Kitabı oku: «El ritmo perdido», sayfa 3
En uno de sus viajes a Madrid, Cathy me trajo el Rock Bottom de Robert Wyatt, el primer disco que hizo el ex batería y cantante de Soft Machine después del accidente que le dejó en silla de ruedas. Premio de la Academia Charles Cross del año 1975, aquel disco extraño, luminoso y turbulento a la vez, estaba lleno de insinuaciones próximas a mi estado de ánimo fronterizo. Destilaba un género de demencia suave, una dulzura visionaria, cierta alegría en el surco del sufrimiento, una especie de esquizofrenia artesanalmente combatida por medio de la palabra y los instrumentos musicales. La expresión «rock bottom», dicho sea de paso, es un hallazgo, significa muchas cosas: bajío donde encallar y hundirse; tocar fondo, pisar tierra firme, y también el rock visto desde su parte trasera. Los libros de Deleuze y Guattari (Capitalismo y esquizofrenia i y ii, Kafka, etc.), endiabladamente abstractos sin dejar de estar sembrados de advertencias concretas, proponían ideas para gestionar estados mentales semejantes a los que yo experimentaba escuchando a Robert Wyatt. Todos aquellos libros y discos extraños me parecían herramientas necesarias para acceder al pensamiento desde el pupitre inestable de la clase trabajadora.
En cuanto acabé filosofía me empeñé en irme a París, aunque me habían denegado la beca que había solicitado, haciendo caso omiso de mi expediente lustrado con ahínco de humilde fregona. Empecé a leer metódicamente los libros de Artaud, el poeta-actor y pensador loco. Me parecía una salida para escapar de las imposiciones cotidianas, no una fuga teatral de la realidad, sino una experiencia que me permitía refugiarme en la neblina del pensamiento, contemplar de otro modo las cosas que había de afrontar en casa o en la calle. El mundo de las ideas era para el aristócrata Platón un cielo transcendente hecho de formas puras y luz inalterable. Para mí, nebulosa cotidiana, en la que de vez en cuando se adivinaba un fulgor pasajero. Con Antonin Artaud descubrí que el pensamiento no es un atributo personal, sino materia en bruto, que en la vida diaria choca con otro género de cosas materiales, y que hay que pelear para abrirle hueco o buscar su momento oportuno. Mi tendencia natural a la abstracción no tenía por qué conducirme en consecuencia fuera del mundo, ni llevarme a representar un papel de intelectual de oficio. En los libros hallaba la misma electricidad, en suma, que hacía sonar los discos.
Dejé por fin el trabajo de delineante y me fui a París en el tren Puerta del Sol, en litera de segunda, con la cabeza llena de inquietudes agitadas por el traqueteo. El tren paraba en Irún para hacer el cambio de ancho de vía. Ya en Hendaya, subían desde la oscuridad las voces roncas y guturales de los ferroviarios galos, mientras yo imaginaba parajes de romántico exilio. En la ciudad de París me fijé con agrado en las diferencias más sencillas: en los pestillos de las ventanas, en la textura espesa de las cortinas granates, en el gris de los enchufes o en el aspecto serio de los teléfonos. Pero me chocaba la gravedad dramática con que cierta gente –los que tenían pinta de aspirar a título de artistas o intelectuales, que eran muchos– portaba su identidad en el metro y por la calle, como pasos de Semana Santa, con una especie de circunspección altiva, lindando con el espectáculo. Mi propio carácter me parecía en comparación poco hecho, peligrosamente entusiasta, sin temor a rayar en la frontera del ridículo, decididamente al otro lado si bebía un poco más de lo justo, sátiro desconcertado y torpe entre una muchedumbre experta en manejar las apariencias. Propenso a una amargura negra compatible con el verso de Verlaine: «mi duelo es sin razón», lo cual me permitía ya sentirme un poco parisino. En cualquier momento, sin embargo, el tono seco de un transeúnte o de una dependienta volvía a ponerme en mi sitio. Tenía que elegir entre varias identidades posibles, algunas de las cuales era mejor no defender en público. No me sentía responsable de todas ellas, pero mi deseo era conducir a trancas y barrancas mi recua de mulas a través del paso de montaña, hasta dar con cierta senda de lucidez difícil de alcanzar: «Es preciso que lleguemos a la frontera / antes del anochecer...» cantaba Robert Wyatt en castellano tomado de un manual de bolsillo de Assimil. París no estaba esperando a un estudiante subpirenaico con la libido recalentada por la represión, emigrado de una guerra civil prolongada en el enfrentamiento consigo mismo, para replantearse sus maneras de capital cultural del mundo. En el vagón de metro, en la panadería, en la ventanilla universitaria, las miradas duraban estrictamente lo justo para hacer manifiesto el desdén. Con mi francés todavía escueto, me las fui arreglando para pedir la cuenta en los cafés, para inscribirme como alumno de tercer ciclo en la Universidad de París viii, para entrar en las bibliotecas e ir haciendo algún trabajo por horas. Es verdad que desde entonces el trato a los españoles en París ha mejorado mucho. Los periodistas destacados por las revistas francesas, que vendrían años después a reportar la movida madrileña, ávidos de comprobar libertades recientes y precios más asequibles del mercado de narcóticos, propagaron noticias acerca de nuestro derecho incipiente a ingresar en el primer mundo. Lo español acabaría poniéndose de moda en Francia. Pero no puedo evitar acordarme de mi sensación de extranjería como de un privilegio ganado a pulso, algo que andaba buscando desde niño, a lo que no querría renunciar por nada del mundo. Comparo mis sensaciones de entonces con las que debe de sentir hoy entre nosotros un inmigrante magrebí o subsahariano. Seguro que no son las mismas, pero intento imaginar el porvenir que pudiera corresponder con sus ensueños.
Las Universidad de Vincennes recibía inmigrantes de todo el planeta, funcionaba más como mercadillo y restaurante infecto que como centro de estudios. Muchos acudían en busca de drogas. Allí, sin embargo, daba clase Gilles Deleuze, una vez por semana, y otros profesores atípicos que también me interesaba conocer: Jean-François Lyotard, François Chatelet. Inscribí mi proyecto sobre Antonin Artaud para trabajar bajo la dirección de Deleuze (aunque oficialmente firmó René Schérer, dado que Deleuze tenía demasiados alumnos) y, en un encuentro relámpago, le presenté mis ideas sobre la «metafísica en actividad» de Artaud. Me sugirió que prestase atención a su incesante relación con las drogas. Otro día comentamos algo acerca de la entonación del habla en las canciones de Dylan. No tuve tiempo de insistir en el asunto ni de presentarle mi trabajo. Había huelgas frecuentes. La clase era tumultuosa, de difícil acceso, fascinante en cuanto Deleuze entraba por la puerta, con abrigo y sombrero grises, bufanda roja, como un personaje de las novelas de Beckett, a quien citaba a menudo. Deleuze era un ser magnético. Buscando inspiración antes de empezar a hablar, contemplaba la nube que salía de su cigarrillo, de la que iba a caer el discurso a veces como relámpago, a veces como ceniza. En su cerebro se producían conexiones asombrosas, sostenía el discurso hasta el límite de lo pensable. Tras un largo periplo por sendas incógnitas y arriesgadas, acababa sus argumentaciones ralentizando poco a poco la frase, bajando el tono hasta desembocar en una revelación susurrada, efecto dramático al que un aula llena de locos respondía con un silencio electrizado, que culminaba con una exhalación de aire de los pulmones del pensador –ya por aquel entonces bastante tocados–, una especie de interjección prolongada que se deshacía de su función de apoyo coloquial y sonaba como un rugido sordo, como si aún le quedasen arrestos al filósofo para contemplar cara a cara el fuego del mundo. Deleuze aprovechaba entonces nuestro aturdimiento momentáneo para encender otro cigarrillo –la duración del cigarrillo marcaba el tempo de la argumentación– y antes de que le cayese encima una pregunta impertinente retomaba la estrategia de su razonamiento, levantaba otra vez un poco la voz, diciendo: «Aaalooors...», con cierta ternura femenina, pero con la mirada oblicua de quien te va a anunciar que tienes que ir cambiando de idea. Nunca hubiera podido imaginar que una clase pudiese llegar a ser tan emocionante. Pero allí no había mucha ocasión para compartir ideas o emociones con nadie. Sólo hablaba con un compañero japonés, que también estaba trabajando sobre Artaud, durante el trayecto de metro, hasta que él tomaba su correspondencia. Pasé muchas horas en las bibliotecas, sobre todo en la de La Sorbona y en la Bibliothèque Nationale, copiando textos de revistas de los años treinta y cuarenta, con una ansiedad de poseso y una insatisfacción creciente.
En París, 1977, se respiraba la atmósfera de la nueva ola musical desatada después del fenómeno del punk en Inglaterra. Compré algunos discos y visité algún club nocturno, donde el personal no era más comunicativo que en las aulas. Algunos lucían galas recién sacadas del manual del perfecto roquero. Yo estaba totalmente metido en la lectura de Artaud, en los inéditos de sus últimos años de internamiento, tratando de pescar las consecuencias filosóficas del Teatro de la Crueldad, los retazos de pensamiento surgidos de su inmersión deliberada en la locura. El ambiente musical parisino me parecía demasiado dependiente de la moda, el ambiente intelectual obstruido por una afectación semejante, pese al indiscutible atractivo de las ideas de los maestros. Trabajé pintando y empapelando un apartamento en la periferia, copiando libros de contabilidad en el despacho de Mr. François, en la calle Turbigo, junto a la calle St. Denis, poblada de señoritas en ropa interior de encaje desde el punto de la mañana fría. Llegué a obsesionarme con la experiencia artaudiana, a encerrarme en una reflexión aislada, extrema y desnuda. Soñaba a veces con una nube gris palpitante en la que percibía la luz ligeramente metálica del sentido. No veía mucha salida para mis estudios en Vincennes, de hecho la universidad cerraría poco tiempo después. Y tampoco sentía grandes deseos de hacer oposiciones en Madrid para profesor de instituto.
Durante unas vacaciones percibí entre los amigos del entorno de la galería Buades, a quienes había empezado a tratar en el último año de Facultad, un dinamismo interesante. En la radio se escuchaban canciones atrevidas en español y se hablaba de grupos nuevos. La era de los solistas salidos de los grupos sesenteros había acabado con Camilo Sesto haciendo de Jesucristo Superstar. Decidí regresar a Madrid, seguir mi tesis en la Complutense, donde obtuve una beca de investigación a la que renunciaría nada más empezar Radio Futura, algo precipitadamente. La estancia en París me había permitido intimar con el delirio intelectual, internarme en muchos libros, tomar el pulso de algunos autores selectos. Pero en mi propia tribu estaban empezando a sonar tambores acallados desde hacía siglos.
La electricidad furiosa del punk, el desenfreno y el aturdimiento, que unos defendían como extrema liberación y otros denostaban como sometimiento a la facilidad mediática, carente de sensibilidad musical, me parecía a mí en aquel momento otro cantar: una puesta al desnudo no ya del cuerpo –sujeto por otro lado con imperdibles– sino del cerebro humano en estado de shock. Era una especie de desnudez extrema de las ideas, una metafísica de clase obrera, sin recurso a lo trascendente, lo que se estaba manifestando bajo el lema del no future. Tenía para mí un valor, más que musical, filosófico y político, en sentido amplio. A la vez que asumía la negación de todos los valores como desechos burgueses (del lenguaje estructurado, de cualquier forma de orden establecido, de la propia anatomía), el punk representaba la irrupción en el mercado mediático y en la industria del ocio de los desheredados blancos, como si fueran negros pero sin tierra de origen que lamentar, por medio de la sonoridad eléctrica en crudo, sin tradición musical reconocible, puesto que los punkies renegaban para empezar del circo del rock, que les estaba contratando como enanos. No hay realmente muchas cosas que aprender del punk, musicalmente hablando, salvo la intensidad de la expresión llevada al límite, el fraseo que reproduce a veces la entonación coloquial más desquiciada y urgente, la excesiva distorsión de las guitarras que parecen echar en falta algo de lubricante para motores, el pulso acelerado compartido como engranaje humano que se enfrenta a las máquinas en su terreno, con su propio lenguaje, oponiendo ruido a la ciudad del ruido. Poco estudio hace falta para incorporar esos colores al espectro musical, pero eso no los convierte en desdeñables. Son la respuesta blanca (lívida, mortal) que vino a cerrar con un espasmo el siglo de las canciones. No hay nada más allá en la conjunción minimalista de sonido eléctrico y letra. Salvo perder las prisas, la urgencia por desaparecer en un vómito. Y en tal caso volvemos a carear nuestra lengua estupefacta con el formato escueto más internacional: el blues primitivo, sin que sea obligatorio limitarse a la escala pentatónica. Porque podemos aprovechar esa llamada de atención borderline con la que culmina la canción popular eléctrica, fuera de los límites de la cultura y del prestigio social, hecha desde el cubo de la basura, para volver la vista atrás y comparar los restos de las tradiciones poéticas y musicales de nuestras lenguas con los patrones de la negritud, que se han vuelto universales. Radio Futura fue un intento de ese tipo, un proyecto afterpunk periférico, en lengua romance. El interés del punk es que con él se acabó la pequeña e intensa historia del rock, un contagio interétnico masivo por medio de las canciones. Naturalmente podemos seguir haciendo jazz, rhythm & blues, rock, soul, reggae o hip-hop, igual que se puede seguir haciendo tango, bossa nova o son cubano, como leer una y otra vez con placer a los clásicos del Renacimiento o del Siglo de Oro. Se puede mezclar todo ello y mucho más, flores de Oriente y sapos de Occidente en cazuela de barro puesta a fuego de leña, desdeñando la limpieza de las cocinas de inducción. Debemos intentar preservar cualquier retazo de cultura, contracultura o subcultura, popular o elitista, que aún sea capaz de provocar sensaciones sin depender exclusivamente de un código numérico, ahondar en los estilos que conservan algo de electricidad sin enchufes, sólo para comprobar si hay vida fuera del aparato. Pero hemos de tener presente que en modo alguno basta con mimetizar patrones rítmicos, melodías, giros de expresión, versos de un metro u otro, para saciar la sed de nuevas formas sonoras que despertó en nuestra infancia y que ya nada podrá satisfacer.
Toca averiguar ahora qué utilidad siguen teniendo las canciones y los libros en la era digital. Hay faena para rato, porque hasta los temas aparentemente más simples de la cultura popular contemporánea esconden gato encerrado. Son tan intrincados que llaman a la reflexión, pero nos hemos quedado sin palabras y además no hay horas en el día. Hay que sostener el pensamiento a partir de ahí, si queremos hacernos cargo del control de nuestras vidas. No es seguro que queramos, nos lo vamos a pensar. Los supervivientes del punk permanecen atentos a lo que pueda decir cualquier canción con energía, aunque no abrase los sesos, les ha dado tiempo a escuchar algo de jazz y hasta de música clásica, mientras se lo estaban pensando. En lo que me concierne, no creo poder librarme de la necesidad de hacer canciones, tratando de vislumbrar a través de ellas lo que todavía no entiendo de la existencia y de la vida en común, que es prácticamente todo. Entre mi vocación de estudiante de filosofía extranjera y mi oficio de escritor e intérprete de canciones en español no tengo elección, han nacido juntos y ambos se disputan las ganas de seguir en la pelea, a sabiendas de que no hay tiempo para todo.
Opongo al desánimo ocasional el recuerdo vivo de las razones que me hicieron tomar la decisión de limitar las horas de estudio para compartirlas con otros aprendices de músicos en un local de ensayo. El deseo de pensar y de escribir, eso está muy bien, me decía entonces, pero ¿acerca de qué? ¿Dónde tomarle el pulso a la realidad, al pasado y al futuro de la sociedad de los hombres? Debo al oficio de hacer canciones el haberme proporcionado material de primera mano para reflexionar, a la vez que me quita casi todo el tiempo para hacerlo. Y a algunos libros de filosofía que me han acompañando de gira –aguantando burlas amistosas, esperando pacientemente ser abiertos en algún rato perdido entre furgones, aeropuertos, escenarios, bares y cuartos de hotel– debo paisajes mentales divergentes, misteriosas sentencias cuyo sentido jamás parece agotarse, como la de Spinoza en su Ética, favorita de Deleuze: «Nadie sabe lo que puede un cuerpo». 2
Notas
1 En Les deux sources de la morale et de la religion, Presses Universitaires de France, París, 1992.
2 Spinoza, Ética, iii, proposición ii, escolio.
De un país perdido
La quema de rastrojos después de la cosecha permitía hasta hace poco acelerar la recuperación de la tierra. Cuando se araba y se trillaba con animales, la paja restante servía para alimentarlos, pero con la llegada de las máquinas al campo daba mucho trabajo esparcirla y enterrarla antes de volver a sembrar, por lo que resultó más a cuenta recuperar la técnica del fuego, aplicada en agricultura desde tiempos neolíticos. El fuego evita microorganismos pestilentes, las cenizas devuelven a la tierra sus nutrientes oscuros. Entre ingenieros y agricultores hay quienes defienden y quienes condenan esta práctica recientemente prohibida en España, bajo el supuesto de que la recuperación lenta del suelo es a la larga más productiva. Como esto no es un manual de agricultura, el lector impaciente estará aguardando que asome el sentido de la metáfora. En tiempos de Radio Futura, cuando surcábamos de cabo a rabo la meseta varias veces al año, era frecuente ver a través de la ventanilla en movimiento cómo los campos de Castilla flameaban e iban quedando negros, listos para el sueño reparador del barbecho. Entre nosotros se imponía un silencio respetuoso. El cansancio y los recuerdos de las últimas emociones de la escena o del aftershow nos inclinaban a comparar nuestro ánimo con el sufrido lomo de la tierra ennegrecida por las llamas. Tales imágenes dieron título a un disco grabado en Londres, en el que nuestro deseo de enlazar con la nueva ola internacional empezó a complicarse con la intención de echar mano de tradiciones locales. Algunas canciones aludían a fantasmas e incendios propagados en la pasada guerra civil. La imagen del fuego estaba impresa en el doble fondo de la sensibilidad y de la memoria, el rocanrol en España era nuestra guerra particular. Tras la cosecha de emociones de la gira vendría el nuevo semillero de canciones. Para grabar De un país en llamas no aguardamos mucho. Movidos por el éxito creciente procedimos según el ejemplo de los agricultores de secano.
Por primera vez en aquellos días empezamos a plantearnos la necesidad de dar un giro a la estética urbana de la nueva ola, incorporando en las letras imágenes del campo español, de las viejas calles del centro donde aún se escuchaban ecos rurales. Entre el nervioso stacatto eléctrico y las historias de la España profunda el diálogo no resultaba del todo fluido. La métrica de las canciones hechas a imitación de los modelos estadounidenses o ingleses no se amoldaba a la herencia de los versos predominantes en nuestra lengua. Con el país en pleno proceso de transición hacia la democracia, cerrando tratos para su integración en Europa, las canciones populares tendían a imitar el curso rápido de la frase anglosajona, su facilidad para los negocios. Tan sólo unos años atrás, algunos amigos provenientes de la izquierda radical, prefigurando otros giros ideológicos espectaculares, planteaban la conveniencia de votar más bien al centro que a la izquierda, para no precipitarnos en dirección de la medianía gris del bienestar europeo sin considerar la posibilidad de abrazar un destino más humilde, pero también más coloreado y sugestivo. La propuesta era algo fantasiosa, pero señalaba la conciencia de un límite que estábamos franqueando sin posible vuelta atrás. Por no perder el tren de alta velocidad del futuro, nos internamos decididamente en la medianía gris, dejando atrás algunas virtudes de la confusa y problemática tradición hispana, por ejemplo el hábito de memorizar la poesía.
Fue una sorpresa descubrir que los versos y estrofas del Siglo de Oro español se conservaban en Cuba con una viveza que permitía improvisar, mantener los tonos de vieja herrumbre del ingenio azucarero, pero también sacar a relucir nuevas historias del transporte urbano, de la cola de racionamiento, de la escuela y de la pista de baile cotidianos. El son cubano sobrevivía por otra parte a pocas millas marinas de la música afroamericana hecha en inglés. Los primeros paseos por La Habana nos permitieron asistir boquiabiertos al luminoso desconcharse de los viejos palacetes, al airearse ligero y garboso de la indumentaria tropical, y escuchar el caudal vivo de un habla que recordaba acentos familiares, pero con rasgos de máscara africana. Misteriosamente preservadas en otro mundo, esencias de un pasado que ya dábamos por perdido. Esa alegría humilde llevada con orgullo muy bien podía ser llamada nuestra, pero empezamos a reconocerla en el momento justo en que se esfumaba. Afortunadamente el país se había fugado a otro continente mucho antes de ponerse por las nubes de la especulación inmobiliaria. Cuando se perdió Cuba, resulta que al final se salvó algo de España.
No deja de ser estimulante encontrar la sensación de lo propio allá donde uno no se lo espera, alivia descubrir una manera de compartir lo desconocido. Lo cierto es que en España vivimos acostumbrados a reconocer diferencias, pero también a dilatar reconocimientos. Éstos se producen más fácilmente cuando uno necesita ser acogido. Las fachadas cariacontecidas de algunos barrios de Barcelona, por ejemplo, siempre me ha parecido que conservan una expresión completamente española. A veces me detengo a escuchar un clamor en el silencio de sus puertas y ventanas. Parece que van a aparecer los viejos colchones, para protegerse del tiroteo. Es lógico que haya quien prefiera compartir recuerdos menos conflictivos, pero no es fácil desligarse del vacío que nos une. Los clamores del silencio son más hondos que las diferencias entre lenguas hermanas. Pudiera parecer fuera de lugar, propio de un talante quejumbroso y falsario, echar de menos los años del hambre. No es mi intención, ni mucho menos, pero lo cierto es que asombra constatar cada año la evolución incomprensible de las calles y plazas con sabor añejo, de las costas luminosas, hacia una extraña fealdad sin alma. Hay que tener cuidado con los conceptos que uno pone en juego: país, alma. Son cosas que están siempre en trance de perderse. Sería absurdo esperar alguna suerte de restitución en esos términos. ¿Qué es lo que reclamamos entonces? ¿Algo con lo que no se pueda especular? ¿O más bien al contrario, la posibilidad de fabricarse un lugar enteramente especulativo, imaginativo, resistente a su propia perdición? Quizá se trate de equilibrar la velocidad de los cambios con el ejercicio de la memoria, la especulación con la lección de la experiencia. Para imaginar es preciso que las imágenes resistan algún tiempo, que podamos reconocer algunas sensaciones. ¿Cómo preservar el frescor de los viejos puestos de flores cuando el flujo masivo de inmigrantes y turistas aconseja el aumento de la producción en invernaderos? ¿Acaso no vienen buscando ellos también una parte del pasado o del país natal que les falta? Fabricarse un lugar no se reduce a adquirir en propiedad una casa con jardín cuidadosamente delimitado del jardín vecino. Las sensaciones relacionadas con la propiedad privada únicamente persisten bajo amenaza. El frescor de los puestos de flores callejeros es otra cosa. Es un lugar común que se sostiene con un flujo moderado de dinero. Necesitamos un lugar común capaz de preservar sensaciones e imágenes en devenir. Ése y no otro es el objeto prioritario de la especulación. Pero el fluir del dinero no es capaz de moderarse.
La conversión de nuestro país en democracia moderna, su integración en la moneda europea, desataron un formidable furor constructivo que en las zonas turísticas se había anticipado unas décadas a la transición. La democracia española se consolidó bajo el rugido amenazador de excavadoras y hormigoneras, igual que la ateniense tras el veloz impulso de sus naves. El alza insensata y arrogante de los precios, disimulada tras la dificultad para calcular el cambio, parecía poder sobrellevarse si todo el mundo gastaba más rápido. No hemos tardado mucho en caer en la cuenta de que, cuando la especulación desatada quiere volver a apoyar los pies en el suelo, el suelo ha desaparecido bajo sus pies. La democracia ateniense era un acuerdo entre ciudadanos propietarios que excluía a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros. La española, siguiendo el modelo estadounidense de la casita con jardín exiguo, pero muy bien delimitado, ha soñado con convertir a todo el mundo en propietario, esclavizando a hombres y mujeres –sin distinción de autóctonos y extranjeros– a una deuda que dura de por vida, a lo largo de la cual el valor de la propiedad se convierte en algo muy dudoso.
¿A esto se refería Kant cuando definía la naturaleza apriorística y más bien subjetiva del espacio y del tiempo? Otras experiencias nos advierten de que la percepción del espacio –al menos del espacio urbano– es cosa variable y relativa. Cuando volvía de mis primeros viajes al extranjero, hasta las grandes avenidas de Madrid me parecían más pequeñas, sucias y descoloridas, ya fuera por descuido nativo o visitante. Vivimos a mitad de camino entre los bulevares empíreos y el chabolismo insalubre, tal vez por eso los turistas de latitud norte se dejan ir a comportamientos zafios que reprimen en su país de origen, mientras los inmigrantes sureños se acomodan en los extremos de nuestra pobreza, renovando la actividad social en torno a las chabolas periféricas. Solamente reconozco con alivio mi país cuando aparto los ojos del suelo y trato de volverlos a través del humo hacia el límpido azul, que el jerifalte de turno prefiere tapar con una bandera de tamaño impúdico, cuando no con hoteles negros que clausuran el horizonte.
Todo cambia, desde luego, ni el país ni el paisaje pueden ser iguales para siempre. Pero ¿dónde está escrito que el cambio deba ser necesariamente a peor? A peor –«cap au pire», decía el último Beckett en su lengua adoptada– vamos por obligación los mortales, llenos de melancolía contemplando el rostro indiferente de las ciudades, que en su largo desamparo durarán mucho más que nosotros. Perder la vida, vale. Pero ¿por qué perder la calle, por qué la playa, es decir, las cosas que se desgastan lentamente? ¿Qué ingenuo o malévolo adalid del bien común puede engañarse o engañarnos con la creencia perversa de que el crecimiento puede prolongarse indefinidamente? No es de nuestro gusto la nostalgia del origen perdido, pero nos gustaría que el cambio continuo, en lo que depende al menos de las decisiones humanas, fuera discutible. Porque no es fácil aplicarse el dicho de Heráclito el Oscuro: «descansa en el cambio», cuando las obras incesantes impiden el sueño nocturno.
La experiencia de recobrar impresiones del pasado natal en lejanos territorios se ha vuelto normal entre viajeros frecuentes, particularmente españoles, que acaban de dejar atrás el subdesarrollo y vuelan por todo el mundo con creciente desenvoltura. Quizá por esa razón me cuesta hacer turismo, no vaya a ser que al final me encuentre lo mismo por todas partes. Hay quienes se topan con su vecina de rellano en Benarés, mochila al hombro; para eso yo no hago el viaje iniciático. Mi trabajo me obliga de todas formas a moverme mucho. Últimamente prefiero buscar diferencias cercanas, descansar en un cambio apenas perceptible. Lisboa, por ejemplo, es un destino siempre apetecido, poético y musical, en el que aprovecho para trabajar a otro ritmo, haciendo como que estoy de vacaciones. La primera vez que cogí un tranvía para Alfama me robaron la cartera y perdí también la tarde en la comisaría. Pero luego he vuelto otras veces, Alfama me ha devuelto con creces las horas perdidas. Allí también he tenido la sensación de recobrar un lugar común, los lujos inefables atesorados en el regazo de la pobreza, la tarde detenida en gastados azulejos, la copla murmurada en una hora de silencio, el rumor de un bosque soñado durante la siesta.
Las nuevas canciones nacen de esa fuente que todavía alcanzamos a escuchar de vez en cuando. Merece la pena buscar entre las palabras, como entre ruinas, aquellas que son capaces de hacer revivir fantasmas de otro tiempo, sin dejar de reclamar su derecho a figurarse el porvenir. Quizá el país perdido no pertenezca en realidad al pasado. Quizá hayamos perdido tan sólo ese estado de relativa indigencia prometedora en el que uno necesita abrir la puerta a la certeza del cambio que se avecina. A cambio hemos ganado el futuro como seguridad férrea, con sus inevitables accidentes masivos y daños colaterales. No es que echemos de menos la utopía febril, intransigente y caprichosa, echamos de menos su verdad callada, la necesidad de donde mana el deseo de otro horizonte. La verdad de toda vieja utopía reside en eso que Deleuze y Guattari llamaban «le peuple à venir»: una comunidad que sólo admite desterrados, nómadas del vasto desierto interior, guerreros que huyen del bando de la avaricia, ciudadanos de un planeta devastado cuyas ruinas esconden un pozo de agua mítica, cuya frescura imaginaria es comparable tan sólo con el sinsabor de su perpetua dilación.1