sin detalles.

—¡Nada! No pasó nada —mi grito las alerta—. En serio, no quiero pensar en eso.

Marina entrecierra los ojos.

¡Genial! Ahora también sabe que no les he contado toda la verdad. Y sus dedos índices vuelven a estar estirados, pero esta vez me señalan a mí exigiendo una respuesta, y más me vale que tenga una convincente.

—Nos dijiste que el tipo te pidió rollo y se desnudó él solito.

Silencio.

Marina está flipando.

—¿Le quitaste tú la ropa?

—No... qué va.

Mierda, he tardado demasiado en contestar.

—En serio. —Irene empieza a alucinar—. Cuando me dijiste que te esperara en el coche que tenías algo que hacer... No pensé… ¿en serio...? —repite alucinada—. Cristina, no sé cómo pudiste robarle el saxo a ese pobre chico. ¿En serio no vas a darle una explicación?

—Eh, de pobre nada. —¿En qué momento el robasueños ha empezado a darles lástima?—. ¿De qué parte estás?

—De la tuya —me dice Marina—, pero yo tampoco te reconozco.

Irene la secunda. Ambas asienten con la cabeza.

—¿Y qué queréis? —les digo a la defensiva—. No podía dejar que el saxo de mi abuelo cayera en manos de ese… bueno, de otra persona. ¡Es mi saxo! El abuelo me lo dejó a mí. Mi padre no tenía ningún derecho de venderlo.

Mis amigas asienten y puedo ver que les doy algo de lástima, con un poco de suerte quizás más que el robasueños.

Ya saben la mala relación que tengo con mi padre, la que hoy en día prácticamente es nula, después de que él decidiera vender el saxo de mi abuelo a ese músico verbenero, casi no nos dirigimos la palabra.

—El saxo de mi abuelo debe tocar en una buena banda, en los brazos de alguien que lo quiera. Y nadie va a querer a mi saxo como yo. ¡No va a saltar de verbena en verbena como…!

—Como hacía tu abuelo —me dice Marina enarcando una ceja.

Me callo.

Tiene razón. Mi abuelo era un gran músico. El gran Toni Trui. Sus bolos eran en hoteles y casinos, pero ¡qué actuaciones, señores! Que Antònia Palmer cantara en su grupo aún los hacía más increíbles.

Me invade la añoranza. Y tengo que reconocer que si el abuelo viera su saxo sobre el escenario de verbena en verbena no haría otra cosa que reírse con alegría.

Marina abre los ojos como platos.

—¡Dios mío! ¡Joder!

La miro, porque está claro que acaba de darse de cuenta de algo importante.

—¿Qué?

—¿Sois conscientes de que no vamos a poder ir ni a una puta verbena sin que nos aterrorice encontrarnos al pobre chico?

Escupo el café con leche.

—¡Me cago…! —Aprieto los labios y me dan ganas de patalear.

Lo que me faltaría sería tener que encontrarme a ese tío y tener que darle explicaciones. Por suerte, en septiembre me largaré de sa roqueta durante una buena temporada. Me presentaré a la audición con el saxo y empezará la gira por Europa. Eso es lo que va a suceder, y no pienso dejar que pase otra cosa.

—No lo había pensado —dice Irene algo sorprendida—, pero bueno, no nos ha visto la cara… solo a Cristina. —Hace una mueca divertida—. Nosotras estamos a salvo.

—Gracias —digo, mirándolas con reproche—, estoy muy agradecida de tener amigas como vosotras. Pero, de todas maneras, solo tendré que evitar ir a las que toquen.

—Sí, es un buen plan —dice Marina— pero creo que pudo coger la matrícula de tu coche.

—Mierda —dice Irene ante el comentario de Marina.

Frunzo el ceño. ¿Sería posible que cogiera el número de la matrícula? Sí, sería más que probable, además, esa cafetera oxidada es bastante característica, si es un coche con dos letras.

—Cruza los dedos, estaba oscuro… ¡Bah! Imposible —digo, levantándome de la mesa—. Y no pienso perder un minuto más de mi tiempo pensando en ese tipo.

No, no pensaré más en él. Ahora me dedicaré a lo que ha sido mi obsesión durante los últimos meses, recuperar mi saxo y tocarlo para algo más grande que ir de verbena en verbena. Tiene que ver mundo antes de volver a asentar mis posaderas en la isla. Porque reconozcámoslo, un mallorquín morirá en Mallorca.

Desde la cocina abierta miro la mesa frente a los sofás donde dejé el estuche la noche anterior. Está abierta porque me adormecí sentada en el sillón, observándolo.

Miro el saxo, su maravillosa funda sigue en la mesa y en contra de mi voluntad siento algo de remordimiento.

Una imagen aparece en mi mente.

Sonrío a mi pesar. Un hombre desnudo corriendo entre rastrojos en un descampado lleno de balas de paja seca.

El karma va a hostiarme. Lo sé.

¡Viernes!

Salgo del ensayo, llevo una sonrisa profident en la boca y es que, a pesar del apremiante calor, estoy de excelente humor. En mi mano derecha llevo bien agarrada el asa del estuche, dentro va mi saxo. El saxo de mi abuelo que hace una semana robé, quiero decir… que recuperé.

—¡Cristina, estás que te sales! —me digo a mí misma.

Hoy los pájaros cantan, y yo camino con mi vestidito estampado por la calle Blanquerna de Ciutat , con las rodillas al aire, como si de un camino de amapolas se tratara. Solo me falta dar saltitos a lo Heidi.

La calle peatonal está llena de terrazas a rebosar de turistas tomando refrescos y sol mediterráneo.

Respiro hondo y entono una canción que queda apagada por la algarabía que reina a mi alrededor.

Normalmente no estoy de tan buen humor para dar saltos, pero hoy no me importa parecer gilipollas. Estoy de buen humor, algo que me resulta ajeno. Supongo que después de un invierno de amargura casi había olvidado la sensación de que todo va a salir bien. La relación con mi padre va de mal en peor, nos vemos una vez al mes, en una cena obligada para que no me haga la vida todavía más imposible. Mi madre, por su parte, me ha abandonado para vivir la vida loca en Ibiza con sus bien superados cincuenta. Pero en estos días nada me importa. De hecho, no me importa que mi padre me obligue a cenar con su última esposa, una alemana que está más cerca de mi edad que de la suya y con la que se casó de improviso, porque aquella capilla tan mona al sur del Tirol estaba libre ese día que se fueron de vacaciones. ¡Paso de todos ellos!

¡Hoy nadie me amarga!

¡Estoy contenta!

Llevo agarrada el asa del estuche de mi saxo, con la otra mano me coloco bien la montura de mis gafas de sol. Miro al cielo y sonrío. Estoy monísima, me siento guapa y estoy feliz de volver a tocar tan bien como antes. Hoy he hecho la interpretación de mi vida.

¡Estoy preparada para la audición! Más que segura que con un poco más de esfuerzo mi grupo favorito no va a tener más remedio que aceptarme en sus filas. ¡Y entonces mi sueño se hará realidad! Y ya nadie podrá amargarme jamás.

Aún recuerdo la voz de Marina animándome después de haber compartido el anuncio de la banda.

—Cristina, tendrías que presentarte.

El sueño de mi vida. Tocar con mi grupo favorito de jazz. Formar parte de su gira europea. Un mes para la audición y sé que si sigo así, ese lugar a la izquierda del escenario será mío. Cumplo los elevados requisitos y toda mi vida me he preparado para este momento.

Sí, con mi saxo entre las manos, ¿qué puede fallar? Las pruebas son a principios de septiembre. Queda poco tiempo, pero estoy más que preparada. Ahora vuelvo a tener magia en los dedos y ritmo en el corazón.

Casi estoy por llamar a Marina e Irene, para decirle todos los halagos que he recibido de mi profesor de saxofón. Pero a estas horas estarán trabajando. Marina castrando algún gato, que ni idea tenía que iba a perder los testículos ese día. E Irene utilizando sus altos conocimientos sobre órganos colegiados. No importa, esperaré a la cena.

En mi cabeza resuenan los elogios de mi profesor.

—Si lo haces así de bien, en la prueba los vas a dejar a todos impresionados.

Ya puedo visualizarlo, yo sobre el escenario con mi saxofón tenor de latón.

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