Kitabı oku: «El propósito no era lo que yo creía», sayfa 2

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Introducción


Una vida sin examinar es una vida que no merece ser vivida”. Sócrates.

Los seres humanos somos una especie compleja (que no es lo mismo que ser complicado), pues la vida se compone de elementos diversos que deben relacionarse entre sí para vivir en armonía. Y aun así, muchas veces nos contentamos con respuestas simples a problemas que requieren de un mayor análisis. A esto se suma que también nos habituamos fácilmente a la comodidad de lo sencillo, de lo que está dado. Ese es el caso del tema que nos ocupa. Conocer y descubrir nuestra relación con el propósito requiere de mucha reflexión y autoconocimiento, pues comprenderlo a cabalidad implica necesariamente indagar en nuestra complejidad humana. Se trata de un proceso que comienza desde lo más íntimo y personal para luego abrirse al mundo y desplegar todo su esplendor en él.


Mientras elegía el título de este libro, pensé varias veces en ponerle así: ¿Qué carajo es el propósito? Pero, probablemente, no era lo más adecuado. Si bien el propósito es un concepto muy utilizado por las personas, empresas e instituciones, lo que me intrigaba era la variedad de significados que se le daban al concepto. De hecho, hay tantos significados como fuentes consultadas y todos son de carácter más bien enunciativo, ninguno de ellos conceptualiza este tema y presentan puntos de vistas más bien parciales.

Partamos por lo primero que hace uno cuando no sabe algo: Google. Ahí encontraremos una serie de conceptos, como por ejemplo:

- El propósito del ser humano es el sentido que otorga a su vida.

- El propósito responde a preguntas existenciales como “por qué” y “para qué”.

- El propósito es avanzar hacia una meta o proyecto que queremos alcanzar.

Estas definiciones no me eran suficientes para explicar lo que me estaba pasando. Encontraba solo eso y necesitaba saber más. Si bien el propósito suena como un concepto relativamente sencillo, sentía que era algo difícil de explicar holísticamente.

Debo reconocer que resulta sorprendente la capacidad que tenemos los seres humanos de hablar sobre cosas que no entendemos. Yo hablaba de propósito con todo el mundo, pero en realidad ahora me doy cuenta de que estaba lejos de comprender de porqué hablaba realmente. Mientras estaba escribiendo este libro, le pregunté a distintos “expertos” en la materia qué significaba para ellos o cómo lo definían. Solo uno de ellos logró esbozar un concepto más allá de una breve definición. Ni les cuento lo que pasó cuando pregunté cómo definirían una empresa con propósito. Ahí no obtuve ni una sola respuesta coherente o clara, aunque este es otro tema que será, espero, objeto de un próximo libro.

Existen varios autores que han aventurado una definición. La gran mayoría de ellos concuerda en que el propósito es importante porque:

1. Nos brinda dirección.

2. Nos permite encontrar el sentido de nuestra vida.

3. Nos invita a trascender al contribuir a algo más grande que nosotros mismos.

Esta información ya era un buen comienzo, pero sentía que aún era insuficiente. ¿Qué significa cada una de estas aseveraciones?

También me encontré con autores, artículos y blogs en internet que acercaban el propósito a otros conceptos como la pasión, la vocación, esa chispa, o un llamado en la vida, lo que se conoce habitualmente en los países anglosajones como calling. Me preguntaba si estas ideas eran distintas entre ellas o tan solo diferentes formas de referirse a lo mismo. Justamente, la escritura de este libro me ha permitido darme cuenta hasta qué punto el propósito es un concepto que sobrepasa, en riqueza y complejidad, todas las ideas anteriores.

Por otro lado, en el proceso me encontraba con personas que me desalentaban. Para muchos, estos temas son del primer mundo y no aplican a países en desarrollo o en vías de desarrollo, como los latinoamericanos. Pero basta con mirar a nuestro alrededor para descubrir que nos hemos transformado en víctimas de nuestro propio ego. Ese que nos lleva a construir una falsa imagen de nosotros mismos para protegernos ante las agresiones del mundo. Y víctimas ante la voracidad de éxito. Los problemas de salud mental relacionados al estrés, desórdenes de ansiedad y los casos de depresión, se han ido por las nubes en los últimos treinta años, a pesar de que el PIB per cápita ha ido en aumento. Si bien no podemos negar que aún existen carencias materiales que saciar, la crisis que estamos presenciando no es de tal naturaleza, sino que es existencial, espiritual.

Comprendo la resistencia, pero tengo certeza de que la gran barrera para avanzar en esta línea es conocer realmente de qué hablamos cuando hablamos de propósito. Después de mucho buscar, me di cuenta de que la única manera de poder desarrollar y comprender a cabalidad el concepto era indagando en distintas disciplinas o ciencias. Las respuestas no estaban enteramente en la psicología positiva, sociología, antropología, filosofía, teología o neurociencia, sino parcialmente en todas ellas.

En ese momento comenzó un gran desafío. Empezar a estudiar ya no lo que estaba disponible para el público en general, sino que toda la literatura especializada que podía encontrar al respecto, tesis doctorales, artículos científicos y libros filosóficos, entre otros. Entonces, tuve que aprender a desaprender todo lo que había leído y escuchado hasta el momento y ponerme a estudiar esto en serio. Me guiaba un solo norte: tener una visión holística de qué es el propósito para lograr culminar esa transformación que estaba viviendo y que me permitiera descubrir cuál era mi propio propósito en la vida, si es que lo había. El resultado de esta búsqueda es lo que quiero compartir en este libro con ustedes.

Todo conocimiento que busques meramente para enriquecer tu propio saber y acumular tesoros personales, te desviará del camino. Pero todo conocimiento que busques para madurar en la tarea del ennoblecimiento humano y de la evolución cósmica, te hará adelantar un paso más”.

Rudolf Steiner.

Parte I:

¿Qué es el propósito?

Capítulo I


Las preguntas que no encontraban respuesta

La mente es como un paracaídas: solo funciona si la abres”. Einstein.

Cuando partió mi investigación, de lo que todos hablaban era del concepto japonés ikigai y del Golden Circle de Simon Sinek (puedes profundizar sobre estos conceptos en el Apéndice I). Leí y estudié cada uno de estos conceptos tratando de encontrar las respuestas a tantas preguntas que tenía, pero si bien ambos me sirvieron para inspirarme y adentrarme en el asunto, no lograba atar todos los cabos sueltos. Sinek desarrolla la importancia del por qué de lo que hacemos y lo conecta con la parte emocional de nuestro cerebro. El ikigai habla de aquello que amamos, en lo que somos buenos, la contribución al mundo y por lo que nos pueden pagar.

Pero tenía la sensación de que el propósito debía también comprender conceptos tan importantes como la intención, la consciencia de uno mismo, nuestra identidad, el correcto actuar o la virtud, nuestros valores y la motivación. Tampoco lograba entender bien si el propósito y el sentido de la vida eran lo mismo o no. Al mismo tiempo, tenía dudas respecto a la relación del propósito con el amor y el concepto que manejamos sobre lo que es el éxito y la felicidad. Lo otro que no acababa de comprender es a lo que se referían cuando hablaban de trascendencia: no me bastaba con saber que era algo más grande que nosotros mismos. Seguro había mucho más por indagar y que se relacionaba, en alguna medida, con la espiritualidad (otro concepto que me costaba procesar).

Después de darle muchas vueltas y de tratar de ordenar todas las dudas que merodeaban en mi cabeza, llegué a la conclusión de que el asunto del propósito lo tenía que abordar respondiendo a dos grandes preguntas:

- ¿Qué es el propósito?

- ¿Cómo descubro el mío?

La primera pregunta la desarrollaremos en este capítulo, mientras que a la segunda responderemos ulteriormente.

El significado de la palabra

Para definirlo usaremos, en primer lugar, buscaremos qué dice el diccionario de la Real Academia Española (RAE), una costumbre que me quedó arraigada de mis tiempos de abogada. Según éste, el propósito (del latín proposĭtum, término integrado por el prefijo pro, que indica una dirección, y positum en el sentido de poner hacia adelante) se puede definir de tres maneras:


1. Intención o ánimo de hacer o de no hacer algo.2. Objetivo que se pretende conseguir.3. Asunto, materia de que se trata.

Las dos primeras definiciones son centrales: el propósito puede ser una intención y un objetivo. La tercera no la utilizaremos, pues se usa para hacer referencia a otra cosa, es sinónimo de “razón de algo” como, por ejemplo, a propósito de este libro.

Si bien la definición de la RAE es algo escueta (como suelen ser las definiciones) nos brinda un buen punto de partida. Por un lado, la intención es la determinación de nuestra voluntad hacia un fin, y un objetivo es aquello a lo que se dirige o encamina una acción. Esto puede sonar muy abstracto y filosófico, pero la realidad es que hay “algo” dentro de nosotros que quiere expresarse en el mundo exterior. Y pareciera ser que cuando hay coherencia entre lo que somos genuinamente y lo que hacemos en nuestro día a día, sentimos que estamos viviendo nuestro propósito. Veremos más adelante que no son excluyentes, y que la intención y el objetivo representan las dos caras de un mismo concepto.

Esta intención que se dirige hacia un objetivo es algo que Aristóteles ya había observado. Para el filósofo griego, todo en la vida se orienta a un fin último, y utilizó el concepto de teleología —que proviene del griego telos, que significa propósito— para referirse a la doctrina que estudia la finalidad de las cosas por sus causas u objetivos. Aristóteles tenía la absoluta convicción de que si queremos entender qué es una cosa, debemos comprenderla en relación a su fin último. Para él, todos los seres vivos en este mundo, ya sean personas, animales o plantas, tienen un fin hacia el cual dirigirse y, por lo tanto, un camino hacia el cual perfeccionarse.

Este ya era un gran avance en mi investigación. Tenía claro que todas las cosas que existen en la tierra tienen un propósito, algo a lo cual aspiran llegar a ser. Por ejemplo, Aristóteles decía que el propósito de una bellota es convertirse en roble, y el de una oruga el de transformarse en mariposa. En definitiva, lo que propone es que el propósito de cada especie sería el mismo: la razón por la cual existe o por la cual vino al mundo.

Pero, si todas las especies tienen su propio propósito, ¿cuál sería el de los seres humanos? En este momento mi búsqueda se vio en un punto de inflexión. Ya les contaré por qué. Volvamos un poco hacia atrás.

Lo que creía cierto

Antes de hacerme esta pregunta, y basándome en la información que tenía disponible, mi idea era la opuesta. Me había hecho la imagen de que cada ser humano tenía su propio propósito en la vida. Uno que es único para cada uno y que debiese guiarnos para toda la vida. Después de haber realizado decenas de encuestas online —que suelen prometer cosas como “encuentra tu propósito en cinco pasos” o “resuelve tus inquietudes existenciales en menos de treinta minutos”—, todo indicaba que el propósito se trataba en encontrar esa única frase que definiría mi vida para siempre.

Lo único en lo que podía pensar en ese momento era en encontrar esa frase, que aconsejaban debía ser breve como si fuese un post de Twitter (ojalá en no más de cuarenta caracteres), y contuviera aquello que estaba llamada a hacer en este mundo. Tenía que lograr formar una oración de este estilo:

- Hacer del mundo el mejor lugar para la humanidad.

- Salvar el mundo a través de la educación.

- Ser compasivo conmigo mismo y con el resto del universo.

- Terminar con la pobreza en África.

Si lograba redactar esa frase, la promesa que hacían estos blogs era que mi felicidad despegaría como un cohete sin que nada ni nadie pudiese arruinarla, y que nunca más ni por ningún motivo sentiría el vacío que me estaba consumiendo por dentro. Era la invitación a alcanzar el nirvana.

Ahora lo puedo contar con algo de distancia y sentido del humor. Pero hace unos años todas las explicaciones y soluciones simplistas sobre lo que para mí era un tema crucial, me producían mucha frustración e impotencia. Estuve entrampada en la búsqueda de la “frase perfecta” por largo tiempo, y por mucho que quise encontrarla, esto no sucedió.

En un momento sentí que la presión y ansiedad de resumir en una sola frase mi propósito, aquello que marcaría el resto de mi vida, era algo que no podría soportar por mucho tiempo. La angustia de no saber quién era yo se tornó tan fuerte, que sentía pudor de compartirlo con otros por miedo a que no reflejase bien mi identidad o parecer insegura si decidía ajustar mi propósito más adelante. En otros casos de personas cercanas, creo que la obsesión se volvió aún más severa: no faltaba quien no quisiera compartir su frase con el grupo por temor a revelar más de la cuenta sobre sí mismo o a que algún oportunista decidiera copiárselo, como si al hacerlo le estuviesen robando parte de su identidad.

A pesar de la confusión e inseguridad que tenía, logré redactar mi primera frase de propósito. Recogiendo lo feliz que me había sentido trabajando en proyectos sociales y basada en los ejemplos que había visto en blogs sin mucha sustancia, mi frase resultó ser: ayudar a las personas vulnerables para lograr disminuir la pobreza en el país. Al comienzo fue muy gratificante, creía que finalmente había conseguido el objetivo. Por un instante me sentí como un pez en cautiverio que había sido devuelto al río. Pero tras unas semanas, la frase que había redactado y que me hacía sentir tan libre, ya no me convencía tanto.

Traté de no tomármelo tan a pecho. Después de todo, ¿quién no se equivoca la primera vez? Si bien una parte de mí se sentía identificada con el propósito que había declarado originalmente, no podía dejar de pensar dónde quedaba mi familia en todo esto. Se supone que el propósito es uno solo y para toda la vida. Entonces, ¿cómo dejar fuera lo más importante de mi vida?

En ese momento, la reflexión y los ejercicios de meditación me llevaron a concluir que la frase debía ir orientada a lo que más disfrutaba hacer: conectar con los demás y entregarles lo mejor de mí. No importaba si era mi hija, una niña que acababa de conocer en un hogar o un practicante de la oficina. Cualquiera fuese el contexto, y guardando las diferencias entre los tipos de vínculos, sentí que mi propósito era “entregar amor a todas las personas de manera incondicional”.

Estaba tranquila con esta declaración. Lo que más me reconfortaba era que incluía los dos ámbitos de la vida que eran más importantes para mí: mi familia y un trabajo en el cual pudiese contribuir. Pero, a los pocos meses, nuevamente me pasó lo mismo: algo no me hacía sentido. En ese momento me estaba dedicando a ayudar a muchas fundaciones a resolver problemas legales y, muchas veces, no llegaba ni a conocer a las personas detrás de cada proyecto. Me hacía muy feliz el simple hecho de saber que les había simplificado la vida y que mi conocimiento estaba sirviendo para algo que me parecía importante.

En ese minuto sentía que había fracasado, lo que me llevó nuevamente al cautiverio. Me preguntaba: “¿Será que nunca descubriré mi propósito? Sabía que tenía que volver a adaptarlo, y eso me dejó muy confundida. Solo tenía una cosa clara: algo no estaba funcionando de la forma en que los blogs presentaban las cosas. Algo dentro de mí me decía que el propósito no podía ser uno solo para toda la vida, único e inmutable. Me parecía que la vida era demasiado compleja como para reducir el propósito a eso: a una sola frase perfecta.

Seguí intentando durante un tiempo. Sentía que muchas frases podían reflejar mi esencia, aquello para lo cual había venido al mundo. Por un lado, verbos como contribuir, ayudar, inspirar y mejorar; y por el otro, palabras tan comunes como amar, crear, hacer feliz a otros se sentían apropiadas. Otros conceptos más sofisticados, como consciencia, espiritualidad y trascendencia también me hacían sentido. Todas ellas me interpelaban para mi frase de propósito. Al mismo tiempo, preguntando a mis amigos más cercanos, todos parecíamos tener declaraciones muy similares. Algo como lo que ocurre a las empresas cuando declaran su misión o visión: es difícil distinguir una de la otra, en el papel son todas similares. Lo importante no eran las palabras, sino que debía haber algo más.

Todo este recorrido parecía un zapato chino. Me estaba dando vueltas en lo mismo sin llegar a ningún lado. Esta situación me llevó a cuestionarme firmemente si encontrar el propósito se trataba de hallar esa única frase, o era algo más profundo que eso. Llevaba mucho tiempo tratando de buscar mi propósito en base a lo que hacía, a mis proyectos, a mi trabajo, y una voz interior me decía que el propósito no era algo que se buscase afuera, en el mundo exterior, en una actividad, sino más bien algo más personal e íntimo, como un llamado a conocerme mejor, a descubrir realmente mi identidad y que solo entonces podría realmente vivir mi propósito.

Estaba empezando a perder la esperanza cuando me volví a topar con una frase de Aristóteles que tantas veces leí, pero que solo entonces cobró real sentido:


Y volviendo al comienzo, después de ese recorrido logré responder a la pregunta acerca de cuál sería el propósito de los seres humanos.

Así como Aristóteles había señalado el propósito de las bellotas y de las orugas, también lo había hecho respecto a la especie humana. Si lo que él decía era cierto, pensaba, el ejercicio de la frase perfecta no tenía sentido alguno. Ya no se trataría de buscar el propósito de cada uno, pues todos los seres humanos compartiríamos el mismo: ser felices. Es decir, la eudemonía, como la llamaba él.

Ser felices

Tras pensarlo unos días, me pareció bastante lógico y me encontré que varios otros filósofos, psicólogos o referentes espirituales, como el Dalai Lama, afirmaban lo mismo.

Para quienes somos padres, esto no debiera ser nada sorpresivo. No es de extrañar que en los momentos de conversaciones más profundas les digamos a nuestros hijos que lo más importante para nosotros es que sean felices. Lo mismo nos decían nuestros padres. Al fin y al cabo, ¿quién no quiere ser feliz?

Me hacía mucho sentido todo lo que estaba descubriendo. Todos queremos ser felices, de eso no hay duda alguna, el problema es que, por alguna razón, hemos dejado de tomarle el peso a esa palabra. A pesar de lo importante que es para nuestras vidas, muchas veces nos referimos a nuestra felicidad casi mecánicamente, como quien pregunta a otro al saludar “¿cómo estás?”, solo por costumbre, sin realmente querer saber la respuesta. Hablamos de la felicidad, pero no nos damos el tiempo para pensar qué es realmente, su importancia para nuestro bienestar y cómo podemos alcanzarla.

Se podría decir que, hasta esta parte de mi búsqueda, ya tenía dos cosas claras y me servirían para responder la primera de las preguntas planteadas en un comienzo:

1. El propósito de todos los seres humanos es el mismo

2. Ese propósito es ser feliz.

Lo anterior, nos lleva a hacernos una pregunta clave:


Capítulo II


La felicidad

El propósito de los seres humanos es la eudemonía” Aristóteles.

Existen cientos de miles de libros y autores que hablan sobre la felicidad. Desde siempre es un tema que ha obsesionado a filósofos, ensayistas, dramaturgos, y poetas. Existen miles de textos que hacen alusión a ella como tema principal y lo interesante es que, en mayor o menor medida, gran parte de ellos vuelve al origen del concepto, remontándose a la Antigua Grecia. En esa época se hablaba de dos tipos de felicidad2: el hedonismo, y la eudemonía.

La palabra hedonismo es de origen griego, y se compone por el prefijo hedone (placer) y el sufijo ismoque (doctrina). Como bien lo dice su nombre, consiste en una doctrina filosófica que coloca al placer como el bien supremo de la vida humana. El hedonista siempre busca acercarse al placer y alejarse del dolor.

Si bien fueron los griegos quienes mayormente desarrollaron el concepto, esta doctrina se origina incluso antes. Los antecedentes se remontan a la escuela filosófica Chárvaka, en India del siglo XI a. C., tiempos en los cuales postulaban que la felicidad existía en la medida en la que se pudiese pasar la mayor cantidad de tiempo disfrutando de los placeres sensoriales. Como ejemplo, hablaban del goce que les generaba una deliciosa comida, la compañía de jóvenes mujeres, el uso de finas ropas o de exquisitos perfumes. Para ellos, nada que implicase deprivación o penitencia contribuía a este tipo de vida3. Por lo mismo, Aristóteles consideraba que una vida hedónica, meramente basada en el placer personal, era primitiva y vulgar.

o, la felicidad es sinónimo de placer.

Este estilo de vida suele parecer atractivo para muchos, al menos a primera vista. Pero como dice Aristóteles, más que una vida feliz, es una vida fácil. Además, si bien puede ser un fin en sí mismo, no es estable en el tiempo, tampoco es algo propio del hombre (cualquier animal puede sentir placer) y muchas veces no depende de uno –características que para él son fundamentales acerca del propósito humano--. Por eso Aristóteles la desechó como opción filosofía de la felicidad, eligiendo la eudemonía en su lugar.

Eudemonía

Bienestar, florecimiento, plenitud o felicidad plena

Esta palabra —difícil de deletrear, pronunciar y entender— etimológicamente se compone de las palabras eu (bueno) y daimon (espíritu), y hace referencia al bienestar, que incluye tanto la felicidad, vista como placer sensorial, como la plenitud, entendida en su dimensión espiritual.

Este término atraviesa toda la Antigüedad Clásica y queda rezagado durante la Edad Media (época en la que impera casi sin contrapartida el dogma católico), pero aparece de nuevo cuando el sistema de pensamiento del catolicismo medieval se fisura —entre los siglos XII y XIII— y surgen los primeros filósofos humanistas del Renacimiento, situando al ser humano al centro de la vida. Esto último no supone negar la existencia de Dios, sino que es una relación no dogmática con la fe. A partir de ahí, la idea de felicidad es incorporada al repertorio filosófico del pensamiento ilustrado: Jean-Jacques Rousseau, Diderot, Kant, Condorcet, todos sostienen la idea de la perfectibilidad de la persona, esto es, que la humanidad puede, progresivamente y a través del uso de la razón, dirigirse hacia su propia perfección: la eudemonía.

Consiste en una vida bien vivida, tanto para uno como para quienes nos rodean. Es aquella felicidad propiamente humana, que no solamente nos invita a vivir una vida placentera desde lo sensorial, sino que también incluye el bienestar en su dimensión más espiritual. Se trata de una felicidad que da sentido a nuestras vidas4, en la cual no basta con procurar mi propio bienestar, sino que va más allá.

Si la felicidad hedónica se reduce a un sentirse bien, la eudemonía se define como ser y hacer el bien.

La eudemonía transcurre en el hacer, en la experiencia humana en relación a nosotros y a los demás. Radica en nuestras acciones virtuosas y no en el mundo de las ideas, como afirmaba Platón. Somos felices cuando somos justos, solidarios, generosos, tolerantes, promovemos la igualdad, la belleza y, sobre todo, el amor y la bondad.

No basta, por lo tanto, saber cuál es el fin último de los seres humanos, sino que lo importante son las acciones que emprendemos para llegar a él. Pero no cualquier tipo de acción, sino que debe tratarse de aquellas virtuosas que nos conducen a obrar correctamente.

Aristóteles piensa que una vida virtuosa no es algo reservado solo a aquellos personajes importantes que ostentan cargos de poder o que han logrado grandes hazañas. En su concepto, cualquier forma de servicio a los demás tiene la potencialidad de ser una actividad acorde con la virtud.

Para el filósofo griego la eudemonía es un fin en sí mismo: es el bien supremo de la vida. Es aquello que las personas escogen antes que cualquier otra cosa, a diferencia, por ejemplo, de la riqueza, el éxito profesional o el poder, que son deseados como medios para alcanzar ese fin, pero no como fines en sí mismo. Este tipo de felicidad, cuando está presente, nos hace sentir completos, es decir, que en cierta medida estamos viviendo de la manera que hemos de vivir. Como si sintiéramos una certeza profunda de estar haciendo lo correcto y estar transitando por el camino que es propiamente nuestro.

A diferencia del mero placer, la felicidad que proviene de la eudemonía tiene un efecto duradero, pues es un estado que se mantiene en el tiempo. Alcanzarla requiere de un proceso de reflexión por el cual integramos acontecimientos que ocurren en distintos momentos, pero que dotan de sentido a nuestra vida, aunque haya esfuerzo o dolor de por medio5. Por ejemplo, una persona que está haciendo un doctorado muy exigente, en un país extranjero, sin dominar bien el idioma y que por eso tiene que esforzarse dos o tres veces más para estar a un nivel aceptable, decide tomar este camino que es mucho más difícil que estudiar en su propio país por la satisfacción que le genera el alto nivel de exigencia académica pues lo considera mucho más formativo, además del hecho de vivir en otro país.

Quizá lo que más distingue a la eudemonía de otras formas de concebir la felicidad, es que trasciende al individuo mismo. Supone esa necesidad de amar o entregarse más allá de uno mismo, de lo físico o lo que puede ser comprensible a través de la razón.

Por eso mismo, Aristóteles consideraba que la eudemonía era la auténtica forma de felicidad, la más noble y honorable de todas.


Lamentablemente, a partir del siglo XX este concepto desaparece como tal, y la felicidad queda más bien reservada a la esfera de lo individual, en el sentido de una relación armónica del sujeto con el mundo, basada en la satisfacción de necesidades y en el placer.

En la sociedad de consumo en la que vivimos, existe una mayoría que tiene como prioridad satisfacer sus necesidades y deseos personales, y sin que el bienestar de los demás sea relevante para alcanzar su cometido.

El gran problema con este estilo de vida, es su extremismo conceptual, pues relaciona equivocadamente las nociones de placer y dolor: asimila al esfuerzo con el dolor, y al ocio con el placer6, como si fuese imposible encontrar satisfacción en el esfuerzo o hastío en el ocio.

Esto hace del consumista un esclavo del mundo con un ideal de felicidad que finalmente se ve truncada, pues este tipo de vida no conduce a la verdadera felicidad. Un estilo de vida con estas características representa un problema, o al menos un desafío para la sociedad actual, pues un tipo de vida así no conduce a un mayor bienestar individual, ni contribuye a construir una sociedad mejor.

¿Qué dice la ciencia?

Si bien la idea de eudemonía me parecía bastante coherente con el tipo de felicidad que buscaba, era importante entender qué decía la ciencia más reciente para lograr obtener una visión completa de lo que estaba aprendiendo y así poder confirmar todo aquello que señalaban los griegos. Veamos, a continuación, lo que señalan distintas ciencias al respecto.

Psicología humanista


El psicólogo humanista Abraham Maslow (1908, Brooklyn) desarrolló el concepto de la felicidad a la luz de las necesidades humanas. La jerarquía, representada en la forma de una pirámide, sitúa las necesidades humanas desde las más básicas a las más elevadas. Para construirla, parte de la premisa de que todo sujeto que puede desarrollarse libre y armoniosamente en su vida (considerando el contexto político y social del entorno), busca naturalmente satisfacer sus necesidades.

Cada necesidad es representada por un nivel en la pirámide, y el ascenso se puede ir logrando a medida que nos vamos desarrollando física, psicológica y espiritualmente7. Las necesidades fisiológicas —también denominadas necesidades básicas— predominan en la infancia y la primera niñez. Las necesidades de seguridad, pertenencia y autoestima, llamadas intermedias, prevalecen en la última etapa de la infancia y en la primera etapa de la edad adulta. Y las de autorrealización y trascendencia —llamadas más elevadas o espirituales— aparecen en la edad adulta8.


Maslow tenía claro que los seres vivos buscamos preservar nuestra vida, y por eso sitúo la necesidad de sobrevivencia como la más básica de todas9. Pero también sabía que los seres humanos buscamos un crecimiento constante, físico, emocional y espiritual. Ahí radica la importancia de desarrollarnos en todos los ámbitos de la vida para alcanzar lo que, para él, es la verdadera felicidad.

Durante gran parte de su carrera profesional, Maslow postuló que la necesidad más elevada del ser humano era la autorrealización, entendida como la necesidad de las personas de perfeccionar al máximo sus capacidades, incrementando el uso de sus habilidades, fortalezas y potencial en general. No obstante, en la última etapa de su carrera, agregó un nivel más elevado que la autorrealización: la trascendencia.

Agrega que después de satisfacer las necesidades fisiológicas, de seguridad, pertenencia y autoestima, pronto se desarrolla un nuevo descontento o inquietud, que solo se puede superar si logramos hacer aquello que estamos potencialmente capacitados para hacer y ponerlo al servicio de los demás. Como él mismo lo describe, un músico debe hacer música, un artista debe pintar y un poeta debe escribir si quieren estar en paz consigo mismos. Un ser humano debe ser aquello que puede ser10, y luego debe ponerlo a disposición de los demás.

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
309 s. 100 illüstrasyon
ISBN:
9789564029306
Yayıncı:
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