Kitabı oku: «El hijo de Dios», sayfa 4
Este es el argumento de la Biblia.
Es evidente, entonces, y se hará cada vez más evidente a medida que avancemos, que cuando los escritores del Nuevo Testamento llaman a Jesús «Hijo de Dios», no están tratando de decirnos nada acerca de sus orígenes ontológicos. No están tratando de informarnos acerca de su historia metafísica. No están tratando de informarnos acerca de cómo o cuándo llegó a existir en la eternidad pasada. Más bien, nos están diciendo que Jesús es el hijo de la promesa, dentro del linaje abrahámico y davídico. Según Mateo, Jesús es «hijo de David, hijo de Abraham», y, como tal, él es el Hijo de Dios esperado desde siempre, que sería fiel al pacto.
«La caída de Adán fue el evento que puso a la Tierra bajo el control efectivo de Satanás… en Cristo tenemos un nuevo Adán, un nuevo “Hijo de Dios”, que ahora ha entrado en escena para revertir los efectos de la Caída y reclamar el “dominio” sobre la Tierra».
Capítulo Diez
EVANGELIO SEGÚN LUCAS — HIJO DE ADÁN
Como el Evangelio de Mateo, el relato de Lucas se basa en la lógica narrativa del Antiguo Testamento:
Entonces el ángel le dijo: «María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su Reino no tendrá fin» (Lucas 1: 30-33).
Fíjate en los indicadores narrativos. María, la mujer (recuerda Génesis 3: 15), tiene un Hijo que va a ocupar el trono de David y reinar sobre la casa de Jacob. Gabriel, el ángel mensajero, insiste en explicar a María la identidad davídica del niño que lleva en su vientre. Él será llamado el «Hijo del Altísimo». Es un título que él ostenta en el marco de la narrativa de las Escrituras, según Lucas, no una explicación acerca de sus remotos orígenes. Lucas es plenamente consciente de que la historia ahora está alcanzando su clímax en Cristo. Él quiere que comprendamos que Jesús es el Hijo de Dios en el mismo sentido que David, dentro del fluir del plan del pacto divino. Jesús es quien consigue realizar el proyecto en el que David y todos los demás hijos de Dios fallaron. A diferencia de ellos, Jesús será fiel al proyecto divino original para los seres humanos. Él será fiel al pacto de la filiación.
Esto ahora lo tenemos claro, porque ahora estamos leyendo el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo. Es evidente que Gabriel no está procurando explicarle a María que Jesús fue engendrado por Dios el Padre en un pasado eterno. Esa preocupación no aparece en ninguna parte en el radar del ángel, ni en ninguna parte del radar de los escritores bíblicos. El punto que Gabriel le está comunicando a María es que su hijo es el tan esperado «Hijo de Dios» que vivirá y reinará en el trono de David como el hijo fiel a Dios.
Lucas también quiere que sepamos que Jesús, precisamente por ser el hijo de la promesa del pacto, vino al mundo mediante una concepción milagrosa:
Entonces María preguntó al ángel: «¿Cómo puede ser esto, si no conozco varón?» Respondiendo el ángel, le dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual, también el Santo Ser que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1: 34-35).
Observa la expresión «por lo cual… será llamado Hijo de Dios». Se trata de un título conferido, un nombre relacionado con su misión dentro del relato de Lucas, no de una descripción de su intrínseca identidad preencarnada. Él sería llamado Hijo de Dios precisamente porque había sido concebido en el seno de María por un milagro, como Isaac, no porque él siempre fuese el Hijo de Dios por naturaleza antes de venir a nuestro mundo. Más adelante exploraremos que también hay un sentido en el cual Jesús era el Hijo de Dios antes de su encarnación, pero ese descubrimiento, también estará basado en la historia global que las Escrituras están contando. Por ahora, prestemos atención a lo que nos dice Lucas. El tan esperado «Hijo de Dios» llega en la persona de Jesucristo, y para nuestro total asombro, es Dios mismo quien se presenta para llevar a término con éxito nuestra filiación fallida.
Lucas continúa su relato, y su lenguaje en relación con Jesús está cargado de significados:
Socorrió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
—de la cual habló a nuestros padres—
para con Abraham y su descendencia para siempre (Lucas 1: 54-55).
… para hacer misericordia con nuestros padres,
y acordarse de su santo pacto,
del juramento que hizo a Abraham, nuestro padre (Lucas 1: 72-73).
Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón (Lucas 2: 7).
Pero el ángel les dijo: «No temáis, porque yo os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lucas 2: 10-11).
Lo que está pasando aquí es obvio ahora que tenemos la totalidad de la historia a la vista. Lucas usa un lenguaje relacionado con el nacimiento y la filiación para describir a Jesús en el contexto directo de su nacimiento de María, la mujer, tal como había predicho en Génesis 3: 15, la primera promesa del evangelio. Lucas no nos está hablando aquí de Cristo como el eterno hijo divino de Dios apareciendo para convivir con sus demás hijos humanos. Más bien está intentando que veamos a Jesús como Dios mismo apareciendo tras el milagro de la encarnación para vivir fielmente la relación de filiación para con Dios para la que fuimos creados todos los seres humanos. Cristo es el nuevo hombre, el representante humano, el hijo corporativo de Dios en quien se realiza ahora todo lo que Dios originalmente pretendía para la humanidad. Por eso —y este es un punto especialmente significativo que no queremos ignorar—Lucas remonta intencionalmente la genealogía de Jesús hasta «Adán, hijo de Dios» (Lucas 3: 38). Mientras que el Evangelio de Mateo sitúa la genealogía de Jesús en el capítulo uno como una introducción a su nacimiento, Lucas coloca la genealogía de Jesús después de su bautismo como una introducción a su ministerio público. Observa con cuidado la terminología usada:
Aconteció que cuando todo el pueblo se bautizaba, Jesús también fue bautizado, y mientras oraba, el cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma; y vino una voz del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Lucas 3: 21-22).
Tú eres mi Hijo amado.
En ti tengo complacencia.
Según el relato de Lucas, Jesús se presenta ante el mundo como el hijo fiel de Dios en contraste con el rebelde Adán. Por eso, justo después de llamarlo «Hijo de Dios», Lucas nos cuenta que Jesús «Allí estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo» (Lucas 4: 2, CST). Israel fue tentado en el desierto y fracasó. Pero remontando más arriba en la historia, Adán fue tentado y también cayó (Génesis 3). Jesús ahora se enfrenta con el diablo pero permanece fiel. En la historia del evangelio narrada por Lucas, la filiación de Jesús está puesta en paralelo con la de Adán en el relato de la creación y la Caída, pero con alusiones a las pruebas de Israel en el desierto.
Adán, como hijo de Dios, recibió dominio sobre la Tierra (Génesis 1: 26-27). Cuando Adán pecó, además de la dimensión moral de la caída, también hubo una transferencia efectiva de dominio de la Tierra, que pasó de Adán a Satanás. Lucas aclara también este punto con su ojo puesto en la historia de Adán:
Luego lo llevó el diablo a un alto monte y le mostró en un momento todos los reinos de la tierra. Le dijo el diablo: «A ti te daré todo el poder de estos reinos y la gloria de ellos, porque a mí me ha sido entregada y a quien quiero la doy. Si tú, postrado, me adoras, todos serán tuyos» (Lucas 4: 5-7).
No te lo pierdas. Lucas nos está diciendo que el diablo tentó a Jesús dentro del contexto del «dominio» que Adán tuvo una vez sobre la Tierra como «Hijo de Dios». Satanás se acercó a Jesús reclamando la Tierra como su territorio, señalando el hecho de que la Tierra le había sido «entregada» a él.
Entregada a él, ¿cuándo, y por quién?
De nuevo: ¡En el Edén, por Adán!
La caída de Adán fue el evento que puso a la Tierra bajo el control efectivo de Satanás. Pero Lucas quiere que entendamos que en Cristo tenemos un nuevo Adán, un nuevo «Hijo de Dios», que ahora ha entrado en escena para revertir los efectos de la Caída y reclamar el «dominio» sobre la Tierra.
Está claro, entonces, que Mateo y Lucas están en la misma longitud de onda. Estos dos evangelistas inspirados identifican a Jesús como el «Hijo de Dios» dentro de los parámetros narrativos de su misión terrenal, no en referencia a sus orígenes. Origen absoluto, principio ontológico o cronología metafísica, ninguno de estos intereses se encuentran en ninguna parte en Mateo o Lucas. La historia que cuentan es decididamente hebrea en sus preocupaciones y está completamente basada en el Antiguo Testamento.
Y ahora, con el Evangelio de Juan, las cosas se ponen todavía más hermosas.
«Juan insiste en que el amor es la característica que define a Cristo como Hijo de Dios. Sabe que el objetivo de la misión del Mesías es volver a traer a los seres humanos a los cauces de la fidelidad al pacto».
Capítulo once
EVANGELIO
SEGÚN JUAN — HIJO UNIGÉNITO
La genealogía de Mateo relaciona por filiación a Jesús con David, Abraham e Israel.
La genealogía de Lucas relaciona también la filiación de Jesús con Israel, pero se remonta hasta Adán, enlazando así la filiación de Cristo con el relato de la Creación.
Juan no presenta ninguna genealogía de Cristo, pero pone la filiación del Salvador en relación tanto con Adán como con Israel, en sincronía con los otros evangelistas. Pero lo hace a su manera, de forma muy única, aportando algunas revelaciones impresionantes.
Primero, Juan nos lleva de vuelta a la creación, identificando a Jesús como nada menos que el mismo Creador:
En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Éste estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho (Juan 1: 1-3).
Qué pensamiento tan sencilla y profundamente formulado. Allá «en el principio», Juan explica que “Dios… estaba… con Dios”. No dice que “el Hijo estaba con el Padre”, sino que «Dios… estaba… con Dios». Juan está a punto de explicar el punto en el que comenzó el acuerdo entre Padre e Hijo y en qué sentido hay que entenderlo. Primero, él nos lleva hasta el «principio», cuando Dios se embarcó en la creación, y en este momento de la realidad divina, «Dios… estaba… con Dios».
Así, pues, según Juan la realidad se entiende en dos categorías fundamentales: lo hecho y lo no hecho. Observa su lenguaje: «Sin Él nada de lo que ha sido hecho fue hecho». Juan insiste en que Jesús, antes de ser Jesús, es quien hizo todo, ocupando la categoría de lo no-hecho. Pero inmediatamente Juan hace algo asombroso. Nos informa que la persona no hecha decidió voluntariamente entrar en el reino de lo hecho al convertirse en parte de él. El Creador se convirtió en criatura:
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por medio de él; pero el mundo no lo conoció. A lo suyo vino, pero los suyos no lo recibieron. Mas a todos los que lo recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. Estos no nacieron de sangre, ni por voluntad de carne, ni por voluntad de varón, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre (Juan 1: 10-14).
Aquí, por primera vez en el Nuevo Testamento, Jesús es llamado, «el unigénito del Padre». Si no conociésemos el trasfondo sobre el cual Juan está expresándose, podríamos concluir que está tratando de describir cómo Jesús llegó a existir en algún momento de la eternidad pasada. Pero sabemos que esto no es en absoluto lo que Juan tiene en mente. ¿Cómo lo sabemos? Pues porque Juan está utilizando un lenguaje sacado del Antiguo Testamento, de modo que lo que tenemos que hacer es volver al Antiguo Testamento para descubrir exactamente lo que significa. No hace falta adivinar nada.
Recuerda lo que hemos descubierto anteriormente. Dios dijo a Israel:
Tú eres mi «hijo primogénito».
Te «engendré» cuando «te saqué» de la esclavitud egipcia.
Al liberarte me «convertí en tu padre».
Por lo tanto, soy «tu Padre».
Continuando con la metáfora del padre-hijo, Dios más tarde le dijo a David, «Mi Hijo eres tú; yo te engendré hoy» (Salmo 2: 7). Y David dice a Dios: «Mi padre eres tú, mi Dios, y la roca de mi salvación» (Salmo 89: 26). Y Dios dice de David, «lo pondré por primogénito» (Salmo 89: 27). Una vez que la antorcha de la sucesión de la filiación fue pasada a Salomón, Dios dijo de él, «será para mí un hijo, y yo seré para él un padre» (1 Crónicas 22: 10). Tanto Israel como David y Salomón son hechos hijos de Dios, no por nacimiento biológico, sino por el llamado a la vocación de la alianza. En la historia bíblica, Israel era el hijo unigénito de Dios entre todas las naciones de la Tierra, con la misión de dar un testimonio tan poderoso de la gloria de Dios que muchas otras naciones se convertirían también en hijos de Dios. Una vez que comprendemos esta dinámica narrativa, entendemos la intención del relato bíblico, y comprendemos el sentido en el que Jesús es el Hijo unigénito de Dios. Esto nos lleva de vuelta a nuestro pasaje en el primer capítulo de Juan.
Cuando Juan llama a Jesús «el unigénito del Padre», lo está identificando como Aquel que cumplirá de manera final y plena la misión encargada a Israel. Israel falló en dar su testimonio a las naciones y por esto falló en atraerlas a una relación de filiación con Dios. Jesús llevará esta misión a cabo con éxito. Él se hizo Hijo de Dios para que nosotros llegáramos a serlo también, es decir, para que se nos diera acceso a “llegar a ser hijos de Dios”. El creador del mundo tomó el papel de hijo para que pudiéramos ser admitidos de nuevo en ese papel nosotros mismos.
Ese es el mensaje del Evangelio de Juan. Juan no está explorando cuestiones metafísicas griegas sobre el origen de Dios, sino respondiendo a cuestiones narrativas hebreas con respecto a la misión de Israel, que sería llevada a cabo por el Mesías. Pero si nos queda alguna duda acerca de si Juan, como los demás evangelistas, tiene en vista el relato del Antiguo Testamento cuando presenta a Jesús como el «hijo unigénito» de Dios, podemos desterrarla cuando llegamos al final de Juan 1:
Natanael exclamó: «¡Rabí, tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel!» (Juan 1: 49).
En el relato que Juan hace de la historia, Jesús es «el Hijo de Dios» en el sentido de que es «el Rey de Israel». Se trata de identidades equivalentes. La filiación de Cristo designa su identidad en el pacto con el linaje de David, no su origen ontológico relativo a algún remoto linaje de seres divinos que participan en algún proceso de engendramiento misterioso, un Dios dando a luz a otro, como si se tratara de mitología griega.
Y así llegamos a Juan 3: 16, que es el pasaje bíblico más familiar con respecto a la filiación de Cristo, y el versículo principal sobre el cual la doctrina antitrinitaria descansa:
De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en el cree no se pierda, sino que tenga vida eterna.
El versículo tiene un contexto, formado por un contexto inmediato y un contexto narrativo más amplio. En Juan 3
Jesús tiene una conversación con un fariseo llamado Nicodemo. En ella, Jesús asume inmediatamente su misión como «el Hijo de Dios» y «el Rey de Israel», sin dejar espacio para la incomprensión:
De cierto, de cierto te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios (Juan 3: 3).
Si Nicodemo desea «ver el reino de Dios», debe «nacer de nuevo».
¿Qué?
¿Por qué Jesús habla de un nuevo nacimiento?
¿Y qué tiene que ver el reino de Dios con esto?
Bueno, si rastreamos la historia que cuenta Juan, algo impresionante nos salta a la vista y nos deslumbra. «El Rey de Israel» ha venido ahora, Juan explica, para establecer su «Reino». Es decir, «el Hijo de Dios» ha venido ahora para devolver a la humanidad su filiación perdida. De modo que para entrar en el nuevo reino, necesitamos «nacer de nuevo».
¿Nacer de nuevo?
¿Qué significa eso?
La idea del nuevo nacimiento tiene sentido para Juan porque todo el Antiguo Testamento se construye en torno al concepto del nacimiento, el nacimiento del hijo primogénito para el cumplimiento de la promesa del pacto. Jesús ha venido a nuestro mundo para cumplir la vocación de Israel como primogénito de Dios, y ahora está invitando a todos los demás seres humanos a nacer de nuevo también como hijos de Dios. Nacer de nuevo significa, por lo tanto, entrar en un nuevo Génesis que Jesús está inaugurando como el nuevo Hijo de Dios que ha venido a relevar a Adán y a reescribir la historia del pacto de Israel con fidelidad.
¿Con qué fin?
A fin de que el Reino de Dios se establezca y eventualmente llene toda la Tierra, como Dios prometió a Abraham: «serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Génesis 12: 3). Jesús, cuando llega como el «Hijo de Dios» y «el Rey de Israel» para establecer el Reino de Dios en la Tierra, invita a Nicodemo, y a todos nosotros, a «nacer de nuevo» en esta nueva fase de la historia del mundo. En otras palabras, él nos invita a convertirnos en hijos del pacto divino, para que a través de nosotros los caminos de ese pacto con Dios puedan transformar al mundo.
Es en este contexto que Jesús se identifica a sí mismo como «el Hijo unigénito de Dios». ¿Significa acaso este lenguaje que el Padre, en tiempos muy remotos en la eternidad pasada, engendró a Jesús de modo que éste tuviera existencia propia junto a Dios?
Es evidente que no significa nada de eso. Esas preocupaciones no están en la mente de Juan.
Nosotros solo podemos interpretar el lenguaje sobre filiación que Juan utiliza como si tuviese connotaciones metafísicas si ignoramos la gran historia que la Escritura nos está contando. Pero desde el momento en que empezamos a pensar dentro de la trayectoria de filiación que va de Adán a Abraham, a Isaac, a Jacob, a Israel y a David, un cuadro diferente se concretiza. El significado del relato del Nuevo Testamento cobra vida, y Juan 3: 16 se abre finalmente ante nuestros ojos como una flor.
Vamos a ir más lejos en esta investigación preguntándonos simplemente: ¿es Jesús el único «hijo unigénito» en la Escritura? Ya sabemos la respuesta, ¿no?
Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac: el que había recibido las promesas, ofrecía su unigénito (Hebreos 11: 17).
¡Ahí lo tienes!
Isaac lleva el título de «hijo unigénito», así como Israel como nación y David como rey de Israel llevarían más tarde el mismo título. El título de «hijo unigénito» es un título propio del pacto, no un título cronológico u ontológico. Si no conociésemos el relato bíblico, podríamos confundirnos al ver que Isaac es llamado «hijo unigénito de Abraham». Porque la Biblia nos dice claramente que Abraham tuvo, no uno solo, sino ocho hijos: Ismael, Isaac, Jocsán, Zimrán, Madián, Isbac, Súa y Medán (Génesis 25: 1-9). Entonces, ¿cómo puede designar a Isaac como el “hijo unigénito” de Abraham? Es muy sencillo, una vez que ves lo que el texto quiere decir. Isaac no fue el único hijo biológico engendrado por Abraham, y ni siquiera fue el hijo primogénito de Abraham desde el punto de vista cronológico. Isaac fue el hijo unigénito de Abraham, porque era el hijo del pacto. Y eso es precisamente lo que Jesús quiere decir cuando se llama a sí mismo «Hijo unigénito de Dios». Al aplicarse a sí mismo ese título, Jesús le está explicando a Nicodemo que él era el antitipo mesiánico de Isaac, de Israel, de David y de Salomón.
Así pues, Juan 3: 16 no es una declaración de que Jesús fue literalmente «engendrado» de Dios mucho antes de venir a nuestro mundo, ni de que Jesús tuvo una existencia distinta cronológicamente después de Dios. Juan 3: 16 nos dice más bien que en Jesús se cumple la promesa prefigurada en la filiación de Israel contenida en el pacto. El objetivo final de la historia bíblica es que Dios tenga un hijo fiel, un hijo que mantenga el pacto con Dios y con la humanidad, un hijo que se convierta en la fuente de muchos otros hijos fieles, de modo que reproduzcan la imagen de Dios en toda la amplitud de la raza humana. Jesús es el Hijo de Dios en este sentido. Él es Adán como Dios quiso que fuera Adán, Israel como Dios quiso que fuera Israel, David como Dios quiso que fuera David, humano como Dios quiso que fuera la humanidad.
Ahora podemos leer Juan 3: 16 y entender lo que realmente significa dentro del flujo narrativo de la Escritura.
Dios
ese Dios que mantiene su pacto con Israel,
de tal manera amó
por fidelidad inefable al juramento de su pacto
al mundo
formado por toda la población hebrea y gentil de la Tierra, que Dios prometió a Abraham que bendeciría a través de su descendencia
que ha dado a su Hijo unigénito
tal como prometió a través de todos los profetas, tal como se prefiguró en Isaac, el «hijo unigénito» de la promesa hecha a Abraham y tal como se tipifica en David, el hijo mesiánico de Dios del reino de la alianza eterna
para que todo aquel
tanto judío como gentil,
que en él cree
como Abraham creyó la promesa divina del pacto,
no se pierda
bajo las maldiciones estipuladas por Moisés en el pacto
sino que tenga vida eterna
prometida en las bendiciones del pacto estipuladas por Moisés
O, dicho más brevemente:
Dios amó de tal manera, por fidelidad a su pacto, al mundo entero, tanto a judíos como a gentiles, que dio al mundo entero a su Hijo unigénito prometido para demostrar lo que es la verdadera filiación, para que todo aquel que en él crea como el Hijo fiel de Dios y nazca de nuevo a través suyo a la verdadera filiación, no perezca bajo las maldiciones del pacto, sino que tenga vida eterna bajo las bendiciones del pacto.
Es poco probable que alguna vez hayas leído Juan 3: 16 así, porque este, el más famoso de todos los pasajes bíblicos, ha sido tan aislado de su contexto narrativo que casi nadie escucha lo que realmente está diciendo. Como resultado, la noción de «Hijo unigénito de Dios» ha sido objeto de una burda, mala interpretación, como si Jesús estuviera tratando de decirnos cómo llegó a existir junto al Padre en algún remoto pasado etéreo. Pero una vez que tomamos en consideración todo el alcance de la historia, se hace claro que Juan 3: 16 no trata de los orígenes ontológicos de Jesús, sino de su identidad como el Hijo de Dios prometido, y de la buena nueva de nuestra reincorporación, a través de él, a la filiación de la alianza.
En la primera de sus cartas, Juan vuelve a ahondar en la lógica de la historia bíblica trazando una línea clara de conexión entre la condición de Cristo como «Hijo unigénito» de Dios y su misión en favor d que los seres humanos nazcamos de nuevo a su propia condición:
Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios así nos ha amado, también debemos amarnos unos a otros (1 Juan 4: 7-11).
Juan insiste en que el amor es la característica que define a Cristo como Hijo de Dios. Sabe que el objetivo de la misión del Mesías es volver a traer a los seres humanos a los cauces de la fidelidad al pacto. Jesús es el «Hijo unigénito» de Dios precisamente porque él es quien encarna plena y finalmente el amor de Dios en el seno de la humanidad. Claramente, Juan está enmarcando la obra de Cristo dentro de la historia del pacto iniciada en el Antiguo Testamento. Por eso utiliza el título de «Hijo unigénito» de la misma manera que lo utilizaron antes que él los profetas, para señalar la llegada del Hijo de Dios fiel a su pacto.
Juan sabe que Dios hizo un pacto con Abraham. También sabe que los profetas definieron ese pacto como el «amor inagotable» de Dios, y que anunciaron la venida de un Hijo a través del cual se cumpliría el pacto de amor (Isaías 54: 10; 42: 6). Así que cuando Juan se refiere a Jesús, lo describe dando origen a una nueva humanidad caracterizada por el mismo amor anunciado por todos los profetas. Por eso, en ese contexto, Juan puede declarar sin rodeos: «todo aquel que ama, es nacido de Dios». La posición de Cristo como «Hijo unigénito» de Dios es el punto de partida desde el cual puede nacer una nueva clase de humanidad. En Cristo, Dios ha venido ahora para cumplir su promesa de bendecir a todos los seres humanos a través de un solo ser humano, para bendecir a todas las naciones de la Tierra a través de una sola nación. El propósito de Israel será alcanzado finalmente por Jesús. El mundo será redimido a través de la obra del único Hijo de Dios plenamente fiel. Y cada uno de nosotros está invitado a «nacer de nuevo» asumiendo la identidad de hijos de Dios que él reclama para nosotros.
El punto es que Juan 3: 16 significa lo que significa y no significa lo que no significa. Y no tenemos derecho a imponer al texto lo que nosotros pensamos que significa. Sí, Jesús es el «Hijo unigénito» de Dios, pero el Evangelio de Juan no da ningún indicio de que esto significa que él fue engendrado por Dios como Dios en algún momento del remoto pasado. Según el contexto inmediato de Juan y el contexto bíblico más amplio tomado en su conjunto, «hijo de Dios» es una identidad humana, no una identidad divina. Según el relato de Juan, el mismo Dios que hizo el mundo se ha hecho carne y ha asumido perfectamente su papel de hijo, cumpliendo el nuevo pacto en representación nuestra, como sustituto de Adán y Mesías de Israel. Cada ser humano puede ahora acceder a la misma filiación o identidad a través de su unión con él. El profundo mensaje de Jesús es simplemente este: Yo soy el unigénito Hijo de Dios, y te estoy invitando a nacer de nuevo para que puedas compartir conmigo mi posición de hijo fiel.
¡Sublime!
Ahora bien, si encuentras que el marco en el que Juan sitúa la filiación de Cristo es revelador, vas a experimentar por lo menos el mismo entusiasmo cuando descubras lo que Pablo tiene que decir en Romanos.