Kitabı oku: «Las trincheras de los cuidados comunitarios», sayfa 4

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La gerontología, si bien nace vinculada a las ciencias biológicas y de la salud –en una rama de la medicina denominada geriatría3– se acercó progresivamente a los debates y perspectivas sociales, criticando así las bases positivistas (y biologizantes) de su surgimiento disciplinario (Yuni y Urbano, 2008: 153). Según Arquiola (1995: 153), la gerontología propulsó, en los cuarenta, una concientización sobre la relación entre los modos y estilos de vida y la constitución de la salud o de las enfermedades que, en aquel entonces, se habían distendido entre la población en la tercera edad. Este debate fue muy conflictivo. Una parte de la tradición médica –la británica y la francesa– suponía que la gerontología sería un campo amplio, que abarcaría la geriatría como una subespecialidad. En Estados Unidos, la postura hegemónica fue la inversa: se preconizó a la gerontología como un subcampo de la geriatría, lo que culminó, en este país, en la separación de estas disciplinas. Obsérvese, no obstante, que todos estos debates nacen inicialmente en los países del Norte global, siendo preferentemente desarrollados en Europa y Norte América (específicamente Estados Unidos y Canadá) hasta fines del siglo veinte (Ramos-Toro, 2015: 71). Esto tuvo como consecuencia que las reflexiones sobre la vejez tardaran mucho en incluir las casuísticas propias de los países del Sur global.

Entre los años de las décadas cuarenta y sesenta, en Estados Unidos, la gerontología emergente inaugura una primera generación de categorías analíticas que vinculan a la vejez con los debates sociológicos. Estas incluían “las teorías de la actividad, de la desvinculación, de la modernización y de la subcultura de la vejez” (Yuni y Urbano, 2008: 152). Entre los años de las décadas de cincuenta y sesenta, estos trabajos se preocuparon por indagar sobre la experiencia del envejecimiento en su vinculación con fenómenos como la pobreza, el abandono familiar o la exclusión social (Osorio, 2006: 7).

A partir de los sesenta, la “Teoría de la desvinculación”, desarrollada por Cummings y Henry (1961), emerge como paradigma hegemónico sobre el envejecimiento en los debates gerontológicos –posición que prevalecerá por aproximadamente medio siglo (Osorio, 2006: 7)–. Dicha teoría, recogida también por la antropología, la sociología, y especialmente la psicología social, asumirá que la vejez está socialmente construida, en las sociedades urbanas y capitalistas del Norte global, a través de una exclusión fundante. Plantea que, conforme las personas entran en la última fase de la vida, es decir, cuanto mayor es su cercanía a la muerte, mayor es la distancia entre ellas, sus hijos/as y su medio: un proceso que permite reorganizar e ir sustituyendo progresivamente las posiciones al interior de la familia (San Román, 1990: 42). Así, por ejemplo, la “desvinculación” del mercado laboral vivido por los sujetos mayores (debido a la jubilación) los empujaría a una condición social periférica, determinando que su acceso a bienes de consumo, relaciones sociales y dinámicas colectivas esté permanentemente demarcado por su “no participación” en el mundo productivo.

Sobre los desenlaces de esta teoría, recuperamos cuatro aspectos4. Primero, la dudosa generalización sobre el proceso de envejecer a partir de una mirada parcial del mismo situada principalmente desde el contexto estadounidense o de algún país de Europa (San Román, 1990: 49). Su aplicación fue poco plausible en países de la periferia capitalista donde la jubilación no siempre ha sido un derecho “universalizado”. El argumento tenía capacidades explicativas para el contexto del Estado de Bienestar social estadounidense de los sesenta. También era aplicable a varios contextos europeos de la Guerra Fría, cuando se produjo una distensión del derecho de jubilación salvaguardado por el Estado en los países capitalistas centrales del continente. Pero en los países “en desarrollo” la experiencia de las personas mayores distaba (y dista) mucho de permitirles dejar tácitamente el mercado productivo al llegar a la edad de jubilación5.

Segundo, la idea de “desvinculación” de la vejez condujo a una visión claramente pesimista, que asocia el envejecimiento a una condición inexorable de declinación física y social, retratando a las personas mayores como subsumidas a cuadros permanentes de dependencia (Johnson, 2001: 54; Osorio, 2006: 7).

Tercero, el concepto de “desvinculación” se convirtió en una herramienta polisémica y ampliamente usada, que cada vez estuvo más alejada de su contexto teórico inicial (San Román, 1990: 44).

Cuarto, la preocupación de las ciencias sociales sobre estos debates fue del todo tardío: las primeras revisiones críticas surgen desde la propia gerontología6. En un texto considerado fundacional para la gerontología crítica, Butler (1969) denuncia que los argumentos e investigaciones sobre el envejecimiento estarían condicionados por una mirada ideologizante sobre el papel de las personas mayores en las sociedades urbanas. Acuña, entonces, el término “Age-Ism” [edadismo o viejismo], para referirse a los perjuicios sociales que conforman las miradas “científicas” (Freixas, 2015: 29).

Siguiendo a Butler, algunos/as investigadores/as elaboran desde la gerontología, en los setenta, una segunda generación de teorías sobre la vejez. Así, “aparecieron la teoría de la continuidad, de la competencia social, del intercambio, del ciclo vital, de la estratificación de la edad y de la economía política del envejecimiento” (Yuni y Urbano, 2008: 153). Gana protagonismo, además, la “Teoría de la modernización”, de la mano de la obra Aging and Modernization, de Cowgill y Holmes (1972). Desde la antropología, estos autores comenzaron a prestar atención al papel de las personas mayores en sociedades industrializadas.

Específicamente, entre los sesenta y setenta, los análisis feministas se preocuparon por las inequidades que experimentaban las mujeres en comparación con los hombres (Gibson, 1996: 434), abordando problemas relacionados con el trabajo doméstico, la maternidad y la desigualdad en el acceso al “espacio público”. Desde entonces, el estudio de la relación entre género y envejecimiento no fue muy prolija. Es solamente cuando Simone de Beauvoir (1983 [1970]) publica La vejez, que el debate feminista incorpora (y con muchas reservas) el tema. La obra tuvo un impacto fundamental en el pensamiento antropológico sobre el género en su relación con la construcción generacional de los grupos sociales, afirmando que la condición de mujer mayor constituye un hecho biológico y cultural (De Beauvoir, 1983: 20). De Beauvoir (1983: 647) pone en prensa, además, la discusión sobre el impacto de la condición de clase social en el proceso de envejecer. A partir de ahí, observamos una progresiva coincidencia de las preocupaciones sobre la vejez esbozadas por pensadoras e investigadoras feministas con el enfoque de los gerontólogos, que en su mayoría eran hombres.

De este “encuentro”, emerge el enfoque del “doble riesgo” (Chappell y Havens, 1980). De acuerdo con esta discusión, las mujeres mayores constituyen una subjetividad definida por dos elementos estructurantes de marginación (Knodel y Ofstedal, 2003). Esta perspectiva representa un claro avance para la observación y análisis de las particularidades del envejecimiento femenino. Pero reincide en el pesimismo de las lecturas previas. El debate sobre el “doble riesgo” estuvo centrado en enunciar la cuestión de la vejez considerándola como parte de los “problemas de las mujeres” (Gibson, 1996: 435). El resultado fue una tendencia a opacar la heterogeneidad de formas de vida de las mujeres mayores, mostrándolas como un grupo dependiente que tiene poco que ofrecer a la sociedad y en cambio mucho que demandar.

Pasando revista a la producción en los setenta, San Román puntualiza que, en ella, el aporte más importante al campo de la vejez no fue ni antropológico, ni desde el enfoque intercultural…

[…] sino que el conocimiento de las muy variadas formas de envejecer va creciendo a partir de los estudios hechos en países industrializados y con un alto desarrollo capitalista. Es un esfuerzo especialmente relacionado con la psicología social y, en torno a sus planteamientos, se van poco a poco adhiriendo sociólogos, antropólogos y, en menor medida, historiadores. Son estudios que tratan de ancianos en distintos países y bajo diferentes situaciones, pero siempre dentro de la misma gama de condiciones societales (San Román, 1990: 83).

En síntesis, las teorías desarrolladas en estas décadas fueron criticadas por tres aspectos centrales: 1) un conjunto de generalizaciones empíricas con dependencia de un solo factor de variación: el cambio hacia la occidentalización; 2) el problema en la operacionalización de conceptos como “modernización”, “cambio social”, insuficientemente precisados; y 3) la consideración de las personas mayores como sujetos homogéneos (como si el envejecimiento fuera igual en todos los lados y para todos los diferentes grupos que componen una sociedad) (San Román, 1990: 55).

Un “problema social” (1970-1990)

El paso de los setenta a los ochenta sitúa la emergencia de los estudios sobre el envejecimiento desde las ciencias sociales. Predominaron en este momento visiones generalistas que enmarcaban la vejez como un “problema social” (Gibson, 1996: 434). Aunque se trata de debates heterogéneos, la mayoría coincidió en poner el foco en el cúmulo de desventajas y carencias que sufrían especialmente las mujeres mayores (Gibson, 1996: 435). Estos estudios identifican una confluencia de situaciones sociales, económicas y políticas que, impactando directamente el bienestar de las mujeres mayores, las empujan a la experiencia articulada de diversas problemáticas, en estrecha relación con las brechas de género. Estos debates avanzaron decisivamente hacia la incorporación de interpretaciones multifactoriales e interdisciplinarias sobre la vejez, representando, en aquel momento histórico específico, un desenlace vanguardista. Cinco líneas de estudios se desarrollaron en este periodo.

La primera refiere a la formulación en la sociología de un campo de estudios desde el cual se comprende al envejecimiento como parte integral de un proceso histórico-colectivo y a la vez personal: el “curso de vida” [life course] (Dannefer, 2011: 4). Según Cain (1964) y Elder (1975), este campo de estudios indaga sobre el papel de las circunstancias y eventos concretos vividos por los sujetos o grupos sociales en la forma como envejecen. Sus cuestionamientos se estructuraron alrededor de otros interrogantes complementarios, que observan las diferencias del proceso de envejecimiento entre varias generaciones [cohorts] (Ryder, 1965; Riley, 1973), las estratificaciones sociales derivadas de la edad (Riley et al., 1972), y la producción social de la vejez a través de las prácticas cotidianas (Gubrium, 1978). Este campo de estudios incluyó, desde sus inicios, dos orientaciones paradigmáticas (Dannefer, 2011: 4). Por un lado, la perspectiva “biográfica”, enfocada en los patrones y en el desarrollo de eventos rastreables a través de las transformaciones en la trayectoria de los sujetos. Por otro, el enfoque “institucional”, interesado por la organización de estructuras sociales que impactan en la “normalización” del envejecimiento. Desde los ochenta (Hess, 1980; 1985), estas perspectivas vienen incluyendo una mirada transversal de género (Ramos-Toro, 2015: 14). Pero, como afirman Arber y Ginn (1996: 18) los trabajos sociológicos sobre la vejez consideraron por décadas al género como una variable, y no como una categoría transversal de la organización social. El cruce sociológico entre edad y género solo aparecería en la sociología en los noventa.

La segunda línea vincula preocupaciones sociológicas y antropológicas, indagando sobre la producción social de representaciones que encasillan a las mujeres mayores en un espacio de marginalidad simbólica. Por ejemplo, el estudio de Datan en 1974, en Estados Unidos, sobre la percepción de personas, de diferente edad, género y clase social, sobre la muerte. Según la autora (Datan, 1989), el estudio observó la preponderancia de una percepción social que denostaba a las mujeres mayores como seres prescindibles. Paralelamente, antropólogas de diferentes orígenes avanzaron en proponer una mirada transcultural que, amparada en la investigación etnográfica de diferentes grupos socioculturales, buscaba contrastar las representaciones simbólicas sobre las mujeres en diferentes momentos de su experiencia vital. Véase, por ejemplo, el libro editado por Rosaldo et al. (1974) o el trabajo de Rayna Rapp (1975). Estos libros introducen la importancia de incorporar las diferencias de género en el estudio de las personas mayores. Levantan como hipótesis principal que la mejor adaptación de las personas mayores y sus mayores niveles de satisfacción son tendencias generales. Dichas tendencias estarían relacionadas con una mejora real de su situación en la vejez (con respecto a edades anteriores). Pero, a la vez, en el caso específico de las mujeres, están relacionadas también con una mejor dotación experiencial que los hombres para afrontar el envejecimiento (San Román, 1990: 109).

La tercera línea es la que desarrolló Teresa San Román (1990) en su propuesta de una “Teoría de la marginación social”, donde realiza una aproximación a la vinculación entre marginación y ancianidad, en la que las personas mayores aparecen como un grupo de edad que se compara con otro sujeto de estudio: los gitanos. Con este ejercicio, llega a conclusiones transcendentes:

La forma de medir el nivel de inclusión/marginalidad de los ancianos sería el resultado de hipotetizar y medir la desviación de los modos de las distintas variables atribuidos hipotéticamente a los ancianos, a partir de los modos que presentan esas mismas variables en personas adultas de una misma sociedad, estrato, sexo, etc. Será necesario comparar las posiciones relativas de los ancianos en distintas sociedades en función de los roles desempeñados y de las relaciones con otros estatus del mismo sistema. No hace falta decir que esta comparación requiere, en unos casos el recurso a la etnografía y a la historiografía, y en otros exigirá el trabajo de campo (San Román, 1990: 193).

La cuarta de las líneas emerge de la preocupación por las políticas públicas. El trabajo de Estes (1979) fue pionero, examinando la relación entre la política social y las condiciones y necesidades de la población mayor. Concluyó que en esta relación influyen las percepciones, los mitos y los mensajes sobre el envejecimiento que son comunicados tanto a las personas mayores como a jóvenes por los medios y los líderes de opinión, incluyendo a los investigadores procedentes de la gerontología (Estes, 1979: 290). Así, las acciones estatales estarían fuertemente impactadas por imaginarios sociales que representan la vejez como un “problema” y por discursos y representaciones que la retratan como una “contrariedad” médica. Asimismo, también influiría en la relación entre políticas sociales y necesidades de la población en edad avanzada el modo en que la sociedad trata a sus mayores (directa o indirectamente) a través de las políticas sociales de empleo, jubilación, cuidado de salud, ingresos y familia (Estes, 1979: 292). El aporte sustantivo de Estes se distenderá a través de sus estudios durante las décadas de los ochenta y noventa evidenciando que las construcciones sociales sobre el envejecimiento desde las políticas sociales reflejan y reproducen disparidades de clase social, género, etiquetas raciales y etnicidad (Estes, 1993: 292). Sus argumentos fueron reiterados por investigadores que abordarían estos temas también desde la economía política (Coleman y Watson, 1987; Hess, 1985; Peace, 1986)7.

La quinta de las líneas se vincula al análisis de la relación entre las vulneraciones vividas por las mujeres mayores y las responsabilidades “maritales” y familiares relativas a la obligación social del cuidado de hijos/as, esposos/as, nietos/as y padres/madres. A inicios de los ochenta, emerge el planteamiento de las desigualdades enfrentadas por las mujeres en relación con los cuidados familiares establecidos hacia parientes en línea ascendiente –de hijas a padres mayores, por ejemplo–, y descendiente –de madres mayores hacia hijos/as y nietos/as–. En este debate, Brody (1981) acuñó la frase “mujeres en el medio” para referirse, por una parte, a las mujeres que quedan atrapadas entre las generaciones más viejas y más jóvenes y, por otra, a aquellas que combinan las responsabilidades de cuidado parental con el trabajo remunerado. Estos argumentos inaugurarán, como explicaremos más adelante, una particular agenda antropológica y sociológica sobre el envejecimiento femenino en las primeras décadas del siglo veintiuno.

El recorrido sintético por estas cinco líneas temáticas muestra la expansión del campo de indagaciones e interpretaciones sobre vejez y género. Pero la vinculación crítica entre estos dos elementos solo tuvo lugar en las ciencias sociales a partir de la segunda mitad de los ochenta, gracias, una vez más, a las investigaciones de la gerontología social (Yuni y Urbano, 2008: 152-153). Estas preocupaciones serán acompañadas fuertemente por la antropología feminista. En 1985, en el discurso inaugural de la Conferencia anual de la Asociación Nacional de Estudios sobre las Mujeres (Estados Unidos), Macdonald (1987: 47) reclamaba que: “hasta que no veamos cuán invisibles son las vidas de las mujeres mayores, y por qué lo son, no podemos siquiera empezar el tipo de cambio radical que demanda el desafío del feminismo”. Su discurso denunciaba, así, la omisión de la antropología feminista sobre la opresión de la discriminación de las mujeres por edad (Macdonald, 1989: 52). Esta convergencia entre las preocupaciones gerontológicas y antropológicas feministas resultará en un giro epistémico en los estudios sobre mujeres mayores.

El “giro género-edad” (1990-2000)

En la década de los años ochenta, la preocupación feminista por la fase reproductiva del ciclo de vida dio paso a la conciencia emergente de la posmenopausia, provocando que un pequeño grupo de investigadoras comenzaran a explorar la coincidencia del género y la edad. En los noventa, observamos la emergencia de un debate entre la gerontología social y los estudios feministas en antropología que cuestiona críticamente la interrelación entre género y edad a partir de la preocupación por la sexualidad. En el marco de este debate, autoras como Gibson (1996) argumentaron que la edad fue pasada por alto como un factor estructurante de desigualdades, denunciando que las investigaciones feministas que aplicaban aproximaciones críticas respecto de las divisiones sociales de género, etiquetas raciales y clase social, se resistieron a reconocer la edad como un eje de exclusión. Este giro crítico provocó el surgimiento de un campo analítico específico (Yuni y Urbano, 2008): la antropo-gerontología feminista (Toro-Ramos, 2015). Uno de los puntos estructurantes de esta vertiente fue el intento de problematizar los estereotipos sociales que estigmatizaban a la vejez vinculándola a la decadencia (Cole et al., 1993):

La gerontología crítica feminista ha documentado la experiencia de las mujeres ancianas promoviendo interpretaciones más completas y complejas acerca de su vida y ha planteado la necesidad de que se estudien y conozcan con mayor detalle sus trayectorias vitales, revisando las lagunas y las inconsistencias que presenta gran parte de la investigación gerontológica actual, víctima de la ideología de la edad (Freixas, 2015: 30).

La articulación de este campo interdisciplinar significó la consideración de cuatro características:

1. La constatación de que las mujeres mayores experimentan una condensación de problemas y vulneraciones sociales.

2. La crítica sobre el modo como la gerontología social y el feminismo académico analizaron, hasta entonces, la construcción social de las desventajas vividas por las mujeres mayores: dejando de lado en el análisis, las cualidades relacionadas con sus capacidades (por ejemplo, construir redes que se mantienen a lo largo del tiempo).

3. Las limitaciones metodológicas de gran parte del trabajo cuantitativo realizado desde la literatura gerontológica, desde el que las distinciones de género y edad se consideraron como variables y no como categorías constructoras de desigualdades.

4. La crítica a la hegemonía epistémica ejercida por los paradigmas positivistas en los estudios de la vejez, visibilizándose la falta de compromiso del feminismo crítico con la investigación de las últimas etapas del ciclo vital, y las insuficiencias de la gerontología al enfocar predominantemente, y por tantas décadas, a la vejez con la denominada “esfera pública” (jubilación, seguridad salarial) (Gibson, 1996: 442-443).

Intentando superar estas carencias, el debate promovido desde el surgimiento de este nuevo campo se caracteriza por reconocer la heterogeneidad en la vejez. En este punto, hay dos ejes temáticos que quisiéramos recuperar. El primero se refiere a los estudios de la relación entre la feminización de la pobreza y el envejecimiento. En este campo, el clásico trabajo de Stone (1989) en Estados Unidos inaugura un nuevo eje de debates. Stone menciona, por un lado, que la longevidad de las mujeres, su tendencia a casarse con hombres mayores que ellas, y las bajas tasas de segundas nupcias entre viudas explican los procesos sociales por los cuales la pobreza se concentra en ellas, mostrando cómo la brecha de género también impacta en esta etapa de la vida. Stone destacó la necesidad de mostrar no solo las diferencias de género en la vejez, sino también las diferencias relacionadas a las etiquetas raciales que la gente recibe en su entorno social. Denunció que el interés de las investigadoras feministas por la pobreza se produjo solamente cuando mujeres blancas de clase media se empobrecieron. Dichos estudios feministas habrían visibilizado, así, la necesidad de servicios sociales que atendieran a las mujeres pobres en general, pero sus análisis sublimaron la diversidad de formas con que la pobreza impactaba en las mujeres negras (Stone, 1989: 32).

Por su parte, Leavitt y Welch (1989: 39) indagaron sobre las condiciones de vida de las mujeres mayores que viven en los suburbios. Su estudio expuso las dificultades que dichas mujeres enfrentan por tener ingresos más bajos que los hombres, acceso limitado al automóvil (impidiéndoles movilizarse con más independencia y comodidad) y su propensión a vivir solas (condicionándoles a cierto aislamiento). Apuntaron así que la inclusión de otras variables analíticas –como la mirada sobre las composiciones familiares, y de las viviendas–, permitían explicar las diversas formas de acceso al bienestar entre las mujeres mayores. Fueron perspicaces al centralizar el compendio de estrategias creativas desarrolladas por estas mujeres para resolver sus necesidades. Con esto, dieron cuenta de un sinfín de actividades económicas informales realizadas por ellas y que constituyen emprendimientos económicos centrales para la vida familiar (Leavitt y Welch, 1989: 40). Observaron, además, que estas mujeres invertían mucha energía en la construcción de redes de apoyo (que involucran a familiares, amigos y vecinos) amortiguando así sus dificultades (Leavitt y Welch, 1989: 39).

Ginn y Arber (1991) revisarían, desde la gerontología crítica, los estudios sociológicos y antropológicos sobre pobreza. Denunciaron que estos reincidían en interpretaciones discriminatorias sobre el envejecimiento (padeciendo de Age-ism) y ciegas a la clase social y al género. Su crítica evidenció cómo las concentraciones de pobreza entre las mujeres mayores fueron explicadas en términos de fallas en el sistema de seguridad social, mientras que los factores sociales y económicos que causaban que ellas tuvieran recursos inadecuados simplemente se obviaron. Las autoras comentaron que la contribución de las mujeres a la reproducción y la crianza de la próxima generación de empleados, así como las tareas de mantenimiento de quienes se encuentran empleados de hecho, las limitaba seriamente para asegurar sus propios derechos a pensiones (Ginn y Arber, 1991: 392). Mencionan, además, que “el precio de ser mujer” debido a la segregación ocupacional y la subvaloración de su trabajo conectado con “el costo de cuidar” afectaba a los ingresos y al bienestar al que pueden acceder cuando ya son mayores (Ginn y Arber, 1991: 373-374). Así, estos estudios sobre pobreza e ingresos en la vejez no examinaron en detalle las diferencias de género o no consideraron cómo estas podían estar relacionadas a la experiencia previa a la jubilación, a las limitantes de género en la política social, a las prácticas de contratación y a la asignación de responsabilidades domésticas (Ginn y Arber, 1991: 371-372).

Autoras como Gonyea, (1994: 38-39) acompañaron estas reflexiones mostrando que los programas de política pública orientados a las mujeres mayores en situación de vulnerabilidad debían aunar la concepción de que el género interpela las diferenciaciones de clase y estatus, a la vez que la constitución etaria puede ecualizar ciertas desventajas para algunas mujeres mayores, mientras que para otras las magnifica.

En conjunto, estos trabajos contribuyeron a expandir el concepto de “feminización de la pobreza” señalando los puntos ciegos de las investigaciones precedentes: la insistencia por identificar el género en vez de la clase como el determinante primario de la pobreza y el oscurecimiento de la diferenciación de clase entre las mujeres (Gonyea, 1994: 38).

El segundo eje de debates que ganará cuerpo en los noventa desde una perspectiva feminista crítica se vincula a la expansión de los análisis sobre la relación entre cuidados familiares y género influidos por los debates de Brody (1981). En los noventa, varios estudios dialogaron con la expresión de Brody, “mujeres en el medio”, buscando entender las encrucijadas femeninas con relación a las responsabilidades del cuidado social. Por ejemplo, Post (1990) afirmaría que las mujeres toman como “cruciales” las obligaciones de cuidado hacia los padres y madres. No obstante, enmarca esta obligación en sistemas de prestación total que involucran reciprocidades por afinidad. Critica con ello los debates de English (1979), para quien la reciprocidad pertenece solo al presente, y se acerca a los postulados de Sommers (1986), quien considera que la compensación que entregan las hijas a los padres es el producto simbólico-relacional de la gratitud por el cuidado recibido durante la niñez (Post, 1990: 87). Post destacaría además que la transición demográfica, acompañada de la tendencia masculina a evadir el cuidado directo, podría alterar las actitudes de las mujeres sobre esta construcción moral de las obligaciones filiales (1990: 85).

Por su parte, Boyd y Treas (1989), destacaron que muchos investigadores habían dirigido una considerable atención a “las mujeres en el medio” del trabajo remunerado y del cuidado informal, asumiendo que el conflicto de roles y la sobrecarga las predisponen al estrés. No obstante, los resultados de sus estudios sugieren que, para las mujeres en esta condición, el empleo en el sector productivo no configuraba el determinante más importante del estrés. Las mujeres indicaban, así, la centralidad de la calidad de la relación entre ellas (como cuidadoras) y los sujetos receptores de sus cuidados como elemento que definía su exposición al estrés. Boyd y Treas (1989) añaden que sus múltiples roles proveen a las mujeres mayores fuentes de satisfacción, no siendo tácitamente un aumento de cargas. Denuncian, entonces, que al concentrarse exclusivamente en el estrés de la entrega de cuidados, investigadoras e investigadores ignoraron la resiliencia y las capacidades de adaptación de las mujeres, enviando un mensaje deprimente a las más jóvenes respecto a su futuro (Boyd y Treas, 1989: 71). Sobre esta manera de entender el cuidado, entre carga y/o satisfacción, obligación y/o altruismo, el feminismo tendrá mucho que decir, tal como veremos en el siguiente apartado.

Cuidados y vejez (2000-2018)

Para inicios del siglo veintiuno, la mirada depositada sobre “el problema de las mujeres mayores” fue cambiando, dando origen a un análisis menos “falocéntrico” que superaba la tendencia a establecer a los hombres como una categoría relacional a partir de la cual se definen experiencias y recursos de las mujeres mayores (Gibson, 1996: 433). Este análisis implicó visibilizar ciertas “áreas de silencio”: aquellos temas sobre el envejecimiento femenino que no habían sido considerados décadas atrás. Entre ellos, la mayor experiencia de las mujeres mayores en la gestión de la vida en la esfera privada, su involucramiento en la economía informal y su experiencia en el movimiento entre sectores formales e informales (y entre “lo privado” y “lo público”) (Gibson, 1996: 436) por mencionar algunas. Esto empujó a la perspectiva feminista sobre el envejecimiento a adoptar una mirada crecientemente contextualizada:

La investigación debe ir más allá de las suposiciones sobre desigualdades de género universales y más allá de las situaciones desventajadas de las mujeres mayores, para examinar las experiencias de los hombres mayores y las mujeres dentro de los contextos en los que ellos viven (Knodel y Oftedal, 2003: 693-694).

En los estudios en América Latina, en castellano, las reflexiones realizadas impulsaron el redimensionamiento del papel de las mujeres con relación a la cadena de reproducción de la vida social dentro, entre y más allá de las familias. Si bien el tema comenzó a tener visibilidad desde los ochenta, la crítica feminista latinoamericana hispanohablante avanzó a partir de la contribución de investigadoras que estaban o bien trabajando en países del Sur global, o bien estudiando aquellas mujeres migrantes provenientes de esta región en el Norte global. Estos trabajos aunaron esfuerzos de la antropología, sociología y gerontología para plantear la relación concatenada entre los cuidados y las transformaciones que experimentan las mujeres en sus cursos vitales de manera transgeneracional. Este debate se estructura alrededor de, al menos, tres conceptos: cuidados, trabajos de cuidado y organización social de los cuidados. A continuación, adentramos en cada uno de ellos.

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