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II. LA CONFEDERACIÓN NACIONAL DEL TRABAJO (CNT) 1910-1923
La fundación de la Confederación Nacional del Trabajo en 1910 fue, para muchos, el dato más significativo de la historia del sindicalismo en España desde 1869. Los trabajadores anarquistas, inspirándose en los principios antiautoritarios, antiestatistas y federalistas del sindicalismo resumidos en la Carta de Amiens en 1906 y, en particular, en los escritos del sindicalista francés Fernando Pelloutier, encontraron en la acción directa y en el antiparlamentarismo del sindicalismo industrial el vehículo ideal para presentar las ideas anarquistas a los trabajadores y el medio para derrocar al Estado.
La escuela en que se daba formación intelectual a los trabajadores y en donde se familiarizaban con la gestión técnica de la producción y la vida económica en general, para que cuando surgiera una situación revolucionaria fueran capaces de asumir el control socioeconómico del organismo y de remodelarlo de acuerdo con los principios socialistas.[1]
Los sindicalistas revolucionarios, en cambio, consideraron los sindicatos industriales, no un medio para un fin, sino un fin en sí mismo.
La Carta de Amiens fue, sin embargo, un programa que afirmaba que el sindicalismo era autosuficiente. No animaba a los trabajadores anarquistas a formar sindicatos específicamente anarquistas, sino a colaborar con un sindicalismo políticamente neutral que abarcase a toda la clase trabajadora. Establecía exigencias económicas específicas e inmediatas dirigidas a la mejora de las condiciones laborales, pero a la vez, reiteraba que el principal objetivo del sindicalismo revolucionario era preparar a la clase trabajadora para su completa emancipación mediante la expropiación y la huelga general.
Los anarquistas estaban de acuerdo en que debían desempeñar un papel activo en los sindicatos, pero diferencias considerables los alejaban de los sindicalistas revolucionarios. Su principal argumento (además de creer que había una confianza excesivamente optimista del sindicalismo en la huelga general como panacea revolucionaria y que la sociedad posrevolucionaria debía basarse en la comunidad, no sólo en los órganos de producción) era que los sindicatos eran esencialmente órganos reformistas, conservadores e interesados que ayudaban a preservar el capitalismo. Según ellos, era propio de la naturaleza de las organizaciones sindicales estimular el elitismo y fomentar una mentalidad utilitarista y jerárquica en nombre de la defensa de los intereses de la clase trabajadora.
Cada vez que se forma un grupo, –escribió Emile Pouget en 1904 en Les bases du syndicalisme–, en que hombres concienciados se ponen en contacto, se debería ignorar la apatía de la masa... Los no concienciados, los no sindicados, no tienen ningún motivo para poner objeciones a la clase de tutela moral que los ‘concienciados’ asumen... Además, los ignorantes no están en condiciones de hacer recriminaciones, ya que se benefician de los resultados logrados por sus camaradas concienciados y activistas, y los disfrutan sin haber tenido que luchar.
El peligro, previsto por los anarquistas, era que los «hombres concienciados» se sintieran tentados de aceptar cargos de responsabilidad en el seno del sindicato. Desde el momento en que un anarquista aceptase un cargo permanente en un sindicato o en un organismo similar, él o ella tendrían la obligación de defender los intereses económicos del colectivo, la mayoría de los cuales no serían anarquistas, e incluso irían en contra de sus propios principios morales. Ante el dilema de tener que elegir entre derrocar al capitalismo o negociar con él, perpetuando así su status quo, los «hombres concienciados» estarían obligados a ser fieles a su conciencia y a dimitir, o a abandonar el anarquismo para convertirse en cómplices del capitalismo y del estatismo.
En España, la CNT, que surgió a partir de la federación Solidaridad Obrera, de inspiración anarquista y socialista y fundada en 1907, se desarrolló con criterios diferentes a los del resto de las principales asociaciones sindicalistas revolucionarias del periodo. Aunque se inspiró en el anarquismo, la CNT todavía no se había declarado anarcosindicalista, a pesar de que estaba muy influenciada por los sindicalistas revolucionarios franceses. En su primer verdadero congreso, celebrado en Barcelona en octubre de 1911, después de la retirada de los socialistas, los representantes de 26.585 trabajadores adoptaron el eslogan revolucionario de que la meta de la nueva asociación (a la que sólo podían pertenecer trabajadores) era la emancipación de los propios trabajadores.[2] Comprometida con la acción directa y la lucha de clases, y contraria a la colaboración política y entre las clases, el objetivo explícito de la CNT era obtener la suficiente fuerza numérica que le permitiera organizar una huelga general revolucionaria.
Después del fracaso de una huelga general solidaria en apoyo de los trabajadores que estaban en huelga en Bilbao y en protesta contra el estallido de la guerra en Marruecos, la CNT fue declarada ilegal por el gobierno de Canalejas y relegada a la clandestinidad a las pocas semanas de la celebración de su congreso fundacional. Logró recuperar su estatus legal en Cataluña en julio de 1914, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, pero hasta octubre de 1915, cuando se eligió un nuevo comité nacional con sede en Cataluña, la CNT no empezó a resurgir como un verdadero sindicato nacional. Sin embargo, la CNT siguió teniendo un carácter catalanocéntrico, ya que 15.000 de sus 30.000 miembros eran catalanes.[3]
La guerra fue un potente estímulo para el crecimiento industrial y la ex portación. Pero el incremento de las exportaciones supuso la subida de los precios en el país, y a partir de 1916, a medida que la inflación y el desempleo aumentaban, la CNT empezó a atraer a más y más trabajadores. La crisis económica causada por el fin de la guerra, que llevó al hundimiento de las lucrativas exportaciones de productos españoles, dio al movimiento anarcosindicalista un empujón aún mayor. El clima político se radicalizó más a consecuencia de la creciente tensión entre la burguesía industrial y la elite agraria, que propuso gravar los beneficios extraordinarios de la guerra con el objeto de regenerar la fallida industria agrícola.
A finales de 1917, horrorizada por el curso de los acontecimientos en Rusia, en dónde había caído el gobierno de Kerensky, la burguesía, a pesar del fuerte impulso que le habían reportado los beneficios de la guerra, perdió su inclinación reformista y su valor en la lucha por el poder político. La amenaza de una revolución social por parte de una combativa clase trabajadora con liderazgo anarquista, desplazó el interés por la tierra como principal peligro para los intereses económicos y políticos de la burguesía industrial. La situación fue descrita por el historiador español Díaz del Moral así:
La inminencia de una revolución política que preocupaba incluso a los más optimistas... La clara visión de esos sucesos y los ejemplos del este de Europa infundieron en todos los estratos del proletariado la esperanza de la victoria. Fue en ese momento cuando comenzó la agitación laboral más fuerte de la historia del país.[4]
La Unión Socialista General de Trabajadores, dirigida por Largo Caballero, en esa época era mucho más grande que la CNT. En febrero de 1916 tenía 76.304 militantes y en marzo de 1917 ya contaba con 99.530. Después del desastroso fracaso de una huelga política general en apoyo de un movimiento asambleario de clase media en agosto de 1917 y de la posterior represión violenta, los socialistas quedaron traumatizados y renunciaron formalmente a toda pretensión y aspiración política radical. A finales de 1917, se había convertido en un sindicato socialdemócrata claramente reformista comprometido a trabajar en el marco de los parámetros legales fijados por el Estado. A los ojos de los trabajadores y campesinos de España, la burguesía liberal, los socialistas parlamentarios y los sindicalistas colaboracionistas de clase perdieron toda su credibilidad. Habían demostrado ser incapaces de solucionar los problemas sociales y económicos que afectaban al pueblo español, especialmente la cuestión crucial de la tierra. El argumento anarquista de que esos problemas no podían resolverse en el marco del sistema ganó mayor credibilidad. En una situación tan polarizada, la única fuerza capaz de hacer frente a una clase gobernante cohesionada e intransigente era la formada por los trabajadores y campesinos de la revolucionaria y anarcosindicalista CNT. Las masas de pobres empezaron a reunirse entorno a sus banderas rojas y negras.
En el invierno de 1918, se organizó en Barcelona un Congreso Nacional de Grupos Anarquistas para discutir su relación con la CNT. Al mismo asistieron delegados de todas las regiones de España. El congreso, dirigido por un delegado del Comité Nacional de la CNT, recalcó la necesidad de una mayor implicación anarquista en el movimiento sindical, especialmente en los comités. Hasta este momento, muchos anarquistas se habían mantenido al margen de la CNT, y los que desempeñaban un papel activo en el sindicato evitaban deliberadamente los puestos de responsabilidad. Después de muchas discusiones, los grupos anarquistas optaron por la entrada masiva en la CNT, decisión que tuvo un tremendo impacto en el desarrollo político de la CNT.
El empujón que el anarcosindicalismo recibió había estado precedido por un fuerte impulso ese mismo verano en el Congreso Regional de la poderosa CNT catalana en Sants (28 de junio-1 de julio de 1918). Fue entonces cuando la CNT comenzó a madurar como sindicato anarcosindicalista. Este congreso, que representaba a cerca de 74.000 trabajadores (alrededor del 30 por ciento obreros catalanes) decidió sustituir su estructura tradicional de unión de artesanos por la del Sindicato Único, el tipo de sindicato industrial que reunía a todos los oficios de la misma industria. Esos sindicatos industriales se organizaron en federaciones locales, de distrito y regionales. Organizándose industrialmente, pretendían sentar las bases de una nueva sociedad den tro de la estructura de la vieja. Las sedes de la CNT no se reservaron exclusivamente para los asuntos del sindicato; se convirtieron en centros comunitarios sociales y culturales en donde se fundaron escuelas gratuitas en la línea de las escuelas Ferrer para enseñar materias tan diversas como esperanto, vegetarianismo, medicina naturista, control de natalidad y emancipación femenina.
El congreso de Sants también decidió abolir las cuotas argumentando que fomentaban la burocracia, la cautela y un mayor interés por cuestiones insignificantes. El único cargo que cobraba en el Comité Regional Catalán del Sindicato, tal como se llamaba a la CNT catalana, era el secretario. También se acordó organizar un programa de reclutamiento y de propaganda anarcosindicalista a escala nacional que, dado el ambiente revolucionario de la época, tuvo un éxito arrollador. En el sur agrícola, las asociaciones de trabajadores de la industria y de campesinos se afiliaron en bloque. A finales de año, la CNT presumía de tener 345.000 miembros. El estado respondió encarcelando a los propagandistas de la CNT e ilegalizando de nuevo al sindicato.
Fue, sin embargo, una importante huelga de principios de 1919 lo que dio a la CNT la victoria industrial que necesitaba para consolidar su reputación de sindicato más combativo y más grande de España. En enero de 1919, la dirección canadiense de la compañía eléctrica redujo los salarios de un grupo de trabajadores sin previo aviso. Cuando ocho empleados que protestaron por la arbitrariedad de la medida de la dirección fueron sumariamente despedidos, la CNT convocó a sus miembros a una huelga que tendría lugar el 4 de febrero. La huelga «canadiense», tal como se denominó al conflicto, rápidamente dejó de ser una serie de huelgas solidarias esporádicas para convertirse en una impresionante huelga general de alcance local el 21 de febrero. Al quedar Barcelona sin electricidad, las autoridades declararon el estado de sitio y llamaron al ejército. Detuvieron a muchos líderes sindicalistas. La disputa acabó con la victoria del sindicato el 19 de marzo, fecha en que los empresarios cedieron y readmitieron a los trabajadores despedidos, y accedieron a pagar una parte de los salarios perdidos. El gobierno de Romanones, por su parte, soltó a algunos de los presos de la CNT y, el 3 de abril introdujo la jornada de ocho horas. Notando su debilidad, la CNT reemprendió la huelga para obligar al gobierno a liberar al resto de los presos. Las autoridades respondieron obligando a Romanones a dimitir e iniciando una masiva campaña de represión contra la CNT en Barcelona, campaña que duró desde abril hasta agosto de 1919. La perniciosa tensión en la ciudad no se aplacó hasta finales de 1923 y principios de 1924.
Con posterioridad a la sangrienta represión de Barcelona, la CNT celebró su segundo Congreso Nacional en el teatro La Comedia de Madrid en diciembre de 1919. Para entonces, la CNT contaba con 715.000 miembros, aproximadamente el triple que la UGT.[5] De la cifra total, 427.000 eran trabajadores industriales catalanes; 132.000 del Levante; 90.000 de Andalucía y Extremadura; 28.000 de Galicia; 24.000 del País Vasco; 26.000 de las dos Castillas; y 15.000 de Aragón. Es posible que fuera la influencia de la gran cantidad de andaluces y extremeños –trabajadores que experimentaban el duro poder del capitalismo todos los días de sus vidas, y que vivían y trabajaban en condiciones de extrema pobreza, víctimas de la arbitraria justicia de clase de los terratenientes y sus representantes– lo que inclinó la balanza de en el seno de la CNT hacia la posición anarquista revolucionaria.
Con independencia del origen o la causa, el ambiente revolucionario e intransigente de las bases de la CNT en 1919, especialmente entre los agricultores del sur, se reflejó en las importantes resoluciones aprobadas por el congreso. Resoluciones que confirmaron que la CNT era una organización anarcosindicalista imbuida del espíritu de la Alianza y que se hacía eco de la meta fijada en los congresos de Saint Imier y Córdoba de la Primera Internacional celebrados cuarenta y siete años antes, en 1872 –¡el comunismo libertario!
Al congreso: –Los delegados abajo firmantes, conscientes de que la tendencia con más fuerza manifestada en las organizaciones de trabajadores de todos los países es la que busca la liberación completa, profunda y absoluta de la humanidad en términos morales, económicos y políticos, y considerando que esa meta no podrá conseguirse hasta que las tierras, los medios de producción y los mercados se socialicen y el arrogante poder del Estado se desvanezca, sugieren al congreso que, de acuerdo con los postulados esenciales de la Primera Internacional de Trabajadores, declare que el objetivo fijado de la CNT en España es el comunismo anarquista.[6]
El Congreso Nacional de La Comedia también decidió adoptar las reformas estructurales introducidas por la CNT catalana el año anterior. Igual que en Cataluña, la sensibilidad respecto a los peligros de oligarquización y el deseo de garantizar la mínima tensión entre los líderes y las bases de la organización, llevaron al Congreso a decidir que sólo los secretarios de la Federaciones Regionales y el secretario del Comité Nacional cobrarían un salario. Todos los demás miembros de los comités nacionales y regionales y los que desempeñasen cargos de responsabilidad en el movimiento se verían obligados a continuar desempeñando su oficio para ganarse la vida. Para facilitar las cosas, el Congreso decidió que todo el Comité Nacional fuese reclutado de entre la militancia confederal de una determinada región. Siempre, excepto durante los primeros años de la dictadura de Primo de Rivera, el Comité Nacional tuvo su sede en Barcelona.[7]
Irónicamente, el rápido crecimiento de la CNT a partir de 1919 aumentó las tensiones en la organización y se cuestionaron su hostilidad hacia el Estado y su compromiso constitucional con la guerra de clases y la acción directa. ¿Podían los anarquistas, enemigos de todo poder coercitivo, enfrentados al capitalismo y al Estado, mantener sus principios en el seno de un gran sindicato que desarrollaba sus propias metas e intereses particulares? ¿Cómo podía un instrumento de la revolución anarquista buscar beneficios económicos inmediatos y a corto plazo para sus miembros mediante alianzas tácticas y acuerdos con cualquier grupo que las circunstancias dispusiesen, sin ver sus principios distorsionados, su tradición traicionada y sus objetivos últimos comprometidos hasta el punto de resultar irreconocibles?
Aunque los trabajadores anarquistas de la CNT se comprometieron con entusiasmo con las mejoras económicas inmediatas y la justicia social, igual que los socialistas o los cultos republicanos conservadores, estaban igualmente convencidos de que cualquier mejora lograda por el sindicato sería ilusoria y efímera mientras el capitalismo y el Estado persistieran. El hecho de que admitiesen que otros partidos políticos y sindicatos también eran útiles y que estuviesen dispuestos a colaborar con ellos para alcanzar objetivos comunes, no implicaba que dejaran de ser anarquistas. Aunque se distanciasen de los socialistas, la idea de negociar con el enemigo era impensable, igual que convertir la lucha de clases en colaboracionismo de clase al participar en las funciones de liderazgo del capitalismo y de las ilusorias funciones representativas del Estado burgués.
Pese a que la CNT fue fundada y, en general estuvo, influenciada por una minoría de activistas anarquistas de base, menos preocupados por las exigencias económicas que por defender la posición ideológica del sindicato, la mayoría de los que entraron en la CNT entre 1917 y 1923 seguramente no se habrían definido a sí mismos como anarquistas en el sentido de estar comprometidos con una idea. No obstante, los obreros y campesinos que se afiliaron a la CNT durante ese periodo estaban, casi con total seguridad, muy influenciados por el clima político polarizado y radical del periodo y se sentían identificados con el espíritu antiautoritario, libertario y revolucionario del sindicato. Su elección del sindicato reflejaba el ambiente de la época y sus puntos de vista particulares sobre cuestiones claves de una sociedad descaradamente clasista que les afectaban enormemente.
Por otra parte, los líderes o bien no eran anarquistas o simplemente apoyaban al anarquismo como principio abstracto. Para la concienciada minoría de militantes ésa era una importante razón para mantener la presión mediante la agitación y garantizar que el sindicato seguía expresando la doctrina anarquista y que los dirigentes reformistas y burócratas no se apartaban mucho de los estatutos de inspiración anarquista. Los dirigentes, a su vez, necesitaban el apoyo de esa «minoría concienciada» de activistas para conservar sus puestos de responsabilidad y se veían obligados a adoptar posiciones revolucionarias forzadas que nunca tuvieron la intención de aplicar ni creían factibles y que consideraban obstáculos para la negociación con empresarios y funcionarios del Estado. Los intentos de cambiar los estatutos revolucionarios de la CNT y de neutralizar la influencia de la «minoría concienciada» de anarquistas se resolvió, inevitablemente, con la derrota de los dirigentes.
A pesar de contrarrestar las tendencias colaboracionistas de clase de la cúpula, que constantemente pretendía convertir a la confederación en un reflejo de la UGT, y los intentos de marxistas y pro-bolcheviques infiltrados, como Andreu Nin y Joaquim Maurín, de supeditar el sindicato a la Tercera Internacional fundada en Moscú, la «minoría concienciada» de anarquistas no tenía el objetivo de imponer la hegemonía ideológica en sus filas. En cambio, pretendían convertirse en referente moral para sus compañeros con el ejemplo y la inspiración, y no mediante la relación de mando y ordeno que generalmente imperaba en las estructuras de los partidos y sindicatos autoritarios; proteger y promover los intereses de la clase trabajadora; inculcar a las bases los principios teóricos y prácticos del anarquismo; y subrayar la diferencia entre lo que es y lo que podría ser.
Para los dirigentes reformistas de los altos comités, los militantes anarquistas de las bases eran, sin duda, estorbos, sobre todo porque entendían las realidades del mundo demasiado bien y sabían exactamente lo que los reformistas intentaban hacer. Para este último grupo, los objetivos revolucionarios de la CNT eran visiones en el horizonte de un futuro bastante distante –visiones que amenazaban sus carreras– no algo que pudiera o debiera estar en la agenda diaria de un gran sindicato. Si los sindicatos eran capaces de introducir el comunismo libertario, que al fin y al cabo sólo era la aplicación de los principios anarquistas a la reconstrucción de la sociedad, los sindicatos se convertirían en órganos auténticamente democráticos en los que no tendría cabida la estructura jerárquica de liderazgo. Lo cual, por supuesto, era la razón de que los reformistas incesantemente intentasen restar importancia a las metas del anarquismo y constantemente recalcaran la falta de interés de las bases por el anarquismo. En 1922, Soledad Gustavo escribió en el periódico anarquista Redención, «...la masa organizada que hemos denominado sindicalista no es libertaria».[8]
El gran triunfo logrado mediante la organización y la acción colectiva, –comentó Díaz del Moral–, la difusión de la prensa sindicalista, que, a pesar de estar aún dirigida en gran medida por los libertarios, trataba fundamentalmente temas sindicalistas; los hábitos de disciplina que imperaban en las organizaciones de trabajadores y el ardor de la batalla infundido a la militancia; la estructuración de los nuevos «sindicatos únicos», que subordinaban la actividad individual a la de las secciones... y a los fines colectivos, restringiendo la libertad tan diligentemente defendida por el anarquismo: [todo eso] modificó lentamente las convicciones de dirigentes, que, sin ser conscientes de ello se acercaban al sindicalismo puro, radicalmente opuesto, en el fondo, a los principios anarquistas fundamentales.[9]
El rápido (pero efímero) aumento de afiliados al sindicato aceleró las contradicciones inherentes a un movimiento sindical revolucionario que intentaba realizar todas las funciones de un movimiento laboral reformista. Resultó ser una causa de tensión cada vez mayor y creó conflictos entre los militantes anarquistas, con sus objetivos revolucionarios inmediatos, y los elementos de orientación sindical, e igual influencia, con sus reivindicaciones laborales y económicas inmediatas. Para los anarquistas, la moral –es decir, los principios– y la realidad eran inseparables. Si los principios eran los correctos para afrontar la realidad, era evidente que eran los adecuados para formular objetivos.
Para los reformistas, en cambio, aunque alababan a la militancia anarquista y defendían el anarquismo como una influencia moral positiva, condenaban su objetivo revolucionario de comunismo libertario y pretendían desvincularlo de la lucha. Como ideal, el anarquismo era encomiable, pero ingenuo, un ideal que era incapaz de hacer frente a las realidades políticas y sociales de la sociedad capitalista contemporánea. Era un criterio moral abstracto que podía ser desechado siempre y cuando las circunstancias lo requiriesen. Los sindicalistas consideraban que era una vergüenza y un obstáculo en su búsqueda de objetivos viables, tanto como lo había sido la cláusula 4 para el Partido Laborista británico.
En la CNT catalana, empezaron a aparecer nuevos líderes que tenían poco que ver con el primer movimiento anarquista de la clase trabajadora y cuya principal prioridad era la lucha sindicalista. Líderes de la CNT como Salvador Seguí, Martí Barrera, Salvador Quemades, Josep Viadiu, Joan Peiró, Sebastià Clara y Àngel Pestaña empezaron a desplazar a los activistas anarquistas que jugaron un papel destacado en la federación Solidaridad Obrera y en los primeros años de la CNT –hombres como Negre, Herreros, Andreu, Miranda, etcétera.
En noviembre de 1916, los dirigentes de la CNT Salvador Seguí y Ángel Pestaña (un relojero cuya experiencia en el campo de la gestión lo llevó rápidamente del anarquismo revolucionario al filosófico) negociaron con éxito el primer acuerdo socialista-anarcosindicalista para coordinar una huelga conjunta de protesta por el coste de la vida. Al principio, los militantes de la CNT rechazaron la propuesta, pero finalmente las bases, en el Congreso Nacional de 1916, aceptaron la alianza para forzar concesiones políticas por parte del gobierno de Romanones. El denominado «Pacto de Zaragoza» promovido básicamente por Seguí y Pestaña, se firmó en noviembre de 1916.
La mayor parte de la afiliación de la CNT mostró poco entusiasmo con la idea de colaborar con los socialistas autoritarios para reemplazar al gobierno del conde Romanones por una republica liberal burguesa. Las desastrosas experiencias con políticos burgueses y supuestamente radicales durante el movimiento cantonalista de 1873 demostraron a los militantes anarquistas que los líderes políticos de todos los signos, impulsados por su deseo de conquistar el poder, sólo colaboraban por interés propio. Su desconfianza en el sindicato socialista y en los republicanos no era infundada, como hemos visto, pero aunque el pacto fue efímero, con consecuencias desafortunadas para el movimiento sindicalista, sirvió para resaltar las diferencias irreconciliables entre el sindicalismo revolucionario y el reformista. (Aunque no hay pruebas de que los dirigentes fueran reformistas y la base revolucionaria.)
En 1920, desafiando abiertamente las decisiones del congreso de 1919 y sin ni siquiera intentar consultar a la militancia, Salvador Seguí demostró aún más desprecio por el proceso democrático negociando otro pacto con la UGT. Ese movimiento arbitrario y antidemocrático del líder de la CNT fue condenado en una asamblea plenaria de la CNT ese mismo año. Pero ante un fait accompli, se tomó la decisión de conceder al sindicato socialista el beneficio de la duda. Pusieron a prueba la buena fe de sus aliados convocando una huelga general en solidaridad con los mineros de la empresa Río Tinto. Los socialistas, ya fuera por miedo a una confrontación con el Estado o por no querer ceder la iniciativa a la CNT, renegaron del acuerdo y la huelga de Río Tinto fracasó al cabo de cuatro meses de lucha.
El pistolerismo, los asesinatos a tiros de militantes sindicalistas por gángsters contratados por la Federación de Empresarios y por miembros del ala derecha del denominado «Sindicato Libre», apareció por primera vez a pequeña escala durante la Primera Guerra Mundial.[10] En 1920, las matanzas individuales se multiplicaron hasta convertirse en una matanza institucionalizada de militantes de la CNT. Se cree que entre 1917 y 1922 se intentó asesinar a 1.012 hombres, de los cuales 753 eran trabajadores, 112 policías, 95 empresarios y 52 gerentes. En 1923, el Comité para la Defensa de los Presos de la CNT habló de 104 miembros de la CNT asesinados y de 33 heridos.[11] Esa estrategia de tensión fue orquestada por Arlegui, el jefe de la policía de Barcelona. Contó con el apoyo de las principales autoridades de la región, incluyendo al capitán general Milans del Bosch y al gobernador civil Martínez Anido.
A ese terrorismo de Estado paralelo se le dio el visto bueno judicial en diciembre de 1920 con la introducción de la famosa «ley de fugas», una ley que permitía a las fuerzas de seguridad matar a tiros a cualquier sospechoso que intentase «evitar» su captura. La CNT de nuevo buscó un pacto con la UGT para convocar una huelga general revolucionaria en Cataluña con el fin de frenar la espiral de violencia, pero el sindicato socialista se negó a dar su apoyo y el pacto de Seguí finalmente se hundió en la ignominia. Asustada por la amenaza revolucionaria a las instituciones fundamentales de su sociedad –tradición, propiedad y privilegios– la elite gobernante recurrió al único idioma que entendía: la violencia.
A los militantes anarquistas de la CNT no les quedó otra alternativa que responder con las mismas armas. Organizaron comités de defensa para identificar, localizar y asesinar a los responsables de la oleada de terrorismo semioficial. Esos comités de defensa orientados a la acción se convirtieron, comprensiblemente, en focos de atracción para los elementos más jóvenes, dinámicos y revolucionarios, que empezaron a destacar en el seno de la CNT, mientras que los colaboracionistas como Salvador Seguí, que pretendían restaurar el énfasis en las cuestiones exclusivamente laborales, perdieron influencia.
En octubre de 1922, se formó en Barcelona el grupo de afinidad anarquista Los Solidarios (véase Ricardo Sanz: Los Solidarios). Estaba constituido por jóvenes militantes de los comités de defensa de la clase obrera de la CNT cuyas ideas y actitudes se habían forjado durante el sangriento periodo del terrorismo estatal y empresarial. El grupo tenía vínculos especialmente estrechos con el sindicato de los carpinteros. Había evolucionado a partir del grupo Crisol, con base en Zaragoza, que a su vez estaba ligado a otro grupo anterior, Los Justicieros. Entre sus miembros se hallaban algunos de los nombres más famosos de la historia del anarquismo español –Buenaventura Durruti, un mecánico de León; Francisco Ascaso, un camarero de Zaragoza, y García Oliver, aprendiz de cocinero, camarero y más tarde pulimentador de Tarragona– y su influencia resultó ser crucial para el desarrollo del movimiento anarquista en la primera mitad de los años treinta.[12]
Según Aurelio Fernández, uno de los fundadores de Los Solidarios, los objetivos declarados del grupo eran enfrentarse al pistolerismo, defender los objetivos anarquistas de la CNT y fundar «una federación anarquista de ámbito estatal que uniría a todos los grupos próximos entre si ideológicamente, pero dispersos por toda la península». Después de ajustar las cuentas a los dirigentes y organizadores más prominentes de la campaña de terror en contra de la CNT, utilizaron las columnas de su influyente periódico Crisol para forzar un congreso anarquista nacional. Su convocatoria tuvo éxito y tanto la CNT como la Federación de Grupos Anarquistas estuvieron representadas. Durruti, Ascaso y Aurelio Fernández fueron elegidos para una Comisión de Relaciones Nacional, organismo precursor de la Federación Anarquista Ibérica, la FAI.