Kitabı oku: «El libro de las palabras robadas», sayfa 3
−Bueno, cuéntame qué ocurrió con Arturo Kozer –insistió Vilches.
Entre los tres le pusimos al corriente. Noté que Joan Gilabert repetía de una manera pertinaz que no había que darle demasiada importancia; y curiosamente eso causaba en mi fuero interno una especie de rechazo, una defensa de mi dignidad que me obligaba a hacer algo. Vilches, por el contrario, se mostró contrariado.
−Así que se cree el protagonista de tu novela. Puede ser un buen material para otra intriga, ¿no lo has pensado?
−Propónselo a Félix. Seguro que Saverio Gris lo resolvería en la cuarta edición…
−En cualquier caso no es más que una anécdota que podrás contar cuando envejezcas. Visto desde fuera, no ha ocurrido nada importante, Elio, nada de lo que debas preocuparte. ¿No te parece?
Asentí, recordando de pronto que ambos, Vilches y yo, habíamos vivido experiencias muy similares, decepciones paralelas, promesas incumplidas por algún editor que finalmente se habían esfumado sin saber muy bien la razón. Yo había tenido algo más de suerte, él era en cualquier caso un buen cuentista en la sombra.
−Es verdad, no ha ocurrido nada, pero me carcome la curiosidad, para qué voy a negarlo, y me encantaría poder hablar con ese hombre tranquilamente, saber sus razones, descubrir su verdad.
Vilches se limpió la espuma de cerveza que se le había quedado en los labios con el dorso de la mano. Me di cuenta de que miraba con cautela a Francesca que, de pronto, había bajado los párpados, como si mi excesivo interés por ver a Kozer la turbara profundamente. Joan Gilabert parecía grabar en su memoria cuanto yo decía.
−Elio, insisto en lo que te aconsejé en la cena –dijo de pronto−. Busca cualquiera de sus libros en la Feria de Segunda Mano y probablemente dejes de pensar en él.
Lo miré con curiosidad, preguntándome por qué razón una obra teatral de Kozer iba a causar tal efecto y, por otro lado, qué se suponía que ocurriría si por el contrario me gustaba la pieza. Aunque no borró ese tono preocupado que entiznaba su semblante, Francesca intervino una vez más.
−Pobre… –se asió de mi brazo, apretándose contra mí, y sentí sus senos y el vientre, y la agitación de su respiración, como si el contacto de nuestros cuerpos la hiciese temblar−. No puede acordarse de eso, Joan, os habíais bebido dos botellas y media…
De pronto noté la mirada complaciente de Vilches, que sorbía su cerveza con parsimonia, estudiándonos, y cómo sus pensamientos asomaban de alguna manera y hacían sentirme extrañamente culpable.
−Yo insisto, pues, o vais a la feria en pos de las huellas de vuestro enemigo o simplemente por el puro placer de hallar alguna lectura digna de vuesa merced.
−¿Cuándo dejarás de hablar así? ¡Qué coñazo de tío! –dijo Vilches, mientras yo me zafaba prudentemente de Francesca.
−Tened piedad de mí, don Vilches, que enojaros no es mi intento sino compartir con vos una buena jarra de cerveza… ¡Posadero, posadero! –bramó Gilabert por encima de nuestras cabezas llamando la atención de los clientes−. ¡Más cerveza para los hombres del rey!
La verdad es que a Francesca le gustaban esos excesos de su marido, y ahora parecía que hubiese regresado a su regazo fascinada por su embrujo, dejándome a un lado como un mero atrezzo del decorado. Después de tantos años juntos probablemente él poseía la clave para complacerla.
−¡Juradlo, señor Comendador! –me increpó cuando los cuatro brindábamos con las nuevas jarras−. ¡Jurad por Dios que cumpliréis vuestra promesa e iréis a la feria a batiros en buena lid! ¡Y si dieseis de nuevo con ese hideputa, presto hacedlo saber a vuestro señor!
−Lo juro, Joan –le dije con ganas de zanjar su actuación, mientras la cerveza hizo removerse a mi estómago.
−Ese interés que Francesca mostraba por ti no era nuevo −me deslizó Moses Shemtov con su voz más neutra.
−Supongo que no –dije−. La conocí en el Instituto, coincidimos en la misma clase, y nos hicimos buenos amigos… Muy buenos amigos. Nos atraíamos, sin duda, pero por una razón u otra nuestra relación jamás cuajó, era como si la evitásemos conscientemente, como si hubiéramos decidido que nuestra amistad estaba por encima de todo, incluso de los verdaderos sentimientos. Éramos muy jóvenes, y muy idealistas. Pero nos gustábamos. Luego apareció Lola, que absorbió mis sesos, y, un día, Francesca se marchó con su familia a Barcelona. Habían trasladado a su padre. Cuando años después volví a verla ya estábamos casados; pero si he de ser sincero, enseguida comprendí que aún quedaba algo de aquella atracción adolescente… Sin embargo, algo me decía que, aunque Joan Gilabert no podía verla, su sexto sentido le hacía adivinar las intenciones de su mujer, sus apetencias, sus deseos más ocultos, hasta lo que pensaba. Y eso, aunque no había nada entre nosotros, por alguna razón me hacía actuar con una torpeza mezquina. En ocasiones resultaba muy embarazoso.
−¿Qué piensas de ella? −insistió.
−Es igual que un acantilado al que me viera obligado a acercarme inevitablemente; cuanto más me resistía a aproximarme más deseaba ceder. Pero cuando eso ocurría trataba de pensar inmediatamente en su marido y el remordimiento hacía su trabajo.
−Comprendo. He de suponer, sin embargo, que más adelante volveremos sobre Francesca −por primera vez, sus ojos ancianos e impávidos mostraron un algo de interés, tal vez malsano, pero humano al fin y al cabo. No dije nada y continué con mi historia.
Mientras Vilches se ajustaba el bolso de cuero que llevaba en bandolera, en cuyo lateral se distinguía bordado el logo de Giorgio Armani, me pregunté si el desembarco filibustero no se habría producido ya.
−He tenido que enterarme por Almagro de que vamos a ser abducidos por Berlusconi… −di un sorbo a la cerveza, observando a mi amigo que había fruncido el ceño.
Vilches pidió otra jarra, su forma de beber era insaciable pero siempre ha demostrado tener un gran aguante; luego abrió uno de los bolsillos laterales de su pantalón y sacó una caja de puritos. Me ofreció uno, pero preferí un Chester de mi paquete. El aire de La Casa del Guardia estaba cargado, el humo de los cigarrillos se entremezclaba y flotaba sobre nuestras cabezas.
−Pensaba decírtelo, créeme… Pues sí, es cierto. Il Cavaliere va a comprar el Grupo… La cosa parece que es inminente. ¿Lo puedes creer?
Joan Gilabert no disimuló una mueca de disgusto, e hizo un ademán con el brazo como si buscara su sable para desenvainarlo. Odiaba las multinacionales, el McDonald´s, los Carrefours y las malditas franquicias que ocupan todas las calles de todas las ciudades del mundo. Pero sus pantalones eran Levi-Strauss y sus gafas negras unas Ray Ban de cuatrocientos euros. A veces me pregunto qué es lo que estamos haciendo, dónde quedan los principios, incluso las utopías, y en ese momento creo que de alguna manera exploté, débilmente, pero exploté.
−Nos van a manejar a su antojo –le dije a Vilches−. Mandarán efectuar una lobotomía al personal y nos transformarán en pequeños frankensteins para informar de la basura que nos ordenen. Vamos a formar parte del imperio berlusconiano, del lado oscuro… Y dejaremos de respirar.
−¿Desde cuándo lo sabes, Vilches? –preguntó intrigada Francesca.
−Se ha confirmado hace dos horas –dijo evitando mi mirada.
Supongo que decía la verdad. Simplemente no quería aceptarlo y, en su fuero interno, aún albergaba la esperanza de que se produjera un milagro.
No recuerdo cuánto tiempo más dedicamos al asunto, supongo que no mucho, hasta que decidimos marcharnos cuando Joan Gilabert trataba de pedir la sexta jarra de cerveza. Terminamos por perfilar el viaje a Madrid en un restaurante libanés. La novela se presentaría en la Casa del Libro, en Gran Vía.
UN LIBRO MISTERIOSO
Llevaba unos minutos mirándome al espejo de mi dormitorio. El vino se había apoderado de mis reflejos, no podía cerrar la boca, que mantenía entreabierta, y los párpados me pesaban aunque me resistía a duras penas a ser derribado. Fue entonces cuando realmente la vi por vez primera.
De la impresión que me produjo, eché el cuerpo atrás empujado por un impulso de defensa, como cuando uno trata de evitar un golpe. Había aparecido desde el fondo del espejo, una especie de figura velada que se movía con lentitud, con los pies descalzos, los brazos lánguidos y frágiles a ambos lados del cuerpo. Era Ágata, sin ninguna duda, tan joven como en las fotografías que guardaba Silvia.
Moses Shemtov se arrellanó en su sillón, como si presumiera que después de varios meses de sesiones aburridas y estériles comenzaba por fin a abrirme con lo mejor de mi historia, quizá anhelante por estudiar mi actitud en el momento en el que me enfrentaba por fin con el espectro. Intuí que le decepcionaría, aunque para él su victoria era haber conseguido que hablara abiertamente.
Ágata se acercó al diván que tenía cerca de sus piernas. Reposó una mano en el apoyabrazos, y se giró a la velocidad de una película que se proyectara a cámara lenta. Sus labios se movieron igual que pétalos y me regalaron una sonrisa esplendorosa. Noté un escalofrío en la base del estómago, pura emoción.
−¿Mamá?
Pensé que estaba más borracho de lo que creía. Ella levantó la mano que tenía aún sobre el diván y me mandó callar llevándose el dedo índice a la boca. Luego, se sentó justo frente a mí, y nuestros rostros quedaron a la misma altura.
−Me preocupa mucho Damián. ¿Cómo se encuentra tu padre?
Al oírla, una extraña presión me cortó la respiración unos segundos. Negué con un movimiento de cabeza, atenazado por el vino y por la incredulidad; no podía estar viéndola y, menos aún, oyéndola, pero así era.
−Hasta hace unos días creía que estaba bastante bien… −le respondí, reponiéndome a mi estupefacción inicial−. Pero me temo que comienza a chochear…
No me creía capaz de poder dirigirme a ella como si aún estuviese viva, y tal vez por esa razón no reconocí mi propia voz.
−No debieras hablar así de tu padre… −no percibí reproche alguno en sus palabras, sino más bien un toque de atención cariñoso.
Ágata ladeó la cabeza. Llevaba al cuello la medalla de oro que le había regalado Damián el día de su boda y con la que había sido enterrada.
−Ojalá me equivoque –seguía hablándole, aunque no era consciente de lo que le decía, como si alguien lo hiciera por mí−. ¿Sabes, madre? Mi hijo se llama Marco. Nació un año después de que fallecieras…
−Lo he visto por el parque. Es muy guapo, y más alto que tú. Pero no me gusta que fume porros, aunque los de su edad hacen tantas tonterías… Lo mejor de Marco es que no tiene maldad.
Mi boca se entreabrió, pero no articulé una palabra coherente en los siguientes minutos, y ni siquiera mi imitador fue capaz de hacerlo en mi lugar, amordazado por lo que ella me contaba de su nieto. Hablaba con un ardor vehemente, mayor al que siempre había imaginado que ella habría profesado por Marco si lo hubiese visto crecer, y tuve la sensación de que conocía mucho mejor a mi hijo que yo mismo.
−Tiene tus ojos –añadí al fin, como si le hiciera un regalo.
En esta ocasión sí había sido yo, y le había dicho exactamente lo que pensaba en ese momento.
−¿Eres feliz?
Me sorprendió la intensidad de su mirada, como una llamarada que me devorase las entrañas. Me llevé una mano a la boca, restregándola, con ganas de encender un pitillo. Seguía noqueado, un impacto así no se recibe todos los días.
−No del todo –me arrepentí de confesarlo en cuanto descubrí la alarma en los ojos de mi madre−. Pero no me quejo…
Demasiado tarde para rectificar. Sin embargo, me embargó una extraña sensación de placidez. Sabía que ella estaba ahí para protegerme, siempre lo había hecho.
−Jamás comprendí que te casaras con Lola… Sois tan diferentes…
Ágata se incorporó, y apoyó las palmas de sus manos en el espejo, aplastándolas contra la superficie transparente. Muy lentamente, me levanté y di un paso, y me di cuenta de que la piel de mi madre era perfecta. Las manos sobre el cristal la palidecían aún más, podía ver las líneas de cada una de ellas, y los diez dedos, separados, eran como dos rosas blancas.
−Nos hemos divorciado. Pero he conocido a alguien…
−Beatriz es una buena persona –me interrumpió−. Pero no es la mujer de tu vida. Ella también pasará…
Arrugó la frente, como si le embargara una pena infinita. Traté de tranquilizarla pero balbuceé torpemente alguna pavada. Entonces agachó la cabeza, ignorándome, y luego se puso de rodillas y cogió un libro del suelo. Parecía muy antiguo, con tapas de madera, pero curiosamente yo creí reconocerlo, igual que un juguete de mi infancia que no hubiese visto en muchos años. La observé ahora a ella, le temblaba levemente la barbilla. Sus ojos estaban ocultos bajo las pestañas, clavados sobre el libro que había apoyado en sus muslos. Yo también me había agachado, arrastrado por su movimiento, imitando su postura al sentarme sobre los talones. Con un cuidado extremo, abrió las tapas del libro. Las hojas, cetrinas y sucias, estaban vacías. Pero ella me lo mostraba como si pretendiera que yo viese algo en esas páginas.
−¿Qué quieres que haga? –pregunté confuso.
−Lee –me ordenó con suavidad.
Debieron de transcurrir un par de horas hasta que terminé de hacerlo, exhausto pero deslumbrado. Había sido tan intensa la lectura que me resultaba difícil sobreponerme. Pero sonreía, como si una felicidad irrenunciable hubiera explotado en mi interior. El texto que acababa de terminar seguía restallando en mi cerebro, y sabía que jamás lo olvidaría, que se había enquistado para no separarse de mí.
Ágata cerró el libro, lo dejó junto a sus pies y se levantó. Seguí de nuevo sus movimientos, hasta que volvió a apoyar sus manos en el cristal que nos separaba. De pronto, el cabello se le vino adelante y los ojos quedaron ocultos bajo su melena. Eso me puso nervioso, y extendí las manos, acercándolas temblorosamente al espejo como temiendo que pudiera resquebrajarse, deseando cubrir esas pequeñas y delicadas manos con las mías. Pero al notar la superficie gélida del cristal, Ágata apartó con brusquedad las suyas y se desvaneció rápidamente, como si hubiesen pulsado el interruptor de la luz para apagarla. De súbito, lo único que tenía enfrente era el reflejo de mi propia imagen.
Aguardé un buen rato, pero el espejo había vuelto a ser el mismo de siempre, sin rastro de ella ni del libro, y finalmente me acosté, azorado aún, con el corazón ardiendo y mareado. A oscuras, creí ver sombras que se deslizaban por la pared tejiendo rutas sinuosas por el techo. Creo que sólo entonces comencé a temblar, asaltado por una especie de inquietud. De pronto me sentía huérfano. Pero ese texto sobrecogedor seguía en mi cabeza, palabra por palabra, como si ya formara parte de mí.
−¿De qué se trataba? ¿De una novela o de una colección de poemas?
Había despertado la curiosidad de Moses Shemtov, que tenía el tronco echado adelante.
−No puedo decírtelo −le respondí.
−No lo recuerdas… −reconvino él.
Negué con la cabeza sabiendo que no podía actuar de otra manera. Y sin embargo podría repetirlo desde la primera frase hasta el punto final sin error alguno, todo el texto completo.
Dando un bufido, se echó atrás, tomó su cuaderno y garabateó unas notas.
−¿Qué grado de alcohol tendrías esa noche, Elio?
−Habría dado positivo. Pero sé lo que vi, lo que escuché y todo lo que leí.
−Permíteme que te diga que la presencia de ese libro es una figura bastante frecuente en las alucinaciones o en los sueños que ocupan nuestras fantasías, máxime en tu caso siendo escritor… Una especie de metáfora. Pero evidentemente carece de importancia para mí dado el estado de embriaguez en el que te encontrabas… Con ese antecedente he de dejar a un lado la reaparición de tu madre como algo relevante para nuestro trabajo, al igual que el resto de tu sueño. Al menos por ahora…
Asentí algo desanimado, y quizá por ello le respondí que si eso era lo que pensaba lo mejor sería que leyera mi novela, tal vez así me comprendería mejor.
Quiso entonces amortiguar mi desilusión levantándose para acercarse con la mejor de sus sonrisas, abriendo los brazos como para abrazarme.
−Elio, lo importante es que te has lanzado, que has hablado de tu madre y de Marco y que, sin importarte lo que yo pudiera pensar, me cuentas por fin tus intimidades y tus fantasías. ¡Eso es fantástico!
Sin embargo, me sentía tan ofuscado con Moses que me marché sin llevarme un solo pitillo (y había un Gauloises, Dios, un Gauloises con el que me habría rajado los pulmones con todo placer). Ni siquiera me apaciguó su insistente promesa de que compraría mi novela esa misma tarde.
LA AMENAZA
Encontré a mi padre regando las plantas en el balcón. Yo había pasado otra noche de perros, vomitando hasta la última gota de bilis que me quedaba en el estómago, y tenía resaca. Observaba a Damián, y advertí la torpeza sorprendente con la que ejecutaba cada operación, como si sus articulaciones se hubiesen oxidado. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que el tiempo había pasado por encima de mi padre, arrollándolo.
−¿Cómo te sientes esta mañana? –le pregunté.
Se encogió de hombros. Aguardó a que se le acabara el agua de la regadera, y sólo entonces se dignó a darse la vuelta y a mirarme directamente.
−No he echado ni un polvo en todo el día, si es eso lo que te preocupa…
Avanzó hacia mí, y hube de apartarme para que no tropezásemos. Últimamente entiznaba sus respuestas con un sarcasmo excesivo. Pero esta última contestación era desconcertante. Dejé que llenara la regadera y que volviera con ella a la terraza.
−Tenemos que hablar, papá.
Sacó unas tijeras del bolsillo lateral del pantalón, cortó un par de ramas secas que tiró al suelo y luego removió la tierra de una manera metódica.
−Ya hice testamento… −masculló.
−Vaya, por fin has decidido dejarme tus deudas…
−¿Qué es lo que quieres? –me preguntó, mientras arrancaba las malas hierbas. Comprendí que sólo deseaba que lo dejara en paz.
−Tendríamos que aclarar lo ocurrido en la consulta… ¿De verdad querías quitarle el bolso a esa mujer? Si fue una broma, no tuvo ninguna gracia…
Muy lentamente se giró con las tijeras en la mano. Hallé un poso de angustia en su expresión, y pensé entonces que mi padre parecía el viejo del periódico que deambulaba perdido sin encontrar el camino de regreso.
−No sé de qué me estás hablando… −su voz se quebró, pero irguió el cuerpo con cierto orgullo−. Si me compraras la casa que quiero me harías feliz, y no estaría cuidando estas jardineras llenas de cacas de perro, pero me dirás que no tienes dinero para eso… −se volvió para asomar la cabeza por encima del antepecho de la terraza, mirando hacia el balcón del piso de arriba−. ¡Las cacas del perro de la puta de mi vecina que no deja de tirármelas todos los santos días! ¡Váyase a la mierda!
−¡Papá!
Lo así del brazo y tiré de él, hasta lograr meterlo en la casa obligándole a sentarse en la mecedora. Al cogerlo, había notado la flaccidez de su carne, que seguí sintiendo en mi mano. De pronto, Damián Urrea era un viejo que se desvanecía. Nos miramos, hasta que hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia a lo sucedido, y se apartó de mí.
Saqué un paquete de cigarrillos y lo golpeé varias veces con un dedo, hasta que cuatro de ellos asomaron lentamente. Había un Camel, un Ducados, un Soraya (exotismo sorprendente para Málaga) y un Chester. Con los labios atrapé el Ducados, y lo encendí.
−No sé por qué he de aguantar que me tire la mierda de su perrito… −se dio la vuelta para mirarme de nuevo, y me señaló con un dedo−. Si me encuentro a esa hija de puta en el Mercado, le quito el monedero. Eso es lo que voy a hacer, señor Elio Vázquez...
Sus ojos glaucos se transformaron en globos sin brillo, como si fuesen los ojos apagados de Joan Gilabert. Tenía saliva en la comisura de los labios, y miraba a un punto indeterminado del salón hasta que comenzó a estudiar sus propios zapatos.
−¿Ahora soy para ti el señor Elio Vázquez? –me había alterado de tal modo su sarcasmo que no pude evitar la pregunta.
−Cuando alguien repudia su apellido, se convierte en un apátrida. Yo tuve un hijo que se llamaba Elio Urrea, pero ya no lo veo.
−Elio Urrea Vázquez –lo corregí furioso−. Uso el apellido de mi madre, de tu mujer…
−¡Olvídelo, señor Elio Vázquez!
−Sé sincero, ¿maltrató tu padre a Ágata en alguna ocasión?
La despreciable pregunta de Moses Shemtov me abrasó el pecho, como si hubiera escupido sobre la tumba de mi madre. Me apoyé en las manos, y tal vez le di la impresión de que me levantaría para abalanzarme sobre su cuello porque lo vi tensarse. Me limité a responderle con contundencia.
−Mi padre jamás le puso la mano encima a mi madre; la amó hasta la extenuación, aunque seguramente desconozcas un sentimiento tan fuerte.
−¿Tú, sí? −me respondió de la manera más mordaz.
−No, yo tampoco −le dije devolviéndole con rapidez el golpe, aunque realmente en esta ocasión sí le habría partido la cara con gusto, por muy mayor que fuese.
Nos quedamos mirándonos un buen rato, probablemente dándonos cuenta de que no éramos más que otro par de tipos del montón, y él, además, sin tiempo ya para rectificar el rumbo. Después del silencio, volvió su voz meliflua y su mirada decaída.
−Dime, Elio, ¿crees que tu padre te guarda algún resentimiento por algo que ocurriera en el pasado?
Esta vez me quedé pensando, como si no estuviese totalmente seguro de que no hubiera algún asunto pendiente entre ambos, pero enseguida me rehíce y negué con vehemencia, tenía que hacerlo.
−No. No hay deudas que liquidar, de ninguna manera, no las hay…
Moses pareció conforme, pero escribió una jodida palabra en su libreta que hubiera deseado poder leer.
−Continúa, por favor –se limitó a decirme.
Damián siguió estudiando sus propios zapatos como si se los hubiesen puesto sin darse cuenta.
−¿Me has escuchado? –pregunté a Damián−. Dime, ¿qué es lo que te ocurre?
Mi padre levantó los ojos para clavarlos en mí, y descubrí una mirada huidiza, la de un desconocido al que muy poco tiempo antes había respetado. Había venido para aclarar el incidente de la consulta, pero ahora no sabía muy bien qué hacer ni cómo actuar. Le vi doblar entonces el cuello, inclinando el tronco hacia el mismo lado, como si tratara de sortearme y quisiera ver qué se escondía a mi espalda. Lo imité, mirando por encima de mi hombro, y allí estaban colgadas las fotografías en blanco y negro que mi padre hizo en Tetuán en el verano del setenta. Yo tenía entonces unos once años. Esbocé una sonrisa al verlas. En una de ellas estábamos Ágata, Silvia y yo, los tres en una calle de la Medina junto a un aguador que parecía centenario. Silvia apoyaba la cabeza en el costado de nuestra madre, y yo a su lado con cara de disgusto, como si me molestara estar posando para mi padre.
Damián siempre fue un gran aficionado a la fotografía, y se especializó en campos de fútbol. Los buscaba y los fotografiaba, siempre vacíos, cuando nadie jugaba y las gradas parecían diques que contuviesen lagos que se habían secado. En algunos lugares, se olvidaba la cámara en la habitación del hotel y no nos hacía ningún retrato de recuerdo, pero jamás nos marchábamos sin pasar por el estadio de fútbol de la ciudad, aunque fuese un modesto campo de tierra. De la que se sentía más orgulloso era de la fotografía que tomó desde una avioneta sobrevolando San Mamés. A Vilches le fascinó la instantánea del campo de la Balona que mi padre había realizado en mil novecientos sesenta y cuatro, tan vacío que Vilches dudó unos segundos antes de reconocer el estadio del equipo de su alma. Ese fue un buen regalo que le hice después de que me contratara para escribir semanalmente en el suplemento dominical. Y esa foto es la que preside su despacho desde entonces.
Asentí a mi padre, creyendo que también él estaría recordando alguno de aquellos viajes o tal vez el día que sobrevoló el San Mamés y captó el silencio desde el cielo. Pero me equivocaba. Mi padre tenía otra cosa metida en la cabeza.
−¿Llevas la cartera en el bolsillo trasero? En cuanto te distraigas, te la robo…
No pude evitar sonreír, aunque amargamente. Di una calada al Ducados, sopesando su ridícula amenaza, y me acordé de nuevo del artículo del periódico que el día anterior le había impresionado tanto a Irene; sin saber la razón, imaginé entonces a Damián encaramándose al pretil de la terraza y arrojándose al vacío.
−Arréglate, papá, nos vamos –le rogué desganado.
Cogí una de las revistas que tenía en la mesa, el Hola de esa misma semana. Me extrañó que ahora comprara esa clase de publicaciones, jamás lo había hecho antes. Estaba abierta en un reportaje sobre las mansiones de California.
−Si vas a comprarme la casa, búscala junto a la de Paul Anka.
Le observé de nuevo por encima de la revista, y en ese instante lo habría acogido entre los brazos para protegerlo del frío. Se giró lentamente, y pensé que por fin iba a hacerme caso y que se cambiaría para marcharnos, cuando sonó mi móvil. Miré el número de la pantalla, no lo conocía, pero pulsé el botón verde y contesté.
−¿Señor Vázquez?
−Sí –me hablaba alguien resolutivo, con acento inglés, pero con un dominio perfecto del castellano, alguien que me conocía sin duda por mis libros ya que se dirigía a mí por mi segundo apellido.
−Mi nombre es Robert O´Neal. Le llamo desde las oficinas de Brautigan House Book… −hizo una pausa, y al ver que ese nombre no me decía nada continuó hablando−. Soy director general de esta empresa editorial. Un amigo común nos ha remitido varias páginas escaneadas de su última novela, y ciertamente estaríamos interesados en verlo para tratar ciertos aspectos de la misma…
Pensé inmediatamente que trataría de proponerme la cesión de los derechos de la novela para su edición en inglés, pero eso era algo que manejaba Joan Gilabert y yo apenas sabía nada del asunto.
−Bueno, tendrá que hablarlo con mi editor español…
−Creo que no me ha entendido, señor Vázquez –me interrumpió, alzando la voz−. La razón de que pretendamos verlo es que hemos descubierto que algunos párrafos de su nueva publicación plagian un libro del que poseemos los derechos. No sabemos cómo ha llegado al original, pues aún no se ha editado, pero…
−¡Un momento! –ahora era yo el que levantaba la voz, lleno de ira, herido en mi amor propio−. ¿Cómo se atreve a decirme eso?
No podía creer que una editorial inglesa me llamara para acusarme gratuitamente. Parecía que en torno a mi nueva novela se hubiesen propuesto montar una especie de broma colosal, por un lado el presunto plagio del que me hablaba ese tipo y por otro un loco chiflado que afirmaba que mi historia era su propia vida.
−No se altere, señor Vázquez. No vamos a demandarlo. Lo que pretendemos es llegar a un acuerdo satisfactorio –su socarronería seguramente le venía de su flema británica−. Usted y yo sabemos que una parte de su novela está basada en hechos reales, y que hay muchas personas relacionadas con esa historia a las que no les interesa que se hurgue en sus vidas... No cuenta con el consentimiento de ninguno de ellos, y además…
−¿De qué me está hablando? Primero me dice que he plagiado un libro que no se ha editado y ahora que se basa en hechos reales… Aclárese. Sólo es una novela, si hay algún parecido con la realidad…
−Es pura coincidencia –terminó mi frase con ironía−. No me haga reír, señor Vázquez, por favor… Su error estriba en haber descrito tan fielmente El libro de las palabras robadas que no deja margen a la duda. Se ha delatado a sí mismo de una manera tan ingenua…
−¿Qué quiere decir con que me he delatado?
−Confíe en mí. Vamos a ayudarle… ¿Cómo ha llegado a usted?
−¿Qué es lo que debiera haberme llegado? −notaba mis labios resecos, la voz me había temblado al hacerle la pregunta, y tragué saliva. Damián comenzó a dar voces en la misma terraza, regando otra vez.
−¡Hay que mudarse este mismo año, hijo! –gritó−. He visto una casa a cien metros de la de Paul Anka. ¡En su jardín cabría un bosque entero! Esto lo podríamos trasplantar…
Le di la espalda, tratando de concentrarme en la conversación con ese tipo de Brautigan House Book. Presionaba con fuerza el móvil contra mi oído, y con la otra mano seguía sosteniendo el pitillo. Comenzaba a dolerme la cabeza, como si un taladro la atravesara de lado a lado.
−Creemos en su buena fe, señor Vázquez… Su anterior novela es muy apreciada en nuestra casa, y estamos convencidos de que todo se debe a un hecho fortuito. Nadie en su sano juicio habría cometido tamaña imprudencia.
Esta última afirmación hizo que me acordara de Arturo Kozer. También él me echó en cara mi supuesta desfachatez, pero no sabía cuál era mi pecado.
−No sé qué coño les habrán dicho, pero señor…
−O´Neal. Robert O´Neal…
−Sí… Quiero decir, señor O´Neal, que le doy mi palabra de que cuanto me dice carece para mí de significado…
Le oí suspirar al otro lado, como si se viera obligado a mantener a raya a su paciencia.
−Simplemente ha sucedido que ha cometido un desliz… Seré directo, señor Vázquez: queremos recuperar el libro…
Fue entonces cuando me di cuenta de que ese tipo estaba cometiendo un terrible error. Sin duda, mi novela les había hecho creer que yo poseía realmente esa obra que me había inventado por completo y que constituía el núcleo del misterio que hacía avanzar la trama, ni más ni menos que un libro fantástico que permitía a su dueño leer las poesías que ordenó quemar el sultán Abdelmumen. Cerré los ojos, oyendo a mi padre farfullando de nuevo sobre mi apellido mientras yo buscaba la manera de zanjar este absurdo problema con unos editores ingleses de los que no sabía ni que existiesen.
−¡Señor Elio Vázquez, saque sus cuartos del banco y cómpreme la puñetera casa!
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