Kitabı oku: «Bajo El Emblema Del León», sayfa 6
Por lo tanto, recogió sus cosas, recuperó su caballo y se dirigió hacia el centro poblado de Apiro. Mejor contar al Prior que había partido muy temprano para no molestar a los frailes. A fin de cuentas, Germano degli Ottoni, a cuya casa se estaba dirigiendo, confirmaría la versión de los hechos, en el caso de que alguien tuviese una sombra de duda. Pero quizás eran precauciones del todo inútiles.
Capítulo 10
Con la impresión de ser espiados a cada momento durante su recorrido, Andrea, Fulvio y Geraldo llegaron a Ferrara cuando ya era bien entrada la noche. Habían iluminado el camino con las antorchas, sobresaltándose ante el mínimo ruido. Sólo la visión de la imponente silueta del castillo estense consiguió calmar sus ánimos. En efecto, desde el poblado de Pallantone a Ferrara no habían encontrado ni un alma pero el temor de toparse de nuevo con bandas de lansquenetes había invadido sus ánimos durante todo el trayecto. El castillo de San Michele era un enorme baluarte, circundado por un impresionante foso, hecho erigir hacía más o menos siglo y medio por voluntad del Marchese Niccolò II. Andrea y sus compañeros entraron a la carrera por la puerta principal, encontrándose en el patio interno de la fortaleza. No fueron interceptados por los guardias sólo porque éstos últimos habían sido avisados de su llegada por el Duca Alfonso en persona. De lo contrario los tres hombres armados, que atravesaban el puente sobre el foso para llegar al interior de la fortaleza hubieran sido un blanco fácil para las flechas de los guardias de las almenas. De hecho, aunque la puerta estaba abierta, toda la fortaleza estaba bien custodiada por centinelas, presentes en gran número en las torres y en los caminos de ronda.
Alfonso I d’Este tenía 47 años pero demostraba muchos más, quizás extenuado por su vida matrimonial con Lucrecia Borgia, de la que había tenido siete hijos, de los cuales tres habían muerto a corta edad, y por una grave herida recibida en el año del Señor de 1512 en la defensa de Cento. Recibió a Andrea en la sala de audiencias, vestido perfectamente con una zamarra15 de terciopelo rojo, ceñido a la cintura con un elegante cinturón de seda y sobrepuesta por un manto de armiño. En el cuello el Duca resaltaba un gran collar metálico finamente labrado, con un colgante donde estaba representada la efigie de su difunta esposa, Lucrezia, muerta de parto en el año 1519. También Isabella Maria, la hija nacida en esta desafortunada ocasión, había muerto a los dos años de edad. El Duca tenía fama de guerrero, tanto que, durante las audiencias, como en ese momento, llevaba la espada envainada sobre su flanco izquierdo, con la empuñadura que salía del cinturón de manera evidente. Por la otra parte, a la derecha, una talega de cuero que le servía para llevar dinero contante para utilizar cuando fuera necesario. Alfonso I d’Este no era sólo un gran experto en técnicas balísticas sino también un maestro de artillería, un metalúrgico y un fundidor de cañones, tanto era así que era llamado el Duque Artillero. En el año 1509, durante la batalla de Polesella, los cañones del ducado de Ferrara, fundidos bajo su supervisión, habían conseguido desmantelar una flota veneciana que había remontado el Po para llegar a la ciudad estense. El Duca y sus artilleros había esperado que una providencial crecida del Po elevase las naves hasta la línea de tiro de los cañones, luego habían hecho fuego, destruyendo gran parte de la flota. En su momento, la derrota naval de la república veneciana por parte de un ejército terrestre había producido una gran impresión y había favorecido la reconciliación entre la Serenissima y la ciudad de Ferrara. Recientemente el Duca había puesto a punto una nueva técnica de fabricación de la pólvora negra, usada por él para la creación de una nueva arma mortífera, llamada granada, que había sustituido a los proyectiles explosivos. La granada, lanzada por medio de armas de fuego, cañones o bombardas, se activaba al contacto con el suelo. La pólvora negra de su interior explotaba y la deflagración esparcía materiales a su alrededor, como esquirlas y fragmentos metálicos, destinados a herir al enemigo.
El Duca, con los ojos cansados y enrojecidos, invitó a Andrea a acercarse y, al mismo tiempo, llamó a su lado a otro hombre, que apareció pavoneándose desde una puerta secundaria. Con no poca sorpresa Andrea reconoció a Franz, el lansquenete con el que se había enfrentado unas horas antes. El hombre se puso al lado del Duca con una sonrisita estampada en el rostro. Andrea, a su vez, lo miró de mala manera. Pero debía poner al mal tiempo buena cara y esperar a que fuese el Duca Alfonso quien le dirigiese la palabra.
Con un movimiento de la mano, éste último, hizo sentar a sus huéspedes en la mesa ya preparada. Los sirvientes echaron vino en las copas y luego se marcharon, dejando al terceto a solas.
―Hoy es un día de suerte para mí ―empezó el Duca alzando la copa y saboreando el vino. ―Casi al mismo tiempo, uno desde el norte, y otro desde el sur, han llegado a Ferrara, ante mí, dos valientes guerreros, es más, me atrevería a decir, dos valientes condottieri. Venga, estrechaos las manos y haceos amigos porque es mi intención confiaros una importante misión que llevaréis a cabo juntos. ¡Franz de Vollenweider, Signore del Sud Tirolo, os presento al Marchese Franciolini, Signore de las tierras del Alto Montefeltro!
Andrea, pensativo, dio un sorbo al vino, hincando el diente a un trozo de focaccia16 mojada en la salsa del estofado de pintada.
―¿Signore del Sud Tirolo? ―dijo Andrea volviéndose hacia el Duca. ―En el poblado de Pallantone, hoy a la hora de comer, este Signore, me dio la impresión de ser un loco lansquenete más que otra cosa. ¡Ya nos conocemos!
―Ya ―respondió el otro ―¡Si no me equivoco me debéis un hombre y una espada!
―¡Venga, fuera rencores! ―volvió a hablar Alfonso, vaciando la copa de vino y emitiendo un sonoro eructo ―Ahora necesito que os pongáis de acuerdo. Debéis ir en mi lugar a ver a Giovanni dalle Bande Nere, allí arriba en el bergamasco, contándole importantes noticias de mi parte y de parte del Santo Padre.
―Si debéis darle nuevas, ¿por qué no enviarle un mensajero en vez de dos valientes condottieri, como nos habéis llamado hace poco? ―intervino Andrea, llevándose a la boca un buen bocado de pecho de pintada y hablando con la boca llena.
―Dejadme que me explique, Marchese Franciolini. La cuestión es delicada y llegar a Bergamo, es más al pueblo de Caprino Bergamasco, donde está acampado Ludovico di Giovanni de’ Medici con sus soldados de fortuna, no es fácil, es muy arriesgado. Y es por esto que sólo vosotros dos, juntos, podréis llevar a cabo la misión con éxito. Vos, Andrea Franciolini, sois una persona de notable inteligencia y de conocidas dotes diplomáticas. Además de un condottiero, tenéis fama de ser un sabio administrador. Además ya conocéis a Giovanni, que seguramente se fiará de vos. Por su parte, Franz es capaz de mantener a raya a las bandas de lansquenetes que infestan la zona, ya que conoce muy bien sus hábitos y habla su lengua. Creo que podéis conseguir llegar a la zona de Bergamo sin sufrir bajas, algo casi imposible para un mensajero que, aunque fuese escoltado, podría ser degollado sin más.
―Por lo que yo sé, Giovanni dalle Bande Nere está ocupado en dos frentes, es decir que está enfrentándose a dos enemigos distintos ―volvió a hablar Andrea, interrumpiendo otra vez al Duca Alfonso ―En el pasado mes de agosto, fue contratado por los imperiales y está combatiendo contra los franceses y sus miras expansionistas en Italia. Sobre todo está protegiendo Milano, para intentar mantenerla en poder de los Sforza, que son sus familiares por parte de madre. Pero también combate contra los lansquenetes, que aspiran a la misma ciudad por cuenta del emperador Carlo V, porque desde aquí sería fácil expandirse hacia el sur, hacia Firenze y, por lo tanto, hacia Roma. ¡El Asburgo quiere reunirse con sus primos napolitanos, los de Aragón, para tener toda Italia bajo su corona! Pero no puede exponerse demasiado, así que manda por delante un ejército irregular, del que, si es necesario, pueda renegar en cualquier momento.
―Perfecto, veo que estáis bien informado, pero lo que no sabéis, por haber viajado por mar durante unos días, y que representa el acontecimiento más importante, es que hace unos diez días, precisamente el 23 de septiembre, el Papa Adriano VI ha muerto de repente. Y todos nosotros sabemos que será reemplazado por un Medici, por el arzobispo de Firenze. Giulio de’ Medici intentará una posible alianza con los franceses, justo para evitar que el emperador, Carlo V, llegue hasta Firenze y luego a Roma. Por lo tanto, lo que debéis contar a Giovanni es que su tío está dispuesto a pagar todas sus deudas, siempre y cuando comience a pensar en dejar de luchar contra los franceses. Ha conseguido unas hermosas victorias a su costa, rechazando en estos días incluso al ejército suizo, que estaba bajando desde Valtellina para ayudarlos. Pero de ahora en adelante ya no será necesario. Deberá concentrar sus esfuerzos en combatir sólo a los lansquenetes. Dicho esto, dicho todo. ¡Honremos ahora la mesa!
En cuanto el Duca Alfonso batió las manos, las puertas del salón se abrieron de par en par y los siervos volvieron a entrar con una enorme bandeja, donde se exhibía un jabalí entero asado, que fue puesto en el centro de la mesa. Otras bandejas más pequeñas, que contenían verduras y diversas salsas, rodearon en poco tiempo a la primera. Además de vino, en honor de Franz, fue llevada a la mesa también una jarra de un líquido de color del ámbar, espumeante y fresco.
―Endlich Bier! ―exclamó el lansquenete. ―¡Por fin cerveza, y de la buena!
―Bebed y comed todo lo que queráis, amigos míos ―aconsejó el Duca a sus huéspedes. ―Mañana, antes de amanecer, tendréis unas cabalgaduras frescas y partiréis enseguida a Bergamo.
―¿Y mi escolta? ―preguntó Andrea ―¿Fulvio y Geraldo me seguirán en esta aventura?
―No, deberéis ir vosotros dos solos. Me ocuparé yo mismo de que los dos hombres puedan ir a Mantova para reunirse con vuestra compañía y con el Capitano da Mar Tommaso de’ Foscari. Vos mismo, Marchese, en cuanto terminéis la misión, podréis llegar con facilidad a la ciudad de los Gonzaga o, si os apetece, ir con vuestro amado Duca della Rovere al castillo de Sirmione. Ésta última solución os evitará una incómoda y también larga navegación, desde la dársena de Mantova al lago de Benàco, a través de ríos, canales y campos anegados, para más inri a bordo de una nave demasiado grande para maniobrar con agilidad en tales aguas.
―Bien, esto lo consideraré en el momento justo ―respondió Andrea ―Acepto de buen grado una misión que me ha sido requerida por un señor reconocido amigo y aliado del Duca Francesco Maria della Rovere. Pero, ¿qué garantías me ofrecéis de que el aquí presente Franz, una vez que sea llevada a cabo la misión, no se vuelva en contra nuestra? ¡De la misma manera que ahora nos hace creer que está de nuestra parte podría hacer el doble juego y pasarse de nuevo al bando de sus amigos lansquenetes y de su querido emperador Carlo V!
Al escuchar estas palabras una sonrisa sardónica se estampó en los labios de Franz que contestó a Andrea adelantándose al Duca Alfonso.
―¡Venga, Marchese! Consideremos la escaramuza de hoy como agua pasada. Quiero condonar las deudas que tenéis conmigo. A fin de cuentas, mi amigo será sustituido admirablemente por vos, que sois mucho más valioso como compañero de aventuras comparándoos con aquel palurdo que habéis matado. Por lo que respecta a mi espada, mi katzbalger, os la quiero regalar. Yo tengo otras y ¡estoy seguro de que le daréis un buen uso!
―Una espada poco manejable, diría. De todas formas os lo agradezco y acepto el regalo, pero todavía no me parece suficiente garantía.
―Pero será suficiente, como garantía de mi buena fe, lo que el Duca me ha prometido como recompensa ―añadió Franz bajando la cabeza en señal de respeto al Duca y esperando que fuese este último el que tomase la palabra.
―¡Cierto! He prometido a Franz que, en el caso de que la misión tenga éxito, podrá volver, con todos sus derechos, a sus tierras del Sud Tirolo. Será nombrado Arciduca de Bolzano y tendrá la jurisdicción sobre la ciudad y sobre todo el valle del Adige. El Alto Adige se convertirá en territorio independiente y garantizaré yo mismo la protección de sus fronteras ante los ejércitos imperiales. Y será un estado que hará de colchón entre el Imperio y nuestra Italia, ahora que la mayor parte de los gobiernos italianos se están aliando con el Rey de Francia.
Andrea, pensativo, se tomó otra copa de vino. Se quedó durante un momento en silencio, a continuación volvió a hablar.
―Perfecto, me conviene. Entonces, pido perdón, pero estoy muy cansado y me gustaría retirarme a reposar. Franz… ¡Oh, os pido excusas! Arciduca di Vollenweider, nos vemos mañana por la mañana antes del alba en las caballerizas.
Y hablando de esta manera abandonó el salón, ostentando indiferencia. Pero en su corazón, las dudas continuaban asaltándolo. No se fiaba del germano y de ninguna manera bajaría la guardia, a pesar de la afirmación del Duca d’Este. Y tampoco se fiaba de Giovanni dalle Bande Nere. Sólo estaría a salvo cuando estuviese junto a Della Rovere en Sirmione. Incluso si tenía que volver a subir en aquel maldito galeón veneciano. ¡Mejor soportar los mareos que morir a manos de un godo!
Capítulo 11
El valor es la capacidad de resistir al miedo, de
dominar el miedo: no es la ausencia de miedo
(Mark Twain)
El estruendo del disparo fue ensordecedor y rompió con fuerza inaudita el silencio del bosque. La bala del arcabuz, que golpeó al jabalí en el ojo y la oreja, no fue suficiente para abatir al animal sino que estimuló todavía más su agresividad. Los ladridos de los perros hicieron intuir a Giovanni con quien se estaba metiendo el animal herido. Salió de entre un arbusto para observar la escena, justo a tiempo para ver a uno de los sabuesos ensartado por los pérfidos colmillos y lanzado al aire, desplomándose en el suelo, muerto. El otro perro, aunque estaba herido y sangraba por un lado del tórax, continuaba acosando a la bestia, intentando morderla en las patas. Ésta última bajó la cabeza y con un movimiento repentino desgarró el abdomen del perro que, a pesar de tener las vísceras saliendo por la herida hincó los caninos, con toda la fuerza que le quedaba, en la carne de la presa. El jabalí gruñía y aullaba de dolor. Los otros dos sabuesos todavía ilesos aullaban y ladraban por solidaridad con su compañero que, ahora ya, estaba agotando sus fuerzas. Focus, este era el nombre con el que Giovanni dalle Bande Nere había bautizado a su mejor perro, porque siempre estaba lleno de vitalidad, perdió la presa y se derrumbó en el suelo. Vomitó sangre y espuma y se quedó jadeante sobre la tierra, perdiendo orina y heces por sus orificios. Giovanni extrajo su afiladísima espada de la vaina y azuzó al caballo que dio un salto hacia delante y, alzando las patas anteriores, indiferente al peligro, en unos pocos segundos llegó al escenario de la tragedia. La cabeza del perro fue seccionada limpiamente con un tajo descendente. Ver sufrir a los animales era algo que Giovanni no soportaba. Con la inercia de la espada dio un sgualembrato17 ascendente de auténtico maestro y salió volando la cabeza del jabalí que rodó durante unos palmos. El animal, sin cabeza, con el cuello desde el que brotaba la sangre a su alrededor, dio todavía algún paso y luego cayó abatido en una nube mezcla de sangre y fango.
―Quiero mi trofeo, para dedicárselo a Focus, que ha muerto ―gritó Giovanni a los suyos. ―Recuperad la cabeza del jabalí y ocupaos de que sea disecada. Y enterrad a los dos perros. No quiero que sus restos sean comidos por los animales salvajes, o aún peor, por cuervos y buitres. Por lo demás, os espero a todos esta noche en la cena en mi residencia de Caprino Bergamasco. Tendremos jabalí asado y escucharemos a los huéspedes que llegarán de Ferrara. Una buena ocasión para acoger como se debe a dos emisarios del Duca d’Este. Pero, poned atención a lo que tienen que decir porque, si no es de mi agrado, les cortaréis la cabeza de la misma forma que he hecho yo poco antes con este jabalí.
Giovanni dalle Bande Nere tenía un nutrido número de informadores que siempre conseguían suministrarle noticias importantes. Pero, la aparición inminente de dos enviados mandados por el Signore di Ferrara, había llegado a su fortaleza bergamasca como un mensaje transmitido por medio de banderas de colore a través de una espesa red de torres de guardia y de observación.
Pietro Aretino, que ya desde hacía unos meses seguía a Giovanni en todos sus desplazamientos y en todas sus aventuras, ya estaba escribiendo un soneto para inmortalizar la nueva empresa de su amigo. De una bolsa que siempre llevaba consigo, con todo lo necesario para escribir, había desenrollado con rapidez un pergamino y había puesto manos a la obra.
―¡Vamos, Pietro! Tendrás todo el tiempo para escribir sobre mis gestas, sin tener que condimentarlas con tus temas picantes. Tuviste que huir de Roma para escapar a la censura y a la Inquisición pero, antes o después, la Santa Madre Iglesia te cogerá. ¡Y te hará pagar tus pecados de una vez por todas!
Como era habitual Pietro se encogió de hombros y respondió con ironía.
―Todavía debe nacer el inquisidor que me ponga en una pira de leña. Porque sabe que, antes de subir a ella, escribiré un soneto sobre la ramera de su mujer y todo el pueblo sabría la verdad hasta ese momento escondida. ¡Si muero antes que vos, Messere, cierto que me veréis morir de viejo!
―¡Y por lo tanto te tendré fastidiándome durante muchos años! ―acabó de decir Giovanni, dejando escapar una risotada y espoleando al caballo, con la intención de salir del bosque y volver a Caprino.
Después de salir de Ferrara, Andrea y Franz llegaron a Pontelagoscuro y atravesaron el Po gracias a un puente de barcas. El camino que les había aconsejado el Duca d’Este contemplaba costear el río Eridano hasta Cremona, descansar aquí, luego dirigirse hacia el norte, hacia la zona de Brescia. Habían cabalgado en silencio durante unas cuantas leguas, sin espolear a los caballos demasiado, ya fuese para no cansarlos ya fuese porque aquella primera parte del recorrido era tranquila. No se esperaban emboscadas por la zona, dado que la naturaleza plana del terreno no las habría permitido, y además las poblaciones eran amigas del Duca d’Este, de los Sforza y de los Gonzaga. De todas formas, Andrea no confiaba completamente en el lansquenete, de la misma manera que intuía que el godo no se fiaba del todo de él. Después de horas de silencio y de pensamientos agobiantes, decidió romper el silencio.
―La parte más peligrosa del viaje será desde Cremona a Brescia. La zona está infestada por bandas de lansquenetes y además los hombres de Giovanni de’ Medici podrían confundirnos con enemigos. Seríamos un blanco fácil tanto para unos como para otros. ¿Cómo piensas hacerles frente, mi querido Franz?
Con un suspiro el alemán tiró de las riendas y paró al caballo. Andrea, observando al compañero de manera interrogativa, lo imitó.
―¡Yo no pienso, querido Andrea! ¡Yo actúo! Veamos cómo te las apañas.
Bajando del caballo de un salto, Franz agarró su katzbalger, luego se acercó a la cabalgadura de Andrea, desenfundó la espada que éste último le había robado el día anterior y se la lanzó a su amigo. Andrea actuó con agilidad agarrándola por la empuñadura, para saltar al suelo con el arma en la mano. No sabía a dónde quería llegar el otro pero era mejor estar atento.
Los dos se quedaron escrutándose frente a frente, con las piernas separadas, con las rodillas ligeramente dobladas, las armas en posición de guardia, cada uno esperando que el otro fuese el que comenzara el ataque. Andrea advertía que el peso de la espada era superior al que estaba habituado y temía estar en desventaja con respecto a Franz, que tenía por costumbre manejar aquel tipo de hoja. Pero recordaba las enseñanzas recibidas en su momento por su padre Guglielmo. Las palabras de éste último resonaban en su mente, aunque se remontaban a los días de su infancia: Deja que sea siempre el adversario el que haga el primer movimiento. Tú para su estocada y él se desequilibrará. En ese momento asalta con una serie de estocadas. No le des tregua pero vigila la respuesta cruzada de su espada. ¡Un sgualembrato ascendente siempre será imprevisto y mortífero!
Andrea intentó hacer una finta18 , moviendo la pierna derecha hacia delante y apenas un poco la espada, para inducir a Franz a atacar pero este no cayó en la trampa y se quedó quieto.
―¡Cuidado, amigo! La espera te está poniendo nervioso. Tienes la frente ya sudorosa sin haber asestado un solo golpe ―y mientras decía estas palabras el lansquenete se lanzó hacia delante e intentó un sgualembrato descendente con una potencia mortífera. Andrea consiguió levantar su katzbalger, parar con el filo verdadero y lanzó una estocada. Sintió el peso del golpe transmitirse a su antebrazo pero no abandonó el agarre de la empuñadura. Giró a hoja alrededor de la del adversario, tomando el control de la siguiente estocada. La hoja se paró justo a unos pocos palmos del pecho de Franz. Andrea no tenía intención de hacerle ningún daño y se había parado con una precisión digna de un experimentado espadachín, que es lo que era.
―¡No está mal, para utilizar un arma que no es la tuya! ―dijo Franz apoyando la punta de la espada en el suelo, como queriendo señalar que se rendía o que abandonaba el combate.
Andrea se acercó a él lo suficiente para permitir al otro volver a combatir elevando la espada de repente y dando un giro empujó su espada e hizo que saliese volando de las manos de Andrea. Debido al tipo de empuñadura de la katzbalger, que hacía realmente difícil ser desarmado, sintió un gran dolor en la muñeca y el momento de distracción fue fatal, dado que se encontró con la punta de la hoja de Franz oprimiéndole el cuello. Un ligero movimiento hubiera sido suficiente para degollarlo. Sin bajar la hoja, Franz desplegó una sonrisa, mostrando sus dientes podridos y apestando el aire con su fétido aliento.
―Eres un combatiente valiente pero sólo tienes un defecto, amigo mío. Estás demasiado seguro de ti mismo, no tienes miedo de tu adversario. Escúchame, siempre debes poner una cierta dosis de temor delante de quien estás luchando. Porque el miedo no es falta de valor, muy al contrario, ayuda a ser valiente.
Con un cierto alivio, Andrea sintió el metal que se alejaba de su cuello. Observó a Franz volver a meter la espada en la vaina, al costado del caballo, y sacar de la alforja la botella de cerveza de la que se había apoderado la noche anterior. A continuación, se acercó estrechándole la mano e invitándole a dar un sorbo en su compañía. La cerveza no le gustaba en absoluto pero no podía contradecir a su compañero de viaje. Agarró la cantimplora, engulló un gran trago y se la volvió a pasar, dejando escapar un sonoro eructo. Franz le dio una palmada en la espalda, riendo a carcajadas.
―¡No te preocupes, es el efecto de este líquido espumoso!
Andrea se puso a reír también, intentando contener, con las lágrimas en los ojos, otros eructos que subían desde sus entrañas. Fijó su mirada en la del germano, con un gesto de entendimiento.
―¡Vamos! Debemos llegar a Cremona antes de que anochezca, y todavía tenemos mucho camino por hacer.
Subieron los dos a los caballos y esta vez espolearon a las cabalgaduras. Andrea ya no tenía dudas, se habían convertido en amigos.
El grupo de cazadores a caballo, comandados por Giovanni, estaba volviendo hacia Caprino Bergamasco, cuando la atención de los caballeros fue atraída por un insólito ajetreo en el patio de una casa de campo. Muchos labriegos, tanto hombres como mujeres, se habían congregado en aquel lugar. En el centro del espacio había un palo plantado en la tierra, que con toda probabilidad debía servir para construir a su alrededor un pajar. Allí habían sido atadas tres muchachas, que estaban siendo el objetivo de los allí presentes que les lanzaban verduras mojadas y huevos. Una mujer más anciana había sido atada con cadenas y cuerdas al muro de la construcción, allí donde estaban asegurados unos anillos que servían habitualmente para atar a las bestias, los caballos o los bueyes. Se había encendido una hoguera a medio camino entre las muchachas y la otra mujer, y las llamas se elevaban crepitando.
―¡Dejad en paz a mis hijas! No tienen ninguna culpa. Cogedme sólo a mí, matadme si queréis, pero dejad en paz a las muchachas! ―gritaba la mujer encadenada al muro.
―No te preocupes, bruja; también te tocará. Pero antes verás morir a tus hijas. ¡Todas son brujas! ¡Malditas! ¡Sólo merecéis un final!
Mientras una labriega echaba encima de las tres jóvenes aceite de oliva y otras depositaban bajo sus pies algunos haces de leña y de paja, uno de los hombres se acercó a la hoguera y agarró un bastón ardiente para utilizarlo como una antorcha. Las muchachas comenzaron a gritar mientras la gente a su alrededor las insultaba y continuaba lanzando huevos y verduras apestosas. Otra botella de aceite fue derramada sobre la muchacha en apariencia más joven. Más o menos tendría 14 años pero estaba tan sucia que casi no se podía reconocer ni su edad ni su semblante.
―¡Así arderás mejor, bruja! ―exclamó la mujer que estaba acabando de escurrir el aceite encima de ella.
Otro hombre, aparentemente el jefe del grupo de agitadores, se acercó a la mujer más anciana con un cuchillo en la mano, le cortó el lazo de la camiseta que, a continuación, acabó por romper por delante, mostrando sus senos procaces. Cerca del pezón derecho se mostraba de manera evidente una peca marrón, un poco en relieve con respecto a la piel.
―¡He aquí la señal! Esto demuestra a todos que ha sido poseída por el demonio. Esto demuestra como, no estando casada, ha parido a tres hijas, una progenie de hechiceras. ¡Puta! ¡Bruja! ―e infligió sobre la mujer un violento golpe con la mano del revés que hizo que saliese sangre de la nariz y la boca. Luego acabó de destrozarle los vestidos que fueron lanzados a la hoguera con el objetivo de que ardiesen, dejándola desnuda del todo. ―Ya has acabado de lanzar maldiciones. ¡Ya no podrás sembrar la mala suerte sobre nuestras familias y nuestras cosechas!
Mientras hablaba de esta manera le tiró de los cabellos, levantándole la cabeza y obligándola a volver la mirada hacia las hijas, mientras se acercaba a ellas la antorcha improvisada.
Un instante antes de que la tragedia se consumase, una voz imperiosa paró las acciones de todos los presentes. Los villanos, ocupados completamente en impartir el justo castigo a las presuntas brujas, ni siquiera se habían dado cuenta de la llegada de Giovanni y de su séquito.
―¡Parad! ¿Qué estáis haciendo? ¿Por qué tratáis así a estas pobres mujeres?
Al reconocer a Giovanni dalle Bande Nere, y temiendo su autoridad, todos se quedaron quietos y volvieron hacia él su mirada que, mientras tanto, había descendido del caballo y había llegado hasta el hombre que amenazaba a las tres muchachas con el bastón ardiente. Se lo había quitado de las manos y lo había tirado a bastante distancia. Transcurrieron unos segundos en los cuales nadie osaba hablar. El silencio sólo era roto por el crepitar de las llamas de la hoguera.
―¿Y bien? He sido encargado por los Sforza de administrar y gobernar estos territorios. Os pido cuentas de vuestro comportamiento. Mi derecho es saber y vuestro deber es hablar ―continuó diciendo Giovanni, volviendo la mirada al jefe de los labriegos, aquel que todavía estaba cerca de la mujer encadenada desnuda al muro de la casa.
―Es una familia de brujas. Recolectan hierbas que, según ellas, son medicinales, invocando al demonio, lanzando maldiciones. Con sus maldiciones han arruinado las cosechas de nuestros campos. Como bien podéis observar, mi señor, sus terrenos son los únicos frondosos mientras que los otros están todos abrasados. La cosecha de este año ha sido muy mala. La carestía está comenzando a traer enfermedades en nuestras familias y todo es culpa de ellas. ¡Hay que matarlas para poner fin a su influjo maligno!
―Si vuestras cosechas se han secado no es culpa mía, ni mucho menos de mis hijas. Es culpa de la sequía y del hecho de que no habéis sido previsores. Si hubieseis excavado un pozo, como hemos hecho nosotras, hubierais podido regar los campos y obtener también buenas cosechas ―intentó defenderse la mujer, desencadenando murmullos entre los allí presentes. Las labriegas volvieron a coger verduras y huevos para lanzárselos encima.
―¡Callate, puta! ―intervino con vehemencia el jefe de los villanos. ―Eres una bruja y está más que demostrado. Nunca has tenido un marido y tienes tres hijas. ¡Una progenie de brujas, engendradas por acoplamientos con el demonio, con Satanás, durante tus ritos blasfemos, esos que en las noches de plenilunio practicas en los límites del bosque!
Giovanni levantó un brazo con el fin de poner término a la discusión.
―Callaos los dos. ¡Tú, mujer, silencio! Y habla sólo cuando seas interrogada. Tú, ignorante villano, no tienes ningún título para juzgar a estas personas. Los delitos, si hay delito, deben ser demostrados delante de un juez. Con la expulsión de los franceses y de los papistas de estas tierras, también hemos expulsado el tribunal de la Inquisición, único órgano que puede juzgar el delito de brujería, que vosotros queréis imputar a estas mujeres. También los hemos expulsado porque no nos gusta ver a mujeres sufrir el suplicio de ser quemadas en la hoguera en la plaza pública. ¿Y vosotros qué queréis hacer ahora? ¿Queréis sustituir a un tribunal eclesiástico, sin tener estudios, para poner de nuevo en marcha esta bárbara costumbre de quemar vivas a las mujeres? ¡Vos mereceríais estar en el patíbulo! ¿Cómo os llamáis?
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