Kitabı oku: «Catequesis I-X», sayfa 3

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En la edición de Nicetas tenemos tres Tratados teológicos y quince Tratados éticos. Los primeros se ocupan del mismo tema, la unidad de la naturaleza divina en la Trinidad de Personas. Fueron escritos los tres con ocasión del debate exegético entre Simeón y Esteban de Nicomedia. En ellos, la presentación de la tesis adversa apenas ocupa cinco líneas, que son refutadas desde el principio. Usa el método de la cita escriturística para fundamentar su proposición de que el conocimiento verdadero viene solo por la purificación, la ascesis y la contemplación de Dios.

En sus Tratados éticos, esperaríamos una exposición de los temas dirigida más a la vivencia de la doctrina que a su explicación teológica. Sin embargo, nos encontramos a veces afirmaciones especulativas que más bien corresponderían a un Tratado teológico. Son quince, de los cuales los dos primeros están divididos en capítulos y los restantes no. En ellos Simeón sostiene, frase que llegó a ser un tópico desde Evagrio hasta Gregorio Palamás, que el conocimiento de Dios viene a través de la experiencia y no gracias al estudio, de ahí que no dude en hablarnos sobre su experiencia personal e incluso nos presente la visión de Dios que él tuvo. Además del tema del conocimiento de Dios trata de la imperturbabilidad y la relación entre los sacramentos y la jerarquía.

3.3. Capítulos teológicos gnósticos y prácticos

La obra parece ser una recopilación de lo mejor de sus escritos redactada después de su renuncia como higúmeno de San Mamas. Consta de tres partes: a) cien capítulos prácticos y teológicos, b) veinticinco capítulos gnósticos y teológicos y c) cien capítulos teológicos y prácticos. Cada capítulo consiste en una breve sentencia o párrafo donde se expone el pensamiento del autor. Esta forma de escribir es frecuente en los autores ascéticos. Baste citar a san Juan Clímaco y su Escala del paraíso y a san Marcos el Ermitaño, La ley espiritual, los dos autores que más detenidamente leyó nuestro monje.

No es una obra en la que Simeón intente buscar gloria literaria sino solo la edificación espiritual de los lectores. De ahí que veamos antítesis y acumulaciones un poco forzadas, que son típicas de este tipo de escritos. Tiene, además, muchas comparaciones, presenta las ideas con una visión rápida dirigida hacia lo simbólico y se aprecian formas lingüísticas propias de la época bizantinas. En definitiva, es un escrito que busca que el lector sea conducido por su lectura a la cumbre de la contemplación. Aunque podría parecer que no es original, porque recoge las corrientes tradicionales de la espiritualidad oriental, en realidad los vemos recorridos por un espíritu nuevo que nos presenta la vida como una experiencia.

3.4. Himnos

Es difícil precisar la fecha de composición de los Himnos excepto en el caso del Himno 21, que contiene la respuesta al sincelo Esteban en el año 1003, pero podemos afirmar, de una manera general, que una parte de sus himnos se sitúan entre el año 980 y el 1005, y serían contemporáneos con sus Catequesis; sin embargo, la mayor parte de ellos hay que datarlos entre su renuncia al cargo de higúmeno (1005) y su muerte (1022).

Sobre su estilo, Johannes Koder23 afirma que Simeón da preeminencia al contenido sobre la forma externa, por eso no se puede hablar de una retórica y estilo muy elaborados y sí de numerosas faltas estilísticas. Además, muchos himnos se presentan bajo una forma dialogada, siguiendo una tradición que viene desde Romano el Meloda. Sin embargo, hay una diferencia entre estos dos autores: mientras el diálogo en los himnos del Meloda es retórico, no lo es así en Simeón, que trata de reproducir la conversación que ha tenido lugar entre Cristo, que le ha hablado por medio de una visión, y él. Por lo que se refiere a su contenido, Koder sostiene que no está influenciado por ningún autor en particular, aunque muestra conocer el vocabulario de la obra Barlaam y Josafat24 y encontramos referencias a la teología negativa del Pseudo-Dionisio. En cuanto al uso lingüístico de esta obra, se advierte que, en su intento de adecuar el lenguaje a su experiencia, tiene que crear nuevas palabras e imágenes poco habituales junto con el empleo de numerosas figuras retóricas25.

3.5. Cartas

Cuatro cartas se conservan como auténticas de Simeón. De ellas la primera trata el tema de la confesión y aquellos que tienen el poder de absolver, la llamada Carta sobre la confesión. En las demás, los temas tratados son los siguientes: la penitencia y los actos del que se acerca a confesar, los criterios de la santidad y aquellos que se han consagrado a sí mismos y se han apropiado de la dignidad apostólica sin la gracia que viene de lo alto.

4. Pensamiento de Simeón el Nuevo Teólogo

El papa Benedicto XVI resume brillantemente el pensamiento místico del Nuevo Teólogo: «Simeón concentra su reflexión sobre la presencia del Espíritu Santo en los bautizados y sobre la conciencia que deben tener de esta realidad espiritual. La vida cristiana –subraya– es comunión íntima y personal con Dios; la gracia divina ilumina el corazón del creyente y lo conduce a la visión mística del Señor»26.

Según Simeón la meta que debe alcanzar todo ser humano es su propia divinización, llegando así al paraíso celestial. Este tema no es nuevo, pues hunde sus raíces en la doctrina de los Padres de la Iglesia, especialmente a partir del siglo III con Clemente de Alejandría y Orígenes, y se desarrollará en los siglos posteriores con san Gregorio de Nisa, el Pseudo-Dionisio Areopagita y san Máximo el Confesor, entre otros. En el siglo VIII san Juan Damasceno nos ofrece un esquema de vida espiritual en el cual la divinización se realiza en dos momentos: el primero, mediante la redención de Cristo por la que toda la humanidad queda santificada; el segundo, el que cada individuo debe procurar mediante la recepción del Bautismo, la Eucaristía y una vida pura27.

Este esquema lo recoge el Nuevo Teólogo. En efecto, en sus obras vemos cómo Jesucristo se hace hombre para regenerar al ser humano que, después del pecado, se había vuelto contra Dios, siendo necesario que después de la transgresión de Adán viniera la obediencia de Cristo. Esta regeneración se nos presenta de forma paralela a la caída del primer hombre; así, a la desobediencia de Adán, le corresponde la obediencia de Cristo, al árbol del paraíso, el árbol de la cruz y, finalmente, a la transgresión de Eva, la aceptación de María.

Una vez producida la divinización de la humanidad por la sangre de Cristo, Simeón insiste en la necesidad de que cada persona en particular participe activamente en su propia divinización. Esta se da gratuitamente al ser humano por el Bautismo, pero si este no corresponde a esta gracia con una fe firme, cumpliendo los mandamientos y purificándose con todas sus fuerzas, realmente puede condenarse y no participar de la naturaleza divina. Junto al Bautismo, la Eucaristía juega un papel fundamental como medio principal y necesario que la persona humana posee para alcanzar su propia divinización.

Simeón sostiene que esta divinización se produce en el ser humano de una manera consciente pues, si dos personas se unen y una de ellas no se da cuenta de que se ha producido dicha unión es porque está muerta, ya que la relación entre seres vivos es siempre consciente. Sostener que la unión entre el ser humano y Dios se produce de una manera inconsciente es igual que declarar que uno de los dos está muerto. Como de Dios no podemos decirlo, solo lo podemos afirmar del ser humano. La persona muerta espiritualmente no puede estar divinizada. Además, quien se une nada menos que a su Creador, añade Simeón, tiene que enterarse de ello. Pues esta unión hace que el alma y el cuerpo humano corruptibles se vuelvan incorruptibles al unirse a Dios, y este cambio es tan extraordinario que el ser humano es consciente de él.

El camino mostrado por Simeón que nos conduce a la plena divinización pasa en primer lugar por alcanzar la imperturbabilidad. No podemos llegar a ella si no es cumpliendo todos los mandamientos y, además, el cumplimiento de la ley no será completo mientras no se domine todo tipo de pasión, por pequeña que sea.

En segundo lugar, si el ser humano quiere llegar a la perfección, es necesaria la compunción, con derramamiento de lágrimas, que limpie el lodo de los pecados, porque de nada sirven las obras buenas si no estamos totalmente limpios de los pecados.

Un tercer requisito es la huida o renuncia al mundo, especialmente del deseo de las cosas que hay en él, ya que este anhelo por las realidades del mundo puede considerarse como un verdadero adulterio del corazón, que debe estar apegado solo a Dios. Después de renunciar al mundo es preciso el abandono de los placeres de la carne para vivir del espíritu. Esto debe hacerse a través del ayuno que, en palabras de Simeón, mata la pasión, puesto que quien se sacia del alimento no puede al mismo tiempo gozar de la dulzura intelectual y divina. También es preciso el silencio, tanto exterior como interior, y la mortificación del cuerpo. Finalmente, para dificultarnos el camino y hacer que nos desviemos de él, no falta la actividad de los demonios, sirvientes de Satanás, que envidia al ser humano y por eso desea dañarlo. Su acción es distinta según el alma esté en la luz o en las tinieblas. A las primeras no las puede dominar, sino que son estas las que lo pisotean; en cambio a las segundas las castiga y les declara una guerra sin cuartel a la que no pueden resistirse.

¿Pero qué es la impasibilidad para Simeón? En el Discurso ético IV nos dice que la impasibilidad consiste en no tener ni permitir ningún pensamiento pasional ni del mundo ni de sus asuntos. Esta impasibilidad se puede dividir en dos tipos: la del cuerpo y la del alma, esta última más perfecta. Añade también que es preferible la adquisición de virtudes a la simple inmovilidad del cuerpo y de las pasiones del alma. Más adelante, Simeón anima a no quedarse en la simple renuncia a los placeres terrenales, sino a aspirar a los bienes eternos, porque es más importante perseguir la gloria de Dios que conformarse con rehusar la gloria mundana. También nuestro autor nos anima a vestirnos de la luz de Cristo y a no conformarnos con ataviarnos pobremente.

Para alcanzar la perfecta impasibilidad es primordial la humildad, tanto aquella que podemos adquirir con nuestras propias fuerzas, como aquella que es don de Dios y que no está en nuestro poder. Acerca del perdón perfecto sostiene que se consigue no solo olvidando la ofensa, sino abrazando al ofensor como si fuera un amigo y no insinuar la ofensa ni siquiera en la conversación.

Termina afirmando que es preferible el cumplimiento de los mandamientos al simple temor de Dios, la práctica de los mandamientos a la impecabilidad y, finalmente, combatir y vencer al enemigo que resistirlo simplemente. Simeón nos muestra, por tanto, que la impasibilidad no es una actitud pasiva, no tener pasiones, sino más bien una actitud dinámica, que busca la perfección con la ayuda de Dios, ya que la impasibilidad perfecta es una gracia de Dios.

Esta imperturbabilidad que nos lleva a la divinización nos hace conocer a Dios de una manera diferente al conocimiento mundano. Para Simeón el conocimiento divino es deificante. Dos son los términos que se utilizaban entre los místicos griegos para expresar este tipo de saber: el de teoría o contemplación y el de conocimiento o gnosis. El primero vendría a significar contemplación o visión de Dios o de las cosas en Dios. El segundo término, gnosis, equivaldría a la ciencia existencial de las cosas espirituales. Por lo que se refiere a nuestro autor apenas diferencia los dos términos sino que los considera como sinónimos.

Este conocimiento que tenemos de Dios es distinto del humano. Para explicarlo nuestro autor se sirve de la alegoría platónica de la caverna. El conocimiento por los sentidos corporales se parece al de unos prisioneros que, estando en una cárcel oscura desde su nacimiento, no ven más que sombras, pero como no tienen otro modo de conocimiento piensan que este es el único verdadero. El conocimiento de Dios se asemeja a la luz del sol que el prisionero no ve. Pero al abrirse un boquete por donde entra la luz solar, el prisionero puede intentar elevarse mediante el dominio de las pasiones y ser iluminado por la luz clara de la fe. Poco a poco encontramos en este ser humano una ascensión a lo divino. Una vez que esta situación de iluminación se hace habitual, es cuando contempla –en expresión de Simeón– maravilla sobre maravilla, misterios sobre misterios, contemplaciones sobre contemplaciones, y cuando intenta expresar a los otros prisioneros lo que ha visto le es imposible hacerlo, y a los otros entenderlo porque, para el que no ha vivido esta experiencia, no puede imaginarse que su conocimiento meramente sensitivo no sea el verdadero.

Terminamos nuestra reflexión refiriéndonos a la tesis de nuestro autor según la cual este conocimiento de la luz de Dios lo tiene el ser humano conscientemente, y si no es consciente, es que no lo posee. Varios son los argumentos con los que quiere asentar esta tesis: el primero nos dice que por el Bautismo hemos sido revestidos de Cristo y de su conocimiento. Igual que un cuerpo nota si está vestido o desnudo así debe advertirlo el bautizado, a no ser que sea un cadáver o que Cristo no sea nada, y como esto último es inadmisible para Simeón, opina que el que no tiene este conocimiento es porque está muerto.

El segundo argumento consiste en la cita bíblica: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Si Dios ha prometido que los que han alcanzado la pureza en su corazón lo podrán ver, si decimos que una persona que ha logrado este estado no lo contempla, o hacemos a Dios mentiroso o bien no ha llegado a la pureza de corazón necesaria para llegar a la visión de la luz de Dios.

CATEQUESIS

I
LA CARIDAD1

Sobre la caridad. Y cuáles son los caminos y las obras de las personas espirituales. Y la bienaventuranza para los que tienen el amor en su corazón [1-6] 2 .

[A pesar de ser indigno, yo os exhorto] 3

Hermanos y padres, quiero hablaros de lo que aprovecha al alma y siento vergüenza ante vuestra Caridad4 –Cristo que es la verdad me es testigo–, pues conozco mi indignidad. Por eso quisiera permanecer en un absoluto silencio, bien lo sabe el Señor, y ni siquiera elevar la vista para mirar un rostro humano, ya que mi conciencia me condena al haber sido puesto indignamente a la cabeza de todos vosotros, como si conociera el camino, yo que no sé a dónde voy y ni siquiera he comenzado la senda que conduce a Dios.

Por esto me invade una pena no pequeña ni ordinaria por haber sido elegido yo, que soy despreciable, para guiaros a vosotros, los más venerables, a los que yo mismo debería tener por guías, porque soy el último de vosotros en antigüedad y edad5. Mi vida no tiene el discurso práctico y testimonial para exhortaros y recordaros lo que concierne a las leyes y a la voluntad de Dios. Y, cada vez que deseo hablaros de estas cosas, sé que ninguna de ellas las he puesto nunca en práctica.

Pues conozco con exactitud que el Señor y Dios no llama bienaventurado solo al que habla, sino al que obra antes de hablar. En efecto, Él dice: «Bienaventurado el que obra y enseña. Ese será llamado grande en el reino de los cielos»6. Pues los discípulos, al escuchar a un tal maestro, se vuelven dispuestos a imitarlo y no reciben tanto provecho de sus palabras cuanto son estimulados por sus buenas obras y se esfuerzan en hacer lo mismo. En cambio, yo sé que eso no se halla en mí, pues tengo conciencia de no hacer nada bueno.

Por ello os pido y os exhorto a todos vosotros, mis queridos hermanos, que no pongáis vuestra vista en mi vida relajada, sino en los mandatos del Señor y en las enseñanzas de nuestros santos Padres, porque estas luminarias no escribieron nada que antes no practicaran, y tuvieron éxito al practicarlas [7-38].

[Tomemos la misma ruta]

Por consiguiente, recorramos todos juntos el único camino que nos lleva al cielo y a Dios: los mandamientos de Cristo. Pues, aunque son diferentes los caminos que nos describe la Palabra, sin embargo no son distintos de ninguna manera según su naturaleza, sino más bien según las fuerzas y disposiciones de cada uno. Por eso se afirma que este camino se divide en numerosas rutas. Nosotros, que comenzamos por numerosas y variadas obras y acciones, como quien parte de diferentes lugares y distintas ciudades, nos esforzamos por alcanzar la única morada, el reino de los cielos.

Ahora bien, por las acciones y caminos de los hombres fieles a Dios debemos comprender las virtudes espirituales. Aquellos que comienzan a caminar por ellas deben correr hacia una única meta, de modo que, partiendo de diferentes regiones y lugares, se reúnan en una única ciudad, como acabo de decir, el reino de los cielos, y sean juzgados dignos de reinar junto con Cristo, sometiéndose al único Rey, Dios y Padre.

Por tanto, esta ciudad única y no múltiple, entendedme, es la tríada santa e indivisible de las virtudes, o mejor, la primera de ellas que se nombra la última, como fin de todo bien y la mayor de todas, me refiero a la caridad. A partir de ella y en ella toda fe se cimienta7 y la esperanza se edifica, y sin ella ninguna realidad subsiste, ni subsistirá nunca. Muchos son sus nombres, muchas sus acciones, más numerosas sus señas de identidad, divinas e innumerables sus propiedades, pero su naturaleza es única y absolutamente inefable para todos, para los ángeles, los seres humanos y cualquier otra criatura conocida o desconocida por nosotros. Incomprensible en su esencia, inaccesible en su gloria, inescrutable en sus designios, eterna porque es intemporal, invisible porque se la concibe en el pensamiento pero no se la comprende. Muchas son las bellezas de esta Sion, santa y no hecha por manos de hombre, las cuales el que empieza a verla ya no se regocija por espectáculos sensibles, ya no está apegado a la gloria del mundo presente [39-69].

[¡Oh caridad, del todo deseable!]

Después de este preámbulo, permitidme conversar un poco, hablar con ella y consagrarle todo el deseo que tengo. Tan pronto como he recordado, amadísimos padres y hermanos, la hermosura de la caridad irreprochable, su luz se apareció súbitamente en mi corazón y fui arrebatado por su dulzura, perdí el sentido de las cosas exteriores, estando tan completamente fuera de esta vida que olvidé lo que traía entre manos. Pero se fue, no sé cómo decir, de nuevo lejos de mí y me dejó lamentándome de mi propia debilidad.

¡Oh caridad, totalmente deseable! Bienaventurado quien se adhiere a ti porque ya no deseará adherirse apasionadamente a ninguna belleza terrestre. Bienaventurado quien te ha abrazado movido por amor divino: renunciará al mundo entero y, aunque tenga trato con todos, nunca se manchará. Bienaventurado quien cubrió de besos tus bellezas y puso sus delicias en ti, en tu deseo infinito, porque su alma será santifi- cada por el muy puro derramamiento del agua y de la sangre que sale de ti8. Bienaventurado quien te estrecha con anhelo, porque será transformado en espíritu, ¡feliz cambio!, y su alma se regocijará, porque tú eres la alegría inefable. Bienaventurado quien te posee, porque los tesoros del mundo serán para él tenidos en nada, porque tú eres la riqueza verdadera, inmutable. Bienaventurado y tres veces bienaventurado aquel a quien tú asistes, porque será glorificado por encima de toda gloria visible, honrado por encima de todo honor y venerado. Será ensalzado quien te busque, más alabado quien te encuentre, más bienaventurado aquel al que tú amas y alimentas, alimento que es Cristo inmortal, Cristo nuestro Dios [70-98].

[¡Oh divina caridad!]

¡Oh divina caridad! ¿Dónde retienes a Cristo? ¿Dónde lo escondes? ¿Por qué has tomado al Salvador del mundo9 y lo mantienes lejos de nosotros? Ábrenos a nosotros, indignos, tu puerta pequeña para que también nosotros podamos ver a Cristo, que padeció por nosotros, y confiar por su misericordia que no moriremos una vez que lo hayamos contemplado. Ábrenos tú que te has hecho puerta por tu manifestación en la carne, tú que has forzado las entrañas misericordiosas e inviolables de nuestro Soberano para que cargue con los pecados10 y las enfermedades11 de todos, y no nos excluyes con estas palabras: «No os conozco»12.

Quédate con nosotros para que nos conozcas, pues somos desconocidos para ti. Habita en nosotros para que nosotros, que somos de humilde condición, recibamos por ti a nuestro Soberano y nos visite, ya que tú fuiste antes a su encuentro –pues nosotros somos totalmente indignos–, y de este modo se detendrá un poco a conversar contigo y nos permitirá a nosotros pecadores caer delante de sus pies puros. Tú le hablarás para nuestro bien e intercederás para que nos perdone la deuda del mal, a fin de que gracias a ti seamos de nuevo juzgados dignos de servirle a Él, el Soberano, y seamos sustentados y alimentados por Él. Puesto que no tener deudas pero morir de hambre y pobreza es casi lo mismo que una pena y un castigo.

Acéptanos, ¡oh santa caridad!, y entremos gracias a ti en el gozo de los bienes de nuestro Soberano, de los que nadie, si no es por ti, gustará su dulzura. Pues el que no te ha querido como se debe y no ha sido amado por ti como es preciso, quizá puede correr, pero no alcanzar el premio13; y todo corredor, mientras no ha alcanzado la meta, permanece en la incertidumbre. En cambio, cuando te ha alcanzado o ha sido alcanzado por ti14, está totalmente seguro de la victoria porque tú eres el fin de la ley15, tú que me rodeas, tú que me inflamas y que enciendes en mi corazón en pena el amor infinito por Dios y por mis hermanos y padres. Puesto que tú eres la doctora de los profetas, la acompañante de los apóstoles, la fuerza de los mártires, la inspiración de los padres y doctores, la perfección de todos los santos y, en este momento, mi investidura en el presente ministerio16 [99-134].

[La caridad como criterio de los verdaderos discípulos de Cristo]

Perdonadme, hermanos, por haberme desviado un poco del tema de la catequesis, movido por el amor a la caridad. Pues me acordé de ella y «se alegró mi corazón»17, como dice el divino David, y me puse a cantar sus maravillas. Por eso pido a vuestra Caridad perseguirla con todas vuestras fuerzas y correr con fe para poder alcanzarla y que no quede frustrada de ninguna manera vuestra esperanza. Pues todo esfuerzo y toda ascesis vivida con grandes esfuerzos y que no alcance la caridad con un espíritu contrito18 es vana y no termina en nada provechoso. Ya que no es posible reconocer a uno como discípulo de Cristo por una virtud distinta a ella o por el cumplimiento de algún mandato del Señor, según dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros»19.

Movido por la caridad «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros»20, por ella se hizo hombre y soportó voluntariamente toda la pasión vivificadora para liberar de las ataduras del infierno a su propia criatura, el ser humano, restaurarla y llevarla al cielo. Movidos por ella los apóstoles corrieron esta carrera sin tregua y, después de echar en todo el mundo el anzuelo y la red de la Palabra, lo arrancaron del abismo de la idolatría y lo condujeron a salvo al puerto del reino de los cielos. Movidos por ella los mártires derramaron su sangre para no perder a Cristo. Movidos por ella nuestros padres, portadores de Dios, y los doctores del mundo dieron generosamente su propia vida por la Iglesia católica y apostólica.

Y nosotros, aunque indignos, hemos asumido el cargo de superior de hombres tan venerables como vosotros, padres y hermanos nuestros, para que, imitándolos según nuestras fuerzas, suframos y soportemos todo con paciencia por vosotros, y hagamos todo para vuestra edificación y provecho, a fin de ofreceros como víctimas perfectas, holocausto espiritual21, en la mesa de Dios. Vosotros sois, en efecto, los hijos de Dios que Dios me ha dado como hijos22, mis entrañas23, mis ojos. Vosotros sois, como dice el Apóstol, mi orgullo24 y el sello de mi25 enseñanza.

Esforcémonos, pues, con todos los medios, incluido el amor mutuo, mis queridos hermanos en Cristo, en servir a Dios y a aquel que habéis elegido para ser padre espiritual, aunque estoy muy lejos de ser digno, para que Dios pueda alegrarse de vuestra concordia y perfección, y yo, despreciable, también me alegre al ver que siempre os esforzáis en el progreso de una vida según Dios, tendiendo hacia lo mejor en la fe, en la pureza26, en el temor de Dios, en la piedad, en la compunción, en las lágrimas –todas estas cosas por las que el ser humano interior se purifica y se llena de la luz divina y se hace todo él posesión del Espíritu Santo–, en un alma contrita27 y un espíritu humillado, y mi alegría se vuelva para vosotros bendición y aumento de la vida imperecedera y bienaventurada en Jesucristo nuestro Señor, a él sea la gloria por los siglos. Amén [135-184].

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