Kitabı oku: «Triannual II», sayfa 2
Segundo comentario: Pasado o futuro
No iba a poder eludir por mucho tiempo, mientras transcurre mi presente, lo que es un componente básico de mis preocupaciones, llámese obsesión (aunque no lo es) o fijación (que a lo mejor sí que resulta serlo) pero, vamos, reiterativo sí que es en cualquier caso y así lo reconozco. Y desde luego no es por placer en ningún caso porque, si se puede elegir, como ente humano prefiero idealmente el ocio al esfuerzo, el descanso a la obligación, la comodidad a la molestia, así que no me interesaría calentarme la cabeza con preocupaciones salvo que, a mi parecer, tengan trascendencia o cumplan una función porque me aclaren algo que ignoro, o que me sugieran posibilidades varias.
Pero, como también prefiero la seguridad a la inseguridad, no puedo obviar algunas que se me aparecen, concretamente a nivel social y universal, como perjudiciales o, en algún caso, directamente amenazadoras o potencialmente destructivas. En consecuencia, cuando reitero los temas es porque siguen sin resolverse y enconados o aún más complicados, abandonados a su suerte o calladamente olvidados sus aspectos peligrosos, yaciendo nada más que en el silencio de los archivos de las hemerotecas y, en algunos casos, solo en pensamientos marginales.
No soy técnico, ingeniero ni físico y, lamentablemente, no puedo convocar al equipo que interpreta la serie The Big Bang Theory para que me ilustre o me sustituya en el área de la energía nuclear, así que tengo que ir tirando con mis modestas capacidades personales hasta donde lleguen, cuando me enfrento sucesivas veces a las consecuencias de la tecnología. Que es una de las áreas más influyentes en el catastrofismo, siendo en muchas ocasiones un componente básico de creaciones imaginarias pero consistentes, esto es, películas, aunque muchas veces la realidad pueda superar a la ficción.
1. Antes
Y esto no es una ficción creativa sino la cruda realidad: he podido ver una retrospectiva del desastre que sucedió en el reactor nuclear de Chernobil. Encontré hace unos días, a finales de enero, un programa televisivo sobre el suceso, y creí que era el aniversario del accidente de 1986, pero comprobé que el pase audiovisual ha tenido lugar a finales del primer mes del décimo octavo año del siglo xxi. Por resituarlo en concreto, luego he comprobado que el suceso real no ocurrió en enero sino en el cuarto mes del octogésimo sexto año del siglo xx, todo lo cual suena la mar de rimbombante —dicho así por mi tendencia a cierta irónica complejidad— cuando en realidad quería decir, resumiendo: el programa retrospectivo ha sido programado a finales de enero de 2018 (y no he retenido datos del nombre del programa ni de la cadena que lo emitió), pero la fecha del desastre real correspondió a finales del mes de abril de 1986. Lo cual implica que han transcurrido unos treinta y dos años hasta hoy.
Dejando de lado la parafernalia temporal, el caso es que he tenido ocasión de contemplar en la televisión básica una presentación del accidente nuclear ocurrido en su día, recogido en tres documentales enlazados durante un extenso tramo del horario nocturno, sin adecuarse exactamente al aniversario, porque pude comprobar la fecha, una vez más, gracias a la accesibilidad de la información electrónica.
Como el suceso permanece siempre en mi recuerdo, no diré que lo he sacado del olvido solo al ver la programación de enero de este 2018, porque no es así: como ejemplo tremebundo, lo he mencionado en el comentario octavo del primer volumen de Triannual (cuya redacción finalizó en el pasado 2017) pero no había tenido ocasión de ver información actualizada, hasta ahora, aunque que sí que me he referido en distintas ocasiones, y con amplitud, al catastrofismo cinematográfico como un indicio de futuro, contemplado como anticipación posible o incluso probable.
Con esta nueva visión actualizada y real de lo sucedido en época contemporánea, he conseguido entender algunas cuestiones que ignoraba previamente sobre el suceso al que me refiero. Y sobre todo, he podido ver al catastrofismo tangible tomar cuerpo y manifestarse crudamente: como me suele suceder, ya estaba comenzado el programa cuando entré al primero de los tres episodios de la noche de visionado. Informaba sobre el accidente fatal en el reactor cuatro del establecimiento nuclear Vladimir Ilich Lenin, alias Chernobil, sito en el este de Ucrania, que reventó en abril de 1986. Momento en el que todavía era un territorio soviético, pues dejaría de formar parte de la URSS en 1991.
La reacción inmediata a la explosión se centró, en medio de los secretismos habituales (los reactores habían sido de construcción y explotación soviéticas), en sellar apresuradamente el requemado agujero radiactivo resultante mediante los aluviones de arena y cemento que se usaban como protocolo para sepultar y contener tales desastres. Aunque los efectos de un escape nuclear son relativamente conocidos, solo después de estos episodios documentales he obtenido con relativa claridad, en lo posible, una visión amplia del alcance del grave accidente.
La radiactividad producida por la explosión lanzó una nube contaminada que también alcanzó a tres cuartas partes de Europa, como secuela de la explosión. La amenaza radiactiva no solo sigue palpitando en el fondo del enorme agujero taponado (porque conserva más del noventa por ciento del combustible nuclear original), sino que había empezado a abrirse paso de nuevo en años recientes: el cemento con el que enterraron el horno radiactivo se había cuarteado con el paso del tiempo. Con el riesgo de que la potencia mortal que contiene abajo se expanda por el aire, fuera de su ataúd cuarteado, en lugar de permanecer en su encierro durante toda su vida radiactiva previsible, que habría de ser de 23.000 años futuros desde el accidente, de los que han transcurrido aproximadamente 32 cuando ofrecieron esta línea documental.
El problema actual es que el inmenso «tapón» que le pusieron tras el suceso ha durado solo unos treinta años y agrietándose. Menuda solución fiable para un suceso destructivo que, además, ha dejado a un importante sector del país aislado, desolado, abandonado, destruido en amplias zonas y prácticamente inaccesible, a pesar de que aún existían otros tres reactores en servicio en el complejo nuclear.
Claro, en base al programa televisivo, actualmente los sectores técnicos de vigilancia y mantenimiento del ataúd del reactor han tenido que intervenir y planificar una solución actualizada mediante otro sistema de contención, ante los numerosos desperfectos sufridos por la primitiva cubierta del reactor reventado, con el fin de que la radiactividad no vuelva a escapar a la atmósfera. Pero resulta que los países de aquella zona (que hoy son algunos de los que, en tiempos pasados, permanecían tras el «telón de acero» ideológico, político y militar), no estaban ni están para gastos, además de que, total, ya les invadió el bestial golpe radiactivo desde el principio, dejando en el lugar originario un enorme territorio abandonado, contaminado y prohibido, como seguirá estando en futuros milenios. Pero la degradación de la cubierta original amenazaba con un nuevo escape que no solo sería de graves consecuencias para los países inmediatos sino que, nuevamente, y según por donde discurriera la nube radiactiva, es probable que alcanzase rápidamente a Europa e incluso a distintos sectores del mundo.
El reactor dañado se encontraba, y se encuentra, en un territorio que, a la fecha de construirse la central nuclear, formaba parte de la URSS, como indiqué más arriba: el reactor reventado quedó después situado en un país independiente (Ucrania para nosotros, aunque en su propio idioma se le denomina realmente Ucraína), que comparte fronteras con otros.
El efecto de la «descarga» de radiactividad que produjo el accidente nuclear golpeó de inmediato tanto a esa zona fronteriza de la misma Ucrania, como a sus camaradas de entonces, y luego y ahora vecinos por el este, Bielorrusia (Nota añadida en 2020: país generalmente muy poco conocido y que ha saltado brevemente a la actualidad durante este último año, en razón de problemas políticos internos y unas elecciones gravemente puestas en duda) y Rusia, todos ellos países resultantes de la fragmentación de la vieja URSS. Por tanto, el establecimiento nuclear se entiende que era soviético, por su construcción, gestión e influencia técnica rusa, y asimismo la dirección científica estaba relacionada con el gran vecino.
Para resolver la situación del degradado revestimiento y siendo la seguridad actual del reactor reventado una cuestión de alcance y amenaza universal, los gastos de miles de millones, de euros o de dólares, para reponer la cubierta y contenerlo en momentos más actuales, los han asumido los EE. UU. y la UE. Aquellos supongo que, dada su lejanía territorial, más que por ayudar a minorar un nuevo desastre, que les pillaría algo lejos, habrá sido por perfeccionar y comprobar técnicas válidas frente a posibles problemas de contención y aprender de las soluciones, dado que en su mismo país ya han tenido algún «aviso» desde sus propias centrales.
En cuanto a la UE, lógicamente, preocupa la proximidad territorial del reactor sepultado, porque está claro lo que puede pasar si los escapes se repiten en la misma dirección. También, en parte, porque con Ucrania la UE mantenía negociaciones que habrían desembocado, el 21 de marzo de 2014, en la firma de un acuerdo de asociación (que según otras informaciones, no comprobadas, habría de renovarse o actualizarse durante el año 2017), de cara al ingreso de ese país como miembro de pleno derecho… (Nota añadida tiempo después: Su incorporación a la UE creo que no ha culminado finalmente en esas fechas, por causa de conflictos político-militares sucesivos en el país).
Así pues, queda claro que, al menos los países afectados por la radiación nuclear extensa que se produjo no pueden ignorar lo sucedido. La Unión Europea porque, a consecuencia del suceso, los europeos ya fuimos alcanzados —únicamente los países mediterráneos más cercanos al Atlántico escaparon, en aquel momento— extensamente por la nube radiactiva y es importante controlar la amenaza. O dicho de otro modo, más que importante, es simplemente vital.
2. Después
El documental presentaba la nueva fórmula tecnológica desarrollada para sellar otra vez el cuarteado tapón del reactor: a tal efecto, se ha diseñado y posteriormente construido un enorme semicírculo móvil, en acero y cemento. Fue fabricado en una zona cercana pero apartada del horno nuclear sepultado, para después ser desplazado hacia delante, por el exterior, rodando mediante mecanismos laterales hasta encajarlo sobre la vieja cubierta deteriorada y sellarlo a su alrededor, evitando —hasta donde sea posible— desplazar personal humano a las cercanías de la resquebrajada y radiactiva zona donde se produjo el suceso.
Estupendo. Parece que la técnica avanza que es una barbaridad (nunca mejor dicho). Pero, juzguen ustedes: la validez máxima prevista, estimada en el tiempo de servicio útil, de la carísima cubierta supermoderna que se ha construido (que ya debería de estar definitivamente instalada desde algún tiempo antes de este comentario) es de… cien años. Y la reparación técnica efectuada habrá taponado unos productos nucleares «vivos» de un peligro incalificable, muy agravado porque no se sacó el combustible nuclear antes de sellar el horno que reventó (Nota posterior: como sí que se ha hecho en Fukushima en momentos más cercanos, con un salto tecnológico que incluye una contención mucho más segura y una recuperación del entorno tremendamente efectiva). Por lo tanto, la población europea, e incluso la global, tendremos una expectativa de seguridad relativa (ya se verá lo que aguanta sin grietas otra vez) de 100 años, sobre unos materiales cuya gravísima peligrosidad abarcará unos 22.870 años más, descontados unos 30 de la primera cubierta y, en su caso, los 100 de la segunda, desde que la misma haya quedado instalada.
Así que, en base a esa tecnología moderna, a lo mejor debería, aunque no lo consigo, olvidarme del asunto, dándolo por resuelto… Para reanudar una sencilla e irresponsable vida cómoda, organizada, evolucionada y cronológicamente bastante menor de esos cien años. Claro, siempre que, durante ese plazo y el que tengan los que me sigan en el tiempo, no debamos enfrentarnos a lo mismo una y otra vez, o quizá solo por una y definitiva vez. Menudo legado para que después tengan que volver a enfrentarse con ello otros, que vendrán detrás pero que hoy ya han nacido…
Volviendo a cómo ocurrió el incalificable desastre, dado que no fue por causas naturales, atmosféricas o climáticas (como ocurrió en Fukushima, arrollada por un tsunami y, por cierto, Japón tiene una gran cantidad de reactores nucleares en funcionamiento, a pesar de ser un país siempre amenazado por terremotos, volcanes y, como se ha visto, temporales). Resumiendo, y sin poder definirlo de una manera más científica, el equipo de la central rusa hizo una prueba técnica experimental, consistente en el simulacro de una eventual situación del establecimiento nuclear si se produjera una bajada imprevista del rendimiento eléctrico. Y, o no habían previsto la eventual reacción indeseada o ignorada a nivel tecnológico, o bien tocaron la tecla equivocada pero aquello reventó. No puedo explicarlo con más detalles, sino con la simple idea que me ha quedado de los episodios vistos en el documental, que no he revisado a continuación porque no los tengo en archivo. Por cierto, en una rápida búsqueda de datos complementarios, he visto que Ucrania tiene una enorme cantidad de centrales nucleares (de las mayores en número de Europa), aunque no he aclarado si son antiguas o más modernas.
(Nota añadida algún tiempo después: En el comentario octavo posterior vuelve a tratarse esta cuestión con más información, casi dos años después de este comentario).
Es verdad, todos nos equivocamos. Certeza absoluta, todos somos humanos y errar es de humanos. Entre humanos.
Pero cuando se trata de estos colosos catastróficos, por favor, benditos robots industriales ¿dónde están ellos, tan infalibles, cuando se les necesita?
Tercer comentario: Tomorrowland
Después de mucho tiempo repasando películas ofrecidas una y otra vez en la pantalla de televisión, dadas como programas de relleno, pasan una interesante para mí y que no conocía de antes. Es verdad que el nombrecito del film, Tomorrowland (La tierra del mañana), si lo analizamos desde nuestro punto de vista puede parecer retumbante o rechinante, no sé cómo definirlo, diría que tanto escrito como pronunciado pero así son las cosas al verse desde idiomas dispares. Su historia versa sobre una Tierra del futuro, aunque en relación directa, mediante saltos temporales, con el presente futurista que presenta la historia filmada. La dirigió en 2015 Brad Bird (también realizador, entre otras, de Misión Imposible: Protocolo Fantasma y de Ratatouille) y es de la factoría Disney, cosa que en determinados momentos se nota.
Teniendo en cuenta la realización eran de esperar, y se consiguen, unos efectos especiales muy creíbles y algunos bastante destacables. También son convincentes los actores principales, acreditados por sus muchas interpretaciones fílmicas, como son Georges Clooney y Hugh Laurie. Aunque, para mí, Clooney se me aparece aquí como algo forzado a cumplir con su papel, a veces, y quizá ocasionalmente sobreactuando. En cuanto al otro actor, conocido como el Doctor House por antonomasia, cumple con el suyo, más estático y definido.
Pero realmente los personajes dinámicos, verdaderos impulsores de la acción y con actuaciones francamente bien interpretadas, son las dos jóvenes coprotagonistas quienes —de hecho— concitan toda la atención, al dotar a sus interpretaciones de dinamismo y de calidad realista y creíble. El papel del personaje «humano», asumido por la mayor de las chicas por su apariencia, lo interpreta Britt Robertson, actriz norteamericana nacida en 1990, lo que significaría que durante el rodaje tenía unos veinticinco años, aunque en la filmación pueda parecer más joven.
La otra muchacha resulta ser, en la película, un androide muy evolucionado, autosuficiente, autónomo, imaginativo, dinámico, «femenino», con altas capacidades de acción y reacción, con voluntad propia y con apariencia de niña. De hecho es una avanzada inteligencia artificial (más lo primero que lo segundo) que sobrepasa con mucho el ser definida, nada más, como una variante extrema de la capacidad robótica en un cuerpo símil humano, dado que la interpretación exultante y creativa, impulsiva y simpática de la joven actriz, la británica Raffey Cassidy, nacida en 2001 (con catorce añitos nada más al rodarse la película) consigue centralizar, desde mi punto de vista, el mayor atractivo en el desarrollo del argumento y que habla y convence con el rostro y con unos ojos y mirada tremendamente expresivos.
Una historia de ciencia-ficción, sí, pero nada clásica —aunque los componentes marginales, los saltos en el tiempo y la posible destrucción de la humanidad, etcétera, sí que lo sean— y donde la eventual situación de amenaza contemplada en ella parecería ofrecer uno de los futuros posibles que, en este caso, convierte el clásico «érase una vez…» en un rotundo «y será una vez…». Y la situación —un tanto amenazadora realmente— se remacha en la última parte del film cuando el personaje de Hugh Laurie, convertido en jerarca megalómano, alega, como razón para sus dudosas andanzas, su creencia en que las cosas se habrían degradado tanto en la Tierra, camino de su final, como para requerir de su totalitarismo activo. O de la pura y simple política del «bisturí» demográfico… manejado por un dictador.
Desde luego, la filmación encaja en lo que actualmente se considera cool, en su sentido amplio para definir algo actual, joven, «fresco», dinámico, acelerado, hiperactivo. Me parece que se ve con gusto y sin sobrecargarse en exceso con la acción, abriendo la mente hacia un posible futuro alejado del martillo de Thor, los superhéroes y las agencias despiadadas, tanto si defienden a la población como si pretenden destruirla. Aunque en esta película también hay algo de eso, se concreta de un modo muy distinto que parece más meditado y creíble a pesar de que, especialmente al final, orbita sobre toda la acción algo que puede definirse como el «dulzor» (que no dulzura) o un toque «juguetón» de la sistemática Disney. Además de que, en otro orden de cosas, el título del film coincide con el de las atracciones de algunos parques Disneyland que ofrecen espectáculos de anticipación futurista, idea que fue promovida por el interés personal de su creador, Walt Disney, pocos años antes de su muerte, ocurrida a finales de los años sesenta del siglo pasado.
De vuelta a la película, incluso tras la paliza de carreras sucesivas que se dan los tres protagonistas, el hombre, la chica humana y la chica androide, para evitar los desastres que el «malo» tiene programados, a veces sudando con profusión y con constantes huidas y enfrentamientos, la acción se va contemplando como si estuviéramos convencidos a priori de que son «tropiezos» que finalmente van a desaparecer. Como si el género humano (no sé si también la Tierra, que no me queda claro) nunca estuviera corriendo un verdadero peligro, sino que se trata de simples episodios sectoriales que «algunos» se encargarán de resolver positivamente en la historia, por el bien de la humanidad. O puede inducirnos a pensar que, de darse tales conflictos en la realidad y no en una ficción, lo resolveríamos nosotros mismos, tal vez con el simple desarrollo de nuestras vidas ordinarias, muy alejadas de heroísmos, con la eventual ayuda de personalidades excepcionales, de las que siempre hay alguna. O, de no haberlas, al ignorar voluntariamente el humano común hasta la simple idea de que esos trastornos globales puedan producirse.
Y el film me deja el regusto de que, realmente, por actual, por cool, por fresco y dinámico que parezca… no deja de ser un cuento de la factoría Disney. Repito, un cuento.
Esto es que en este caso —al revés de lo que me sugieren muchos otros— al final sonríes, no te calientas el «coco», no le das más vueltas a la película y su desarrollo, no sacas conclusiones rotundas, ni analizas anticipaciones, ni desastres, ni perspectivas, ni soluciones paralelas porque aquí, aunque haya pasado mucho, finalmente no pasa nada… Y se recupera la rutina, aunque sea habiendo visto un cuento de aventuras realmente anticipador.
1. La robótica en el cine
En un orden de cosas cinéfilo, el personaje de la androide Athena, que es el que interpreta Raffey Cassidy, me ha recordado al protagonista en la obra El hombre bicentenario (The Bicentennial Man), novela de Isaac Asimov, maestro en diseñar literariamente la robótica avanzada y evolutiva y que la escribió en 1976, esto es, con notable anticipación a la realidad actual. La trama gira alrededor de otro androide, en este caso «masculino», con un aspecto más robótico pero igualmente humanizado. Es tratado, de hecho, como un miembro más de la familia con la que convive y, a la vez, interactúa con el entorno y la sociedad como un ente pensante y ético que, por tecnología, sobrevive a las personas inmediatas durante varias generaciones. Llevada al cine en 1999 por Chris Columbus, con el mismo título, la interpretó muy adecuadamente Robin Williams como el robot Andrew, mientras va desarrollando progresivamente todas sus capacidades y actitudes.
En relación con el film la novela original es muy consistente, dado que refleja la sucesiva evolución «humanizada» del robot protagonista a lo largo de muchos años de historia, pasando a resaltar su lógica —y pacífica— pretensión de ser reconocido como ente humano en atención a sus valores básicos, sus emociones adquiridas y su personalidad privativa y única, lo que logra finalmente. Para ello, el autor lo hace recorrer un denso periplo de relaciones familiares, profesionales, sociales, en las que va desarrollando una «mente» única, evolutiva, responsable y autoasumida, mientras interactúa con las personas de su entorno, durante lo que resulta ser una dilatada historia. La edición original de la obra la publicó Random House Inc. en 1976, como consta en la publicación española a la que he tenido acceso, Ediciones Orbis, S.A., de 1985.
En cuanto a la película que adapta la narración citada, se enfrenta con la dificultad de resumir en el metraje tan larga e intensa evolución como la contemplada en la novela, conservando la idoneidad robótica a la vez que la humanidad de su intérprete. Creo que lo consigue de una forma muy lograda aunque pueda parecer que falta el dinamismo «modernista», esto es, de acción violenta, o al menos acelerada, dado que el robot se caracteriza, precisamente, por su lógica, serenidad y pacifismo, en buena armonía con la sociedad en la que transcurre, durante largo tiempo, su periplo en la narrativa.
¡Vaya!, en este momento me sobresalta, en alguna habitación de la casa, un ruido repetitivo e insistente que no reconozco… Ah, es el pequeño robot doméstico autorrodante, limpiador del pavimento y recién estrenado, que ha tropezado en su camino con una cortina larga que hay delante de un ventanal, y la va retorciendo hacia sus tripas, impasible y empecinado en su función, convirtiéndola sucesivamente en un largo y tenso tirabuzón de tela, de techo a suelo… Y eso que se supone que sus «sentidos» lo advierten de que eso no es polvo…
Así que me pregunto cómo habría acabado la cortina o, por su lado, el robotito, si el humano correspondiente no hubiera aparecido para resolverlo.
¿Qué decir? Pues que robots, androides, animatronics, transformers y vete a saber qué más sobre inteligencia artificial, veredes, Sancho…
Y concluyo: como para quitarle (¿quitarles?) la vista de encima. Menudo estropicio.