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La verdad del sufrimiento

Estoy sentado en una cafetería en el centro de Manhattan, tomando exactamente lo que me apetece (café), comiendo exactamente lo que me apetece (una galleta) y haciendo exactamente lo que me apetece (escribir este libro). Es un bonito día de otoño y muchas de las personas que caminan por la acera parecen irradiar buena suerte por todos sus poros. Las hay tan atractivas físicamente que empiezo a preguntarme si no será que hoy en día se puede aplicar el Photoshop al cuerpo humano. En ambas direcciones de esta calle, y varios cientos de metros en cada sentido, las tiendas venden joyas, obras de arte y ropa que ni siquiera el 1 % de la humanidad tiene alguna posibilidad de comprar.

Así pues, ¿a qué se refería Buda cuando hablaba del «estado de insatisfacción» (dukkha) de la vida? ¿Se refería solamente a los pobres y a los hambrientos? ¿O esas personas ricas y guapas resulta que sufren también? Por supuesto, el sufrimiento nos rodea por todas partes, incluso aquí, donde por ahora todo parece que vaya como una seda.

Primero de todo, lo más obvio: a unas cuantas manzanas de donde estoy sentado, hay hospitales, residencias de convalescencia, consultorios psiquiátricos y otros edificios cuya finalidad es mitigar, o simplemente contener, algunas de las formas más profundas de la miseria humana. Un hombre atropella a su propio hijo cuando sale de su casa marcha atrás. Una mujer se entera de que sufre un cáncer el día antes de su boda. Sabemos que a cualquier persona le puede pasar lo peor y en cualquier momento…, y la mayoría gastan una gran parte de su energía mental esperando que no les pase a ellas.

Todavía podemos encontrar otras formas de sufrimiento, incluso entre quienes parece que tienen todos los motivos para estar satisfechos en el presente. Aunque la riqueza y la fama garantizan muchas formas de placer, pocos nos hacemos la ilusión de que garanticen la felicidad. Cualquiera que tenga televisión o que lea un periódico habrá visto estrellas del cine, políticos, atletas profesionales y otras celebridades rebotar de un matrimonio a otro y de un escándalo al siguiente. Enterarnos de que una persona joven, atractiva, inteligente y con éxito es, pese a ello, adicta a las drogas o sufre una depresión clínica casi ya no nos causa sorpresa.

Sin embargo, lo insatisfactorio de la buena vida transcurre a una mayor profundidad. Aunque vivamos sintiéndonos a salvo entre una crisis y la siguiente, la mayoría de nosotros tenemos una amplia gama de emociones dolorosas todos los días. ¿Estás contento al levantarte por la mañana? ¿Cómo te sientes en el trabajo o cuando te miras al espejo? ¿Hasta qué punto te sientes satisfecho de lo que has hecho en tu vida? Del tiempo que compartes con tu familia, ¿cuánto lo pasas entregado al amor y al agradecimiento y cuánto lo pasas simplemente intentando ser feliz en compañía de otras personas? La vida es difícil incluso para los que tienen una suerte extraordinaria. Y cuando nos fijamos en lo que la hace difícil, vemos que todos somos prisioneros de nuestros propios pensamientos.

Y luego está la muerte, que nos vence a todos. La mayoría de la gente cree que solo tenemos dos formas de pensar en la muerte: temerla y hacer todo lo posible por ignorarla o negar que es real. La primera estrategia nos lleva a una vida de convencional mundanalidad y distracción –solo nos mueve el placer y el éxito, y el hacer todo lo posible para mantener la realidad de la muerte fuera de nuestro campo de visión–. La segunda estrategia es el territorio de la religión, que nos asegura que la muerte no es más que una puerta hacia otro mundo y que las mejores oportunidades de la vida llegan una vez finalizada la vida del cuerpo. Sin embargo, existe otro camino, y todo indica que es el único compatible con la honradez intelectual. Este camino es el objeto de este libro.

La iluminación

¿Qué es la iluminación, de la que tan a menudo se habla como del fin último de la meditación? Hay numerosos detalles esotéricos que podemos ignorar tranquilamente, por ejemplo los desacuerdos entre las diferentes tradiciones contemplativas sobre qué, exactamente, se gana o se pierde al final del camino espiritual. Mucho de lo que se dice sobre este aspecto son ridiculeces. En muchas escuelas budistas, por ejemplo, un buda –ya sea el buda histórico, Siddharta Gautama, o cualquier otra persona que alcance el estado de «completa iluminación»– se describe en general como «omnisciente». Lo que esto significa ya plantea una buena dosis de objeciones. Y por más precisa que sea la definición, la afirmación es absurda. Si el buda histórico fuera «omnisciente», hubiera sido, como mínimo, un mejor matemático, físico, biólogo y concursante de Jeopardy que cualquier otra persona que haya vivido jamás. ¿Es razonable esperar que un ascético del siglo V antes de Cristo, gracias a su bagaje meditativo, se convirtiera espontáneamente en un genio sin precedentes en todos los campos de la investigación humana, incluidos los que no existían en el momento en que él vivió? ¿Siddharta Gautama hubiera impresionado a Kurt Gödel, Alan Turing, John von Neumann y Claude Shannon con su dominio de la lógica matemática y de la teoría de la información?

Cualquier ampliación de la noción de «omnisciente» al conocimiento procedimental –es decir, el saber cómo hacer algo– haría que Buda fuera capaz de pintar la Capilla Sixtina por la mañana y destrozar a Roger Federer en el Centre Court por la tarde. ¿Existe alguna razón para creer que Siddharta Gautama, o cualquier otro contemplativo célebre, poseyera tales habilidades gracias a su práctica espiritual? Para nada. Sin embargo, muchos budistas creen que los budas pueden hacer estas cosas y más. Repito, esto es dogmatismo religioso y no un planteamiento racional de la vida espiritual.14

En este libro no pretendo apoyar la magia ni los milagros. Sin embargo, sí digo que el verdadero objetivo de la meditación es más profundo de lo que cree la mayoría de la gente… y desde luego abarca muchas de las experiencias que dicen haber tenido los místicos tradicionales. Es posible dejar de sentirse como un yo separado y experimentar una especie de conciencia sin fronteras, abierta –dicho en otras palabras, sentirse uno con el cosmos–. Esto dice mucho sobre las posibilidades de la conciencia humana, pero no dice nada del universo en general. Y no arroja ninguna luz sobre las relaciones entre mente y materia. El hecho de que sea posible amar a nuestro vecino igual que a nosotros mismos debería ser un gran descubrimiento para el campo de la psicología, pero no hace creíble la afirmación de que Jesús era el hijo de Dios, o de que Dios existe. Tampoco sugiere que de alguna manera la «energía» del amor invada el cosmos. Esto son afirmaciones históricas y metafísicas que la experiencia personal no puede justificar.

Sin embargo, un fenómeno como el del amor que nos autotrasciende nos da derecho a decir determinadas cosas sobre la mente humana. Y esta particular experiencia está tan bien documentada y la alcanzan tan fácilmente quienes se dedican a prácticas específicas (por ejemplo, la técnica budista de la meditación metta) o toman la droga adecuada (MDMA) que hay muy poca controversia sobre su existencia. Hechos como este tienen que ser entendidos ahora en un contexto racional.

El objetivo tradicional de la meditación es alcanzar un estado de bienestar que sea imperturbable (o, si se perturba, que la imperturbabilidad se recupere enseguida). El monje francés Matthieu Ricard describe esta felicidad como «una profunda sensación de florecimiento que surge de una mente excepcionalmente sana».15 El objetivo de la meditación es reconocer que ya tenemos esta mente. Este descubrimiento, a su vez, nos ayuda a dejar de hacer las cosas que provocan confusión y sufrimiento innecesarios para uno mismo y para los demás. Por supuesto la mayoría de las personas nunca llegan a dominar verdaderamente la práctica y no alcanzan esa condición de felicidad imperturbable. Por lo tanto, la meta más cercana será tener una mente cada vez más sana, es decir, mover nuestra mente en la dirección correcta.

Nada tiene de nuevo intentar llegar a ser feliz. Y podemos llegar a serlo, dentro de ciertos límites, sin tener que recurrir para nada a la meditación. Pero no se puede confiar en las fuentes de felicidad convencionales, puesto que dependen de condiciones cambiantes. Es difícil crear una familia feliz, mantener la salud propia y de las personas queridas, ganar dinero y encontrar formas creativas y enriquecedoras de disfrutarlo, cultivar amistades profundas, contribuir a la sociedad de modos emocionalmente gratificantes, perfeccionar múltiples y diversas habilidades artísticas, deportivas e intelectuales… y hacer que la maquinaria de la felicidad funcione un día tras otro. No tiene nada de malo querer sentirse satisfecho en todas las facetas mencionadas, salvo que, si nos fijamos más detenidamente en ello, veremos que hay algo que sigue fallando. Estas formas de felicidad no acaban de ser buenas del todo. Nuestro sentimiento de realización no es duradero. Y el estrés vital continúa.

Entonces, ¿en qué ha de ser maestro un maestro espiritual? Como mínimo, no sufrirá ciertas ilusiones cognitivas y emocionales; sobre todo no se sentirá identificado con sus pensamientos. Insisto en que ello no significa que esta persona deje de pensar, sino que ya no sucumbirá a la primaria confusión que provocan los pensamientos en la mayoría de nosotros: ya no sentirá que existe un yo interior que es quien piensa esos pensamientos. Esta persona mantendrá naturalmente una apertura y una serenidad mental que la mayoría de nosotros alcanzamos solo durante breves momentos, incluso tras años de práctica. Sigo siendo agnóstico respecto a si hay alguien que haya logrado mantener este estado permanentemente, pero por experiencia directa sé que es posible estar mucho más iluminado de lo que suelo estar.

El hecho de que la iluminación sea o no un estado permanente no tiene que detenernos. Lo crucial es que vislumbremos algo sobre la naturaleza de la conciencia que nos libere del sufrimiento en el momento presente. Solo con reconocer la impermanencia de nuestros estados mentales –profundamente, no solo como una idea–, podemos transformar nuestra vida. Todos y cada uno de los estados mentales que hemos tenido han surgido y luego se han desvanecido. Este es un hecho en primera persona –pero, pese a ello, es un hecho que cualquier ser humano podrá confirmar fácilmente–. No tenemos que saber nada más sobre el cerebro o sobre la relación entre la conciencia y el mundo físico para entender esta verdad sobre nuestra propia mente. La promesa de una vida espiritual –de hecho, exactamente lo que la hace espiritual en el sentido que invoco en este libro– es que hay verdades sobre la mente que es mejor que conozcamos. Lo que necesitamos para ser más felices y para hacer que el mundo sea un lugar mejor no son más ilusiones piadosas, sino una comprensión más clara de cómo son las cosas.

En el momento en que admitimos la posibilidad de llegar a tener una perspectiva contemplativa –y de entrenar nuestra mente para lograr ese objetivo–, tenemos que reconocer que la gente cae naturalmente en diferentes puntos en el continuo entre la ignorancia y la sabiduría. Parte de esta franja se considerará «normal», pero que sea normal no quiere decir que necesariamente sea un espacio en el que sentirse feliz. Al igual que el cuerpo y las capacidades físicas de las personas pueden refinarse –los atletas olímpicos no son normales–, la vida mental puede profundizarse y ampliarse mediante la capacidad y el entrenamiento. Esto es casi evidente, pero sigue siendo un punto polémico. Nadie duda cuando se trata de admitir el papel de la capacidad y el entrenamiento en el contexto de las actividades físicas e intelectuales; nunca he conocido a nadie que niegue que algunos de nosotros somos más fuertes, o más atléticos, o más sabios que otros. Sin embargo, a muchas personas les cuesta reconocer que existe un continuo de sabiduría moral y espiritual o que existan formas mejores y peores de transitarlo.

Así pues, las fases del desarrollo espiritual parecen inevitables. Igual que crecemos físicamente para llegar a adultos –y durante el proceso puede haber fallos en la maduración, o podemos enfermar o sufrir accidentes–, nuestra mente también se va desarrollando gradualmente. No podremos aprender habilidades sofisticadas como el razonamiento silogístico, el algebra o la ironía hasta que hayamos adquirido otras habilidades básicas. En mi opinión la vida espiritual no puede empezar hasta que no haya madurado lo suficiente la vida física, mental, social y ética. Tenemos que aprender a usar el idioma antes de poder trabajar con él creativamente o entender sus límites, lo mismo que el yo convencional tiene que estar formado antes de poder investigarlo y entender que no es lo que parece que es. La habilidad para examinar el contenido de la propia conciencia con claridad, desapasionada y no discursivamente, con la suficiente atención como para darnos cuenta de que no existe ningún yo interior, es una técnica muy sofisticada. Y, sin embargo, el mindfulness básico se puede empezar a practicar desde la más tierna infancia. Muchas personas, entre ellas mi esposa, han logrado enseñársela a niños de seis años. A esa edad –y a todas las edades a partir de ese momento– puede ser una poderosa herramienta para la autorregulación y la autoconciencia.

Hace tiempo que los contemplativos ya han entendido que los hábitos mentales positivos es mejor verlos como habilidades que la mayoría aprendemos imperfectamente mientras nos acercamos a la edad adulta. Es posible llegar a ser personas más concentradas, más pacientes y más compasivas de lo que seríamos naturalmente y hay muchas maneras de aprender a ser feliz en este mundo. Son verdades que la ciencia psicológica occidental ha comenzado a explorar hace muy poco.

Existen personas que están felices en medio de privaciones y peligros, mientras que otras se sienten miserables, a pesar de tener toda la suerte del mundo. Ello no quiere decir que las circunstancias externas no importen. Pero es nuestra mente, más que las circunstancias, lo que determina la calidad de nuestra vida. Nuestra mente es la base de todo lo que experimentamos y de todas las contribuciones que hacemos a la vida de los demás. Teniendo en cuenta este hecho, merece la pena entrenarlo.

Por lo general, los científicos y los escépticos creen que las clásicas afirmaciones de los yoguis y los místicos deben de ser exageradas o simplemente engañosas y que el único propósito racional de la meditación se limita a la convencional «disminución del estrés». Por el contrario, los que se dedican a estudiar seriamente estas prácticas a menudo insisten en que hasta las afirmaciones más extravagantes de los maestros espirituales, o las que se hacen sobre ellos, son ciertas. Lo que yo intento es llevar al lector por un camino intermedio entre los dos extremos: un camino que protege nuestro escepticismo científico, pero que a la vez reconoce que es posible transformar de forma radical nuestra mente.

En cierto modo, el concepto budista de iluminación es realmente el epítome de la «disminución del estrés», y dependiendo de cuánto estrés disminuamos, los resultados de la práctica parecerán más o menos profundos. De acuerdo con las enseñanzas budistas, los seres humanos tienen una visión distorsionada de la realidad, que los lleva a un sufrimiento innecesario. Nos aferramos a placeres transitorios. Nos entristecemos por el pasado y nos inquietamos por el futuro. Seguimos intentando apoyar y defender a un yo egoísta que no existe. Todo esto provoca estrés y la vida espiritual es un proceso mediante el que desenmarañamos progresivamente nuestra confusión y acabamos con el estrés. Según la visión budista, viendo las cosas tal como son dejamos atrás nuestros sufrimientos habituales y nuestra mente se abre a estados de bienestar que son intrínsecos a la naturaleza de la conciencia.

Desde luego hay personas que dicen estar encantadas con el estrés y parecen entusiasmadas viviendo según la lógica que el estrés impone. Las hay que incluso encuentran placer en imponerlo a los demás. Se atribuye a Genghis Khan las palabras siguientes: «La mayor felicidad consiste en dispersar al enemigo y ponerlo frente a ti, ver sus ciudades reducidas a cenizas, ver a los que ama bañados en lágrimas y tener entre tus brazos a sus esposas e hijas». La gente da muchos significados a palabras como felicidad y no todos son compatibles entre sí.

En The Moral Landscape decía que tendemos a una confusión innecesaria debido a las diferentes opiniones sobre el tema del bienestar humano. Qué duda cabe de que algunas personas obtienen placer mental –e incluso experimentan un auténtico éxtasis– con comportamientos que producen un inmenso sufrimiento a otras. Pero sabemos que estos estados son anómalos, o, por lo menos, no son sostenibles, puesto que las personas dependemos unas de otras más o menos para todo. Sea cual sea el placer que se derive de ello, la violación y el pillaje no pueden ser una estrategia estable para encontrar la felicidad en este mundo. Dados nuestros requerimientos sociales, sabemos que las formas de bienestar más profundas y duraderas tienen que ser compatibles con una preocupación ética por los demás –incluso por los desconocidos– porque de otro modo el conflicto violento resulta inevitable. También sabemos que hay ciertas formas de felicidad inalcanzables, aunque, como Genghis Khan, se esté en el bando ganador en todas las batallas. Algunos placeres son intrínsecamente éticos –sentimientos como el amor, el agradecimiento, la devoción y la compasión–. Habitar esos estados mentales es, por definición, armonizar con los demás.

Según mi punto de vista, el objetivo realista que se pretende alcanzar mediante la práctica espiritual no es un estado de iluminación permanente gracias al que ya no debamos esforzarnos más, sino una capacidad de ser libres en este momento, sea lo que sea lo que esté sucediendo. Si somos capaces de esto, habremos solucionado la mayor parte de los problemas que nos presenta la vida.

2. El misterio de la conciencia

Investigar sobre la naturaleza de la conciencia en sí misma –y la transformación de su contenido mediante un entrenamiento intencionado– es la base de la vida espiritual. Pero en términos científicos la conciencia sigue siendo sumamente difícil de entender e incluso de definir. De hecho, ha habido muchos debates sobre su carácter sin que los participantes hayan encontrado ni siquiera un tema común como común denominador. Aunque no hay ninguna necesidad de volver a la historia de nuestra confusión sobre este aspecto, será útil en cambio que examinemos brevemente por qué la conciencia todavía plantea un reto único a la ciencia. Después veremos que la espiritualidad no solo es importante para vivir bien la vida; la verdad es que resulta imprescindible para entender la mente humana.

En uno de los más influyentes ensayos que se han escrito sobre la conciencia, el filósofo Thomas Nagel nos pide que nos planteemos como debe ser ser murciélago.1 Lo que le interesa no son los murciélagos, sino la definición del concepto de «conciencia». Según Nagel, un organismo es consciente «si, y solo si, existe algo que sea como ser ese organismo –algo que sea como para el organismo». Tanto si nos parece una afirmación brillante como si nos parece trivial o simplemente incomprensible probablemente dice mucho sobre nuestro apetito de filosofía. Podemos defender ambas cualificaciones, «brillante» y «trivial», pero la afirmación de Nagel no nos tiene que dejar perplejos. Solo nos está pidiendo que nos imaginemos intercambiar el puesto con un murciélago. Si nos dejaran con cualquier experiencia, por muy indescriptible que esta fuera –un espectro de visiones, sonidos, sensaciones y sentimientos–, eso es lo que es la conciencia en el caso de un murciélago. Pero si ser transformado en un murciélago es equivalente a una aniquilación, entonces los murciélagos no son conscientes.2 Lo que quiere decir Nagel es que, sea lo que sea que pueda implicar la conciencia en términos físicos, la diferencia entre eso y la inconsciencia es una cuestión de experiencia subjetiva. Tanto si la luz está encendida como si no lo está.3

Pero la experiencia es una cosa y nuestra creciente visión científica de la realidad otra. En este momento puede que tú, lector, seas sumamente consciente de estar leyendo este libro, pero eres completamente inconsciente de los acontecimientos electroquímicos que suceden en cada uno de los trillones de sinapsis de tu cerebro. Por mucha física, química y biología que sepas, vives en otra parte. En cuanto a tu experiencia, no eres un cuerpo de átomos, moléculas y células; eres conciencia y su contenido siempre cambiantes, pasando por diferentes fases de sueño y vigilia, desde que naces hasta que mueres.

Y la cuestión de cómo se relaciona la conciencia con el mundo físico sigue siendo una célebre cuestión por resolver. Hay razones para creer que la emergencia de la conciencia se basa en el procesamiento de información en complejos sistemas como el cerebro humano, porque cuando miramos el universo vemos que está repleto de estructuras y procesos más simples, como las estrellas y la fusión nuclear respectivamente, que no ofrecen ningún signo visible de conciencia. Pero aquí nuestra intuición no llega muy lejos. Bien mirado, ¿qué apariencia tendría el sol si fuera consciente? A lo mejor exactamente la misma que ahora. (¿Esperaríamos que hablara?) Y, sin embargo, parece ser mucho menos probable que las estrellas sean conscientes y simplemente estén calladas que no que carezcan por completo de vida interior.

Sea cual fuere la relación última entre la conciencia y la materia, casi todo el mundo estará de acuerdo en que en un determinado momento en el desarrollo de los organismos complejos, como nosotros mismos, la conciencia parece emerger. Dicha emergencia no depende de un cambio de material, puesto que tú, lector, y yo estamos hechos de los mismos átomos que un helecho o un bocadillo de jamón. En cambio, el nacimiento de la conciencia debe ser el resultado de una organización: la disposición de los átomos de una cierta forma parece que da lugar a una experiencia de ser precisamente ese conjunto de átomos. No cabe ninguna duda de que este es uno de los misterios más profundos que nos es dado contemplar.4

De todas maneras, Nagel estaba en lo cierto al observar que la realidad de la conciencia es, en primer lugar y principalmente, subjetiva, puesto que es simplemente el hecho de la subjetividad misma. Y que algo parezca consciente desde fuera no es exactamente el problema. Resulta que conozco a alguien que una vez se despertó durante una operación en la que le habían puesto anestesia general. Pero debido al componente paralizante de la anestesia no podía decir a los médicos que estaba despierto y que se daba cuenta de bastantes más cosas de las que le hubiera gustado. Fue, cuando menos, bastante inoportuno, ya que lo que le estaban haciendo era un trasplante de hígado. Si creemos que la parte más importante de la conciencia es su vínculo con el habla y el comportamiento, dediquemos un momento a considerar el problema de la «conciencia de la anestesia». Es un buen remedio para mucha filosofía barata.5

Sin duda es un signo de progreso intelectual que un debate sobre la conciencia ya no tenga que iniciarse discutiendo sobre su existencia. Decir que la conciencia puede que solo parezca existir, desde dentro, es admitir su plena existencia, puesto que si las coas parecen en cualquier forma, eso es conciencia. Incluso si resulta que soy un cerebro en un murciélago en este momento –y todos mis recuerdos son falsos, y todas mis percepciones son de un mundo que no existe–, el hecho de que estoy teniendo una experiencia es indiscutible (por lo menos para mí). Esto es todo lo que necesito (yo o cualquier otro ser sensible) para establecer plenamente la realidad de la conciencia. La conciencia es lo único en este universo que no puede ser una ilusión.6

A medida que nuestro conocimiento del mundo físico ha ido evolucionando, nuestra noción de lo que consideramos «físico» se ha ampliado considerablemente. Un mundo repleto de campos y fuerzas, fluctuaciones del vacío y demás etéreos frutos de la física moderna no es el mundo físico del sentido común. De hecho, es como si nuestro sentido común se hubiera quedado atrapado en algún lugar del siglo XVI. También se olvida generalmente que muchos de los patriarcas de la física de la primera mitad del siglo XX rebatieron regularmente la «fisicalidad» del universo y pusieron la mente –o los pensamientos, o la propia conciencia– en la fuente misma de la realidad. Según parece, las visiones no reduccionistas como las de Arthur Eddington, James Jeans, Wolfgang Pauli, Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger no han tenido efectos duraderos.7 En cierto sentido deberíamos estar agradecidos por ello, ya que el panorama era de bastante confusión. Por ejemplo, Pauli era partidario de Carl Jung, que según parece analizó no menos de 1.300 sueños de grandes personajes.8 Aunque Pauli era uno de los titanes de la física, sus ideas acerca de la irreductibilidad de la mente probablemente tenían tanto que ver con la febril imaginación de Jung como con la mecánica cuántica.

El atractivo de lo numeroso terminó apagándose. Cuando los físicos descendieron al serio asunto de construir bombas, aparentemente regresamos al universo de los objetos y a un estilo de discurso, a través de todas las ramas de la ciencia y la filosofía, en el que todo hacía pensar que la mente estaba ya madura para la reducción al mundo «físico».

Estos desarrollos han incomodado enormemente a los pensadores new age…, o los hubieran incomodado si se hubieran dignado tenerlos en cuenta. Los autores que se esfuerzan por vincular la espiritualidad a la ciencia suelen poner sus esperanzas en las confusiones de «la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica», que se toman como prueba de que la conciencia desempeña un papel central a la hora de determinar el carácter del mundo físico. Si nada es real hasta que es observado, la conciencia no puede surgir de los acontecimientos electroquímicos que tienen lugar en los cerebros de animales como nosotros mismos, sino que ha de ser parte del tejido mismo de la realidad. Pero simplemente esta no es la postura de la física convencional. Es cierto que, de acuerdo con la interpretación de Copenhague, los sistemas de la mecánica cuántica no se comportan de forma clásica hasta que son observados, y que, antes de serlo, al parecer existen en múltiples y diferentes estados simultáneamente. Pero lo que se considera como «observación» según el punto de vista de Copenhague original nunca se ha definido con claridad. Desde entonces la noción se ha refinado y nada tiene que ver con la conciencia. Los misterios de la mecánica cuántica no se han resuelto en absoluto: la imagen física es extraña, la mires como la mires. Y todavía no se acaba de entender cómo es que una realidad mecánica cuántica subyacente se convierte en el mundo aparentemente clásico de mesas y sillas. De todas formas, no hay ninguna razón para pensar que la conciencia forme parte integral del proceso. Por consiguiente, seguramente quien fundamente su espiritualidad en las erróneas interpretaciones de la física de la década de 1930 va a sentirse decepcionado. Tal como veremos, el vínculo entre espiritualidad y ciencia tiene que encontrarse en otra parte.9

Sabemos, claro está, que las mentes humanas son el producto de los cerebros humanos. No se plantea ninguna duda sobre el hecho de que nuestra capacidad para descodificar y entender esta frase depende de sucesos neurofisiológicos que tienen lugar en el interior de nuestra cabeza en este momento. Pero la mayor parte de este trabajo mental se produce completamente a la sombra, y es un misterio por qué cualquier parte del proceso ha de ir acompañado por la conciencia. No hay nada acerca del cerebro, cuando este se examina como sistema físico, que sugiera que es un lugar de experiencia. Si nosotros mismos no tuviéramos conciencia, no encontraríamos ninguna prueba de ella en el universo, ni tampoco tendríamos noción alguna de los múltiples estados experienciales a los que da origen. La única prueba de que es algo como es ser tú en este momento es el hecho (solo obvio para ti) de que es algo como es ser tú.10

Sea como sea que nos propongamos explicar el surgimiento de la conciencia –en términos biológicos, funcionales, computacionales u otros–, nuestro compromiso llega hasta esto: primero existe un mundo físico, inconsciente y rebosante de acontecimientos no percibidos; luego, a causa de alguna propiedad o proceso físico, la conciencia misma da un brinco, o se tambalea, y pasa a ser. A mi esta idea no solo me parece extraña, sino que además me resulta perfectamente misteriosa. Ello no significa que no sea verdad. De todas formas, cuando nos detenemos en los detalles, esta noción de emergencia no parece más que un espacio para el milagro.

La conciencia –el mero hecho de que el universo está iluminado por la capacidad de sentir– es precisamente lo que no es la inconsciencia. Y creo que ninguna descripción de la complejidad inconsciente puede explicarla completamente. Afirmar simplemente que la conciencia surgió en algún punto de la evolución de la vida, y que es el resultado de una específica disposición de neuronas que se encienden en concierto en el cerebro de un individuo, no nos da ninguna idea sobre cómo pudo emerger de un proceso inconsciente, incluso en un principio. De todas formas, esto no quiere decir que tengan que ser ciertas otras tesis sobre la conciencia. La conciencia puede muy bien ser el legítimo producto de un proceso de información inconsciente. Pero no sé lo que significa esta frase en realidad, y no creo que lo sepa nadie.11 Esta situación se ha calificado como «vacío explicativo»12 o «difícil problema de la conciencia»,13 y seguramente es ambas cosas. Algunos filósofos han sugerido que la relación entre la mente y el cuerpo solo se entenderá con referencia a conceptos que no son ni físicos ni mentales, sino que, en cierto modo, son «neutros».14 Según otros, la conciencia puede conocerse en tanto que producto de causas físicas, pero no puede reducirse conceptualmente a dichas causas.15 Otros sostienen que la noción de una explicación física no reduccionista es incoherente.16

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