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La búsqueda de la felicidad

«Un día te encontrarás fuera de este mundo, que es como el útero materno. Abandonarás esta tierra para entrar, todavía dentro de tu cuerpo, en una vasta extensión, y has de saber que las palabras “la tierra de Dios es vasta” nombran esta región de la que han venido los santos.»

Jalal-ud-Din-Rumi

Comparto la idea, expresada por muchas personas ateas, que los términos espiritual y místico se utilizan muchas veces para referirse no solamente a la cualidad de ciertas experiencias, sino a la realidad en general. Muy a menudo se invocan estas palabras para fundamentar creencias religiosas que son ridículas, moral e intelectualmente. Como consecuencia, muchos ateos como yo consideran todo discurso sobre la espiritualidad como un signo de enfermedad mental, fraude consciente o autoengaño, lo cual es un problema, puesto que millones de personas han tenido experiencias para las que, al parecer, solamente disponemos de los términos espirituales y místicas. Muchas de las creencias que la gente se forma basándose en dichas experiencias son falsas. Pero el hecho de que la mayoría de ateos consideren las palabras de Rumi citadas al principio como un síntoma de trastorno mental garantiza un núcleo de verdad en los desvaríos, incluso de nuestros adversarios menos racionales. Así es, la mente humana contiene vastas extensiones que pocos llegan a descubrir jamás.

Y hay algo de degradado y degradante en muchos de nuestros hábitos de atención mientras compramos, cotilleamos, discutimos y reflexionamos en nuestro camino hacia la tumba. Quizás solo debería hablar por mí: a mí me parece que, mientras estoy despierto, paso una gran parte de mi vida en un trance neurótico. Sin embargo, mi experiencia con la meditación me dice que existe una alternativa y que es posible liberarse del pesado monstruo del yo, aunque solo sea durante unos instantes cada vez.

La mayoría de culturas han dado hombres y mujeres que han descubierto que ciertos usos intencionales de la atención –meditación, yoga, oración– pueden transformar su percepción del mundo. El empeño de estas personas suele comenzar cuando se dan cuenta de que incluso en circunstancias óptimas la felicidad es huidiza. Perseguimos lo que nos resulta agradable: visiones, sonidos, sabores, sensaciones y estados de ánimo. Satisfacemos nuestra curiosidad intelectual. Nos convertimos en expertos en arte, música y gastronomía. Pero nuestros placeres son, por su propia y pura naturaleza, fugaces. Si alcanzamos un gran éxito profesional, la sensación de logro continuará viva y placentera una hora, quizás un año, pero luego se apagará. Y seguirá la búsqueda. El esfuerzo que hace falta para mantener a raya el aburrimiento y otras sensaciones desagradables tiene que ser ininterrumpido, nunca podemos bajar la guardia.

El cambio incesante es una base poco firme para lograr una satisfacción duradera. Muchas personas, al darse cuenta de ello, empiezan a preguntarse si existe una fuente de bienestar más profunda. ¿Existe una forma de felicidad más allá de la mera repetición de placer y evitación del dolor? ¿Existe una felicidad que no dependa de poder comer lo que más nos gusta, o de tener amigos y personas queridas cerca, o buenos libros para leer, o algo que nos haga ilusión para el fin de semana? ¿Es posible ser feliz antes de que pase algo, antes de que los deseos se cumplan, a pesar de las dificultades de la vida, rodeados de dolor físico, vejez, enfermedad y muerte?

En cierto modo, todos vivimos para respondernos esta pregunta, y la mayoría vivimos como si la respuesta fuera «no»: no, no hay nada más profundo que repetir los placeres y evitar el dolor; no hay nada más profundo que buscar la satisfacción –sensorial, emocional e intelectual– sin parar. No sueltes el acelerador hasta que te hayas salido de la carretera.

Sin embargo, algunas personas sospechan que la existencia humana consiste en algo más que esto. Muchas de ellas llegan a esta sospecha a través de la religión, de las palabras de Buda, de Jesús o de alguna otra figura célebre. Y estas personas a menudo empiezan a practicar diferentes disciplinas relacionadas con la atención para examinar su experiencia más de cerca y ver si existe una fuente más profunda de bienestar. A veces se recluyen en cuevas o monasterios durante meses o años seguidos para facilitar este proceso. ¿Por qué alguien hará esto? Sin duda hay múltiples motivos para retirarse del mundo y algunos de ellos son poco saludables desde un punto de vista psicológico. Sin embargo, este ejercicio, en su forma más sabia, no significa más que un simple experimento. Su lógica es la siguiente: si existe una fuente de bienestar psicológico que no dependa únicamente de la satisfacción de mis deseos, esa fuente debería estar presente incluso cuando todas las fuentes de placer comunes se hayan eliminado. Esta felicidad tendría que ser accesible a quien ha rehusado casarse con su amor del alma, a quien ha renunciado a su carrera y a sus posesiones materiales y se ha recluido en una cueva o en otro lugar inhabitable para las aspiraciones ordinarias.

Una clave para entender hasta qué punto sería desalentador para la mayoría de las personas un proyecto de tales características es el hecho de que el confinamiento en soledad –que es básicamente de lo que estamos hablando– se considera un castigo dentro de una cárcel de máxima seguridad. La mayoría de nosotros preferimos vivir en compañía de otros, aunque nos obliguen a vivir entre asesinos y violadores, que pasar un periodo de tiempo significativo solos en una habitación. Sin embargo existen personas dedicadas a la contemplación en muchas tradiciones que aseguran experimentar un bienestar psicológico extraordinariamente profundo al vivir en soledad durante largos periodos de tiempo. ¿Cómo interpretamos este hecho? O bien la literatura contemplativa es un catálogo de engaños religiosos, psicopatologías y fraudes deliberados, o desde hace siglos hay gente que ha tenido experiencias liberadoras bajo el nombre de «espiritualidad» y «misticismo».

A diferencia de muchos ateos, he pasado gran parte de mi vida buscando experiencias de las que dan origen a las religiones del mundo. A pesar de los penosos resultados de mis primeros y pocos días en las montañas de Colorado, más tarde estudié con muchos monjes, lamas, yoguis y otros contemplativos algunos de los cuales habían vivido durante décadas recluidos sin hacer nada más que meditar. A lo largo de este proceso, pasé dos años en un retiro de silencio (en incrementos de una semana a tres meses), practicando diferentes técnicas de meditación entre doce y dieciocho horas al día.

Doy fe de que cuando uno guarda silencio y medita durante semanas o meses seguidos, sin hacer nada más –ni hablar, ni leer, ni escribir, solamente dedicado a un esfuerzo sostenido para observar el contenido de la conciencia– tiene experiencias a las que generalmente no tienen acceso quienes no han realizado prácticas de esta índole. Creo que tales estados mentales tienen mucho que decir sobre la naturaleza de la conciencia y las posibilidades del bienestar humano. Dejando aparte la metafísica, la mitología y los dogmas sectarios, lo que han descubierto los contemplativos a lo largo de la historia es que existe una alternativa a ese permanecer siempre bajo el hechizo de la conversación que uno mantiene consigo mismo; existe una alternativa a esa identificación con el siguiente pensamiento que nos asalta la conciencia. Y al vislumbrar esta alternativa se desvanece la convencional ilusión del yo.

La mayoría de tradiciones espirituales también sugieren que existe una conexión entre la autotrascendencia y el vivir de forma ética. No todos los buenos sentimientos tienen una valencia ética y seguramente existen formas de éxtasis patológicas. Por ejemplo, no me cabe la menor duda de que muchos terroristas suicidas se sienten muy bien justo antes de activar la bomba en medio de una multitud de personas. Pero también hay formas de placer mental que son intrínsecamente éticas. Como he dicho antes, aplicada a algunos estados de conciencia, una expresión como «amor ilimitado» no es ninguna exageración. Sin duda es incómodo para las fuerzas de la razón y la laicidad que si alguien se levanta mañana sintiendo amor infinito por todos los seres vivos, las únicas personas que probablemente reconozcan la legitimidad de dicha experiencia sean representantes de una u otra religión de la Edad de Hierro o de culto new age.

La mayoría de nosotros somos mucho más listos de lo que aparentamos ser. Sabemos cómo mantener en orden nuestras relaciones personales, sabemos utilizar bien el tiempo, sabemos mejorar nuestra salud, adelgazarnos, aprender valiosas habilidades y solucionar muchos otros acertijos que nos plantea la existencia. Pero incluso seguir el camino de la felicidad, un camino recto y abierto, es difícil. Si nuestro mejor amigo nos preguntara cómo puede llevar una vida mejor, probablemente tendríamos un montón de cosas útiles que decirle, pero lo más seguro es que nosotros no hiciéramos ninguna de ellas. En cierto modo, la sabiduría no es nada más profundo que la capacidad para seguir nuestro propio consejo. Sin embargo, la naturaleza de nuestra mente tiene aspectos mucho más hondos que conocer. Lamentablemente, el debate sobre ellos se ha producido por completo en el contexto de la religión y, por lo tanto, se han visto envueltos en falacias y supersticiones a lo largo de toda la historia de la humanidad.

El problema de hallar la felicidad en este mundo llega con nuestra primera respiración –y nuestras necesidades y deseos parecen multiplicarse por minutos–. Estar en presencia de un niño pequeño es ser testimonio de una mente expuesta incesantemente al gozo y a la tristeza. A medida que vamos creciendo, puede que nuestras risas y lágrimas sean menos gratuitas, pero continúa ese mismo proceso de cambio: a un agitado complejo hecho de pensamientos y emociones le sigue otro, como las olas del océano.

Buscar, encontrar, mantener y salvaguardar nuestro bienestar es el gran proyecto al que nos dedicamos todos, tanto si pensamos en estos términos como si no. Ello no significa que queramos el mero placer o una vida lo más fácil posible. Muchas cosas requieren un extraordinario esfuerzo para que se cumplan y algunos de nosotros aprendemos a disfrutar de esta lucha. Todo atleta sabe que ciertos tipos de dolor pueden ser exquisitamente placenteros. El dolor provocado por el levantamiento de pesas, por ejemplo, sería insoportable si fuera el síntoma de una enfermedad terminal. Pero al estar asociado a salud y buena forma, la mayoría de atletas disfrutan con él. Aquí vemos que la cognición y la emoción no están separadas. Nuestra forma de pensar en la experiencia puede determinar por completo nuestra forma de sentirla.

Y siempre nos enfrentamos a tensiones y equilibrios. En algunos momentos ansiamos la excitación y en otros el descanso. Tal vez nos guste el sabor del vino y el chocolate, pero seguramente no para desayunar. Sea cual sea el contexto, nuestra mente está en perpetuo movimiento, por lo general orientada hacia el placer (o su imaginada fuente) y alejándose del dolor. No soy el primero en darse cuenta de esto.

Nuestra lucha para navegar por el espacio de posibles dolores y placeres produce la mayor parte de la cultura humana. La ciencia médica trata de prolongar nuestra salud y reducir el sufrimiento asociado a la enfermedad, la edad y la muerte. Todo tipo de medios de comunicación atienden a nuestra sed de información y entretenimiento. Las instituciones políticas y económicas tratan de garantizar una pacífica y mutua colaboración entre las personas –y cuando no lo consiguen se llama a la policía o a los militares–. Además de asegurar nuestra supervivencia, la civilización es una vasta máquina inventada por la mente humana para regular sus estados. Siempre estamos creando y reparando el mundo en el que nuestra mente quiere estar. Y miremos a donde miremos, vemos las pruebas de nuestros éxitos y nuestros fracasos. Lástima que el fracaso goce de una ventaja natural. Las respuestas erróneas a cualquier problema superan con creces las correctas, y al parecer siempre será más fácil romper las cosas que arreglarlas.

A pesar de la belleza de nuestro mundo y del alcance de los logros humanos, es difícil no preocuparse por que las fuerzas del caos triunfen… no solo al final, sino a cada momento. Nuestros placeres, por muy refinados o fáciles de conseguir que sean, son fugaces por su propia naturaleza. Empiezan a desvanecerse en el preciso instante en que aparecen, solo para ser sustituidos por un nuevo deseo o un sentimiento de malestar. Somos incapaces de parar de comer nuestra comida favorita antes de que, al cabo de un momento, nos sintamos tan llenos que casi necesitemos la atención de un cirujano –y sin embargo, por una peculiaridad de la física, todavía nos queda espacio para postres–. El placer de los postres dura unos segundos y el sabor que nos habían dejado en la boca será desterrado por un sorbo de agua. El calor del sol sobre la piel es un placer, pero enseguida resulta excesivo. Ponerse a la sombra nos alivia inmediatamente, pero tras un par de minutos, la brisa es un poco demasiado fría. ¿No tendrás un jersey en el coche? Vamos a verlo… Sí, aquí tienes uno. Ahora ya no tenemos frío, pero nos damos cuenta de que el jersey conoció mejores épocas. ¿Pensarán que eres un despreocupado o un desaliñado? Quizás ya va siendo hora de ir a comprar uno nuevo. Y así siempre.

Es como si lo único que hiciéramos fuera dar tumbos entre querer y no querer. Y así, la pregunta surge naturalmente: ¿la vida es algo más que esto? ¿Será posible sentirnos mucho mejor (en todos los sentidos de mejor) de lo que nos solemos sentir? ¿Será posible encontrar logros duraderos a pesar de la inevitabilidad de los cambios?

La vida espiritual empieza con la sospecha de que la respuesta a esas preguntas bien podría ser «sí». Y el verdadero practicante espiritual es alguien que ha descubierto que es posible sentirse cómodo en el mundo sin tener ninguna razón para ello, aunque solo sea durante unos minutos seguidos, y que esta comodidad es sinónimo de trascender las aparentes fronteras del yo. Puede que estas afirmaciones parezcan altamente sospechosas a quienes no hayan gustado antes de esta paz mental. Sin embargo, es un hecho que la condición de bienestar sin el yo está ahí para poder ser vislumbrada a cada momento. Desde luego no estoy diciendo que yo haya experimentado todos estos estados, pero conozco a muchas personas que no han experimentado ninguno y esas son las que a menudo confiesan no tener ningún interés en la vida espiritual.

No es sorprendente. El fenómeno de la autotrascendencia se busca y se interpreta generalmente en un contexto religioso, y es justo el tipo de experiencia que tiende a incrementar la fe de las personas. ¿Cuántos cristianos, después de haber sentido como sus corazones se ensanchaban como el mundo decidirán abandonar la cristiandad y proclamar su ateísmo? Sospecho que no muchos. ¿Cuántas personas que nunca han sentido nada parecido acaban siendo ateas? No lo sé, pero pocas dudas hay de que dichos estados mentales actúan como una especie de filtro: los creyentes los consideran un apoyo a su viejo dogma, y su ausencia da a los no creyentes más razones para rechazar la religión.

Para mí se trata de un problema difícil de abordar en el contexto de un libro, porque muchos lectores no sabrán de qué estoy hablando cuando describa determinadas experiencias espirituales y quizás pensarán que las afirmaciones que hago deben aceptarse como autos de fe. Los lectores religiosos plantean un problema diferente: tal vez pensarán que conocen exactamente lo que estoy describiendo, pero solo en la medida en que se corresponda con una u otra doctrina religiosa. Me parece que ambas actitudes presentan imponentes obstáculos para entender la espiritualidad de la forma que yo procuro entenderla. Mi única esperanza es que, sea cual sea el bagaje del lector, se acercará a los ejercicios que le presento en este libro con una mente abierta.

Religión, Oriente y Occidente

A menudo nos hacen pensar que todas las religiones son iguales: todas enseñan los mismos principios éticos; todas instan a sus seguidores a contemplar la misma realidad divina; todas son igualmente sabias, compasivas y verdaderas en su ámbito, o igualmente divisorias y falsas, depende del punto de vista de cada cual.

Ningún creyente serio de ninguna religión puede creer en estas cosas, porque casi todas las religiones afirman cosas sobre sus respectivas realidades que son incompatibles entre ellas. Existen excepciones a esta regla, pero no son de gran ayuda para lo que esencialmente es una batalla de suma cero de todos contra todos. El politeísmo del hinduismo permite incorporar partes de muchas otras fes: si los cristianos insisten en que Jesucristo es el hijo de Dios, por ejemplo, los hindúes pueden convertirlo en otro avatar de Visnu, sin que ello represente ningún problema. Pero este espíritu de inclusividad se orienta a una única dirección e incluso esto tiene sus límites. Los hindúes se deben a ideas metafísicas muy concretas –la ley del karma y el renacimiento, una multiplicidad de dioses–, que casi todas las demás religiones desacreditan. No existe una sola fe religiosa, por muy elástica que sea, capaz de acatar completamente lo que otra proclama como verdad.

Los devotos del judaísmo, el cristianismo y el islam creen que la suya es la revelación verdadera y completa (porque eso es lo que dicen sus respectivos libros sagrados). Solo los laicistas y los aficionados al new age pueden confundir la moderna táctica del «diálogo interreligioso» con una subyacente unidad de todas las religiones.

Hace mucho tiempo que sostengo que la confusión sobre la unidad de las religiones es un artefacto del lenguaje. Religión es un término como deporte: algunos deportes son pacíficos pero espectacularmente peligrosos (la escalada free solo); otros son más seguros, pero sinónimos de violencia (las artes marciales mixtas); y otros conllevan el mismo riesgo que el que corremos bajo la ducha (los bolos). Hablar de deportes como una actividad genérica hace imposible hablar de lo que realmente hacen los atletas o de las condiciones físicas que se necesitan para ello. ¿Qué tienen en común todos los deportes, aparte de la respiración? Bien poco. El término religión no sirve para mucho más.

Lo mismo puede decirse de la espiritualidad. Las doctrinas esotéricas contenidas en todas las tradiciones religiosas no derivan de las mismas perspectivas. Ni son empíricas, lógicas, estrictas o sabias por igual. No siempre se orientan hacia la misma realidad subyacente…, y cuando lo hacen, no todas lo hacen bien por igual. En cuanto a todas esas enseñanzas, no todas son igual de apropiadas para ser exportadas más allá de las culturas que las concibieron.

Sin embargo, en los ambientes intelectuales no está nada de moda hacer este tipo de distinciones. Según mi experiencia, la gente no quiere oír que el islam apoya la violencia de un modo distinto al jainismo, o que la aproximación del budismo a la comprensión de la mente humana es verdaderamente sofisticada y empírica, mientras que el cristianismo presenta un obstáculo casi perfecto a esa comprensión. En muchos círculos, hacer comparaciones individuales como estas equivale a ser acusado de fanatismo.

En cierto modo, todas las religiones y prácticas espirituales tienen que dirigirse hacia una misma realidad, puesto que personas de diferentes religiones han vislumbrado muchas de las mismas verdades. Cualquier visión de la conciencia y del cosmos accesible a la mente humana puede, en principio, ser percibida por cualquier persona. Por lo tanto, no es sorprendente que judíos, cristianos, musulmanes y budistas, cada uno por su cuenta e individualmente, hayan dado voz a perspectivas e intuiciones iguales, lo cual solo significa que la cognición y la emoción humanas son más profundas que la religión. (Pero eso ya lo sabíamos, ¿no?) No significa que todas las religiones entiendan nuestras posibilidades espirituales igual de bien.

Una forma de esquivar este punto es decir que todas las enseñanzas espirituales son inflexiones de la misma «filosofía perenne». El escritor Aldous Huxley puso de relieve esta idea cuando publicó una antología con este título y la justificó como sigue:

Filosofía perenne. La frase fue acuñada por Leibniz; pero la cosa –la metafísica que reconoce una Realidad divina sustancial al mundo de las cosas, las vidas y las mentes; la psicología que halla en el alma algo parecido a la Realidad divina, o incluso idéntica a ella; la ética que sitúa la finalidad última del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y trascendente de todos los seres–, la cosa es inmemorial y universal. Encontramos rudimentos de la filosofía perenne en la sabiduría tradicional de los pueblos primitivos de todas las regiones del mundo, y en su forma plenamente desarrollada ocupa un lugar en las principales religiones. Una versión de este máximo factor común en todas las teologías precedentes y subsiguientes fue escrita por primera vez hace más de veinticinco siglos, y desde entonces se ha tratado el inagotable tema una y otra vez, desde la perspectiva de cada una de las religiones y en las principales lenguas de Asia y Europa.2

Aunque Huxley fue muy cauto en sus palabras, la noción de «máximo factor común» como punto de unión de todas las religiones empieza a dividirse en el momento en que ejercemos cierta presión en busca de detalles. Por ejemplo, las religiones de Abraham son incorregiblemente dualistas y se basan en la fe: en el judaísmo, el cristianismo y el islam el alma humana se concibe como algo genuinamente separado de la realidad divina de Dios. La actitud adecuada para la criatura que se encuentra en esta circunstancia es una mezcla de terror, vergüenza y estupefacción. En el mejor de los casos, las nociones de amor y gracia de Dios proporcionan cierto alivio, pero el mensaje central de estas fes es que cada uno de nosotros está separado de una autoridad divina y a la vez está en relación con ella, y esa autoridad divina castigará a todo el que albergue la más mínima sospecha sobre su supremacía.

La tradición oriental presenta una imagen muy diferente de la realidad. Y sus enseñanzas más elevadas –las de las distintas escuelas budistas y la tradición hindú llamada Vedanta Advaita– trascienden explícitamente el dualismo. Según todas estas enseñanzas, la conciencia de cada uno de nosotros es idéntica precisamente a esa realidad que bien podríamos confundir con Dios. Aunque tales enseñanzas afirmen cosas que cualquier estudiante serio de ciencias consideraría increíbles, se centran en una serie de experiencias que tanto el judaísmo como el cristianismo y el islam consideran zona prohibida.

Qué duda cabe de que místicos judíos, cristianos o musulmanes concretos han tenido experiencias parecidas a las que han dado origen al budismo y el advaita, pero estas perspectivas contemplativas no son representativas de su fe, sino más bien hechos anómalos que los místicos occidentales siempre han luchado por entender y honrar, a menudo corriendo un considerable riesgo personal. Dado su peso, estas experiencias han sido causa de heterodoxias por las que muchas veces se ha exiliado o matado a judíos, cristianos y musulmanes.

Como Huxley, cualquiera que decida encontrar una feliz síntesis entre las diferentes tradiciones espirituales, verá que las palabras del místico cristiano Meister Eckhat (c. 1260-1327) sonaban muchas veces a budistas: «El conocedor y lo conocido son uno. Los simples se imaginan que verán a Dios como si él estuviera allá y ellos aquí. No es así. Dios y yo somos uno en el conocimiento». Pero sus palabras también sonaban a alguien condenado a ser excomulgado por su iglesia… y así fue. Si Eckhart hubiera vivido un poco más, seguro que le habrían arrastrado a la calle para quemarlo por sus expansivas ideas. Es una considerable diferencia entre el cristianismo y el budismo.

En el mismo sentido, es engañoso considerar que el sufí místico Al-Hallaj (858-922) representa el islam. Era musulmán, sí, pero sufrió la más horrible de las muertes imaginables en manos de sus correligionarios por suponer que era uno con Dios. Tanto Eckhart como Al-Hallaj dieron voz a una experiencia de autotrascendencia de la que cualquier ser humano, en principio, puede gozar. Sin embargo, sus puntos de vista no eran coherentes con las enseñanzas fundamentales de sus fes respectivas.

En comparación, la tradición india está libre de problemas de este tipo. Aunque las enseñanzas del budismo y del advaita se insieren en religiones más o menos convencionales, contienen perspectivas empíricas sobre la naturaleza de la conciencia que no dependen de la fe. Podemos practicar la mayor parte de las técnicas de meditación budista o el método de las autopreguntas del advaita y experimentar los cambios percibidos en nuestra conciencia sin tener que creer en la ley del karma o en los milagros atribuidos a los místicos indios. En cambio, para iniciarnos como cristianos debemos aceptar de entrada una docena de cosas imposibles sobre la vida de Jesús y los orígenes de la Biblia. Y lo mismo puede decirse, excepto por unos pocos detalles sin importancia, del judaísmo y del islam. Si resulta que alguien descubre que el creer que es un alma individual es una ilusión, será acusado de blasfemia en cualquier parte al oeste del Indo.

Está fuera de toda duda que muchas disciplinas religiosas pueden proporcionar experiencias interesantes en las mentes adecuadas. Pero debe quedar claro que comprometerse con una práctica basada en la fe (y probablemente delirante), tenga los efectos que tenga, no es lo mismo que investigar la naturaleza de la mente sin asumir ninguna doctrina. Afirmaciones como esta pueden parecer diametralmente antagonistas de las religiones de Abraham, pero no por ello son menos autènticas: se puede hablar de budismo prescindiendo de sus milagros y asunciones irracionales. No se puede decir lo mismo del cristianismo o del islam.3

La relación de Occidente con la espiritualidad oriental se remonta como mínimo a la campaña de Alejandro Magno en la India, donde el joven conquistador y sus filósofos conocieron ascetas desnudos a los que llamaron «gimnosofistas». A menudo se dice que el pensamiento de estos yoguis influyó sobremanera en el filósofo Pirrón, el padre del escepticismo griego, lo cual debe de ser verdad a juzgar por lo mucho que sus enseñanzas tienen en común con el budismo. Pero estas perspectivas y métodos contemplativos nunca llegaron a formar parte de ningún sistema de pensamiento en Occidente.

Los estudios serios sobre el pensamiento oriental a cargo de personas no implicadas en dicho pensamiento no llegaron hasta finales del siglo XVIII. Por lo que sabemos, la primera traducción de un texto sánscrito a una lengua occidental fue la que hizo, en 1785, sir Charles Wilkins del Bhagavad-gita, un texto clave del hinduismo. El canon budista no volvió a atraer la atención de los estudiosos occidentales hasta al cabo de otros cien años.4

La conversación entre Oriente y Occidente empezó con toda seriedad, si bien de un modo poco propicio, con el nacimiento de la Sociedad Teosófica, ese golem de hambre espiritual y autoengaño que vino a este mundo de la mano casi exclusivamente de la incomparable madame Helena Petrovna Blavatsky, en 1875. Era como si todo lo que envolvía a Blavatsky desafiase la lógica terrenal: era una mujer tremendamente gorda de la que se decía que anduvo sola y sin ser vista por las montañas tibetanas durante siete años. También se creía que había sobrevivido a naufragios, heridas de bala y luchas de espadas. Ya sin tanto poder de persuasión, Blavatski decía estar en contacto físico con miembros de la «Gran Hermandad Blanca» de maestros ascendidos –unos seres inmortales responsables de la evolución y mantenimiento del cosmos en su totalidad–. Su líder procedía del planeta Venus, pero vivía en el mítico reino de Shambhala, que Blavatsky situaba en algún sitio próximo al desierto de Gobi. Bajo el burocrático y sospechoso nombre de «Señor del Mundo», este líder supervisaba el trabajo de los otros adeptos, incluidos Buda, Maitreya, Maha Chohan y un tal Koot Hoomi, que, según parece, no tenía nada mejor que hacer que ir por el mundo transmitiendo sus secretos a Blavatsky.5

Siempre resulta sorprendente cuando una persona atrae a hordas de seguidores y construye una gran edificio sobre su generosidad al mismo tiempo que trafica con mitología de tres al cuarto. Sin embargo, tal vez esto no fuera tan evidente en un tiempo en el que incluso la gente más ilustrada se esforzaba por asimilar la electricidad, la evolución y la existencia de otros planetas. Qué fácilmente olvidamos cómo de repente, al final del siglo XIX, el mundo se encogió y el cosmos se expandió. Las barreras geográficas entre culturas alejadas se rompieron gracias al comercio y las conquistas (entonces se podía pedir un gintónic en casi todos los lugares del mundo), y sin embargo la realidad de fuerzas ocultas y de mundos extraterrestres constituían un centro de interés cotidiano de la investigación científica más rigurosa. Inevitablemente, los transversales descubrimientos científicos se entremezclaron en la imaginación popular con los dogmas religiosos y el ocultismo tradicional. De hecho, esto sucedió, al más alto nivel del pensamiento humano, durante más de un siglo: siempre es instructivo recordar que el padre de la física moderna, Isaac Newton, gastó una considerable parte de su genio en estudios sobre teología, profecías bíblicas y alquimia.

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