Kitabı oku: «Máscaras De Cristal», sayfa 6

Yazı tipi:

La llegada de Ester a la vida de Sonny había empeorado la situación.

Más de lo que estaba haciendo por aquel hombre, Lucy no podía hacer más. Se había acercado a él porque, compartiendo la misma pena, se encontraron saliendo juntos a menudo para ayudarse mutuamente a superar la propria crisis. Pero Sonny no quería o no conseguía olvidar. No es que ella se hubiese olvidado de haberse enamorado del hermano de Ester, todo lo contrario; pero intentaba pensar en eso lo menos posible y seguir adelante, sin que el pasado la atrapase como un pez en la red.

Jack ni siquiera se había despedido de ella antes de desaparecer de su vida: estaba claro que para él no importaba lo bastante. ¡Es más, ni lo más mínimo!

Ella, en cambio, por primera vez en su joven vida, se había enamorado en serio.

―Jack, estés donde estés… ―dijo en voz alta ―¡jódete! ―gritó a continuación apretando el pie contra el acelerador.

9

Detrás del escritorio, con el bolígrafo en la mano, Loreley telefoneó al médico y fijó una cita para la última semana del mes. Como le había dicho Legrand, era inútil apresurarse pero por lo menos se lo había quitado de encima. Dibujó una gran cruz en el calendario para tener siempre presente el día de la consulta y apuntó la fecha también en la agenda del teléfono móvil. A continuación abrió el correo electrónico: mucho correo comercial, publicidad, un par del trabajo, dos del banco y la última… ¡del doctor Jacques Legrand!

Pulsó dos veces sobre él.

Saludos miss Lehmann:

Me tomo la libertad de escribirle para saber cómo va su convalecencia. ¿Cómo está la herida de la cabeza? ¿Y la rodilla? Mantenga la rodillera hasta que se deshinche del todo y no sienta ya dolor al apoyar el peso en la pierna.

Estoy reflexionando acerca del hecho de tomarme unos días de vacaciones en el extranjero. ¡Quién sabe! Espero que su oferta sea todavía válida.

Jacques Legrand

Sonrió. Podía suceder cualquier cosa.

―¿Buenas noticias? ―le preguntó Sarah, entrando en su estancia.

Loreley levantó la mirada del ordenador. La secretaria la estaba mirando parada en el umbral de la puerta, un expediente apretado contra el pecho que parecía más grande que ella, menuda y grácil.

―¿Qué me traes?

Sarah bajó la mirada a los folios que tenía en la mano.

―¡Oh, no! Esto es para el jefe. He visto que sonreías y sentí curiosidad; en esta última época se te ve hacerlo raramente.

―No es un buen período ―le confesó.

―Ya me había dado cuenta, Ethan está preocupado por ti.

Loreley se sintió escrutada por aquellos ojos tan oscuros que le costaba distinguir la pupila del iris. Siguió un momento de silencio.

―Si necesitas que te ayude, estoy aquí… ―le dijo la amiga, colocándose mejor en la nariz las grandes gafas de lectura.

―Gracias, lo tendré en cuenta.

Cuando Sarah salió, Loreley se relajó sobre el respaldo de la butaca. Por las palabras de la secretaria sospechó que Ethan estuviese al corriente de la situación entre John y ella. Quizás sabía incluso dónde se encontraba. Le sacaría esa información a toda costa; pero debía pillarlo cuando estuviese a solas.

Tuvo la ocasión de hablar con él cara a cara al día siguiente. Acaba de entrar para enseñarle el artículo del New York Times, donde se hablaba del caso Wallace: la opinión pública parecía que ya lo había condenado, imponiéndole la máxima pena posible, ya antes de comenzar el juicio.

Al leer la noticia movió la cabeza. Si incluso ella, en el fondo, lo condenaba, ¿cómo podía esperar que aquel hombre fuese creído por un jurado? Le correspondía a ella defenderlo y no lo estaba haciendo de la manera adecuada ni con el espíritu justo.

Decidió que iría a hablar con la familia Wallace para obtener el máximo de información sobre la vida y la personalidad de Peter. Sí, debía escarbar en su vida.

―Loreley, ¿me oyes? ―le preguntó Ethan de pie delante del escritorio.

Ella cerró el periódico y se lo devolvió.

―Perdona, me he distraído leyendo el artículo.

―Te estaba diciendo que si quieres que te ayude con este caso, lo haré.

―Eres muy amable pero tú ya tienes bastante que hacer y quiero hacerlo yo misma.

En la mirada del hombre leyó un mensaje insistente de indulgencia, mezclado con compasión, que la hizo sentirse incómoda. Se levantó de la butaca y lo abordó, apoyándose en el borde del escritorio con los brazos cruzados.

―En vez de mirarme de esa manera ¿por qué no me dices lo que estás realmente pensando?

―No te entiendo.

―Venga, sabes perfectamente que John se ha ido de casa… y a lo mejor conoces también el motivo ―estaba forzando la mano pero no tenía elección si quería sacarle algo.

Lo vio rascarse la cabeza, un gesto que repetía cada vez que se sentía en dificultades.

―¡Vamos, Ethan! Te lo suplico.

El hombre suspiró.

―¿Qué quieres que te diga? No sé qué pensar y no me corresponde juzgarlo: tengo tantos problemas como tú con respecto a mi vida sentimental, y ya me llega.

―¿Hablas de tu mujer? ¿Cuánto tiempo más vas a permitir que tu ex mujer use a vuestro hijo como medio para chantajearte? No debes dejárselo hacer más.

―¡Si fuese tan fácil! Si no tengo cuidado en cómo me comporto con Stephany y a lo que le digo, me arriesgo a hacer sufrir a Lukas. Y a mí también. Tengo miedo de que se lo lleve de New York para volver a su ciudad.

―No cedas. No le des más dinero, te está desangrando. Intenta decirle que haga lo que quiera: me gustaría ver si se va de aquí. ¿Y para hacer qué?

Lo vio mover la cabeza y quedarse en silencio. Sintió lástima de él y dejó el tema.

―¿Sabes que Johnny me ha abandonado en París, dejándome sola? ―le señaló la herida en la cabeza. ―Esta me la he hecho por correr detrás de él. Me he caído por las escaleras.

―Me había preguntado cómo te había hecho daño, en efecto.

―Kilmer lo sabía. Pero ahora volvamos al tema que me interesa más en este momento: Johnny se ha ido de casa sin ni siquiera llamarme para informarme de sus intenciones o para darme la posibilidad de defenderme. ―se puso las manos en las caderas. ―¿Sabes qué te digo? ¡No sé si merece una explicación, o incluso si es justo darle una segunda oportunidad para enmendar su comportamiento!

―Nada es justo en todo esto y yo no tengo ganas de ponerme de parte de ninguno de los dos ―apretó los labios y respiró profundamente. ―Escucha, os aprecio a ambos y me hace daño veros así. Tampoco él está bien, te lo aseguro. Lo siento pero no puedo decirte otra cosa; habla con John.

―¿Y cómo hago para hablarle si ni siquiera sé dónde encontrarlo?

Ethan no respondió enseguida: pareció medir las baldosas del suelo con pequeños pasos nerviosos, delante y atrás, las manos en los bolsillos, hasta que se paró de nuevo enfrente de ella mirándola directamente a los ojos.

―John está en Los Ángeles.

―¡Gracias Ethan!

―¡Buena suerte!

***

La casa de los Wallace era una construcción de tres pisos de ladrillo rojo en la calle setenta y uno, cerca del cruce con la West End Avenue. Loreley no tenía ni que coger el coche para llegar allí porque estaba a poco más de doscientos metros de su propio edificio. Desde la oficina había ido a casa para refrescarse y cambiarse la camisa del traje chaqueta antes de ir a ver a los padres de su cliente.

La señora que le abrió la puerta la miró como si estuviese molesta y Loreley comprendió que el hijo no la había avisado de su llegada. Sólo después de haberse presentado y haberle explicado el motivo de su visita consiguió verla sonreír y entrar.

El salón en el que fue recibida tenía un mobiliario sobrio que parecía antiguo: ningún vestigio de extravagancia, ni siquiera en los colores de la tapicería o en cualquier objeto. Todo parecía en su lugar, en un orden casi maniático.

La dueña de la casa la hizo sentar en un sofá de terciopelo color crema, con una fila de cojines a juego apoyados en el respaldo.

―¿Puedo invitarle a un té, miss Lehmann? ―le preguntó la señora mientras se quedaba en pie, la postura rígida.

Loreley la examinó: vestido negro, un poco más abajo de la rodilla, zapatos décolleté con tacón de altura media y cabellos lisos castaños recogidos en la nuca. No llevaba nada de maquillaje pero parecía preparada para salir. ¡Y deprisa! Lo confirmaban su manera de actuar impaciente.

―No, gracias, señora Wallace, está bien así.

Escuchó abrirse la cerradura de la puerta de entrada y luego unos pasos. Poco después, un muchacho alto y delgado apareció en el umbral. Por su aspecto aparentaba unos treinta años y se parecía a la señora Wallace. No parecía, de hecho, el hermano de Peter, que debía semejarse al padre.

Se volvió hacia Loreley:

―Buenos días, abogada Lehmann. Espero que no haya tenido que esperar demasiado. ―Le estrechó la mano.

―Michael, ¿has hecho adrede lo de no decirme nada? ―se entrometió la madre ―¿Qué me ocultas?

El muchacho alzó los ojos hacia arriba.

―He estado ocupado y he olvidado avisarte. Ahora no comiences a ver intrigas por todas partes.

La madre lo fulminó con la mirada.

―No creía que tuvieses que salir justo ahora.

La señora Wallace parecía poco convencida pero el hijo no se descompuso.

―¡Perfecto! ―se volvió hacia Loreley. ―Un placer haber conocido a la abogada de mi hijo. Siento no haber ido al juicio pero no faltaré a la próxima audiencia. Ahora debo marcharme: como ha podido ver tengo un compromiso ―le dijo despidiéndose.

Loreley se volvió a sentar en el sofá mientras Michael cogió una silla tapizada y se sentó delante de ella.

―Perdone. Mi madre tiene sus paranoias.

―Hubiera preferido hablar también con la señora, me parece que ya se lo había dicho.

El muchacho cruzó los brazos sobre el pecho y las piernas.

―Es mejor dejar a mi madre fuera de esta conversación.

Loreley frunció el ceño.

―¿Y por qué razón?

―Verá, ella es una mujer muy firme en sus convicciones y con un fuerte sentido de la moral, o de lo que entiende con esta palabra. Digamos, en fin, que es un poco quisquillosa. Para ella Peter es un vago, sólo capaz de crear problemas.

―¿En serio?

―Sí, todo depende de qué cosa espera una madre de su hijo: la mía siempre ha pretendido mucho. Pero debo admitir que, esta vez, el problema que ha creado Peter es realmente enorme, más grande que él… y que nosotros.

―¿Usted qué relación tiene con su hermano?

―Bueno, cuando éramos pequeños Peter se comportaba conmigo como si yo fuese el que robaba la atención de mamá y por despecho me daba pellizcos, tanto que la ponía nerviosa con mi llanto; o a escondidas se bebía la leche de mi biberón que mamá me dejaba en la mano una vez que me había convertido en bastante grande como para sostenerlo yo solo. De vez en cuando, cuando era joven, rompía un objeto y me echaba la culpa, para conseguir que ella me riñese.

―Todos esos son comportamientos que forman parte de un cuadro familiar común: el hermano mayor muy celoso del menor y atemorizado por el hecho de que los padres puedan querer más al pequeño que a él.

―Sí, es verdad, pero a Peter estos comportamientos lo exasperaban. A pesar de los desprecios sufridos era mi ídolo. Intentaba imitarlo en todo: en el modo de vestirse, de peinarse, de relacionarse con las muchachas…

Se paró como para reflexionar, luego movió la cabeza mientras sonreía.

―Él sí que se lo sabían montar: tenía un modo de comportarse que iba más allá de la belleza exterior, ¡ya un punto por si misma! Pero intentar ser como mi hermano no funcionaba conmigo. Le envidiaba y con el tiempo incluso le he cogido rencor por esto. Como represalia hacia él intentaba ser el primero de clase en la escuela, venciendo de esta manera mi pereza a estudiar y descubriendo que conseguía fácilmente tener buenas notas, que hasta ese momento habían sido malas. Había alcanzado mi objetivo: mis padres me elogiaban a mí y le humillaban a él por sus notas mediocres. Es horrible, lo sé, y no estoy orgulloso de aquella época. Hacía tiempo que no pensaba en ello.

¡Qué suerte que era el hermano menor adorado! Durante la adolescencia el que era celoso, además de envidioso, parecía que había sido Michael, pensó Loreley colocándose mejor en los cojines. No sabía, sin embargo, a dónde quería ir a parar aquel muchacho.

―¿Y su hermano cómo reaccionaba?

―Peter en esos casos prefería no decir nada: era la única forma de respeto que tenía por nuestros padres. Aguantaba los sermones en silencio pero cuando volvíamos a estar solos, se enojaba: “Mamá y papá no llegan a comprender que yo, a diferencia de ti, no me quiero marchitar entre los muros de una universidad” ―decía. “Si te apetece estudiar, hazlo: será bueno para ti. Yo quiero crear y vivir al aire libre”―Era el planteamiento que de vez en cuando repetía después de la habitual discusión sobre la escuela.

―Así que no había comprendido que usted se esforzaba por tener buenas notas para vengarse de él.

―No, no lo creo, nunca me ha dicho nada al respecto.

―Peter no quería ir a la universidad: ¿qué hacía entonces?

―Mi hermano poseía el estro de un artista y pintaba. Y no solamente sobre tela, también en la pavimentación de las calles y sobre los muros de los edificios. Es raro, sin embargo, que la pintura te dé para comer: mamá y papá no hacían otra cosa que repetírselo pero a él le daba lo mismo y nunca se esforzó por cambiar las cosas. Decía que, por una parte, le convenía: yo les servía para canalizar todas sus expectativas, de esta manera él podía escoger libremente su camino.

Si era verdad que de pequeño Peter sufría de unos celos insanos hacia su hermano menor, no estaba claro que los hubiese tenido también de mayor. Debía insistir sobre este punto. Por el momento de él sólo había comprendido que poseía un carácter en desacuerdo con la maldad y el instinto violento que haría falta para golpear hasta la muerte a una mujer.

―Por lo que me ha dicho, Peter de pequeño sentía muchos celos hacia usted: ¿fue así también en los años sucesivos? ¿Le ha puesto las manos encima? Y con respecto a las muchachas, ¿ha manifestado alguna vez un exceso de cólera?

Loreley vio a Michael levantarse y dirigirse hacia el local de al lado. Desapareció tras una puerta y volvió a aparecer con una botella de whisky y un par de vasos:

―¿Quiere un poco? ―le preguntó. ―Quizás a una señora como usted sería mejor invitarla a una copa de champaña…

Loreley dudó: no estaba habituada a tomar bebidas alcohólicas de alta graduación con el estómago vacío y en su estado tampoco podía permitírselo.

―Beba usted.

Él no se lo hizo repetir. Se sirvió dos dedos de whisky en el vaso y bebió un sorbo; a continuación se sentó otra vez delante de ella.

―Sabía que llegaríamos a estas preguntas ―Vació el vaso de un trago y lo volvió a llenar ―Quiero ser sincero hasta el final con usted, abogada. En fin, Peter era celoso y posesivo en sus relaciones con las chicas, lo debo reconocer, pero la única vez que se ha visto envuelto en algo violento a causa de una de ellas ha sido sólo para defenderla, no para agredirla. En cuanto a mí, he recibido de él un par de puñetazos, más que merecidos, por otra parte. Necesitaba una buena lección pero mi padre no estaba, así que se encargó él.

―¿Qué había hecho mal?

Michael apartó la mirada.

―Peter había encontrado una bolsita de cocaína en mi cajón. Sé lo que está pensando pero no era un cocainómano. La droga me la había dado un compañero de universidad; por temor a probarla la había puesto aparte, esperando encontrar el coraje para hacerlo. He corrido un gran riesgo: aquel muchacho había esperado que me gustase tanto que me habría convertido en su esclavo y se la compraría sólo a él, como luego me ha explicado Peter. Mi hermano me salvó el culo haciéndola desaparecer y no diciéndole nada a mis padres; pero esa vez no consiguió tener quietas las manos… sólo por mi bien, para que aprendiese la lección.

―¿La cosa acabó aquí?

―Sí, claro. Es por este motivo que no quería que mamá estuviese en la conversación: no hubiera podido ser tan sincero. Usted no la conoce.

―Me he hecho una ligera idea.

―Esa ligera idea la multiplique por lo menos por tres.

Loreley asintió.

―Volvamos con Peter.

―No tengo nada más que decirle acerca de él. Poco después conoció a Lindsay y se fue de casa.

―¿Cómo eran las relaciones entre ellos?

―Por lo que yo sé, eran buenas. Alguna discusión, sí… ¿quién no discute? Es verdad, en los últimos tiempos lo veía un poco tenso, pero creo que era por motivos económicos.

―¿Lindsay tenía a alguien que le rondaba?

Michael se recolocó en la silla.

―No creo, sin embargo ella era muy reservada y hablaba poco de sí misma. Nunca me ha parecido del tipo que se deja llevar por la pasión.

Loreley lo vio observar el reloj de péndulo apoyado en la pared, una pieza de anticuario, y entendió que había llegado la hora de despedirse.

Se levantó del sofá.

―Bien, ya no le molesto más. Gracias por el tiempo que me ha dedicado.

Cogió el bolso y el abrigo y salió.

10

A la mañana siguiente Loreley envió la petición para una conversación con Peter Wallace. Ahora ya sabía algo más sobre él pero nada relevante en aras del proceso. Debía conseguir más información con respecto a Lindsay y a su vida juntos.

Esta vez no se daría por vencida sin antes haber obtenido de él respuestas más que satisfactorias. El cuadro que se había hecho de su personalidad no dejaba entrever la de un hombre irascible y violento; pero si no conseguía descubrir nada más para demostrarlo, necesitaría un milagro.

Cuando Sarah le pidió noticias sobre Hans, mientras almorzaban juntas, Loreley se acordó que debía pasar a verle, como le había prometido. A última hora de la tarde salió de la oficina y cogió un taxi.

Durante el trayecto, a los intentos del taxista por entablar una conversación con preguntas banales, ella respondió con monosílabos y una serie de murmullos: estaba demasiado ocupada reflexionando sobre los problemas con John como para pensar en otra cosa. Finalmente el taxista charlatán se encogió de hombros con un gruñido.

Loreley movió la cabeza. Le parecía que poseía un imán para atraer solamente a taxistas extraños. ¿O era ella la que tenía problemas con todos ellos? No perdió el tiempo en responderse. Se encogió de hombros y volvió a mirar a través de la ventanilla la fila de autos y los peatones con sus sombras alargadas que desaparecían engullidas por aquellas de los edificios de Tribeca.

En casa de Hans, por suerte, se respiraba un aire sereno y acogedor. Los dos recién casados se intercambiaban atenciones, lo que le provocó una ligera punzada en el corazón: John y ella no habían estado nunca tan compenetrados, ni siquiera en los mejores momentos. Aquellos pensamientos tristes la persiguieron durante toda la cena y se reflejaron en su rostro porque Ester, en un momento dado, puso una mano sobre la suya.

―¿Qué es lo que no funciona, Loreley?

―Nada, estoy cansada. ―había perdido la cuenta de cuántas veces, en los últimos tiempos, había usado aquella excusa para justificar su estado de ánimo.

―No es cansancio ―se entrometió el hermano ―Dime qué te está ocurriendo; no lo tergiverses y no ofendas a mi inteligencia con más excusas como ésta, ―le dijo con el habitual tono controlador.

Hans conseguía ser bastante insoportable cuando decidía ponerse a hacer de hermano mayor. Loreley no tenía manera de cambiar de tema, él no se lo permitiría. Bajó los ojos al plato de alas de pollo fritas: había llegado la hora de decir la verdad. Una media verdad, por lo menos.

―Johnny y yo hemos tenido una fuerte discusión… y él se ha ido de casa.

―¿En serio? ―preguntó el hermano asombrado. ―¿Y desde cuándo?

―Desde hace unos días ―evitó mirarlo a la cara.

―Lo siento ―le dijo Ester estrechándole la mano. ―Ya verás como vuelve: se discute a menudo pero luego se hacen las paces.

Ella movió la cabeza.

―¡La cuestión es demasiado seria! Por una parte querría hablarle, por la otra tengo muchas ganas de mandarlo a hacer puñetas y seguir mi camino, pero no lo consigo.

―Si él te importa, aclararos ―sentenció Hans.

―Para hacerlo debería volar hasta el Pacífico.

Hans suspiró.

―¿Se ha marchado de nuevo a Los Angeles? Evitar los problemas en vez de afrontarlos no sirve para nada. No sé lo que ha sucedido entre vosotros pero si John se obstina en estar lejos, o vas tú a verle e intentas salvar vuestra relación, o terminas tú con la historia, ya.

¡Si hubiese sido sólo por ella, lo habría hecho hacía días!

―Loreley, no tomes decisiones apresuradas ―intervino Ester lanzando al marido una mirada de reproche.

―Estoy confundida… es más, angustiada. ―posó el tenedor: no daba tragado el pollo. Miró a la cuñada como excusándose.

―¡No te preocupes! ¿Puedes venir a ayudarme? ―le preguntó Ester levantándose. La cogió de la mano para, a continuación, arrastrarla con ella, sin escuchar sus protestas.

Después de entrar en la cocina Ester se volvió hacia ella:

―Escucha Loreley: sé que no es asunto mío pero te aprecio. Soy una romántica y como tal me gustan las historias que acaban bien. ―le sonrió ―Ahora que estamos solas, ¿puedes decirme por qué habéis discutido?

―No me siento capaz de hablar sobre ello, perdóname.

―Entonces, el problema es más grave de lo que pensaba. Dime, ¿tú quieres que John forme parte de tu vida? ¿Aún lo amas?

No supo responder a esa pregunta, se limitó a mirarla fijamente.

―Lo tomaré como un sí. Ve a Los Angeles y habla con él: si ahora decides acabar del todo, sin ni siquiera haberlo intentado, te pasarás los próximos años preguntándote cómo hubiese ido todo si no hubieses sido tan orgullosa. En el caso en el que él te rechazase de plano, entonces ya no tendrás dudas ni remordimientos más adelante.

―Lo intentaré ―le dijo para cerrar rápidamente aquella conversación. Se lo debía a su hijo.

***

Antes de partir para Los Angeles, Loreley pidió a Ethan que la informase sobre cualquier novedad acerca del caso Wallace. Le pidió también que le hiciese una copia de las últimas pruebas efectuadas a la víctima.

La audiencia estaba fijada para el mes siguiente y tenía todo el tiempo para regresar de Los Angeles, ir a hablar de nuevo con su cliente y volver a estudiar la documentación completa. El único hueso duro de roer era Kilmer: debería pedirle permiso para ausentarse unos días del bufete.

Como estaba previsto el jefe se puso como un basilisco. Despotricó durante unos diez minutos y luego la echó de su oficina, con la amenaza de que estas serían sus últimas vacaciones.

En cuanto tuviese un poco de experiencia, abriría su estudio de abogados por cuenta propia, se prometió a sí misma después de la enésima frase cáustica de Kilmer. Por lo que respectaba al lado económico lo habría podido hacer enseguida pero la experiencia no se compra.

Aquella tarde salió de la oficina programando cada movimiento.

Una vez de vuelta en casa rebuscó entre los papeles que su compañero había dejado en el cajón, hasta que encontró el número de teléfono y la dirección de la oficina del padre de Johnny en una tarjeta de visita. También Colin Austin era arquitecto; el hijo había trabajado con él hasta el momento en que se había mudado a New York.

Puso la tarjeta en la cartera y preparó una pequeña maleta con lo estrictamente necesario: no eran unas vacaciones. Si necesitase alguna otra cosa la compraría en Los Angeles. El billete del avión ya lo tenía en el bolso: Sarah se había ocupado de todo.

Se dio una ducha mientras Mira le preparaba la cena. Si las cosas no marchaban como deberían, a la vuelta debería hablar con ella para despedirla. El estómago se rebeló ante aquel pensamiento y la poca hambre que tenía disminuyó.

Estaba en la mesa mirando fijamente el vaso de agua cuando escuchó sonar el teléfono móvil. Era Hans.

―Hola, Loreley. Necesito pedirte un favor: ¿podrías entregar un sobre a Mike Gambit, el director, cuando vayas a Los Angeles?

¿Cómo se había enterado de que se iba?, se preguntó asombrada. Ella sólo se lo había dicho al jefe, a Ethan y a Sarah, personas que no tenían nada que ver con su hermano.

―¿No puedes mandarlo por una mensajería o enviárselo por correo?

―Si te lo pido es porque confío más en hacerlo de esta manera, ¿no crees? Sé que tienes otras cosas en las que pensar pero debes sólo ir a Hollywood y preguntar por él. Mike te espera. Te llevará poco tiempo y me evitarías un viaje.

―Vale, se lo daré. Mañana por la mañana saldré un poco antes, así podré ir a verte a la oficina y coger el sobre.

No le preguntó ni siquiera quién se lo había dicho: no tenía ninguna importancia.

―¡Eres un ángel! Entonces, hasta mañana… Y mucha suerte con John. ¡Si hace el imbécil, dale un puñetazo!

Se le escapó una sonrisa. Había sido Ester quien le había dicho que iría a Los Angeles, pensó.

***

Las seis horas de viaje le parecieron más largas de las transcurridas para llegar a París. La angustia por deber buscar a Johnny y encontrarse con él parecía haber dilatado el tiempo.

En cuanto salió del aeropuerto Internacional de Los Angeles, Loreley echó una ojeada al cielo: el sol parecía reinar en el azul infinito y limpio, nada que ver con aquel cubierto de gruesas nubes que había dejado en New York unas horas antes. La temperatura le pareció placentera y el abrigo que tenía con ella acabó pendiendo de su brazo.

Llegó en taxi al Beverly Wilshire Hotel, en el bulevar del mismo nombre de Los Angeles, y después de una pequeña ducha y una hora de reposo, dio un paseo por Rodeo Drive un poco más animada. Observó las numerosas tiendas de las grandes firmas que bordeaban la calle adornada con largas filas de palmeras; el ir de compras nunca le había entusiasmado, así que se paró sólo a adquirir lo imprescindible.

Sólo una vez se había divertido recorriendo tiendas: había sido el año anterior, con Ester, cuando habían comprado un vestido elegante que la cuñada se había puesto la noche en que Leen… ¡No! No debía recordar aquel dramático acontecimiento.

Redujo la velocidad un poco: no sabía qué más hacer.

Podía ir a ver a la familia Austin y resolver enseguida el problema con Johnny, pero quería estar tranquila por lo menos un día antes de enfrentarse a ello. Decidió que, en primer lugar, haría el favor que Hans le había pedido.

***

Muchachas demasiado delgadas, con piernas kilométricas, desfilaban por una pasarela elevada, montada para el plató de la película. Loreley las observaba desde una posición apartada, preguntándose por qué era necesario caminar de aquella manera artificial y, sobre todo, cómo era posible que se debiese exhibir un vestido haciendo que lo llevasen unas muchachas anoréxicas o casi al borde de la misma.

Es verdad que la silueta sutil poseía un mayor ritmo respecto a una más consistente y curvilínea, pero exagerarlo de aquella manera significaba mandar un mensaje equivocado al universo femenino, algunos de los vestidos que había visto habrían sido más bellos, sobre todo a ojos de los hombres, si hubieran rellenado adecuadamente los puntos estratégicos.

Sonrió. Boh, ¿y si en el fondo la apresurada búsqueda de la belleza exterior no tiene el propósito de seducir, encantar y complacer al sexo opuesto, sino sólo el satisfacer esa pizca de narcisismo que hay en cada uno de nosotros?

Había pensado que sería divertido asistir a varias tomas cinematográficas pero enseguida se sintió aburrida y cansada de estar de pie observando aquel desfile que era interrumpido continuamente: ahora para ajustar el encuadre de la cámara, ahora para modificar la secuencia de salida de las modelos.

En otros casos era necesario repetir de nuevo la escena, a causa de errores en los diálogos o por los movimientos efectuados con poca gracia.

Se escabulló desde su rincón, resoplando. Tenía mucha sed. Vio un distribuidor automático de bebidas al fondo del pasillo, fue hasta él, insertó las monedas y marcó el número escrito debajo de la botellita de agua mineral. Un zumbido la avisó de que la máquina había comenzado a funcionar, pero la botella apenas se movió y quedó en equilibrio, sin caer en el contenedor de abajo.

Pensando que aquel enorme cacharro no se movería un milímetro ni siquiera si le hubiese dado de patadas, como habría querido hacer, abrió de nuevo la cartera para extraer otra moneda y volver a probar.

―¡Espere, yo me ocupo! ―dijo una voz que la cogió por sorpresa ―De vez en cuando estas tragaperras no funcionan como deberían.

Loreley dio un paso atrás para dejar espacio al tío que había hablado; sólo mientras éste asestaba un golpe violento en la parte lateral del distribuidor ella observó el perfil de su rostro.

Abrió los ojos de par en par por el asombro. ¡Sonny!

La botellita cayó con un ruido sordo y él se bajó para abrir la puerta basculante y sacarla. Cuando levantó de nuevo la espalda y se volvió, Loreley se encontró con sus iris de ámbar.

―¡Diablos! ―exclamó él ―¿Tú… aquí?

Ella observó el sutil mechón de cabellos lisos y oscuros que le había caído delante de los ojos, dando al rostro un aire un poco salvaje.

―Mi hermano me ha pedido un favor. Debo llevar un sobre a Mike Gambit ―retorció el tapón de la botella, se la llevó a los labios y bebió un sorbo de agua.

Lo vio sonreír. Su dentadura blanca y regular resaltaba sobre la piel bronceada.

―Yo estoy componiendo la banda sonora de una película ―le informó mientras se quitaba los cabellos de la frente con un movimiento rápido de los dedos ―¡Nunca me habría esperado encontrarte a miles de millas de distancia de casa!

―Tampoco yo. Ahora, sin embargo, es mejor que me vaya ―le dijo antes de que pudiese entretenerla con otras preguntas ―Buen trabajo, Sonny.

Estaba volviendo al punto de partida cuando se encontró en medio de un grupo de personas que charlaban entre ellas. Vestían trajes de carnaval. El primero del grupo apartó un cortinón rojo oscuro e hizo una señal a los otros para que lo siguieran.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺144,57