Kitabı oku: «El ritmo perdido», sayfa 2

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Don Ernesto Feria, el médico de Gibraleón, era también intelectual humanista y buen tocador de bandurria. Tenía casa en Castillejos y de vez en cuando venía, reunía a unos cuantos amigos guitarreros y cantores nada abstemios, salía con ellos de ronda por las empinadas calles. En ciertas épocas del año era frecuente despertar de madrugada con don Ernesto y sus secuaces interpretando temas de María Dolores Pradera al otro lado del postigo. Su sobrino, que era amigo mío y tocaba la guitarra con él, me presentó a sus primas y luego me llevó a casa de don Ernesto, quien escuchó con sorna mis incipientes veleidades filosóficas y me prestó libros muy subrayados e incomprensibles de Jean-Paul Sartre. Conforme avancé un poco con la guitarra, aprendí algunos de sus temas favoritos, para poder acompañarle en sus rondas, que duraban a veces varios días, a base de vino blanco.

Después de tres años en Castillejos, nos fuimos a vivir a La Puebla de Guzmán, tan sólo a quince kilómetros. Los amigos de allí, a los que ya conocíamos porque venían a las fiestas, eran muy musiqueros, compraban más discos que nosotros. La gente «maja», como decíamos entonces, viajaba de pueblo en pueblo en los autobuses de Damas, para conocerse, enseñarse los discos, comentar a media voz lo que estaba pasando en el país y en el mundo. Así empezamos a escuchar también a Dylan, a Hendrix, a Janis, a Santana, a John Mayall y los Bluesbreakers, a Miles Davis. Algunos discos causaron verdadera sensación: ante la portada del Sergeant Pepper’s de los Beatles nos agrupamos por primera vez como adorando a un icono de múltiples cabezas.5 También recuerdo un recopilatorio fantástico, Llena tu cabeza de rock, con Jerry Goodman (entonces violinista de Flock, luego de la Mahavishnu Orchestra) en la portada. En él escuchamos por primera vez a Leonard Cohen, a Laura Nyro, a Mike Bloomfield, a Taj Mahal. Y el extrañísimo Nefertiti, de Miles Davis y Wayne Shorter. Seguíamos por la radio los programas de Ángel Álvarez y Carlos Tena. Nos íbamos al monte de noche, con las guitarras y una botella de áspero aguardiente. Desde Sevilla nos llegaba el influjo de los Smash, con cuyo batería, Antonio, mantengo amistad. Volvimos a intentar hacer un grupo en La Puebla, pero sólo ensayamos un par de temas de Santana (yo me había pasado a la guitarra). Teníamos nuestro punto esnob, leíamos a Freud y a Castilla del Pino sin entender nada de nada, en las tardes soleadas del campo, bajo los almendros en flor. No entender nada era una situación normal por aquel entonces. Algunos le cogimos el gusto y seguimos practicando. También leíamos a Samuel Beckett, Esperando a Godot y Fin de partida, la lectura más influyente de aquellos años, junto con la de García Lorca, de quien devoraba las Obras completas cuando había poco que hacer en la oficina. Montamos un espectáculo con poemas de Federico, cantados por todo el grupo de amigos. Partimos de las canciones de Aguaviva en el disco Poetas andaluces y pusimos música a otros poemas. Actuamos en Castillejos, con el sargento de la Guardia Civil y el párroco sentados en primera fila, escuchando impávidos los versos del Romancero gitano. Todos guardaban como una espina secreta la desaparición del poeta. La mentalidad dominante en el pueblo era muy conservadora, pero en el fondo se respiraba un resquicio de tolerancia caritativa, propia de latitudes calientes. También hicimos el espectáculo en Mina Isabel, con la ayuda del cura de la localidad, que en este caso era joven y de ideas progresistas. Una vez me cogió haciendo autoestop entre La Puebla y Castillejos, por el camino fuimos discutiendo de política y de religión. La conversación se encendió y al llegar me invitó a tomar café en el Casino. Le dije con ciertos humos que para mí todas las personas eran iguales, que las diferencias sociales nacen del abuso de la fuerza y que, en el fondo, no veía tanta distancia entre los listos y los tontos. Él me contestó que ésa era una idea pretenciosa, que sería injusto tratar a todo el mundo por igual. Yo no podía entender que algunos naciesen prácticamente condenados por sus circunstancias o inclinaciones naturales. Él entonces respondía con lo del libre albedrío, que los malos eligen su destino ellos solitos en algún momento crítico. Aquello no me parecía admisible. En realidad callaba el verdadero calado herético de mi pensamiento, pues no sólo todos los hombres y mujeres me parecían iguales en el fondo, sino que también los animales y las plantas, y hasta las piedras del camino, tenían para mí una especie de alma, aunque más callada y discreta que la nuestra. Me basaba en impresiones recién sacadas del libro de física y química de quinto curso, que se mezclaban caóticamente en mi cerebro con lecturas acerca de los comienzos del movimiento obrero en Inglaterra y sobre la esclavitud de los negros.

Recapacitando ahora sobre aquellos años, comienzo a entresacar algún esquema medianamente claro, cuyas consecuencias están aún por desarrollarse: nuestra infancia, desde mediados de los cincuenta hasta mediados de los sesenta, estuvo marcada por la euforia de la electrónica y el impacto doméstico de las primeras máquinas audiovisuales. El cine, la radio, el tocadiscos y la televisión trajeron la magia del sonido extranjero. Los críos lo vivíamos como una experiencia interior alimentada en lo oscuro, la sonoridad eléctrica invadía el hueco abierto en nuestras conciencias por la educación religiosa. Si la influencia estadounidense, que llegó a través de las bases, y también la cubana (Pérez Prado, Machín, Olga Guillot), resultaban extrañamente compatibles con el nacionalcatolicismo, el influjo de los grupos ingleses marcó sin embargo el principio de un nuevo periodo, simbolizado por el pelo largo y los pantalones de campana, en el que se propagó una actitud de rebeldía y experimentación. Con la adolescencia empezamos a vivir la música de forma intensa y colectiva. La música fue una manera de ser compartida, antes que las ideologías políticas que empezaban a organizar clandestinamente la oposición al franquismo. Había magnetismo y electricidad en el aire, seguramente relacionados con el despertar de la sexualidad y la búsqueda de pareja, pero quizá también con algo más vasto. La electrónica y el encuentro entre las culturas blanca y negra intervenían en la atracción que nos reunía. Los grupos de rock representaban un estilo de vida, un modelo de acción. En definitiva heredamos parte del sentimiento colectivo derivado del movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos. El rock y el soul eran nuestra cultura básica. Ni la jota ni el bolero ni el fandango de Huelva podían aspirar entre nosotros más que a convivir, si acaso, con la música heredada de los negros.

Fuimos la primera generación apátrida en España, desde el punto de vista de las raíces musicales. Incluyo en la misma generación a los grupos de rock de los años sesenta y a sus oyentes, cinco o diez años más jóvenes. Aunque estuviesen básicamente formados por hijos más o menos descarriados de la clase acomodada, aquellos grupos significaron la primera posibilidad de compartir la experiencia sonora en una escala social amplia. Sin ese fenómeno, que tradujo a los grupos británicos, versionó el soul en su lengua de origen y acercó los patrones de la rítmica internacional a la métrica del verso español, no hubiese habido «rollo» en los setenta, ni «movida» en los ochenta, ni nuevo flamenco ni rock indie en los noventa, ni hubiese habido charla medio fluida sobre el compás del hip hop, ni sería probablemente la misma toda una generación de improvisadores de jazz que ya tenía nivel internacional al empezar el nuevo siglo y está dejando su impronta en las escuelas independientes. El rock entre nosotros no existiría sin los grupos de los sesenta, ni siquiera como la trémula llama que es ahora, cabo de vela gastado y sin despabilar. Ha cumplido un papel de catalizador social que transciende sus propias limitaciones como género. Si logramos que esa llama humilde no se apague por completo, todavía pueden pasar cosas interesantes en nuestra música popular.

Notas

1 Ética a Eudemo, libro vii, 1239a.

2 El verbo griego theorein significa «contemplar».

3 Véase Margit Frenk, «Supervivencias de la antigua lírica popular», en Poesía popular hispánica. 44 estudios, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, pp. 124-146.

4 Frenk, «Valoración de la lírica popular en el Siglo de Oro», ibídem, p. 96: «La valoración de la canción popular es un fenómeno común a toda la cultura renacentista europea. En Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, los escritores se complacen en utilizar los cantares folclóricos, en formas a menudo parecidas a las comunes en España. Parece, sin embargo, que ningún país dio a esa tendencia el riquísimo y múltiple desarrollo que alcanzó en la Península Ibérica; en ninguno lo popular hundió sus raíces tan profundamente en la poesía y en el teatro.»

5 José Luis Pardo, en Esto no es música. Introducción al malestar en la cultura de masas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007, proporciona un testimonio comparable. A partir de la portada del Sergeant Pepper’s y de sus propios recuerdos personales, indaga entre la multitud de rostros que aparecían en aquella fotografía, sirviéndose de las canciones como material de estudio en paralelo con los textos filosóficos, para terminar esbozando una teoría sobre la cultura de masas de signo muy distinto a la que nos dejó en herencia, por ejemplo, José Ortega y Gasset.

Filosofía o rocanrol

Debo ocuparme ahora de la necesidad forzosa de elegir entre el ambiente de bares, clubes o camerinos tras el escenario y las horas de quietud que requiere el estudio, pasiones opuestas que pudieran no responder sino a una manía personal, quizá compartida con unos pocos, pero que no aparenta ser motivo de celebración popular. Mi cabeza de veleta se va con tanta facilidad tras el autocar de los músicos como tras lo que rasparon a la luz escasa de unas velas o un quinqué los hombres y mujeres del pasado, antes de la invención de la bombilla. Puestos a defender mi íntima y en muchos aspectos extrema contradicción, reconozco que de entre todos los libros escritos prefiero aquellos que no gozaron de las ventajas de la luz eléctrica, obligados a sostener una estrecha relación con las sombras. Uno recorre insaciablemente las líneas impresas en busca de candelas dispersas en la tiniebla de los tiempos, más durables que los fuegos de artificio de la actualidad civilizada. ¿Qué tiene el gusto por los espíritus del pasado para competir con la celebración de nuestros días? Exige horas serenas, jornadas parecidas unas a otras en su curso, al contrario justamente de las que permite el oficio de músico ambulante. Tal vez el secreto de mi oscilación entre la música y los libros consista en el gusto por el exceso, sin más, en la tentación de rebasar los límites. Después de los días de agitación en carretera necesito estar a solas con los papeles, igual que necesito luego, según avanza el ciclo lunar, salir a la calle y correr el riesgo de olvidar lo poco que llevaba aprendido. Me debato aún con la sensación del pequeño dilettante que sólo se esfuerza en la medida del placer que le proporciona el ir de una actividad a otra, huyendo de obligaciones. Dilettare significa disfrutar un poco de todo. Eso le quita mucha seriedad al estudio, dificulta la preparación técnica imprescindible para el músico profesional y además pone entre paréntesis la entrega sincera al acto colectivo de la sonoridad efímera.

Acaricio sin embargo la esperanza de que cierta suerte de hedonismo alcance a ser aceptada como programa ético, si los inconvenientes que conlleva el disfrute de los placeres físicos se compensan con la revelación de los goces intelectuales. Y viceversa, porque toda pretensión inmoderada de saber se tambalea cuando se oyen desde el fondo de la noche los cantos de la tribu. Como digo, no es cuestión de equilibrio, sino de doblar un cabo llevado por un viento que viene de lejos, como si la medida del placer no fuera el justo medio aconsejado por los moralistas –aquí me aparto de la noble enseñanza del Estagirita–, sino la torpeza cometida, la dificultad, el cansancio, que obligan a detenerse para respirar, para pensárselo un poco; como si en contrapartida la conveniencia del método viniera tarada por un vuelco diario inevitable hacia la realidad común. El resultado es que uno practica la teoría como recurso curativo y lleva el oficio de cantante como trabajo de campo de un investigador algo alterado.

Dicen que en la vida sólo hay tiempo para hacer bien una cosa. Me consuelo pensando que no he elegido del todo mi destino y que, si me las apaño para disfrutar con él, hago como el antiguo estoico que dice: «desea lo que ocurre». Así pues, la verdad de mi contradicción interna se asemeja tal vez a la oscilación entre epicureísmo y estoicismo que describió el gran vitalista Henri Bergson.1 Traigo, pues, algunas referencias, igual que la institutriz cuando llega a casa de sus nuevos señores. Mis referencias me permiten cumplir con mis obligaciones un poco a mi aire. O no cumplirlas en absoluto, llegado el caso. Pertenezco al linaje de los empleados educados que a veces desquician –como el Bartleby de Melville o el ayudante de Robert Walser– la paciencia de los patronos benevolentes.

Mis padres hubieran querido que estudiase para ingeniero de caminos, ése era el porvenir soñado para un hijo de la clase media baja en la España de los sesenta. Había que ver los aires que se daban por aquel entonces los ingenieros: parecían dueños de los saltos de agua, del asfalto, de los cálculos imprescindibles para mover las fábricas, los automóviles y las mercancías, dueños del progreso, en suma, que vale más que un viejo latifundio. La empresa nos animaba generosamente a considerar tal posibilidad, sugiriendo que se harían cargo del coste de mis estudios. Pero yo estaba enfrascado en el libro de filosofía de sexto de bachillerato –que sólo cerraba con disimulo si aparecía el ingeniero jefe–, pugnando por comprender las formas a priori de la sensibilidad externa e interna según Kant, a saber: el espacio y el tiempo. Sin alcanzar a elucidar por completo la naturaleza relativa y hasta cierto punto subjetiva del espacio y del tiempo, comprenderán ustedes que los caminos, canales y puertos de la geografía española significasen poco para mí.

La filosofía fue una vocación elegida, mientras que en mi posterior dedicación a la música me vería arrastrado por el caudal de los acontecimientos. Algo en mi cerebro se aquieta, se explaya, cuando pienso en términos abstractos. Sé que no es lo normal, que nadie puede pretender competir en privilegios sociales por ello. En la antigüedad, el ejercicio de la filosofía –igual que el culto a los dioses– estaba reservado a hijos de terratenientes que no encontraban particularmente atractivo el hedor de la sangre. Sócrates fue una excepción notable: hijo de un cantero y de una comadrona, no rehusó las obligaciones del combate, pero se dedicó a provocar a la flor de la aristocracia ateniense con argumentos desviados de los ideales de la tradición. Llevó una vida frugal, despreciaba el dinero, los vestidos y el calzado y se lavaba sólo en ocasiones especiales. A mí el gusto por la especulación me vino en la oficina, convenientemente aseado, hurtando horas al dibujo técnico. Trabajando en el canal de El Granado, mientras vivía en Castillejos y La Puebla, no tuve más posibilidades de estudiar que hacerlo por mi cuenta. Don Manuel, el maestro de escuela de Castillejos, me ayudó hasta cuarto de bachiller y luego renunció honestamente a cobrar por estudiarse los libros a la vez que yo. Me presentaba por libre a los exámenes en el Instituto Ramiro de Maeztu de Huelva. Hasta entonces había sido un alumno mediocre, pero de pronto empecé a experimentar cierta avidez intelectual –cosa que de por sí no es particularmente loable–, y las dificultades para llevar adelante los estudios no hicieron más que servir de acicate. ¿Basta que el aprender deje de ser obligación impuesta para que se transforme en objeto del deseo? Bastaría, quizá, si la cultura fuese aceptada socialmente como placer u objeto de lujo, tan deseable para el adolescente como una moto o el primer automóvil. Por suerte o por desgracia no es así, casi nadie reconoce que el pensamiento viaja más rápido que los medios de transporte, quizá más incluso que algunas ondas electromagnéticas, a lo mejor funciona a la velocidad de la luz, no sé, al menos se puede discutir sobre ello. Yo me consideraba un trabajador que se atreve a aspirar al mayor lujo de los antiguos linajes, como un negro que en vez de soñar con adueñarse de la fábrica o pegarle fuego a los campos de algodón pasase directamente a saltar de nube en nube, quizá en pos de la procesión de los santos.

Cuando nos trasladamos a Madrid, en septiembre de 1971, el ambiente político y los estudios captaban toda mi atención, aparte del trabajo de delineante, del que ya iba calculando cómo huir sin armar mucho jaleo. Ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense en el 72, en horario nocturno. Entre el rojerío apenas se escuchaba más que canción protesta, los más extraviados no salíamos de Dylan y Cohen, con el refresco ocasional de J. J. Cale aportado por un amigo de familia numerosa que disponía de variada discoteca; aunque pronto empezamos a tratar también con Paco de Lucía y Camarón, gracias a un militante de la Liga Comunista Revolucionaria que además de trotskista flamenco era seguidor de los Stones y lector de Proust. La rosa de los vientos de la cultura española volvía a desplegarse en las cuatro direcciones. A partir de entonces sería principalmente mi hermano Luis el que trajera novedades sonoras a casa. En los cursos nocturnos de filosofía y letras había un poco de todo: en unos me resarcía con disimulo de las escasas horas de sueño, pero en otros me sentía estimulado. La cabeza se me iba por parajes insólitos, más allá de los cerros de Úbeda. Durante los dos años entonces llamados comunes tuve buenos profesores en literatura griega y latina, en lingüística, en literatura española, en filosofía de la naturaleza, donde empecé a superar el rechazo a las matemáticas. Durante los años de especialidad corría al salir del trabajo hacia el autobús, ansioso por llegar a clase de ontología. En las demás clases hacía lo justo para cumplir y dedicaba mi excedente de energía a participar en seminarios paralelos, donde se discutía mucho sobre marxismo entre gente afiliada a partidos de la izquierda clandestina y alumnos de formación católica en plena crisis de conciencia. Ambos sectores, agriamente enfrentados, compartían sin embargo cierto talante escolástico que resultaba entristecedor. Afortunadamente también había un seminario sobre Nietzsche, verdadero oasis para algunos de nosotros en mitad de aquel desierto de ideas en crecimiento. Lo dirigía Ángel Currás, un profesor joven de sólida formación germana, inclinado no obstante al pensamiento en fuga, amante de Schumann. Algunos sábados quedábamos lejos del seminario de filosofía y pasábamos la velada en un espectáculo de travestis. Ángel se quitó de en medio poco después, dejando tras de sí un grupúsculo de alumnos agradecidos.

En cuarto curso empecé a oír hablar de Deleuze y Guattari, de Foucault. Los profesores que explicaban Hegel o Heidegger, y aludían a Marx y Engels de pasada, los trataban como provocadores, nietzscheanos iconoclastas que infundían cierto temor. Cuando abrí por primera vez el Antiedipo fue como un electroshock. Al principio no entendía nada, fiel a mi costumbre, pero percibía oscuramente que aquello me hablaba en directo (a mí o al otro que asomaba dentro) y fuese por la razón que fuese no podía dejar de leer. Poco a poco me fui inventando el posible sentido de las «máquinas deseantes» y sus modos de producción. Otras veces me sentía avergonzado, como si el principal propósito de los autores hubiera sido arremeter contra mis frágiles defensas, como si el teatrillo del inconsciente familiar freudiano (heredero de la gran tragedia griega) estuviera a punto de desmoronarse en mi interior. Cada vez que me encuentro con un libro impenetrable se convierte en un reto para mí y casi siempre acaba por gustarme, al cabo de unos años. Me ha pasado, por ejemplo, con Paradiso, la construcción barroca tropical de Lezama Lima, o con el Ulises, la aventura lingüística y etílica de James Joyce. Después de varios intentos infructuosos, quizá realizados antes de tiempo, un día cae el velo, se despeja el camino, algo cede de pronto, uno admite como legítima toda libertad con el lenguaje, y prosigue la lectura riéndose a carcajadas. La dificultad intelectual y la risa tienen mucho que ver, en mi opinión. Claro que no se trata de la misma risa que provocan las situaciones consabidas de los chistes. Otros libros, aunque no tan intrincados, resultaban aciagos para mis amigos y un don del cielo para mí, como La metamorfosis de Kafka, que leí al poco de llegar a Madrid, encerrado en mi cuarto como si yo también me fuera a convertir en cucaracha, pero esta vez sonriente como un dibujo animado.

Mientras me debatía en la Universidad entre clases y asambleas clandestinas, desde el instituto de San Blas, en la periferia madrileña, llegaba a casa un grupo de amigos entre los que primaba el buen gusto musical. Iban, tanto o más que al Instituto, a la discoteca Argentina, emplazada justo frente a la comisaría del barrio y una de las sedes del orgullo marginal del Foro. Asistían a todos los conciertos de rock y a muchos de jazz, falsificaban sus entradas, manejando cuidadosamente diversos papeles y pigmentos. De aquellos conciertos yo me perdía unos y hacía cola en otros, bajo la amenazadora mirada de los grises. Vi a Canned Heat y a Blood, Sweat & Tears en el Teatro Monumental, y en el Pabellón del Real Madrid a Frank Zappa & The Mothers of Invention, a la Mahavishnu Orchestra con Jean-Luc Ponty. Me perdí a Kevin Ayers con Ollie Halsall –quien años más tarde formó parte de Radio Futura– en el Monumental, a Lou Reed un par de veces, a los Rolling Stones en Barcelona, y la última gira de Bob Marley. Nunca he querido ir a ver a los Stones, pese a haber sido un sonido importante en mi formación callejera. Hubo conciertos –algunos matinales– en la sala M&M, donde escuchamos a la formación en trío de Soft Machine, a los Troggs ya tardíos, y también a Burning y a Triana. En uno de esos conciertos me presentaron a Silvio, el cantante sevillano, en una fase bastante elevada de su particular trayectoria hacia las nubes. En la acera de enfrente del club me contó que estaba escribiendo un tema que decía: «Acción dorada / como en un amanecer el sol acciona / sobre la tierra mojada. // Ligeramente rubia / tumbada en un jardín, / tomando el sol estabas…» Días después le escuché cantar en directo otra canción: «Baila cadera», que tenía un groove del demonio. Las letras de Silvio oscilaban entre los destellos de inspiración poética y el delirio alcohólico. Se ajustaban a un compás contrastado con las emisoras de las bases estadounidenses de Andalucía, tomaban muestras de léxico y escenografía en horas gastadas como entertainer de un barco que hacía cruceros por el Mediterráneo. Pero el castellano, hasta con acento sureño, carecía por aquel entonces de la flexibilidad que Silvio le exigía; en su boca espiritada y canora optaba generalmente por deslizarse, a partir de los dos o tres versos iniciales, a un idiolecto vagamente relacionado con las lenguas inglesa e italiana medio aprendidas en los cruceros.

En mi casa nos reuníamos frecuentemente con los amigos y se escuchaba mucha música. Mientras vivimos en Ezequiel Solana, nuestro primer domicilio madrileño, cerca del metro de Quintana, cuando mis padres se iban de vacaciones con los pequeños, hacíamos fiestas que acababan con la luz apagada, oyendo el «Birds of Fire» de la Mahavishnu, «In a Silent Way», de Miles Davis, «I Sing The Body Electric» de Weather Report. Al otro lado de la calle de Alcalá estaba el colegio Obispo Perelló, un centro muy activo de agitación cultural, donde se organizaban asambleas clandestinas y recitales amenazados por la policía. Allí escuché por primera vez a un joven Enrique Morente en plenitud de facultades. La fase universitaria en Madrid estuvo marcada por la preocupación política, pero conforme se acercaba el final del franquismo, el ambiente empezó a virar hacia lo festivo. Mis padres eran muy hospitalarios. Ya en el piso de la calle Antonio Toledano 17, más cerca del centro, en un ambiente de universitarios discutidores, mi padre hacía cocteleras de dry martini los domingos, desde por la mañana, y ponía sus discos de Armstrong y Sinatra. Luego pasábamos a Chuck Berry. Entre conversaciones, gritos y risas, con el tocadiscos a tope, el bullicio se escuchaba en toda la calle. En realidad la música casi nunca paraba en casa. A veces yo tenía que preparar exámenes, pero el tocadiscos o la radio no dejaban de sonar en la misma habitación. Cuando me acostaba, ya bien entrada la noche, teniendo que madrugar para ir a la oficina, las conversaciones y las risas no aflojaban hasta las tantas. Mantener la vocación filosófica en tales circunstacias exige firmeza de voluntad, o quizá más bien lo contrario, un pensamiento del todo evanescente, acostumbrado a dormitar en muy diversas situaciones, tanto laborales como académicas.

En esa época íbamos mucho por La Vaquería, en la calle Libertad, donde servían cerveza con ginebra. Y algunos domingos a la Bovia, junto al Rastro. Los Stones y los Doors eran la banda sonora callejera de Madrid, «L. A. Woman» encendía las reuniones como un motor de arranque. Luego abrieron un pub en la esquina de la calle Ayala con Doctor Esquerdo, cerca de casa, donde ponían música más sofisticada y había personajes con brillantes atavíos. La escuela de San Blas y Canillejas había traído a casa el glam, a los Slade, a T. Rex. Y sobre todo a Lou Reed, David Bowie y Roxy Music. Los dos primeros no me seducían al principio, me parecían afectados. Los amigos me decían: «Escúchalos, hombre, que no sólo hay Dylan en el mundo». Dylan era para mí el contacto con la negritud americana y sus consecuencias. Cuando escuchaba música a solas, seguía poniendo sus discos, sobre todo el Blonde on Blonde, tratando de aprenderme las letras y de hacer –sin éxito– canciones parecidas. No me sentía inclinado a integrarme en nuevas tribus de hombres blancos: ni rockers ni mods ni glam ni punk. Reed me convenció con Transformer y con Berlin. Después escuché las disonancias de la Velvet Underground con curiosidad. A Bowie lo entendí con Ziggy Stardust, con Aladdin Sane, una mezcla de pop y música contemporánea que me resultaba estimulante; y sobre todo con Pin-Ups, su intenso y admirable disco de versiones. Me gustaban las guitarras de Mick Ronson, mezcla de refinamiento y poderío. De Roxy Music poníamos mucho Siren, cuya portada sugería fantasías eróticas en ínsulas extrañas. Ya ven ustedes el resultado de leer a Juan de la Cruz en los años de la liberación sexual. Las emisoras de FM madrileñas eran en aquellos años una fuente de información valiosa. A través de ellas iban llegando los elegantes discos de John Cale –la otra cara de la Velvet–: Slow Dazzle, Fear, Paris 1919. Y los primeros de Brian Eno, sobre todo el Another Green World. De Phil Manzanera en solitario, Diamond Head, y luego los de 801. Los de Kevin Ayers (Confessions of Dr. Dream, Sweet Deceiver…) antes de quedarse a vivir en Mallorca y perder el oremus. Nos causó mucha impresión el oscuro June 1, 1974, en el que aparecían todos ellos junto a Nico. También oíamos a los Caravan de los hermanos Sinclair, y luego a Hatfield & The North. La música de corte europeo, principalmente la llamada escuela de Canterbury, predominó un tiempo en casa, aunque también poníamos discos americanos, como el Blues For Allah de Grateful Dead. Todo blanco, menos Stevie Wonder, que estaba en las máquinas de discos de un bar cercano a Moncloa, donde solíamos recalar después de clase. Stevie también sonaba en casa de unos amigos, fervientes comunistas y melómanos, donde nos juntábamos a estudiar sin parar de escuchar música. Muchos años después, lo vi tocar en el Jazz & Heritage Festival de Nueva Orleans, alzando un puño amable para anunciar la inminente llegada de un negro a la presidencia de los Estados Unidos.

Con ciertos discos podía concentrarme en el estudio, con otros no había modo. Se iban decantando dos líneas de escucha básicamente divergentes: una ambiental que permitía concentrarse; otra eléctrica y salvaje, con la que para estudiar había que pelearse por el volumen y acabar desisitiendo al poco rato. Con los discos de Eno, por ejemplo, mi mente podía viajar sin dificultad hacia las costas de la antigua Jonia o los jardines de la Alemania romántica, hundirse en la psicodélica Monadología de Leibniz. Gracias al gusto ecléctico de los amigos de la periferia madrileña comencé a apreciar también la música culta contemporánea, me enganché al Concierto n. 3 para piano y orquesta de Béla Bártok, a la Sinfonía n. 1, El mar de Vaughan Williams. Pero si sonaba el «Marquee Moon» de Television, o los discos de Iggy Pop, la urgencia urbana me hacía pensar en salir a la calle a tomar unas cañas. En el fondo es bueno que el pensamiento tenga que enfrentarse a diario con sus demonios, probar a sujetarlos un rato o salir –más frecuentemente– alegremente derrotado. Con la llegada de los grupos de nueva ola, mis hermanos ya no tan pequeños empezaron a reclamar su derecho de acceso al tocadiscos, para insistir en Devo, en los Sex Pistols y, sobre todo, en los Ramones. La electricidad cruda ganaba la partida, ya sólo podía aspirar a un hueco para pensar fuera de casa.

Conocí a Cathy François en el verano del 74, en el Playboy de la playa de San Juan, en Alicante, donde estaba de vacaciones con una amiga. En seguida nos pusimos a hablar de música y de los poetas franceses del xix. Yo estaba desplazado temporalmente en Orihuela como delineante, hacía muchas horas extras, comía y dormía en El Corro, la fonda de la señora Teresa y el señor Manuel. Todas las noches me iba con los compañeros de trabajo a las discotecas de Alicante, volvíamos de madrugada, dormíamos un rato y a trabajar de nuevo. La señora Teresa se encargaba de mantenernos despiertos con su asado de cabrito. La jornada pasaba escuchando la radio mientras delineaba y sesteaba sobre el tablero. Mis compañeros no hablaban mucho de literatura, así que, cuando me encontré con Cathy, las horas volaban conversando en la pista al aire libre, respirando una atmósfera de flores bajo las estrellas, bailando solamente algunas piezas, con paso trémulo. Era el año del sonido Philadelphia, también ponían mucho a Barry White y ocasionalmente a Isaac Hayes. Cathy no hablaba español y mi francés de bachillerato no bastaba para vencer la timidez. En un inglés inventado a medias, ella citaba a Victor Hugo, yo traducía a Camarón. Yo había venido a Orihuela pensando en escribir un estudio sobre el poeta local Miguel Hernández, ella llegó a Alicante con intención de escribir una historia de ciencia-ficción. Ninguno de los dos proyectos se llevó a cabo. Pero con Cathy empecé a tratar con más libros, a aprender el nombre de algunas flores. Después de viajar a Francia por vez primera, al final del verano, me puse a leer en francés, siguiendo sus consejos: Baudelaire, Gérard de Nerval, Mallarmé, Flaubert, Antonin Artaud y las novelas de Kafka (que me gustaron todavía más en otra lengua), la prosa irreverente de Witold Gombrowicz, los libros de Deleuze-Guattari.

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