Sola ante el León

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Sola ante el León
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DEDICATORIAS

A mi querido padre porque nos rodeó de tantas atenciones y belleza, nos guió con benigna autoridad, valor ejemplar y sentido del humor, lo que hizo de nuestro hogar un remanso de paz.

A mi apreciada madre porque enseñó y ayudó a crecer a su “pequeña” hasta convertirse en una adulta feliz, consolándola y colmándola de paciente amor maternal.

También a Adolphe Koehl, el mejor amigo de papá, por ayudarnos generosamente a enfrentarnos a nuestra situación y porque su valentía y sentido común han iluminado mi camino.

A mi abnegada tía Eugenie por sacrificar todas sus ganancias y arriesgar su vida por nosotros. Se granjeó mi cariño como una segunda madre.

Tampoco quiero olvidarme de Marcel Sutter, cuya vida me sirvió de ejemplo y me proporcionó aliento. Fue como un hermano, un amigo verdadero.

Debo incluir a Charles Eicher, quien me animó a viajar a Nueva York, me puso en contacto con mi “Liebster” y me introdujo en una nueva vida de provecho y actividad.

APUNTE HISTÓRICO

En la época del Nacionalsocialismo, las creencias religiosas, enseñanzas y actividades de los testigos de Jehová preconizaba una forma de vida cuyos principios chocaban con los del gobierno nacionalsocialista. He aquí un pequeño grupo formado por entre veinte y veinticinco mil personas de Alemania y otras regiones anexionadas al Tercer Reich que declaraban abiertamente su creencia en una especie de gobierno en la sombra, directamente opuesto al régimen nazi. Un grupo que no aceptaba las leyes raciales gubernamentales, que se negaba a realizar el juramento de lealtad a Adolf Hitler y el saludo alemán, y que rehusaba tomar las armas por Alemania.

Conocemos las estadísticas: cerca de diez mil testigos de Jehová fueron encarcelados y unos dos mil enviados a campos de concentración, de los cuales al menos la mitad fueron asesinados, más de doscientos cincuenta por decapitación.

Lo que no conocemos tan bien es el día a día de este extraordinario grupo de hombres, mujeres y niños comprometidos durante el régimen de terror nacionalsocialista.

Por ello reviste tanta importancia la autobiografía de Simone Arnold Liebster. Aporta un nombre y una voz a estas cifras. Narra la historia de la resistencia que opone el espíritu a un mal monstruoso, y lo hace a través de los ojos y recuerdos de una niña.

Aquellos que opusieron resistencia a las fuerzas del mal nazi cuando una sencilla declaración de lealtad al gobierno les habría garantizado su bienestar, cuando una simple firma les habría librado del infierno de los campos de concentración y de trabajos forzados, y los habría protegido de la violencia y el asesinato, son dignos del recuerdo y la admiración. Nos proporcionan esperanza y fe en la victoria final de la bondad humana.

Simone Arnold Liebster se cuenta entre este grupo de personas singulares.

Abraham J. Peck,

Vicepresidente de la Asociación

de Organizaciones del Holocausto.

PRÓLOGO

La autobiografía de Simone Liebster (Arnold de soltera) es un absorbente relato de una búsqueda personal de fe e identidad que la obliga a tomar difíciles decisiones de carácter social, político y religioso durante su niñez. Nacida en 1930 en Mulhouse (Alsacia), por entonces parte de Francia, Simone Arnold Liebster creció en el seno de una familia católica, grande y unida, durante los años treinta, una década de malestar social e incertidumbre política. El conformismo religioso era la norma en aquella región de mayoría católica. En 1938, pese a la oposición familiar, la madre de Simone, Emma Arnold, se convirtió a las creencias de los testigos de Jehová. Con el tiempo, el padre de Simone, Adolphe Arnold, también se bautizó como Testigo, y Simone aceptó esas creencias mientras todavía era una niña en 1941.

Las regiones de Alsacia y Lorena pertenecieron a Alemania desde 1871 hasta 1918, cuando volvieron a formar parte de la jurisdicción francesa hasta mediados de junio de 1940, fecha en la que fueron incorporadas al Reich alemán. Casi de inmediato, los alemanes impusieron sus criterios sociales y políticos, que rápidamente excluyeron a un gran número de “indeseables”, entre ellos los testigos de Jehová, para los cuales no había un lugar en el “nuevo orden” germánico. El alemán se convirtió de nuevo en la lengua oficial de la zona. Los inconformistas pronto tuvieron que temer las denuncias de los vecinos, a medida que se iban deshaciendo los vínculos de la sociedad civil.

El padre de Simone, Adolphe, fue detenido el 4 de septiembre de 1941, menos de un mes después de que Simone se hubiera bautizado como Testigo. Tras este arresto, Simone y su madre se enfrentaron a crecientes dificultades económicas dado que confiscaron el salario del padre durante su arresto, se incautaron de su cuenta bancaria, y denegaron el permiso de trabajo a la madre. Durante los siguientes dos años, Simone y su madre tuvieron que conseguir el alimento a cambio de pequeños trabajos.

Tras su arresto, el padre de Simone fue encarcelado en el campo de internamiento de Schirmeck-Vorbruck, ubicado en Labroque. Este campo de prisioneros se había abierto a mediados de julio de 1940 “para aquellos cuyo comportamiento pudiese poner en peligro la autoridad alemana en la zona” y “para enseñar a los elementos desobedientes de Alsacia las actitudes debidas en el trabajo y el orden político del Reich alemán”.* La lista de “indeseables” y “elementos desobedientes” seguía el patrón de las categorías habituales que los alemanes distinguían en todos los territorios ocupados, entre las cuales estaban los testigos de Jehová. Dado que sus creencias no les permitían obedecer de forma incondicional al Estado, los Testigos de Alsacia y Lorena fueron objeto de la misma persecución a la que se estaban enfrentando los demás Testigos desde 1933 en la Alemania nazi. Tiempo después, el padre de Simone, Adolphe Arnold, fue trasladado de Schirmeck a los campos de Dachau y Mauthausen-Gusen, y más tarde fue puesto en libertad en mayo de 1945 en Ebensee, uno de los campos subsidiarios de Mauthausen.

A partir de 1941, Simone se vio sometida en la escuela a crecientes amenazas físicas y sicológicas con el propósito de que se amoldase al comportamiento de sus condiscípulos, ya que se había negado a realizar el saludo “Heil Hitler” y unirse a la Liga de Chicas Alemanas (Bund deutscher Mädel). Los niños testigos de Jehová de edad escolar tuvieron que soportar amenazas y represalias tanto en la Alemania Nazi como en las regiones anexionadas de Alsacia y Lorena. Cuando los hijos de Testigos se negaban a inscribirse ya fuera en las Juventudes Hitlerianas o en la Liga de Chicas Alemanas, o a acatar las normas de conducta social y política nazis, los directores de las escuelas les quitaban a los padres su custodia y los enviaban a hogares nazis o a correccionales juveniles.

En la Alemania Nazi se separó a la fuerza de sus padres mediante procesos judiciales formales a más de quinientos hijos menores de testigos de Jehová. La autobiografía de Simone nos aporta detalles específicos acerca de la vida de estos niños en reformatorios nazis durante el transcurso de la guerra. Se suspendía la custodia paterna y el contacto con los padres si se juzgaba a un niño culpable de conducta inmoral o deshonrosa, como por ejemplo, no pertenecer a las organizaciones nazis. Los responsables escolares, la policía y los juzgados de menores y de distrito dictaminaban que los padres Testigos ponían en peligro el bienestar de sus hijos al no ajustarse a las normas del sistema educativo y la sociedad nazis. Pocas veces se ha narrado con detalle la suerte que corrieron esos niños separados de sus familias. Las memorias de Simone Arnold Liebster nos permiten ahondar en sus vivencias más intimas.

Simone Arnold fue expulsada de la escuela después de haber sido objeto de un trato brutal físico y psicológico, y de que se la presionara para que se amoldara a los demás. A la edad de doce años le quitaron su tutela a la madre y la transfirieron a Wessenberg Erziehungsanstalt, un reformatorio de Constanza. Sumida en un mundo de persecución y aislada de sus padres, Simone Arnold tuvo que renunciar a su adolescencia a fin de sobrevivir. El mundo de la infancia y de la adolescencia es por lo general una época de crecimiento y desarrollo. Para estos niños atrapados bajo el control nazi, la vida se convirtió en un mundo invertido de sombríos horizontes y terror.

La autobiografía de Simone Arnold Liebster devuelve su individualidad e identidad a los que de otro modo serían víctimas anónimas del terror nazi, y pone de manifiesto la fuerza de voluntad que le permitió mantener un mínimo de normalidad en su lucha por la supervivencia física y psicológica. Su historia infunde esperanza, fuerza y valor. La narración de Simone Liebster revela el coraje que le permitió mantener sus valores sociales y religiosos durante la cruel y trágica época nazi. Es una historia que vale la pena leer y que nos permite comprender la suerte que corrieron los hijos de los testigos de Jehová durante el Holocausto.

—Sybil Milton, ex historiadora adjunta,

U.S. Holocaust Memorial Museum

Primavera de 2000

RECONOCIMIENTOS

He procurado contar esta historia tan exactamente como mis recuerdos me lo han permitido. No obstante, quiero expresar mi agradecimiento a muchas personas que han colaborado en la actual presentación. Entre ellos se encuentran Germaine Villard, Francoise Milde, Adolphe Sperry y su nieta Virginie, y Esther Martínez, quienes llevaron a cabo toda la investigación histórica necesaria para confirmar los sucesos y lugares que yo recordaba. Asimismo intercambié notas con Rose Gassmann y Maria Koehl, testigos oculares que conservan muchos recuerdos vívidos de aquella época. La señora Bautenbacher del Wessenberg’sche Erziehunganstalt fur Mädels y el personal de los archivos de la ciudad de Constanza cooperaron en la obtención de los documentos relativos a mi reclusión. Andreas Müller, que ha escrito sobre las experiencias de mi esposo, también compartió conmigo interesante información de fondo sobre las actividades de las Juventudes Hitlerianas. Parte de la documentación y el material fotográfico se obtuvo de los archivos de la Sociedad Watch Tower de Selters (Alemania), Thun (Suiza) y Brooklyn (Nueva York). El Cercle Européen des Témoins de Jéhovah Anciens Déportés et Internés, organismo del cual soy miembro fundadora, también contribuyó material de sus archivos.

 

Debo reconocer asimismo que la encarecida solicitud de dos amigos maravillosos, Lloyd W. Barry y John E. Barr, me dio la motivación necesaria para escribir mi historia.

Agradezco también sinceramente la amable y valiosa colaboración de mis queridos amigos, Carolina González y Pedro Pagés, en la traducción y revisión de la edición española de este libro.

Por último, estoy especialmente agradecida a mi querido esposo Max por su apoyo excepcionalmente paciente y amoroso.

INTRODUCCIÓN

Toda Europa se preparaba para celebrar el cincuenta aniversario de la liberación del terror nazi. Una vez más, el mundo entero dirigiría su atención al período que la Historia ha denominado “el hoyo”, “el infierno”, “la era del terror” o “la noche”. Un pequeño grupo de supervivientes, testigos oculares identificados en los campos de concentración por un “triángulo púrpura”, también llevaban a cabo su propia conmemoración en Estrasburgo y París. Este grupo viajó por diversas ciudades francesas acompañando a una exposición que relataba su historia. Y entonces llovieron las preguntas: algunas sobre datos, pero otras sobre la vida, nuestra vida. Las indagaciones fueron sacando de la oscuridad poco a poco mis recuerdos. Sentí como si hubiese regresado a mi niñez. De nuevo era “la pequeña”, con todos sus recuerdos, sensaciones, alegrías y temores. Las preguntas iluminaron mis sueños y pesadillas, y me hicieron revivir aquel horror. Todo se volvió tan real, tan exacto, que pude recordar hasta el menor detalle de mi enfrentamiento al opresor “león” nazi.

Más y más amigos me decían:

—Escríbelo, pinta un cuadro, graba tus recuerdos. Narra lo que sucedió, ahora que todavía puedes.

Recuerdo con alegría la Alsacia de mi infancia: magníficos paisajes y habitantes de firmes convicciones. Una manzana de la discordia marcada por las cicatrices de dolorosos conflictos anteriores.

La pobreza de los hijos de los trabajadores, la injusticia y la intolerancia hicieron que una niña feliz y revoltosa se transformara en una joven meditabunda y precoz. Y tanto más al ser testigo de las disputas entre partisanos franceses y alemanes, así como del creciente miedo de los adultos a otra guerra.

Mis padres ya se habían dado cuenta del peligro inmediato que el régimen nazi suponía para nosotros. Cuando el ejército alemán ocupó Alsacia e inició el programa “Heim ins Reich” (“De vuelta al Reich”), este estado policial y su partido, la Gestapo y todos sus espías, nos parecieron como un león rabioso deseoso de atrapar a su presa. El león me lo arrebató todo, solo me quedaron los recuerdos. Fue una experiencia estremecedora.

Con todo, mi supervivencia demuestra que la adversidad no tiene por que dañar la conciencia de una niña si se le han inculcado elevados valores éticos. Mi deseo al contar la historia de mi familia es infundir en otras personas el ánimo y la esperanza necesarios para vencer a los “leones” que en el futuro puedan amenazar el espíritu humano en cualquier lugar.

Esta es mi historia.

PRIMERA PARTE

Junio de 1933–Verano de 1941

CAPÍTULO 1

Mi infancia entre la ciudad y el campo

JUNIO DE 1933

Antes de que la sombra de la Segunda Guerra Mundial se cerniese sobre nosotros, mis padres y yo nos mudamos a la ciudad. Procedíamos de Husseren Wesserling, un pueblo del valle de Thann, en los Vosgos, cercano a la granja de mis abuelos. Hasta entonces habíamos vivido en una maravillosa casa rodeada de setos de rosas y praderas. Residíamos en Alsacia Lorena, una región fronteriza entre Francia y Alemania, cuya soberanía ha sido objeto de largas luchas entre ambos países durante siglos.

Cuando tenía casi tres años, mi familia y yo nos mudamos con mi perrita Zita a la tercera planta de un edificio de apartamentos en el número 46 de la Rue de la Mer Rouge, en la ciudad de Mulhouse. Mi mundo era mi familia, y poco podía imaginarme el dolor, las penurias y el terror que estaban por venir.

El nombre de nuestra calle —Rue de la Mer Rouge— podría interpretarse como una señal del destino de mi familia: desesperación, separación, viajes, esperanza… Me pregunto si mis padres alguna vez habrían reparado en el nombre de la calle.

La estación de tren de Mulhouse-Dornach señalaba el comienzo de la Rue de la Mer Rouge, una larga calle que discurría entre jardines y campos, vecindarios de casas unifamiliares y edificios de apartamentos. El número 46 era un edificio de cuatro pisos con ocho viviendas, en el que la mayoría de los inquilinos trabajaban para la famosa fábrica de tejidos estampados Schaeffer&Co, de la que papá era asesor artístico.

En la ciudad no se me permitía acercarme demasiado a las ventanas ni salir sola a la calle, lo que suponía una gran tristeza para una niña criada en el campo… ¡hasta las flores del balcón estaban presas en sus macetas!

Para mi alegría, visitábamos a menudo la granja de mis abuelos. Hacíamos el viaje en tren y nos bajábamos en la parada de Oderen, donde había una capilla dedicada a la Virgen María. El sendero subía por la montaña, cruzaba un arroyo de agua fresca y tras escalar una ladera escarpada aparecía Bergenbach, zona de verdes praderas con diferentes especies de árboles frutales.

Y en medio de todas aquellas rocas, helechos y maleza se encontraba la casa de mis abuelos. Al entrar por la pequeña puerta, los ojos tenían que acostumbrarse a la tenue luz antes de poder vislumbrar en la esquina de la habitación la inmensa chimenea negra en la que se había instalado el hornillo que servía de cocina. La mezcla del humo con el aroma del heno y los cereales siempre será uno de mis olores favoritos. Fuera de la casa había una fuente de piedra cuyo borboteo ha sido para mi familia una relajante canción de cuna durante mucho tiempo.


Durante la década de 1890 mi abuela Marie dejó el hogar familiar. Posteriormente regresó a él viuda y con dos hijas: mi madre Emma y mi tía Eugenie. Con su segundo marido, Remy Staffelbach, mi abuela tuvo a mi tía Valentine y a mi tío Germain. Remy siempre se comportó conmigo como si fuera mi verdadero abuelo.

Mi abuela era una mujer muy hacendosa que cuidaba de todos los animales y del jardín mientras los hombres trabajaban.

El abuelo era mezclador de colores en una imprenta, y el tío Germain extraía piedra en una cantera. La abuela siempre estaba muy preocupada por el tío Germain porque era sordo y temía que no oyese la señal de que se iba a dinamitar la roca. Cada vez que oía una explosión proveniente de la cantera, no importaba dónde o qué estuviera haciendo, se detenía y rezaba una oración por su hijo.

Mi abuela me contaba, con lágrimas en los ojos, la misma historia una y otra vez:

—Tu madre quería ser monja misionera en África, así que fuimos al convento para informarnos. Pero la donación requerida era demasiado para nosotros. Hubiéramos tenido que vender todas nuestras vacas. —Nunca entendí porqué sería necesario vender las vacas para servir a Dios.

—La familia decidió que sería mejor que tu madre trabajase y que con parte de su salario ayudase a pagar el internado para sordos de Germain. Así es como se convirtió en tejedora de damasco y conoció a tu padre, Adolphe. Era huérfano, no tenía dinero y no era granjero, sino artista, pero al menos era un católico devoto.

El tío Germain y yo nos comunicábamos con facilidad. Me divertía el vivaz lenguaje por señas que se había inventado. Además de cuidar de 10 colmenas, también sabía de carpintería, de cantería y de cómo injertar árboles. Cada vez que llegábamos de visita nos mostraba su más reciente logro con una amplia y feliz sonrisa. Su mayor satisfacción era sentirse útil. Germain se sentía muy unido a su madre, por lo que también era muy religioso, al igual que yo.

La abuela debió ser guapa de joven. Sus rasgos apenas habían perdido atractivo con la edad. Su tez tostada por el sol atenuaba el azul intenso de sus ojos, y su pequeño moño de pelo cano se asemejaba a un halo. Durante la semana siempre lucía un austero vestido negro con un gran delantal, pero los domingos se le suavizaba el rostro cuando se ponía un vestido de pequeñas flores de colores rosa y lila.

La abuela era robusta, y siempre estaba activa. En cuanto yo entraba en la cocina, ya se ponía a hablar jovialmente conmigo.

—Vamos a hacerle la sopa al cerdito… con algunas patatas —decía mientras las aplastaba con las manos—. Le añadiremos algo de salvado, las sobras de la comida del mediodía, sin huesos claro, y el suero del queso. Vamos, pequeña, ahora se lo tenemos que echar en el comedero.

El rosado hocico del cerdo se sumergía en la sopa… chchch.

—¡Mira qué listo, busca los mejores trozos primero!

Cuando todas las gallinas se reunían enfrente de la puerta de la cocina, la abuela decía:

—Deben de ser las cinco, tendremos que darles algo de maíz. Atrás, atrás —decía dando palmadas a las más fuertes que se subían sobre las otras—. Fíjate, pequeña. Son como las personas, no tienen la más mínima consideración a los débiles.

—Y ahora, tenemos que llamar a los gatos. Busala, Busala… ven, aquí tienes tu plato de leche.

Era la espuma de la leche recién ordeñada por el abuelo. Yo ya había bebido mi parte en una taza negra especial, mi taza. Los gatos se frotaban entre nuestras piernas y ronroneaban. Uno de ellos dejaba que su cría bebiese primero.

—¿Ves?, así es una buena madre, y fíjate cómo lo agradece.

Todos los fines de semana que nos era posible, mis padres y yo íbamos a Bergenbach. Allí podía ir a misa con el abuelo, lo que para mí suponía un gran acontecimiento. El tío Germain solía salir de casa después de nosotros, pero de algún modo siempre llegaba antes a misa. Al terminar, los tres íbamos a un café donde se reunían todos los hombres del pueblo para hablar de política o de animales de granja:

—He comprado una vaca al tratante de caballos.

—¿A cuál? ¿Al judío o al alsaciano?

—Al judío, ¡y me ha vuelto a estafar!

—Y ¿por qué no has ido al alsaciano?

—Porque es muy caro. Siempre exagera la calidad y el precio de los animales. ¡No es honrado!

Yo no podía entender su razonamiento. ¿Por qué si tanto odiaban a los judíos preferían comprarles a ellos los animales? No tenía ningún sentido.

Subir por la montaña en verano al mediodía para regresar a Bergenbach era, tal y como decía la abuela, una penitencia que hacía más valiosa nuestra asistencia a la iglesia. Seguramente tenía razón, pero ¡ojalá no hiciese tanto calor en verano!

Al abuelo se le ponía la cara casi tan roja como su pelo. Vestía un traje marrón oscuro de terciopelo con una cadena de oro para el reloj que guardaba en el bolsillo del chaleco. Se desabrochaba todos los botones y se secaba constantemente el sudor del cuello con el pañuelo. Cuando regresábamos a casa, el tío Germain siempre se nos adelantaba corriendo como una gacela, para luego esconderse y esperar por nosotros. Cuando llegábamos donde estaba, salía saltando de su escondite y riéndose a carcajadas.

La abuela iba a misa más temprano para poder llegar a casa a tiempo y cocinar las deliciosas comidas de los domingos, con todo tipo de repostería casera. Durante las comidas, las conversaciones solían ser interesantes, animadas… y pacíficas, siempre y cuando fuéramos seis en la mesa. Las cosas eran muy diferentes cuando la hija más joven de la abuela, mi tía Valentine, venía con su marido Alfred y mi prima Angele. Alfred siempre monopolizaba la conversación, era un sabelotodo. Mientras Alfred hablaba sin parar, mi padre permanecía sentado en silencio. Y eso no me gustaba nada. Mi padre era mucho más listo, ¿por qué no intervenía?

 

El tío Alfred siempre parecía que quería crear debate, un objetivo que no tardaba mucho en conseguir. Al abuelo no le gustaba la rígida autoridad de los alemanes. Había servido durante cuatro años como soldado en una unidad naval alemana y había visto con sus propios ojos cómo se había castigado a un marinero rebelde: le habían atado una cuerda alrededor del pecho para luego tirarlo al mar y llevarlo a remolque del barco durante horas. Recuerdo haber pensado que aquellos marineros tenían que haber sido nadadores muy rápidos para ser capaces de mantenerse al ritmo del barco.

La abuela siempre se quejaba de los franceses, a quienes llamaba vagos. Ella nunca olvidó que durante la Gran Guerra, el ejército francés había requisado sus vacas como alimento y nunca la habían compensado por aquella pérdida. Por otro lado, no dejaba de alabar los logros de Hitler en Alemania.


Durante aquellas batallas dialécticas, a medida que la abuela se crecía, el abuelo parecía empequeñecerse. Las manos de la abuela se ponían rígidas cuando retiraba bruscamente de la mesa los platos de postre. La antigua porcelana de filigrana era muy bonita y delicada, y yo siempre temía que al estar tan enfadada la fuese a romper en pedazos.

Después de los postres, Angele y yo íbamos a jugar fuera. Con una pequeña patata redonda y dos diminutas piedras como ojos tenía la cabeza; con un palito la unía a la zanahoria que hacía las veces de cuerpo de mi improvisada muñeca, y con una hoja grande le preparaba un vestido. A mi prima de la ciudad no le gustaba mi muñeca. Enseguida se acostaba y cerraba sus pequeños ojos azules. Sus pestañas pelirrojas parecían puntadas hechas a mano; su boca se encogía hasta adoptar la forma de una fresa. Sus mejillas rechonchas y sonrosadas rodeaban su nariz diminuta y pecosa, mientras sus delicados bucles se extendían sobre la hierba verde como rayos de sol. Con su vestido azul claro laceado, Angele se convertía en mi muñeca.

Mi muñeca necesitaba de mis cuidados. Buscaba una hoja grande que sirviera de sombrilla, y luego yo también me acostaba a la sombra del helecho y disfrutaba de su aroma tan familiar. Permanecía tumbada, escuchando el zumbido de las abejas, contemplando el paso de las nubes y, de vez en cuando, mirando de reojo un saltamontes. Meditaba en las conversaciones de los adultos e intentaba imaginar qué significaban.

♠♠♠

La abuela me había regalado otra estampita con la imagen de un santo para añadir a mi colección. Esto hizo que mi padre adoptase una de sus expresiones más características. Cuando alargaba su cara redonda, alzaba las cejas, torcía la nariz y reducía la boca a un punto, su rostro parecía un signo de interrogación. Mamá ni se puso seria ni sonrió. Se le curvaron hacia abajo las comisuras de la boca y se le hundieron los ojos. Movió ligeramente la mano derecha extendiendo los cinco dedos. Estaba claro que no se sentían muy entusiasmados con mi nueva estampita.


cuela me habían regalado un misal blanco con tapas perladas, mi propio libro de oraciones.

—¡No! —respondí con contundencia.

Aquella imagen había sido bendecida por el sacerdote y me la había regalado la abuela. Yo quería que formase parte del altar de mi habitación.

—La abuela dijo que espanta a los malos espíritus —protesté—. Hasta puso algunas como esta en la entrada del cobertizo.

Papá no insistió. Dejó que mamá tuviese la última palabra, lo que significaba que podría poner la imagen en mi altar privado. Era lo mejor. Desde que mamá había comprado la nueva máquina de coser, utilizaba mi cuarto para la costura. Ella también se beneficiaría de la protección del santo más importante de mi altar.

Sentada en el suelo con mi oso de peluche, me fascinaba ver cómo mamá hacía funcionar con los pies la gran rueda de la máquina de coser. ¡Nadie podía hacerlo más rápido que ella! Me encantaba el sonido de la máquina de coser, oír tararear a mamá y ver cómo el tejido iba transformándose en maravillosas prendas de vestir y en fantásticas camisas que hacían parecer a papá un hombre importante.

♠♠♠

JUNIO DE 1936

Cierto día mamá no tarareaba como de costumbre. Al andar arrastraba los pies y de vez en cuando paraba y escondía la cara entre las manos. Se levantó y miró por la ventana. Cuando le pregunté si estaba enferma, lo negó con la cabeza y salió de la habitación. Fui a sentarme a su lado y mamá me acarició la cabeza.

Papá había salido de casa a la una y media para hacer el turno de tarde. Esperé inútilmente a que mamá se pusiera a jugar conmigo como era habitual. Llegó la hora de ir a dormir. Mamá vino a mi habitación e hizo que me santiguase con el agua bendita. Rezó una oración y me besó mientras me arropaba.

Inmediatamente después, mamá solía cerrar las contraventanas, pero esa noche se sentó en el borde de mi cama. Poco a poco fue oscureciendo. La luz de la luna se reflejaba en su negro pelo ondulado. Su tez blanca como el marfil se volvió aún más blanca. No podía ver sus ojos de color azul intenso, pero podía sentirlos. Lentamente su imagen se desvaneció. Me quedé dormida. Eran las ocho, mi hora de dormir.

La mayoría de las noches me despertaba a las diez y cuarto con el murmullo de las bicicletas de los trabajadores que volvían a casa al terminar el trabajo en la fábrica. Yo oía cómo papá metía la bicicleta en el garaje, cómo crujía la escalera de madera al subir por ella, cómo giraba la llave en la cerradura y abría sigilosamente la puerta. Entonces mi perrita Zita, que dormía cerca del servicio de la entrada, le saltaba al pecho y le seguía hasta la cocina. Allí, papá se quitaba los zapatos, se ponía las zapatillas y colgaba la chaqueta. Llegado a este punto, yo tiraba de la colcha hacia arriba y cerraba los ojos. Y entonces llegaba el maravilloso momento en que papá entraba en mi habitación, se inclinaba sobre mí y mientras sentía su cálida respiración en la cara, depositaba en mi frente un beso tierno y suave como el roce de una mariposa. Podía sentir la amorosa mirada de papá mientras yo fingía dormir y disfrutaba al máximo de este exquisito momento.

Esa noche me desperté de repente con el sentimiento angustioso de que estaba sola. Grité desesperadamente y mamá vino corriendo a mi habitación en camisón, con una redecilla sujetándole su pelo ondulado.

—¿Dónde está papá? ¡No vino a darme un beso!

—Shhhhh, son más de las tres de la mañana. Papá debe de estar durmiendo, ¡como deberías estar haciéndolo tú! —Se sentó a mi lado y me acarició la cabeza empapada en sudor por el miedo.

A la mañana siguiente papá no vino a desayunar, ni siquiera había una taza preparada para él.

—Papá estará fuera durante unos días —dijo mamá intentando reprimir las lágrimas.

¡Papá nos había abandonado! ¡Papá había huido! Eso explica por qué estaba tan callado, triste y tenso últimamente. Recordaba una conversación entre él y mamá.

—Fue un error, no debería haber ocurrido —decía pausadamente a mamá.

—Adolphe no te preocupes, todo el mundo comete errores.

¿Cómo podía mamá acusar a papá de cometer errores? Papá nunca se equivocaba. ¡Claro! ¡Papá tenía que haber huido de ella!

¿Adónde podría haber ido? Tuvo que ser a Krüth, el pueblo que está al final del valle. Era uno de mis lugares preferidos. ¡Ojalá pudiese haber ido con él para huir de mi malvada madre!

En Krüth vivía Paul Arnold, padrastro y tío de papá. Era mi “abuelo-padrino”. Probablemente estaría de pie delante de la pequeña puerta de su casa con su mano derecha apoyada en el marco de la puerta, justo debajo de la cruz y los números labrados en la piedra. Cuando sonreía, le desaparecían los ojos entre las arrugas. Era tan mayor y estaba tan arrugado que parecía una uva pasa. Tenía que enrollar los pantalones varias veces alrededor del cinturón. Me hubiera gustado volver a visitar al abuelo-padrino.