Kitabı oku: «Saudade», sayfa 3

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Madrid, jueves, 7 de abril de 2009

Teresa cierra la maleta y Jorge, en el vano del dormitorio, vuelve a la carga.

—El personal del consulado está pendiente de todo, os llamarán en cuanto sepan algo. No hace falta que vayas.

—Es mi hermana. No puedo quedarme quieta esperando una llamada que nunca llega.

—¿Y el trabajo?

—Ya he hablado con la asesoría y les he dicho que voy a faltar unos días.

—¿Y tu jefe no te ha puesto ninguna pega? De un día para otro...

—Bueno, la próxima vez que ocurra un terremoto, intentaré avisarle con unos días de antelación. Y, por lo que veo, a ti también —responde Teresa.

—No me hace gracia, Teté.

—A mí tampoco y a mi jefe no sé si mucha. No le di tiempo a que me respondiera, colgué enseguida. La verdad, si le parece bien, perfecto; si no, que me despida. Incluso me haría un favor, ¡estoy tan harta del trabajo!

—Roma. Es un viaje largo y estás embarazada de cuatro meses.

—¡Por Dios, Jorge! Sabes que voy en avión, ¿no? —le responde ella con ironía.

—Todavía hay réplicas, Teté.

—Mi hermana lleva desaparecida más de veinticuatro horas. ¿Qué harías tú si fuera tu hermano? ¿No irías dónde fuese?

—Es diferente.

—¡Vaya! ¿Y por qué es diferente? ¿Porque yo estoy embarazada?

—Pues sí, por eso mismo. Porque te pones en peligro, y al hacerlo no lo haces tú sola, también pones en peligro al bebé.

En su fuero interno, Teresa sabe que Jorge lleva razón en gran parte, pero ella se va a ir, se ponga él como se ponga, y se la juega con el último argumento.

—¡Anda!, no te preocupes tanto. Además... voy con mi madre.

—¿Tu madre? ¡Menuda garantía! Si te crees que me voy a quedar más tranquilo porque tu madre te acompaña, estás muy equivocada. Mira, cariño, en serio, escúchame...

—Lo hago. Siempre lo hago... —replica Teresa cansada.

—Vais a llegar a Roma, os van a meter en una sala en el consulado o en algún otro sitio parecido y os van a hacer esperar hasta que aparezca Patricia. Y si aparece por su propio pie, genial; pero si está entre los escombros, ¿no es mejor que estés aquí y no en una salita a dos mil kilómetros de tu casa?

—¡¡¡Jorge!!! —protesta ella, dándole la espalda.

Él se echa los brazos a la cabeza. Luego se atusa el pelo y, cuando está más calmado, se acerca despacio a su mujer y le pone las manos sobre los hombros, acariciándolos.

—Perdón, perdón, perdón...

—Te has pasado.

—Lo sé y lo siento. Lo siento mucho. Seguro que Patricia está bien.

—¿Lo crees de verdad?

—Sí, absolutamente. Seguro que está a salvo allá donde quiera que esté. Que, conociéndola, puede ser cualquier parte del mundo.

—Ya... —Teresa sonríe con desgana—. A saber dónde...

—¡Entiéndeme, Teté! Quienes me preocupan en este momento —continúa Jorge— sois tú y el bebé. En cambio —dice bajando sus manos hasta los brazos y apretándolos con fuerza—, a ti no parece que te importe lo más mínimo.

Con un movimiento brusco, Teté se suelta de las manos de su marido.

—¡Vale ya! No empieces otra vez con lo mismo. Hoy no.

—¿Y si hay otro terremoto?

—No lo habrá.

—Y ya está. Tú, como experta en terremotos —pronuncia él con sorna—, dices que no habrá más y yo me lo tengo que creer, y además me he de quedar aquí, esperándote. ¡Esto es increíble!

—Jorge, por favor...

—Solo quieres irte, Teresa. Escapar. Y si para eso te tienes que ir al mismísimo epicentro del terremoto..., allá que te vas derecha.

Teresa permanece callada, cabizbaja. Aprieta los labios para no contestar.

—¿No dices nada ahora? —le pregunta Jorge—. ¿No tienes una buena respuesta? ¿Alguna frase irónica de las tuyas? Porque es ahora cuando tienes que soltarla.

—¿También me vas a decir cuándo tengo que hablar y cuándo no?

—A ti tu hermana te importa un bledo... Como todo lo demás.

Jorge se da media vuelta, golpea la pared con el puño y sale de la habitación. Teresa oye el agua del grifo correr en el cuarto de baño, después silencio y finalmente sus pasos de vuelta.

—Te llevo al aeropuerto. Me da tiempo.

—Prefiero que no —le dice ella mientras se calza los zapatos.

Jorge agacha la cabeza, coloca los brazos en jarra y respira profundamente antes de hablar.

—Como quieras. ¿Te pido el taxi yo o prefieres hacerlo tú solita también?

—Pídemelo tú, gracias. Es mejor que vaya en taxi, así no tienes que desviarte.

—Cuando vuelvas —le interrumpe él—, tenemos que hablar muy seriamente.

Jorge sale de nuevo. Teresa le oye hablar mientras sus pasos recorren la cocina una y otra vez, como un ratón en un laberinto demasiado complicado. Pocos minutos después, con la americana ya puesta, se acerca al dormitorio, sin entrar.

—Tu taxi llegará en quince minutos.

—Gracias.

—Buen viaje y ten cuidado. Espero, de todo corazón, que Patricia aparezca.

—Jorge, no te vayas así, yo...

Antes de acabar la frase, Jorge ya ha salido por la puerta principal dando un portazo. Teresa siente que se haya ido tan enfadado y sin darle ni tan siquiera un beso de despedida. Mira el reloj de su mesilla de noche y calcula que aún tiene tiempo para fumarse un cigarro y después lavarse los dientes durante tres minutos antes de que llegue el taxi.

Johanna Maria van der Gheynst era la primogénita de un reputado tapicero de Flandes. Parece ser que el emperador Carlos I de España y V de Alemania quedó fascinado por la belleza de la joven. No tardaron en convertirse en amantes y, un año después, en 1522, nació Margarita.

El emperador confió la educación de la niña a su tía Margarita de Austria en Amberes y después a la enérgica María de Hungría, viuda del rey Luis II. Margarita se educó bajo el ejemplo de dos mujeres excepcionalmente fuertes y dotadas de un importante bagaje cultural que imprimirían un sello inconfundible a su carácter. Creció, además, en la refinadísima corte flamenca, avanzadilla del arte renacentista y solar del pensamiento humanista.

Contaba solo trece años cuando su padre decidió su matrimonio con Alejandro de Medici, duque de Florencia. El matrimonio no llegó a consumarse, dada la juventud de la novia, pero también porque, al año de celebrarse la boda, Alejandro fue asesinado.

Viuda con apenas catorce años, Margarita regresó a los Países Bajos, pero el emperador no estaba dispuesto a perder la alianza italiana, por lo que acordó su matrimonio con Octavio Farnesio, nieto del papa Paulo III y más adelante segundo duque de Parma y Piacenza. De esa unión nacieron dos gemelos: Carlos y Alejandro. Este último se convertiría en un gran militar que participó en la batalla de Lepanto.

Octavio y Margarita asentaron su soberanía sobre el ducado de Parma, en Italia. Como duquesa, Margarita comenzó a encontrarle el gusto al poder. Se empleó con acierto en obras benéficas y sus intereses intelectuales la llevaron a rodearse de artistas y sabios.

En 1559, Margarita recibió el nombramiento de gobernadora de los Países Bajos. Corrían tiempos de gran agitación en aquel país, dividido a causa de la disidencia religiosa y la reivindicación política. Flandes era para la monarquía hispánica una fuente de vitalidad económica. El descontento flamenco aumentó cuando a la presión económica se sumó la persecución religiosa. Felipe II agudizó las medidas represivas mediante la implantación de la Inquisición y la presencia de una guarnición militar española en el territorio. Margarita era la persona idónea para lograr un entendimiento entre las dos facciones. Su talante abierto y tolerante favorecía el diálogo entre las partes, y posiblemente habría conseguido mantener el equilibrio en la región de no ser por la férrea vigilancia del cardenal Granvela, la mano ejecutora de Felipe II.

Meses después, los calvinistas se sublevaron en las principales ciudades flamencas, incendiaron y expoliaron las iglesias católicas y lograron levantar al pueblo en armas. La gobernadora consiguió contener la rebelión, pero ello no remedió que, un año después, Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, al frente de los tercios acudiera a Flandes y ejerciera una auténtica dictadura de sangre. Margarita de Parma no estaba dispuesta a contemplar impasible tal carnicería, por lo que presentó su renuncia y se fue para siempre a Italia, afincándose en la región de los Abruzos.

Margarita fue nombrada gobernadora perpetua de L’Aquila. Allí dio sobradas muestras de su capacidad organizativa, al impulsar la economía local y ser su corte punto de referencia de las artes, con llegada de pintores, escultores, arquitectos, escritores, trovadores y juglares.

Margarita de Parma falleció en enero de 1586.

Cuatrocientos años después, la colección de cuadros que poseía la duquesa se exhibe en el Museo Nazionale d’Abruzzo y las obras literarias que atesoró a lo largo de su vida se reparten entre la Biblioteca Provinciale Salvatore Tommasi y la Biblioteca de la Facultad de Letras de L’Aquila.

En el archivo de esta última se custodia un códice de ciento ochenta hojas numeradas llamado Cancionero de Soares-Bazán, que reúne un total de novecientas cantigas de la poesía medieval gallego-portuguesa. Recibe este nombre por el trovador de origen portugués Martín Soares y su mecenas Francisco Bazán.

Ambos, trovador y mecenas, vivieron toda su vida en Cambados.

***

Teresa entra en la Terminal 2 del aeropuerto de Barajas buscando a su madre y la encuentra a cien metros, junto a su padre. Sobresalen de entre la multitud porque parecen una pareja de actores americanos tan atractivos como lo fueron Grace Kelly y Gary Cooper. Ambos tienen en la mano un café en vaso de plástico y al lado una maleta de un volumen considerable. La suya, en cambio, bien podría pasar como equipaje de mano sin necesidad de facturar. Le gusta ver a sus padres juntos, hacen buena pareja y no quiere ni oír hablar a su madre de separaciones absurdas. Es una racha, piensa Teresa, volverán a estar juntos, como lo están ahora, cuando pase todo. Les mira y nota esa complicidad de sus más de treinta años de casados. Complicidad que Jorge y ella no tienen ahora, ni la tendrán nunca, y se pregunta si la tuvieron alguna vez. Al aproximarse a ellos, sin embargo, nota lo demacrado que está su padre. Este no deja de mirar el reloj y Teresa sabe que, en cuanto ellas dos se marchen, se irá a la oficina donde todos sus empleados le esperan con prisas, documentos y reuniones programadas hasta bien pasada la tarde. Pero antes de llegar malgastará su valioso tiempo, como él lo llama, en uno de los muchos atascos a la entrada de Madrid, y mientras maldice a los repartidores, a los taxistas y a algún espabilado que se cuela en la incorporación de la M-30, deseará desde lo más profundo de su ser tomarse esa copa que lleva más de veinte años sin probar.

En el control de seguridad, Teresa se aproxima a su padre y le abraza. Ha sido un impulso. Ella no es de abrazos ni de besos. No le gusta darlos ni recibirlos. No le gustan las frases de ánimo y por eso no se las dice a nadie, ni a ella misma. No le gustan muchas cosas. Tampoco le gustan las despedidas y menos esta, pero ve a su padre tan apenado que abrazarle es lo único que se le ocurre, así que, insegura, como una actriz de reparto en un papel que le viene grande, lo hace. Estrella, que presencia la escena, duda si unirse o no a ese abrazo, porque ella tampoco es de abrazos, pero tarda tanto en decidirse que el momento pasa y, cuando su hija y su marido se separan, se siente muy sola y muy lejos a pesar de estar junto a ellos. Tan solo siente la nada, otra vez, sobre sus hombros, como si de una manta mojada se tratase.

Ricardo les pide que le llamen en cuanto aterricen, que le llamen en cuanto sepan cualquier noticia, que le llamen en cuanto estén con ella, que le llamen, que le llamen. Está a punto de soltar un «os quiero», pero no lo hace porque, total, ya lo saben. Ahora, mientras las ve alejarse, poniendo las maletas sobre la cinta, se pregunta si realmente lo saben o no.

Sentadas junto a la puerta de embarque, Teresa mira la cola de pasajeros. La mayoría son turistas, algún inglés que hizo escala en Madrid y se quemó la cara aun con el sol de abril, parejas de enamorados que se jurarán amor eterno en la Fontana di Trevi, ancianos del Imserso, la mayoría con audífonos y paso vacilante, papás que pliegan los carritos descoloridos de bebé con migajas de galleta incrustadas y hípsters con enormes cascos, enchufados a un iPhone, que mueven la melena a lo afro al ritmo de una canción que Teresa nunca sabrá cómo suena. Piensa en cada una de esas vidas y lo felices y despreocupadas que parecen y no quiere volver a la suya, así que, para no hacerlo, intenta adivinar quiénes, de entre toda esa gente, podrían ser los padres que, como ellas, viajan en ese vuelo Madrid-Roma para buscar al hijo que, como Patricia, también está desaparecido tras el terremoto.

¿Y si esa pareja también estuviera haciendo lo mismo, adivinar quiénes son los familiares de la chica desaparecida? Nunca acertarían. Su madre y ella podrían ser dos profesoras de arte que van a visitar los museos capitolinos, pero cuando Teresa observa los zapatos de tacón Michael Kors de su madre, desecha esa opción. Tampoco parece que Estrella sea su madre. Ya sea por la forma de vestir, las cremas caras que usa, el deporte que practica cada día —¡sin saltarse ni uno solo!— o la dieta que siempre sigue a rajatabla, Estrella aparenta ser mucho más joven de lo que es. Quién sabe si ha hecho un pacto con el diablo y a qué precio. Finalmente, supone que su madre bien podría pasar por una elegante burguesa en busca de una casa palaciega en el corazón del Trastevere y yo, piensa Teresa, su discreta asistente personal.

—¿No te ha traído Jorge?

Con esa pregunta se hacen añicos los alter ego en la cabeza de Teresa. La burguesa del Trastevere vuelve a ser su madre con ojeras que ni el maquillaje ha podido disimular. La discreta asistente personal es ella, otra vez, con alguna que otra náusea matutina.

—Sí, pero le dije que no aparcara. Me dejó en la puerta de la terminal.

—Ya.

—Me ha gustado veros a ti y a papá juntos.

—Por las circunstancias, Teté, las circunstancias.

—Papá está hecho polvo, me da mucha pena.

—¿Qué tal estás tú?

—Bien. Bueno, un poco nerviosa.

—No me has contado qué te dijo el doctor Bernal. ¿Cómo está el bebé?

—Todo bien. Papá está tan demacrado...

—¿Te hicieron alguna ecografía? Me gustaría poner una de esas fotos en la nevera. Quiero empezar a hacer cosas de abuela... —dice Estrella, guiñándole un ojo.

—¿Y en qué nevera la vas a poner? ¿En la de Aravaca o en la de tu pisito del centro?

—¡Uf! Teté, tenemos por delante un día muy largo y no me apetece para nada una discusión a estas horas.

A Teresa tampoco, ya ha tenido suficiente con la de Jorge, así que cambia de tema a regañadientes.

—¿Hablaste con la abuela?

—Sí, sí que lo hice y me sorprendió mucho su reacción —reconoce Estrella.

—¿Por qué?

—Estaba muy afectada. Por lo visto, suele hablar mucho con tu hermana. ¿Tú haces lo mismo?, ¿llamas a Antía a menudo?

—¿Desde que volvió a Galicia? —pregunta Teresa, ensimismada—. No, la verdad es que no. Ya sabes cómo es la abuela de callada y yo tampoco es que...

—Lo sé, lo sé. Ni Antía, ni tú, ni yo. Patricia es diferente. —Suspira—. ¡Fíjate! Yo me propuse hablar con mis hijas más de lo que mi madre habló conmigo y con mis hermanas, pero al final la historia se repite.

Teresa asiente sin mirar, sin saber qué decir. Estrella continúa con su reflexión.

—Venía pensando en el coche que, si me preguntan a qué se dedica tu hermana, no te creas que sabría responder muy bien, aparte de dar clases, claro.

—¿Nos van a preguntar? ¿Quién? ¿El qué?

—¡Teté, hija! Era un suponer...

—Pues, si preguntan, respondemos eso, que da clases, que Patricia es profesora de español.

—Ya, pero no es solo de eso. Además, imparte clases de Literatura Medieval.

—Y... Románica —titubea Teresa.

—Creo que es lo mismo, pero además estudia algo sobre las lenguas.

—¿Lingüística?

—Puede ser. ¿Y si vamos a visitarla este verano?

—Estaré muy gorda. Imposible.

—¡Cielos! El bebé nace en septiembre. Pues entonces será una buena ocasión para juntarnos toda la familia aquí, en Madrid.

—También da conferencias.

—¿Cómo?

—Que, aparte de las clases, da conferencias. La última vez que vino a Madrid fue porque era ponente en Casa de América, acuérdate.

—¡Ah, sí! Era sobre poesía medieval. Me acuerdo de eso porque era el título del programa. Creo que tu padre lo guardó. —Estrella dice esta última frase apretándole el brazo y disfrutando de ese momento de complicidad, tan escasos entre las dos.

—Fue un aburrimiento —concluye Teresa.

—Entonces, ¿estás nerviosa? —le pregunta su madre.

—¿Quién? ¿Yo?

—Eso has dicho hace un rato.

—Supongo que sí.

—¿Por el embarazo? ¿Por Patricia?

—Por todo.

Se hace un silencio entre las dos hasta que finalmente Estrella coge la mano de su hija.

—Yo también estoy nerviosa. Mucho.

A Teresa se le empañan los ojos y piensa que las hormonas no dejan de jugarle malas pasadas.

—Hay que poner el móvil en modo avión —le dice a su madre mientras caminan por la pasarela para embarcar.

—¿Y si llama?

—Verás la llamada perdida cuando vuelvas a tener línea.

—Llamará, ¿verdad?

—Claro. Es Patricia.

—Sí. Es Patricia.

***

Estrella está inquieta, no para de moverse en su asiento; en cambio, Teresa duerme profundamente. Se quedó dormida incluso antes de que el avión despegase, cuando estaban aún en la pista de rodaje. Se ajusta el cinturón, comprueba una vez más que su hija lleva abrochado el suyo y se pregunta si no le estará demasiado tirante. Sus asientos están junto a las alas y eso a Estrella no le gusta. Hay un zumbido exasperante que no le permite relajarse. Cuando el avión se encuentra en velocidad de crucero, los ruidos disminuyen y Estrella intenta tranquilizarse recordando sobre qué demonios habló Patricia en esa conferencia en Casa de América.

Era sobre poesía en la Edad Media, de eso está segura, pero también habló de los mecenas que protegían a los poetas, de manuscritos inconclusos, de canciones populares y de la temática y la métrica de unos versos que escribió en una pizarra, contando sílabas y explicando los tipos de rimas que se daban en aquellas poesías. Esa fue la parte en la que se perdió, porque no entendía nada. Se promete que, a partir de ahora, se involucrará más en lo que investiga y enseña su hija.

Estrella vuelve a sentir la nada y para espantarla se remonta a la infancia de sus hijas, la época en que más las disfrutó. Recuerda lo exactas que fueron sus hijas al nacer, idénticas hasta bien mayores, pero en un momento determinado, puede que en la época de la universidad, cada cual buscó su propio camino y se fueron alejando la una de la otra, y las dos, inexorablemente, de ella.

De repente, una pequeña turbulencia. Las gafas de sol que tenía apoyadas en la mesita desplegable se han movido ligeramente. Estrella mira a su hija que duerme, luego a la tripulación de cabina, que sigue trabajando con total normalidad, y a un niño de tres o cuatro años, al otro lado del pasillo, que la observa con una sonrisa traviesa en la cara. Tranquilidad.

Desde pequeñas, Teresa y Patricia heredaron de su padre la pasión por el tenis, y no es que no probaran otros deportes. Estrella recuerda, a bote pronto, la equitación, el baloncesto, el judo, el ballet y alguna actividad más se le queda en el tintero, pero siempre volvían al tenis. Ricardo mandó construir una pista en casa. Nunca se sintieron más orgullosos de ellas que cuando las acompañaban a los diferentes torneos y competiciones. Las niñas salían a la pista vestidas iguales, con sus falditas plisadas, los polos azul cielo, las deportivas blancas y los calcetines con pompones cosidos al tobillo. Peleaban el juego con tanta gracia y coraje que durante un tiempo ganaron todos los premios bajo el apodo de «las gemelas imbatibles». Hoy, Estrella está segura de que el tenis fue el pegamento que mantuvo unida a la familia durante mucho tiempo. Sin embargo, en el segundo o tercer año de universidad, Patricia lo dejó, sin más. No dio muchas explicaciones, pero Estrella sabía que el tenis ya no encajaba en su vida. Ningún ecologista llevaba polos de marca y los pompones en los calcetines eran, a su parecer, infantiles. Teresa, sin pareja de juego, también lo dejó y hasta la fecha no cree que haya vuelto a agarrar una raqueta.

En el techo del avión se ilumina la señal del cinturón y el comandante informa de que se disponen a atravesar una zona de turbulencias. Estrella comprueba de nuevo que su hija tiene abrochado el cinturón y luego el suyo. En seguida, siente un descenso brusco del avión. Las gafas se han desplazado hasta el final de la mesita y han caído al suelo. Aprieta los puños. Nota cierta tensión contra el respaldo del asiento. Dos azafatas siguen con el carrito de servicio a bordo, pero les cuesta andar con normalidad. Teresa se ha despertado unos segundos, se ha aflojado el cinturón y ha vuelto a cerrar los ojos a la vez que cambiaba de posición. El niño de al lado se ha agarrado a su madre asustado. Tranquilidad moderada.

Estrella intenta no pensar en las turbulencias, intenta no pensar en el terremoto, intenta no pensar en que no sabe nada de su hija desde hace días, y vuelve al pasado donde se siente más segura. ¿Cómo se llamaba aquel novio de Teresa tan educado? ¿Ese que tuvo antes de conocer a Jorge? ¡Carlos! Se llamaba Carlos. Teté fue siempre la más formal de las dos. Patricia, al contrario, tuvo decenas de novios, se aburría enseguida de ellos. Se movía en un círculo más liberal, políticamente comprometido e interesado en eso de lo que tanto se habla ahora y que Estrella, por aquel entonces, escuchaba por primera vez: la sostenibilidad. Luego no dejó de oír esa palabra durante mucho tiempo porque Patricia y sus amigos hacían las reuniones en casa. Ricardo y ella se divertían viendo cómo su hija metía a todo el grupo en el sótano rápidamente para evitar que, al ver la pista de tenis, la piscina o el jardín con el cenador, la tacharan de burguesa. Conocían a todos y cada uno de los amigos. Estaban hechos de buena pasta, tan jóvenes y con espíritu de cambiar las cosas. Muchos de ellos, nada más conocerse la noticia del terremoto y ante la imposibilidad de contactar con la propia Patricia, les habían llamado, preocupados. Buenos niños.

Ahora Estrella levanta la persiana rígida de su ventanilla y solo ve un cielo gris intenso, casi negro, y por debajo solo nubes y más nubes que parece que se vayan a descolgar de un momento a otro. Cuando llegue a Italia no sabe ni a qué personas se debe dirigir. Apenas sabe nada de la gente que ha rodeado a su hija en los últimos años y eso le hace sentirse perdida. La sensación de solo tocar la superficie.

Observa a Teresa dormir y ve cómo la tripa se le ha abombado en las últimas semanas. Tiene la tentación de acariciarle el vientre, pero sabe que sería un error si se despertara en ese momento. No sabe cómo tratar ese tema con su hija. Ni ese tema ni tantos otros... Años intentando quedarse embarazada y, cuando lo consigue, parece que lo rechazara. No entiende el bloqueo de Teresa y, lo que es peor, no sabe cómo hablar con ella. De pequeñas era más fácil. Antía decía «hijos pequeños, problemas pequeños; hijos grandes, problemas grandes». Estrella, al principio, pensó que ese refrán de su madre era bastante tonto, pero el caso es que nunca lo olvidó y cada vez son más las ocasiones que ella misma se lo aplica, sobre todo cuando discute con Teresa.

El comandante vuelve a dirigirse al pasaje. Habla español con un marcado acento italiano y explica algo sobre las turbulencias, nubes de desarrollo vertical y fuertes corrientes descendentes. Estrella piensa, mientras aprieta los dientes, que el exceso de información está sobrevalorado. La tripulación de cabina se esmera en supervisar que todos y cada uno de los pasajeros lleven abrochados los cinturones de seguridad, que las mesitas estén recogidas y los respaldos en posición vertical. Ellos mismos se sientan en sus trasportines y se abrochan el cinturón sin perder la sonrisa o la mueca de algo parecido. El niño del otro lado del pasillo comienza a llorar y su madre, por más que lo intenta, no logra que se calme. La moderada tranquilidad se esfumó por una de las ventanillas de emergencia.

Estrella se agarra con ambas manos a los reposabrazos, hiperventila, siente las turbulencias, el cambio de altitud del avión que sube y baja con violencia, igual que su estómago vacío. Sube y baja, su hija Patricia, el terremoto, la pérdida de altura, las imágenes de la televisión, los muertos, el descenso del avión, el ruido de los motores o lo que sea que suene de esa forma, como ladridos de una bestia, o el niño del otro lado del pasillo que no deja de chillar. Estrella se hunde aún más en el asiento. Los heridos del terremoto, las personas que lo han perdido todo, el teléfono de Patricia que nunca descuelga, los días que lleva sin hablar con ella, el mensaje del contestador que ya se sabe de memoria. Su madre, la persona más fuerte que conoce, llorando al teléfono, y si llora ella... Estrella cierra los ojos con fuerza y recuerda las clases de pilates: inhala y relaja; exhala y comprime. Relaja y repite. Relaja y repite.

Los ruidos han dejado de oírse, ahora solo hay un leve zumbido persistente, el avión en posición horizontal, la señal luminosa del cinturón apagada. Teresa sigue durmiendo. Al otro lado del pasillo, el niño colorea un globo aerostático mientras que su madre hojea, despreocupada, la revista mensual de Alitalia. Una azafata empuja el carro del duty-free y la otra, con nariz de ratón, se dirige a Estrella con las gafas de sol en la mano y le pregunta si son suyas. Estrella responde, aturdida, que sí. En ese momento su hija se despierta.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Te quedaste dormida antes de despegar.

—Últimamente duermo muchísimo. ¿Y tú? ¿Estás bien? Tienes mala cara.

Estrella no responde. Sube la persiana de su ventanilla y al hacerlo una bocanada de luz ilumina todo el cubículo entre su asiento y el de delante. No parece el mismo cielo gris y enmarañado de hace unos minutos. ¿Habrá sido una pesadilla? Las turbulencias, los ruidos, el niño llorando que ahora colorea el dibujo procurando no salirse de la raya... El sol es intenso y le calienta la cara deprisa. Estrella está a punto de sentirse bien, de pensar en Patricia sin dolerle tanto. Inhala y relaja; exhala y comprime. Relaja y repite. Ha tenido que ser una pesadilla. Abre las patillas de sus gafas de sol para ponérselas y, al hacerlo, decenas, cientos y miles de minúsculos cristales caen sobre su cuerpo como una lluvia de copos de nieve punzantes.

Teresa vuelve del baño. Ha dormido profundamente y apenas queda una hora para aterrizar en Roma. Prefiere quedarse un rato de pie antes de sentarse; activar sus piernas, flexionar ligeramente sus rodillas y rotar los tobillos, pero el niño que está sentado a su lado parece que se haya aburrido de colorear y la mira fijamente. Está a punto de dirigirse a ella, lo nota en la mirada del crío, atenta y a la vez curiosa. Ya se conoce esto: el niño le preguntará por vete tú a saber qué, ella le tendrá que seguir el juego mientras le hace un guiño de complicidad a la madre, la mamá acabará diciendo indulgente «no molestes más a la señora» y Teresa se verá doblemente molesta, primero por la charla intranscendente con el niño, porque a ella no le sale hablar con niños, y seguido por el «señora» de la madre que la hará sentirse mayor de lo que es. Teresa se pone las gafas de sol evitando así el contacto visual y esa es su manera de zanjar la cuestión y mandar al niño el mensaje subliminal de «yo no soy de esas, prueba con la azafata, chaval». Sin embargo, después de desviar la mirada por unos segundos, vuelve al niño otra vez porque hay algo en él que le atrae: el pelo largo y liso con flequillo recto. Ningún niño lleva ya el pelo cortado de esa forma. Así es como lo solían llevar Patricia y ella de pequeñas.

Dicen que las hermanas gemelas sienten un vínculo gemelar para toda la vida, que haber compartido el inicio de sus vidas desde el momento de la concepción las lleva a tener una gran compenetración psicológica. Teresa siempre lo sintió así, hasta que el vínculo desapareció y nunca más volvió a experimentarlo. Ni con su hermana ni con nadie más.

Saca el móvil del bolsillo y se pregunta si tendrá, cuando desactive el modo avión, una llamada perdida de su hermana y, si no la tiene, cómo hará para disimular la decepción delante de su madre. Mira a Estrella, que en ese momento está intentando recomponer los cristales rotos de sus gafas de sol. Acabará cortándose.

Cuando Patricia anunció en casa que le había sido concedida una beca dentro del Programa Europeo de Profesores, a Teresa se le cayó el mundo encima. Hubo cinco segundos eternos de silencio, pero inmediatamente después sus padres la felicitaron y comenzaron a hacerle mil preguntas. Ella respondía a uno y a otro como podía, radiante de felicidad, y Teresa solo se preguntaba dónde había estado ella todo ese tiempo en el que su hermana había sopesado el puesto, rellenado los impresos, elegido el país y, por último, había aceptado la beca. Patricia seguía parloteando sobre una universidad de la que nadie antes había oído hablar, en una ciudad italiana de la región de los Abruzos llamada L’Aquila, y que al decir el nombre cada vez de forma distinta dejaba claro que ni ella misma sabía cómo se pronunciaba. ¿Y su hermana se iba a ir allí?

—¿Cuánto tiempo? —Esto fue lo único que Teresa preguntó.

Patricia contestaba y se explayaba en sus respuestas.

—Los próximos tres años trabajaré como profesora asistente. Después, puedo alargarlo otros tres para acabar mi doctorado y, finalmente, optar a un puesto fijo en la misma universidad o incluso cambiar de país.

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