Kitabı oku: «Máscaras De Cristal», sayfa 4

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El test había dado positivo. Justo como temía.

¿Cómo diablos había sucedido? ¿Dónde se había equivocado?, se preguntó mientras envolvía el bastoncillo en un pañuelo de papel para tirarlo a la basura.

Salió del baño después de unos cuantos minutos. Se sentía como si le hubieran suministrado una dosis fuerte de sedantes. No fue con Johnny al salón: no quería correr el riesgo de que se percatase del estado en que se encontraba y necesitaba reflexionar antes de hablar con él.

Se dirigió al dormitorio, en la otra parte de la casa. Terminó de desvestirse, cogió el pijama de debajo de la almohada y se lo puso con movimientos parecidos a los de un autómata. Se dio cuenta de que se había colocado el pantalón al revés, no le importó gran cosa colocárselo como debía.

Al escuchar unos pasos se dio la vuelta, dando la espalda a la puerta.

―¿Ya te metes en la cama? ―le preguntó Johnny.

―Estoy muy cansada. ¿Te importa? ―fingió que buscaba algo en el interior del cajón de la mesilla de noche para que él no notase su turbación.

―No, para nada… yo vengo en cuanto acabe el partido, ahora están en el descanso.

Lo oyó acercarse todavía más y se puso una máscara de impasibilidad en el rostro, la misma que ponía en el tribunal.

―Perfecto. ―cerró el cajón después de haber cogido un paquete de pañuelos de papel que no necesitaba.

John la abrazó desde atrás, estrechándole la cintura.

―Venga, métete en la cama ―le dijo ―Ya me encargo de apagar todas las luces y cerrar las ventanas.

Ella giró la cabeza para fulminarlo con la mirada.

―¿Por qué me estás mirando de esa manera? ―le preguntó.

―Tú odias hacer estas cosas, siempre las debo hacer yo.

Lo vio sonreír.

―Dado que tú te vas a dormir y yo debo salir, me esforzaré y lo haré.

―¿Vas a salir con Ethan?

―Como siempre. Pero no te preocupes, esta vez no llegaré tarde.

El hombre dejó de abrazarla y, después de darle un ligero beso en la sien, abandonó la estancia.

Loreley se metió bajo las sábanas pero le costó conciliar el sueño. Era la primera vez que se sentía contenta de que Johnny saliese sin ella por la noche. Aún no se había recuperado de lo que había ocurrido en la boda de Hans que ya estaba metida en algo que le venía grande. Ninguno de los dos había considerado traer un niño al mundo, no en este momento.

***

Dos días después, Loreley todavía no había decidido informar a Johnny que sería padre por segunda vez. Quería mantener para ella ese secreto, aunque en un atisbo de racionalidad se prometió a sí misma decírselo lo antes posible, con la esperanza de que no reaccionase mal.

No conseguía procesar que se había quedado embarazada a pesar de todas las precauciones. En casa no hacía otra cosa que pensar en ello; sólo cuando estaba en la oficina conseguía tener un respiro: el trabajo la tenía ocupada, dándole un poco de tregua.

Aquel miércoles por la mañana se encontraba en la sala del tribunal con su asistido, Peter Wallace.

Loreley había visto imputados nerviosos, arrepentidos, preocupados, atemorizados o incluso complacidos de sí mismos, pero nunca le había ocurrido ver una expresión tan indiferente en uno de ellos. Para su defendido era como si aquello que estaba ocurriendo a su alrededor no fuese con él. Estaba allí, sentado a su lado, con los ojos fijos mirando hacia adelante, sin reparar en nada concreto, las manos cruzadas en una pose más propia del interior de una iglesia que de la sala de un tribunal.

Loreley había conocido al juez Henry Palmer durante las prácticas de pasante y lo estimaba por su humanidad que, sin embargo, no dejaba transparentar por sus ojos semi escondidos por los caídos párpados superiores y los labios sutiles siempre cerrados. Raramente lo veía sonreír durante una audiencia. A ojo de buen cubero debía haber engordado al menos una decena de quilos desde la última vez que lo había visto: ahora su panza presionaba el borde del estrado. Ni siquiera la toga conseguía enmascararla.

El juez se ajustó las gafas sobre la nariz antes de formular la pregunta esperada.

―¿Cómo se declara su cliente?

La voz sonó alta, un poco ronca, como si acabase de recuperarse de un dolor de garganta.

Ella se volvió hacia Peter Wallace, que no se movió ni un centímetro. El único detalle que le hizo comprender que estuviese vivo fue un ligero movimiento, apenas perceptible, en la mandíbula bien modelada.

―Inocente, Su Señoría. Mi cliente no tiene antecedentes penales, siempre ha llevado una vida tranquila y el crimen por el que es imputado aún está por demostrar. Las pruebas a su cargo se basan solamente en un testimonio poco fiable. Pido la libertad condicional.

―Fiscal… ―dijo el juez, invitándolo a hablar.

―El imputado no tiene antecedentes penales, es verdad, pero como ya se ha probado tiene una naturaleza agresiva: siempre hay una primera vez para cualquier acción. Además, podría abandonar el Estado, su familia tiene medios para ayudarle. Solicito que la petición de la defensa sea rechazada.

Después de una atenta reflexión el juez decidió:

―La libertad condicional es denegada.

El golpe seco del mazo puso fin a la audiencia.

Esta vez su cliente se giró hacia ella mostrando unos ojos verdes carentes de luz.

―Lo siento.

―Yo no he sido. Sé que nadie me cree; ni siquiera usted, abogada.

No había humildad en el tono ni autocompasión, pero tampoco arrogancia. Lo vio apartarse de los ojos un pequeño mechón de cabellos rizados, de color rojo Tiziano.

―Hasta luego, abogada Lehmann ―se despidió de ella un momento antes de que los agentes se acercasen para escoltarlo fuera de la sala del tribunal.

Ella se alejó rápidamente: otro acusado y su abogado defensor acababan de entrar y estaban a punto de coger su puesto.

Una vez que llegó a casa Loreley se tiró en el sofá sin ni siquiera quitarse los zapatos. Había trabajado como el resto de los días pero se sentía más cansada de lo normal. Incluso el olor del popurrí que impregnaba el aire le parecía más fuerte de lo habitual. Torció la nariz.

Cuando poco tiempo después entró John, ella lo saludó desde el sofá levantando una mano: estaba demasiado cómoda para ponerse en pie e ir a su encuentro.

―¿Estás bien? ―le preguntó él acercándose. ―Ni siquiera te has cambiado.

―Estoy cansada en estos últimos tiempos, lo sabes.

Él se sacó el gabán, lo tiró sobre el apoya brazos del sofá y, después de sacarse los zapatos, se sentó a su lado.

―¿Por qué no te coges unos días?

―No puedo.

Johnny arrugó la frente.

―¿Debido al caso del que te estás ocupando?

―Sí, claro.

―Tomarte un fin de semana no afectará en nada a tu cliente mientras que a ti sólo te beneficiará.

―No sé si es el momento...

―¿Ni siquiera si te pidiese venir conmigo a París este fin de semana?

Loreley abrió los ojos de par en par.

―¡Cuando viajas por trabajo nunca me pides que vaya contigo!

―Sé que adoras París y que hace mucho que no vas. Realmente te veo muy mal y no me gusta.

―Bueno, entonces podría pensarlo un poco ―le dijo mientas con una caricia le apartaba unos cabellos de la frente.

John le sonrió:

―¿Pensarlo un poco?

Loreley reflexionó rápidamente: debería hablar con él, antes o después, y no podía dejar pasar más tiempo si no quería que empeorase la situación. Quizás París era la ocasión y el lugar adecuado para aquel género de revelaciones.

―Vale. Nada de pensarlo: la respuesta es sí, iré contigo.

―Salimos el viernes por la mañana, al amanecer. Y no es una forma de hablar. Así que habla con tu jefe y pídele que te dé libre hasta el lunes. París no está a la vuelta de la esquina.

Tendría que trabajar duro para que Kilmer digiriese su ausencia.

Bueno, le daba igual, ¡estaba en su derecho!

***

¡París! La ciudad del amor por antonomasia y antiguo refugio de artistas de todo tipo: eran las frases que Loreley estaba leyendo en un folleto del hotel.

Lo volvió a poner donde estaba, sobre su mesita de noche color marfil. Quién sabe si aquella ciudad les ayudaría, a ella y a John, a consolidar el sentimiento que los mantenía juntos. Lo esperaba con toda su alma.

Se dirigió a la puerta francesa de madera blanca y la abrió, asomándose al pequeño balcón con la balaustrada de hierro forjado. Estaba en el cuarto piso de un encantador hotel de estilo modernista en el centro de la ciudad, en el bulevar que se introduce en Rue de Rivoli, la calle que flanquea el museo del Louvre.

El sol se había puesto hacía horas pero el aire no era tan húmedo y fresco como imaginaba que pudiese ser en aquella época del año. Observó la plaza arbolada de abajo, con los bancos diseminados, donde se exhibía una fuente de mármol. Sobre la acera se extendía una fila de bicicletas de alquiler mientras que un poco más allá discurría la calle, a esa hora poco transitada, con sus numerosas tiendas.

En cuanto entró en la habitación Johnny se tiró sobre la cama para recuperarse del cansancio del vuelo. Ella había conseguido dormirse en el avión y, aparte de la náusea, se sentía bien y con unas ganas enormes de dar una vuelta por la ciudad.

―Vuelve adentro, estás haciendo que entre el aire frío ―protestó Johnny llevando la manta hasta el mentón.

Loreley suspiró. No había ninguna esperanza de que él pudiese ver aquel sitio con sus mismos ojos, pensó cerrando las ventanas. En el tiempo que le llevó sacar los vestidos de la maleta y colocarlos en el armario Johnny ya se había dormido. Así que cogió un libro que había llevado con ella, se tumbó en la cama y comenzó a leer.

Después de un cuarto de hora lo cerró con un bufido.¡Perfecto! Él podía continuar durmiendo pero ella no tenía ganas de estar encerrada en el hotel escuchándolo roncar. Se puso la camisa, cogió el bolso y abrió la puerta.

―¿A dónde vas?

Loreley se paró.

―A dar un paseo en el bulevar. Quería dejarte reposar en paz…

Johnny se incorporó apoyándose en un codo.

―Ven conmigo. Quiero celebrar el primer día en París a mi manera.

―¡Entonces no estás tan cansado!

Pronunció las palabras lentamente mientras se acercaba a él al tiempo que se desabotonada la camisa con movimientos que dejaban entrever sus intenciones. Lanzó la ropa sobre la otomana para pasar, a continuación, a la falda que, en cambio, dejó que se deslizase a lo largo de las piernas.

―Ocúpate tú del resto. ―le dijo cubriendo la distancia que les separaba hasta que estuvo tan cerca que sintió su respiración sobre ella.

Johnny alargó la mano y en unos pocos segundos ella quedó desnuda delante de sus ojos que la miraban con deseo.

Aquella noche la sorprendió extendiéndose en los preliminares como sabía que le gustaba. Fue una de las pocas veces en las que Loreley se sintió colmada de atenciones.

Si él la amaba, quizás no reaccionaría mal ante la noticia de tener un niño. Quizás era sólo que ella se preocupaba demasiado por las cosas o tendía a exagerarlas. Por difícil que fuera se encontró pensando en una vida con él y con su hijo. ¿Pero por qué había ocurrido precisamente en ese momento, tan pronto?

***

A la mañana siguiente, cuando John la dejó para ir a discutir del proyecto de trabajo con una empresa de construcción, Loreley decidió ir al Museo del Louvre. Ya lo había visitado algunos años atrás pero no había sido posible verlo todo.

Pasó horas explorando las salas, subiendo y bajando las escaleras para conseguir encontrar unas obras expuestas que le interesaban, parándose de vez en cuando para descansar.

A última hora de la tarde fue de compras por las tiendas del Boulevard de Sebastopol: pocas cosas, dado que en la maleta no le cabrían demasiadas.

Al atardecer, cuando se volvieron a ver, Johnny le propuso ir a la Torre Eiffel. Lograron llegar hasta los alrededores del monumento y pasearon por la Promenade, de manera que pudiesen admirar aquel tramo de la ribera del Sena con el sol desapareciendo en una explosión de rojo y naranja detrás de las casas mientras se encendían las primeras luces de la noche.

A lo lejos, la parte superior de la torre sobresalía por encima de los árboles. Cuando llegaron al pie de ella, la imponente estructura de metal estaba completamente iluminada.

Loreley observó la fila de personas delante de la taquilla y escuchó a John refunfuñar:

―¡Mira cuánta gente hay para ir hasta la cima! ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

―No, si a ti no te apetece ―le respondió, intentando en vano no exteriorizar su desilusión.

―Vale, te contentaré una vez más.

Estaba haciendo lo imposible por complacerla, pensó ella.

―Quizás debería hacerte sonreír más a menudo: te brillan los ojos.

Habría querido demostrarle cuánto había apreciado aquellas palabras, en cambio le dio un fugaz beso: había demasiadas miradas alrededor.

Después de una hora llegaron a la terraza panorámica. Vista desde lo alto París era de una belleza indescriptible, con las luces que se multiplicaban a medida que transcurrían los minutos, creando luminosas geometrías entremezcladas con salpicaduras de minúsculos puntos luminosos.

El aire fresco de la noche provocó en Loreley un ligero escalofrío que, quizás, no era debido a la fría brisa sino a la consciencia de que había llegado el momento de desvelarle el secreto.

Miró a su alrededor y observó una frase roja escrita sobre sus cabezas: Bar y Champaña, leyó.

―¿Y si bebemos algo? ―le propuso.

Él siguió la dirección de su mirada y sonrió:

―Es una idea fantástica.

Podía ser un error hablarle de un tema tan delicado en un lugar público pero aquella era una ocasión particular y ella no quería desaprovecharla. Lo debía intentar. Era todo tan perfecto.

A la segunda copa de champaña decidió darle la tan temida noticia. Respiró hondo mientras sentía el latido veloz de la arteria del cuello: ¡Coraje… ten fe!

―Johnny, debo decirte una cosa, es importante.

Él posó la copa sobre la mesa:

―Te escucho.

―En estos últimos meses mi atención ha estado concentrada en el trabajo; lo sabes, ¿verdad?

―¿A dónde quieres llegar?

―Bueno, sabes…

―¡Qué difícil era!

―Loreley, ¿qué te pasa? ―él comenzaba a ponerse nervioso. Cambió de posición.

―Estoy embarazada ―le dijo.

Había intentado adivinar infinidad de veces cuál sería su reacción. Se había imaginado de todo pero no que se echase a reír.

―Esto es realmente gracioso. No conseguirás atemorizarme. No me lo trago.

¿Atemorizarle? Se quedó desconcertada. Los pensamientos se cruzaban unos con otros y no consiguió pronunciar una palabra más pero la expresión de la cara debía ser elocuente, porque él se puso a reír.

―Tú tomas la píldora, ¡no puedes estar embarazada! No bromees con esto.

―No estoy bromeando.

―¿Has dejado de tomarla sin decírmelo? ¿Sin preguntar mi opinión? ―le preguntó en voz alta.

―No es de esa manera. No te alteres, baja el tono… ―le suplicó casi susurrando.

―¡Ahora entiendo tu comportamiento de estos últimos días!

―Intenta calmarte, ¡te lo suplico!

―¿Cómo puedes pretender que permanezca tranquilo después de haberme puesto contra la pared? ―su mirada parecía manifestar desprecio ―¿Cómo has podido hacerme semejante putada?

Empezó a marcharse pero ella lo paró agarrándolo por el brazo. Él, a su vez, detuvo su mano apretándole la muñeca:

―No me toques… ―le advirtió. Luego la soltó y sin añadir nada más la dejó plantada en el local.

Todavía incrédula ella lo observó emprender la salida del bar con paso rígido y veloz. Desde su punto de vista no podía no darle la razón pero ella no lo había hecho adrede, esto debía servir de algo.

Desilusionada pagó la cuenta y se marchó hacia el ascensor.

Durante el descenso de la Torre lanzó una última mirada a la ciudad que estaba debajo de ella, con el corazón batiéndole tanto que parecía querer salir del pecho.

Apoyó la frente sobre la pared de vidrio y cerró los ojos. Al sentir que comenzaban a salir las lágrimas batió los párpados para intentar echarlas para atrás. Por suerte la gente parecía demasiado ocupada gozando del panorama para prestarle atención.

Esperaba que Johnny estuviese esperándola abajo pero no lo encontró.

Ni siquiera había tenido tiempo de poner los pies en el suelo cuando, de repente, unos destellos la indujeron a mirar hacia lo alto: la Torre Eiffel, ya iluminada, se acababa de encender con otras luces brillantes e intermitentes, como las de un grandioso y reluciente árbol de navidad. Parecía como si quisiese incitarla a no perder el ánimo. Era una invitación a sonreír; y lo consiguió, aunque sólo por un instante.

Durante el trayecto de regreso llamó a John y le envió más de un mensaje al teléfono móvil pero él no respondió. En cuanto llegó al hotel encontró la habitación vacía, como ya había imaginado.

Mantuvo el teléfono móvil cerca de ella.

Finalmente, intuyendo que no regresaría esa noche, sintió la necesidad de escuchar una voz amiga. Llamó a Davide y, por segunda vez, dio la noticia del bebé en camino.

Su amigo se quedó sin palabras. Desde la otra parte de la línea se escuchaba sólo a un gato que maullaba.

―¡Eh, Davide, di algo!

―¡Dios mío, Loreley! ¿Y me lo dices así, por teléfono?

―No tengo otra manera de hacerlo. ¿No te parece? ―en ese momento necesitaba sus reconfortantes abrazos virtuales no sus reproches.

―Estoy contento por el feliz evento, pero no por la situación en la que te encuentras ahora… ¡Santo cielo, tenías que habérmelo dicho antes de irte: te hubieras ahorrado quedarte sola afrontando todo esto!

―Me parecía una buena idea, pero ahora ya está hecho.

―No te precipites en tus conclusiones ―le aconsejó él ―A veces las primeras reacciones son desproporcionadas con respecto a lo que se siente cuando se tiene tiempo para reflexionar. ¡Cierto, será un cambio tremendo!

―Me hubiera esperado de todo pero no quedarme embarazada. No estaba preparada para esto y creo que aún no lo estoy ―respondió ella, cansada de la amargura que sentía ―Me he tomado un tiempo para… ―se paró. Si ella misma había necesitado unos días para aceptar la noticia, ¿por qué pretendía que para John debería ser distinto? ―Vale, lo he entendido: esperaré un poco antes de tomar su no como definitivo.

―Ahora vete a dormir y mantenme al corriente, por favor.

―Claro, lo haré. Buenas noches. ―estaba a punto de colgar pero escuchó la voz del amigo llamándola.

―Espera, Loreley. ¡Felicidades por el niño!

6

Estaba todavía medio dormida cuando oyó que la puerta de la habitación se abría. Cerró los ojos y permaneció inmóvil.

A través de las pestañas vio a John que abría el armario, sacaba las pocas cosas que se había traído y luego las metía en el bolsón.

Se movía furtivo como un ladrón. Se estaba marchando.

Su corazón cambió el ritmo y le pareció que no quería volver a latir de manera regular. Respiró profundamente y, en cuanto aquella desagradable sensación cesó, se sacó de encima las mantas y bajó de la cama, decidida a enfrentarse a él. No podía permitirle irse de esta manera, con la convicción de que ella lo hubiese engañado.

Él se volvió a mirarla.

―Voy a la cita con el arquitecto Morel, luego me vuelvo a New York… solo. Tú acaba tu fin de semana ―le dijo taladrándola con la mirada.

―¡Deja de actuar así! Ni siquiera me has dejado hablar cuando estábamos en la Torre Eiffel.

―No tengo ganas de escucharte tampoco ahora. Eres una abogada: si consigues manipular a un jurado para salvar a un cliente, imaginemos qué dirás para salvarte a ti misma.

―¡Ese es un golpe bajo!

―¿Y el tuyo cómo lo definirías? ―señaló el vientre de ella.

No era fácil discutir en aquellas condiciones pero debía intentarlo.

―No lo he hecho adrede. Nunca he dejado de tomar la píldora, ¡debes creerme!

―Perdona, pero no lo consigo.

John cogió su pequeño equipaje, se dirigió hacia la puerta y salió de la habitación sin dignarse a mirarla.

Loreley se quedó inmóvil durante unos segundos. Tendría que haberlo mandado al diablo y decirle que ya se ocuparía ella del niño, pero tenía que intentar convencerlo de su propia sinceridad antes de llegar tan lejos; porque estando así las cosas, si aquel hombre no merecía tener un hijo, su hijo, en cambio, merecía tener un padre. Quizás un día cambiase de idea: le había pasado a otros hombres el cambiar de opinión después de haber visto a su propio hijo. El tribunal le había enseñado que, en algunos casos, era necesario dejar de lado el orgullo.

No, si existía aunque fuese sólo una mínima esperanza, ella sentía que debería hacer siquiera un intento para enderezar las cosas.

Se puso los pantalones vaqueros, un suéter y los botines, cogió el abrigo y se fue corriendo.

El ascensor cercano a la habitación estaba ocupado y también el de enfrente tenía la luz en rojo.

Debía coger las escaleras. Si descendía lo suficientemente rápido conseguiría alcanzarlo antes de que él tuviese tiempo de coger un taxi.

Cuarto piso.

Escalones, rellano, escalones.

Tercer piso.

Escalones, rellano, escalones.

Más rápido, más rápido…

Segundo piso.

Escalones, rellano, vacío…

Le faltó el apoyo a un pie y los sucesivos escalones se le vinieron encima. Lanzó un grito de terror.

Un dolor insoportable, luego un torbellino de sombras oscuras la engulló en la nada.

***

El ligero escozor del brazo y el dolor en el lomo le hicieron despertar poco a poco de la niebla oscura de los sentidos. No conseguía abrir los ojos.

―Miss Lehmann… ¿me oye?

Las palabras habían sido pronunciadas en un pésimo inglés, con un fuerte acento extranjero, y la voz femenina parecía llegar desde muy lejos.

De su boca salieron algunas sílabas sin sentido. La lengua estaba pegada al paladar y los labios secos. Se limitó a asentir con la cabeza.

―Se está recuperando. Podéis llevarla a planta. ―Ahora era un hombre el que hablaba pero esta vez en un perfecto francés. Loreley agradeció a su padre el haberla obligado a aprender aquella lengua cuando todavía vivían en Zurich.

Se puso tensa: ¿dónde se encontraba? La pregunta quedó suspendida en el breve silencio que vino a continuación, hasta que algunos recuerdos confusos le asaltaron con la violencia de un mazo. La ambulancia, las urgencias, la visita del médico… y luego nada.

¡Estaba en un hospital!

Tuvo un fuerte temblor.

Alguien intentó que estuviese quieta pero ella no conseguía controlar los intensos escalofríos que le agitaban el cuerpo.

―Creo que es una reacción al estrés del trauma ―escuchó decir.

¿Qué le habían hecho?, se preguntó presa de una terrible sospecha. Quería saber pero no conseguía preguntar. Los dientes le batían con la fuerza de un martillo neumático y el corazón parecía como si quisiese ganarle en velocidad; era como si tuviese un avispero en la cabeza. Se obligó a calmarse, respirando hondo varias veces.

―Muy bien… así. No tenga miedo.

De nuevo aquella voz masculina tan tranquilizadora.

―Doctor, le espera el profesor Leyrac en la sala dos.

Una mujer se había entrometido.

―Sí, voy enseguida. Llevad a la habitación a miss Lehmann ―repitió el hombre.

Loreley advirtió que se alejaban. La débil torpeza que todavía le envolvía la mente estaba desvaneciéndose. Unos segundos más y consiguió abrir los ojos.

Lo primero que enfocó fueron las puertas de un gran ascensor que se cerraban, luego la silueta de una mujer en bata blanca que se disponía a pulsar un botón.

Poco después, desde la camilla la transportaron a una cama.

―Mañana estará mejor ―la tranquilizó la enfermera mientras colocaba el gotero en el mástil.

―Mi niño… ―consiguió decir tocándose el vientre.

***

Loreley se despertó con dificultad. A pesar de que ya era bien entrada la mañana, todavía tenía sueño: aquella noche le había sido imposible dormir tranquilamente, entre timbres que sonaban con insistencia, pasos apresurados por los pasillos, voces que susurraban y luces encendidas.

Una mano se posó sobre su brazo. Era una enfermera.

―Miss Lehmann, debe venir conmigo; el doctor querría hablarle. Sabe, por el alta.

―¡Oh! ¡Voy, entonces!

―El médico le explicará todo. ―Se inclinó para ayudarla a bajar de la cama.

Aunque tenía la cabeza dolorida y la rodilla hinchada, Loreley rechazó su ayuda y, cojeando, la siguió.

Mientras estaban de camino oyó una discusión que provenía de una habitación del pasillo.

―No lo entiendo, debe haber sido una confusión…

―Doctora Duval, le había pedido que tuviese bajo control los resultados de los análisis, en particular el valor de los hCG; observo que falta precisamente esto.

Era una voz que ella ya había escuchado.

―Aquí… entre aquí, señora ―le dijo la enfermera, señalando la puerta entreabierta de la habitación de la que salían las voces. Luego la abrió de par en par para facilitarle el paso.

Un olor a desinfectante flotaba en la salita. La persona sentada en el escritorio ni siquiera levantó los ojos de los folios que estaba examinando; Loreley notó sólo sus cabellos cortos y oscuros, los anchos hombros debajo de la bata blanca y las manos de piel dorada. La figura de aquel médico le provocó una cierta inquietud, a diferencia de su voz, que en cambio conseguía tranquilizarla.

La joven doctora rubia, que estaba de pie al lado de ella, le lanzó una rápida ojeada y luego la invitó a sentarse.

―Miss Lehmann, parece ser que sus condiciones de salud son buenas y… ―le dijo, ésta última, en un inglés apenas comprensible.

―Por desgracia nos falta todavía un análisis ―la interrumpió el otro. ―Puede volver a casa, miss Lehmann. En cuanto tengamos los resultados los podremos en su expediente ―continuó el hombre alzando el rostro y posando la mirada sobre Loreley.

Sólo entonces ella pudo ver sus rasgos, los ojos azules oscuros, como el cielo al atardecer.

―Si hubiese novedades se lo comunicaremos: déjenos su correo electrónico y… Miss Lehmann ¿le sucede algo?

―¡¿Jack?! ¿Jack Leroy? ―gritó Loreley.

―¿Perdone, cómo dice?

Ella lo miró, sin poder decir nada. ¡Dios mío, se parece a él! Era idéntico al hermano de Ester, con barba…

El médico se levantó con una expresión preocupada y se acercó a ella, luego se volvió hacia la colega.

―Llame al doctor Julies.

―Enseguida, doctor Legrand ―le dijo ella levantando el auricular del teléfono.

¿Doctor Legrand? ¡Mira qué era estúpida!, pensó Loreley, desilusionada. Jack hablaba un inglés perfecto, aquel desconocido se las apañaba, cierto, pero su pronunciación de las vocales era cerrada, la erre arrastrada y el acento más dulce.

Al intuir su preocupación lo paró:

―Estoy bien, se lo aseguro. Me pareció solamente que ya le había visto….que lo conociese, en suma; pero me he equivocado.

―Entonces podemos proceder con el alta ―volvió a sentarse, cogió la pluma que la doctora le pasó y garabateó algo en un par de folios ―¿Puede avisar a alguien para que venga a recogerla?

Loreley se puso tensa, cerró los puños y bajó la mirada sobre el grupo de expedientes color pastel a un lado del escritorio.

―Miss Lehmann… ―volvió a llamarla él.

Ella levantó de nuevo los ojos y se encontró con los de aquel hombre que la observaban atentos; intentó asumir una actitud más distendida.

―¿Ha venido a París sola? ¿Hay alguien aquí que pueda ayudarla?

Ella pensó en Johnny pero desterró enseguida aquella idea. Quizás ya estaba en New York. Se ajustó un mechón de cabellos detrás de la oreja.

―Hace poco que me ha dicho que puedo marcharme. No necesito nada ni a nadie ―afirmó con tono decidido.

Vio aparecer en su rostro una expresión entre la sorpresa y el escepticismo. Mentir a una persona con una mirada tan intensa e inteligente no era para nada fácil. La posición de defensa que había asumido la estaba traicionando. Pero, después de todo, ¿no le correspondía a ella decidir sobre si misma?

―Le aseguro que estoy diciendo la verdad. No tengo nadie con quien contactar y puedo arreglármelas sola.

Transcurrieron unos segundos de silencio.

―Perfecto, será dada de alta como hemos establecido ―dijo el doctor. ―Mientras tanto le prescribo la terapia que deberá hacer en casa.

Le tendió la mano para entregarle un par de folios.

Ella los cogió y los dobló sin ni siquiera darles una ojeada. Quería escapar lo antes posible de aquella situación que la molestaba.

―Por suerte no ha habido consecuencias y el niño está bien, pero permanezca por lo menos un par de días en reposo ―prosiguió él. ―En cuanto a los puntos en la cabeza se los podrán quitar dentro de una semana en cualquier hospital. Y mantenga la rodillera durante unos catorce días o como máximo veinte.

―Claro, lo haré.

―Sería mejor que usted volviese aquí para un reconocimiento antes de que se marche: es una precaución que le aconsejo.

―Lo pensaré. Debería hablar también con el seguro médico. Le doy las gracias, doctor Legrand ―se despidió mientras se levantaba sosteniéndose en el apoya brazos de la silla. Miró al otro médico:

―Doctora…

Se esforzó por sonreír, despidiéndose con un movimiento de cabeza, a continuación se volvió para abandonar la enfermería con la mente que parecía vacía de todo tipo de pensamiento, pero con la rabia que nunca hubiera creído sentir hacia John y hacia si misma.

En ese estado emotivo bajó el umbral de atención y apoyó el peso sobre la pierna equivocada. Tendió los brazos hacia delante en busca de un punto de apoyo, pero éstos golpearon un recipiente de metal en forma de haba que se desplomó al suelo con un gran estrépito, vertiendo el contenido.

Con la rodilla sana y las palmas de las manos en el suelo, Loreley miró el daño producido, no sabiendo si reír o llorar.

Sintió a su espalda dos manos fuertes que la ayudaron a levantarse, mientras un enfermero se apresuraba a volver a poner en orden jeringuillas, tubos de pomada, gasas y tijeras en el contenedor.

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