Kitabı oku: «Discursos de España en el siglo XX», sayfa 5

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y sus nombres no murieron

miradlos a donde están.

Ellos dicen brotarán

un día hombres de talento

que por lograr nuestro intento

jamás retrocederán.

Y ha de ser en Aragón.

Se cumplió la profecía

en Jaca es donde nacía

la hermosa revolución.

Pues en García encarnaron

y en Galán sus ideales,

y aquellas personas reales

también los asesinaron.

(...) // El pueblo ya tan cansado

de tanta canalla vil,

que vio tanta ingratitud

le prepara el ataúd

el día doce de Abril.

El entierro es el entierro

que el pueblo así lo ha mandado.

Y al proclamar la República

las espadas se han doblado.

Es un acto de heroísmo,

es un acto tan honrado,

que defender la nación

es antes que un soberano.

Y con un deber profundo

nacido del corazón,

spaña da una lección

a las Naciones y al mundo.

(...) // Viva la República

Viva dice Azaña

con Prieto y Zamora

y yo Viva España.

Con referencias como ésta, la prensa republicana definió y difundió una identidad en la que lo local se solapaba con lo regional y que remitía en última instancia a lo nacional. La historia seguía ocupando un papel central. Los personajes y acontecimientos históricos mencionados construían una imagen del pasado que se proyectaba hacia el presente a base de destacar, desde la perspectiva republicana, aquellos elementos que los relacionaban: todos simbolizaban la lucha por la libertad y por el bien de la patria, los mismos valores que los republicanos resaltaban de la labor que desarrollaban en el presente.

Ese patriotismo local republicano se configuró en disputa con otras formas de entender lo local y lo nacional, preferentemente con las formulaciones de carácter católico, un enfrentamiento que se plasmó simbólicamente en la erección de monumentos o en la propia celebración festiva. Así se puso de manifiesto, por ejemplo, en Bilbao, donde desde 1896 la celebración de la Fiesta de la Libertad del 2 de mayo en conmemoración del fin del sitio carlista de 1874 se convirtió en una batalla simbólica por intentar desligar de ella la celebración religiosa del Te Deum típica hasta entonces; o en Zaragoza en 1904, con la inauguración del Monumento al Justicia de Aragón, acto que fue seguido de la inauguración a pocos metros y horas de diferencia del Monumento a los Mártires de la Religión y de la Patria. O en Castellón, donde la rivalidad por la fiesta local culminó con la instauración de un calendario festivo católico propio centrado en la patrona de la localidad, la Mare de Deu del Lledó.[39]Esa tensión con la interpretación católica de la historia alcanzaría su culminación en los años treinta, cuando frente a las iniciativas legislativas y culturales de signo laico fomentadas desde distintas instancias de poder controladas por los republicanos, tanto a escala nacional como local, los sectores católicos militantes impulsaron todo tipo de tradiciones litúrgicas y actividades culturales relacionadas con la religión para conformar una identidad católica antagónica a la republicana laica.[40]

Como recuerda Pamela Radcliff, los rasgos generales de la cultura política republicana estaban claramente definidos a comienzos del siglo XX y variaron escasamente antes de la Guerra Civil.[41] Desde la perspectiva republicana, había que difundirla para promover la transformación cultural necesaria que permitiera hacer realidad el cambio político. Para los republicanos, esto significaba transformar una nación de súbditos en otra de ciudadanos que pudieran participar en el desarrollo del proceso democrático. Los republicanos se aprestaron a ello cuando accedieron al poder en abril de 1931, pero no partieron de la nada. Llevaban décadas tratando de incorporar a esa cultura política a la población, principalmente a los sectores de clases medias urbanas y a las clases populares. ¿Cómo? Las fiestas y celebraciones, como las ya mencionadas, constituían experiencias de sociabilidad importantísimas en ese sentido. Los asistentes compartían actos, símbolos y ritos establecidos y reconocibles que remitían a concepciones sobre la identidad local y nacional en clave republicana. Ofrecían, además, la posibilidad de socializar en la comunidad republicana y sentirse miembro de ella a todos los que participaban en las celebraciones, mientras compartían y expresaban sus esperanzas en que la República se haría algún día realidad en toda la Patria.

Esto ocurría también en las celebraciones de los llamados días republicanos. Desde las últimas décadas del XIX, según ha analizado Pere Gabriel, se fueron estableciendo unas simbologías republicanas y populares específicas, alternativas a las cultivadas oficialmente durante la Restauración y muy beligerantes sobre todo con la iconografía y el calendario católicos. Alcanzaban su máxima expresión en el aniversario de las fechas más emblemáticas del calendario republicano: el 11 de febrero de 1873, cuando las Cortes españolas proclamaron la I República; el 14 de julio de 1789, toma de la Bastilla; el 29 de septiembre de 1868, fecha de la Gloriosa; el 3 y 4 de enero de 1874, o el 11 de enero en el caso catalán, en recuerdo de la resistencia de grupos republicanos al golpe del general Pavía, etc. Otras tenían un carácter eminentemente local, como la del 6 de agosto en Gijón, fecha en la que conmemoraban el retorno de Jovellanos a la localidad que le vio nacer; la del 11 de diciembre en Málaga, aniversario del fusilamiento de Torrijos, o la del 1 de enero de 1869, celebrada por los republicanos malagueños desde finales del siglo XIX en honor de los muertos en esa fecha por oponerse al desarme de la milicia. Con la celebración de estas fechas reivindicaban la historia del republicanismo, la versión republicana de la misma, y mantenían viva la esperanza en la conquista de sus ideales. Trataban asimismo de configurar y difundir un referente identitario propio, alternativo al imaginario nacional español que se estaba imponiendo desde el poder establecido, que resaltaba por encima de todo la lucha por la libertad y el inevitable avance del pueblo español en pos de su consecución frente al oscurantismo y el clericalismo.[42]

Las celebraciones de esas fechas podían presentar sus peculiaridades locales, tener altibajos en su seguimiento y estar sujetas a las limitaciones y prohibiciones que estableciera la autoridad competente, pero sus ritos y símbolos estaban definidos y eran claramente reconocibles. Ya tuvieran lugar en los casinos y locales de los partidos republicanos, en teatros, en ámbitos más reducidos apropiados para banquetes o en calles y espacios abiertos, todas conllevaban actos diversos, decoración de espacios, despliegue de banderas y estandartes, presencia de música –desde los himnos con significación política a la música popular–, discursos, procesiones cívicas o giras campestres, representación de obras de teatro o lectura de poemas. Predominaba en estas obras el contenido bien histórico-épico, bien social costumbrista, y en ellas se colaba la visión que de España o de sus gentes asumía el republicanismo. De igual forma, la habitual interpretación de piezas conocidas de zarzuelas y de música popular o folclórica contribuía a difundir un repertorio musical propio de la cultura española nacionalizada que se asumía desde el republicanismo.

La prensa amplificaba el eco de las conmemoraciones: les imprimía significado mediante artículos de contenido histórico que enaltecían los hechos o a los héroes festejados, hablaba de los preparativos, animaba a la participación en los días previos y resumía los actos organizados, sin olvidar detallar los emblemas enarbolados, las melodías interpretadas y las palabras más aplaudidas de los oradores. Éste era el tono del editorial de El Popular de Málaga con motivo de la celebración del aniversario del fusilamiento de Torrijos en 1904:

Por eso hoy, a pesar del vergonzoso decaimiento del ánimo nacional en el que nos hallamos, esos recuerdos avivan el espíritu y conmueven el corazón; por eso elevamos nuestra alma con la memoria de aquellos mártires heroicos y exhortamos a los buenos patriotas, a los que sienten vivo el fuego del amor a la libertad y al progreso de España, que recuerden siempre e imiten, cuando sea necesario, los altos, nobles y generosos ejemplos que nos legaron esos mártires, si queremos ser dignos descendientes de ellos.[43]

Con el auge de la movilización política en la primera década del siglo XX, los republicanos, especialmente los radicales, trataron de imprimir a estas celebraciones un carácter más multitudinario. Pretendían que los actos festivos tuvieran mayor repercusión política en el ámbito público y, sobre todo, difundir la identidad republicana y fomentar la movilización política en todos los que se sumaran a las celebraciones. Aumentó, por ejemplo, el número de procesiones cívicas, meriendas democráticas y giras campestres, sobre todo en los años en los que la batalla política local y/o nacional era más intensa.[44] Aunque esa movilización se desarrollara en el ámbito local, donde los republicanos tenían influencia, ya que no podían acceder al poder estatal, la referencia última de sus aspiraciones políticas era la nación. Esto resultaba especialmente evidente en los actos que se organizaban dentro de campañas desarrolladas a nivel nacional en protesta por o en defensa de determinadas actuaciones gubernamentales, como por ejemplo los actos organizados, alguno de ellos en forma de romería cívica, en 1910 en apoyo de la política anticlerical de Canalejas.[45]

La ocupación de la calle con motivo del entierro de republicanos relevantes cumplía también esas funciones, y si el finado era una gran personaje de la vida nacional, el evento reunía los requisitos para ensalzar los consabidos vínculos entre el mundo local que encarnaba el difunto y su significado a nivel nacional. La muerte de Costa, por ejemplo, constituyó un buen motivo para ensalzar la nación a través de su figura. «Patriota», «ingenio español», «patriota aragonés», «preclaro hijo de Aragón y de la nación», «infinitamente español y aragonés», había muerto pero iba a vivir −aseguraban distintos artículos de La Correspondencia de Aragón− «unido al resurgimiento de España». El lecho de muerte de Costa representaba la «nueva Covadonga» desde donde los republicanos debían conquistar «la España nueva» propagando sus enseñanzas, levantando escuelas para formar a «ciudadanos constructores de una nacionalidad redimida por la libertad, por el trabajo y por la ciencia».[46] Los republicanos se sumaron a las demandas de otras instituciones de Zaragoza para conseguir que Costa fuera enterrado en la ciudad y no en Madrid. Consideraban un desdoro para Aragón el que sus restos pudieran ir a otro lugar, ya que −decían− era la cuna de sus actos más resonantes y Costa quería que de ella «resurgiera el león español». Estando sus restos en Zaragoza, la ciudad se convertiría en la

«Meca de España»: de ella saldría el impulso regenerador de la patria y a ella vendrían los españoles a estudiar su obra y a obtener fuerzas para llevar a cabo la salvación de la patria. Participaron también intensamente en la propuesta de ideas para perpetuar su memoria. De las lanzadas en la prensa republicana, dos tenían una especial relevancia en clave identitaria. Una planteaba colocar una escultura en el lugar donde se unían la calle Costa con el paseo Independencia, con lo que desde allí la vista abarcaría los dos monumentos más simbólicos, éste y el del Justicia de Aragón, en honor de ambos personajes históricos, «tributo eterno de la raza aragonesa a sus instituciones y a sus glorias». La otra sugería levantar una colosal cabeza de Costa, de 50 metros, en el Moncayo, de forma que fuera visible desde las tierras que se dominan desde dicho monte, Castilla, Navarra, La Rioja y Aragón.[47]

Tanto estas propuestas como la movilización ciudadana por conseguir que los restos de Costa reposaran en Zaragoza, o el sepelio, activaron entre los republicanos la simbiosis, característica de su cultura política, entre la identidad local y/o regional y la nacional española, así como los llamamientos a aplicar la misma energía que se había desplegado para conseguir que Costa reposara en Zaragoza a la tarea de derribar la Monarquía e instaurar la República. Ésa sería la mejor manera de honrar su memoria, se aseguraba. No faltó tampoco la rivalidad entre distintas culturas políticas por el significado de Costa y el carácter de su entierro. Al igual que los republicanos, todos los sectores sociopolíticos de la vida zaragozana intentaron erigirse en depositarios de la memoria de Costa, lo que se manifestó en especial en la pugna periodística entre los segmentos católicos y los republicanos por el carácter, civil o religioso, que correspondía al enterramiento. La rivalidad se volvería a reproducir un año después con ocasión de la colocación de la primera piedra del mausoleo dedicado a Costa en el cementerio de Zaragoza.[48]

Actos de este tipo –aunque el anterior no fuera exclusivamente republicano– permitían a los republicanos ocupar la calle, desplegar sus emblemas y, con ello, afirmar la presencia pública republicana y reivindicar la República. Servían a esto mismo también las concentraciones y/o manifestaciones que realizaban al recibir a los líderes republicanos más caracterizados que venían de otras capitales para participar en algún acto propagandístico. Estas celebraciones podían adquirir en ocasiones un carácter multitudinario, sobre todo en la primera década del siglo XX, cuando el republicanismo potenció el populismo y la movilización política de la población. Y, al igual que las celebraciones festivas o los entierros, activaban una serie de símbolos y ritos establecidos y reconocibles que remitían a concepciones sobre la identidad local y nacional en clave republicana.

Junto a las experiencias de sociabilidad, la conmemoración y los símbolos, la cultura republicana claramente nacionalizadora se difundió a través de instituciones republicanas que tenían una voluntad educadora, principalmente los ateneos, las escuelas privadas laicas o la formación de adultos que se impartía en casinos y centros republicanos, mediante cursos, conferencias, excursiones y otras actividades lúdicas. Además de ateneos y casinos, los republicanos crearon instituciones orientadas a la educación cívica de los trabajadores. En el caso bien conocido de Gijón, esta voluntad educativa se plasmó en la Asociación Musical Obrera y la Asociación de Cultura e Higiene. La primera proponía la música como vía de progreso moral y de participación cívica, y la segunda se orientaba a la ayuda mutua y prestó una creciente atención al desarrollo de la vida de los obreros, presionando para que se realizaran mejoras en los barrios donde vivían. Según Radcliff, para la Asociación de Cultura e Higiene «el barrio era el microcosmos de la nación» y los logros eran celebrados como una conquista de la comunidad de ciudadanos unida y organizada. A pesar de las tensiones que surgieron en la asociación a medida que se fue desarrollando el movimiento obrero de la localidad, sirvió hasta los años treinta de medio civilizador impulsado por reformistas de clase media que trataban de integrar a los sectores populares y obreros en una futura nación de ciudadanos republicanos.[49] En el proceso, fueron enseñando a los obreros, entre otras cosas, a implicarse de alguna manera en lo local, a combatir políticamente por la mejora de la ciudad, lo que no parece que fuera incompatible con la tendencia anarquista de muchos trabajadores de la asociación.[50]

Por último, la movilización impulsada por los republicanos también favoreció la difusión de una conciencia nacional. Ellos trataron de dirigir los conflictos sociales y políticos existentes en las localidades donde tenían apoyo e intentaron orientarlos en función de sus intereses políticos. Con ese objetivo recalcaban constantemente la interpretación que hacían de dichos conflictos y aprovechaban la oportunidad para reiterar sus apelaciones populistas de fondo en las que insertaban la interpretación de los problemas concretos. De forma que éstos solían quedar insertos en los planteamientos dicotómicos tan característicos del populismo republicano: los parásitos, explotadores y oligarcas, a un lado, junto a los que indefectiblemente aparecía la autoridad gubernamental establecida; y, al otro, el pueblo, los productores oprimidos y los que los defendían. Al insertarlos en esquemas de este tipo, hasta los conflictos de carácter más local podían remitir a una conexión con lo nacional, aunque fuera de forma imprecisa. La retórica quedaba especialmente reforzada si en la calle la protesta se plasmaba en manifestaciones conjuntas entre todos los sectores populares y obreros con sus representantes, encabezados por los republicanos.

Desde los años noventa del siglo XIX, la protesta popular y obrera fue uno de los mecanismos que favoreció la penetración de la cultura política republicana en las clases populares, lo que se tradujo en un reforzamiento de los lazos entre el republicanismo y la clase obrera. En las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, antes de que se perfilara de forma cada vez más independiente el movimiento obrero, se sitúa el periodo de mayor ascendiente del republicanismo entre las clases populares y obreras. Es en esa época en la que se aprecia una evolución desde una movilización social y política espoleada básicamente por asuntos locales a otra en la que adquieren una creciente importancia las cuestiones de política nacional. Este momento parece situarse a finales de la primera década del siglo XX, como lo refleja sobre todo la relevancia que adquirieron las protestas contra la ejecución de Ferrer i Guardia en 1909 o contra la política gubernamental en Marruecos. De hecho, la guerra de Marruecos se convirtió en uno de los principales motivos de concienciación política de los españoles a escala nacional, con las movilizaciones desarrolladas desde 1909 a 1914.[51] Ello no quiere decir que la movilización anterior a esos años fuera exclusivamente localista. A lo largo de las dos décadas precedentes, y sobre todo desde 1898, se dio una progresiva incorporación de lo nacional entre los motivos para la movilización de los sectores populares, y los republicanos desempeñaron un papel relevante en el proceso. La mayoría de ellos, a excepción de una parte de los federales, se encontraron entre los principales impulsores de movilizaciones patrióticas a favor de la guerra de Cuba, actitud que compatibilizaron desde 1896 con la participación en protestas contra las desigualdades del sistema de reclutamiento. Y tras la derrota militar se convirtieron en los principales agentes de la movilización anticlerical que se extendió por el país hasta las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.[52]

Los mítines organizados por los republicanos seguían una ritualización parecida, aunque se desarrollara en contextos distintos y por motivos diferentes. No faltaban los elementos simbólicos –banderas, música, algún retrato de característicos republicanos– y, tras escuchar las intervenciones de diferentes republicanos de relevancia local, regional, y a veces nacional, se elaboraba una lista de demandas que incluía también peticiones políticas a nivel nacional. A veces, marchaban después en manifestación hasta el ayuntamiento o el gobierno civil, acompañados por los líderes republicanos de la localidad, con banderas y estandartes de los centros republicanos y obreros que participaban en la movilización, mientras se tocaba o cantaba La Marsellesa y se daban vivas a la República. Al llegar al lugar de destino, se hacía entrega del pliego de peticiones y se daba por finalizada la concentración. Las movilizaciones políticas resultaban especialmente interesantes para los republicanos, sobre todo si se realizaban de forma conjunta con los sectores obreros. Aunque el motivo inicial de la movilización fuera localista, si el tema permitía convertirlo en motivo de ataque global al régimen monárquico, los republicanos podían erigirse en líderes de la movilización y consolidar su posición entre los sectores opuestos al régimen monárquico. Aunque el conflicto se centrara en la estructura de las relaciones de poder a nivel local, como afirma Pamela Radcliff, se le podía dar una lectura insertada en cuestiones nacionales, algo que era posible hacer porque existía una tradición de protesta en defensa de los intereses populares compartida por el republicanismo y el societarismo obrero frente a un régimen oligárquico y represivo.[53]Incluso cuando comenzó a manifestarse la progresiva independencia del movimiento obrero con respecto al republicanismo, aquél siguió participando de una cultura popular básicamente antioligárquica y anticlerical que le permitía colaborar con los republicanos en movilizaciones políticas y actos de protesta contra la guerra o el clericalismo, por ejemplo, cuyo referente era claramente nacional. En Zaragoza, en un mitin contra la guerra en agosto de 1914 organizado por las sociedades obreras, y que contó con el concurso de los republicanos, además de los consabidos gritos contra la guerra y los llamamientos en favor de la unión entre obreros y republicanos, se elaboraron unas conclusiones para enviarlas al gobierno que reflejaban una cultura política republicana compartida por el mundo obrero, en la que la protesta contra la guerra era perfectamente compatible con una disposición a implicarse en la política nacional, siempre que ésta sirviera a los intereses del pueblo, y sin escatimar afirmaciones de cariz patriótico:

Aragón, arma de la patria que ha sabido morir por ella, ante la desacertada política africana que lleva estéril a los hijos del pueblo, demanda la inmediata terminación de la guerra con la consiguiente repatriación de tropas, y dice a los poderes públicos: para el trabajo y la cultura, para caminos, riegos, fomento de la riqueza y reforma social, nuestro esfuerzo jamás regateado; para insensatas empresas, para combatir sin plan ni objeto en Marruecos, ni una peseta, ni un hombre.[54]

La movilización anticlerical fomentada por los republicanos respondía a estas características que mencionamos. Aunque su origen estuviera en un conflicto local, los discursos de la protesta y los escritos en la prensa republicana acababan remitiéndolo a un esquema nacional de conflicto con el clericalismo y el régimen monárquico, en el que solían aparecer retazos de la visión republicana de España con rasgos claramente anticlericales. Como recordaba un dirigente republicano de un pueblo de La Rioja (Cenicero) en el discurso ofrecido a los participantes en la manifestación de julio de 1910:

La cuestión religiosa, relegada en los países cultos a la esfera privada de la familia y la conciencia, constituye entre nosotros problema nacional de gran importancia, problema nacional que atañe a las cuestiones políticas y sociales, de tal trascendencia que su resolución, en uno o en otro sentido, tiene que influir de una manera definitiva y notable en el porvenir, en el mañana de nuestra Patria.[55]

Las protestas, los mítines y las manifestaciones respondían muchas veces a campañas impulsadas a nivel nacional, como las campañas electorales, la protesta por el nombramiento de Nozaleda para la sede arzobispal de Valencia o por la negociación del Concordato, o la campaña a favor de la legislación secularizadora de Canalejas. Los mítines movilizaron a los líderes nacionales que recorrían la geografía española, o a los líderes locales y regionales que se movían en ámbitos locales o provinciales, ante la atenta mirada de la prensa de partido, que recogía puntualmente sus palabras más significadas. Los llamamientos populistas invitaban a participar en las movilizaciones a todos los hijos del pueblo. Los símbolos, gritos y cánticos (La Marsellesa, Himno de Riego, los vivas a la República y a los líderes republicanos nacionales) unificaban a todos los participantes. Y el objetivo era que el clamor de la protesta local llegara en última instancia al gobierno, o bien, en el caso de Canalejas, para manifestarle su apoyo como si se tratara de un plebiscito popular.

Las mujeres eran bienvenidas a los actos de significado anticlerical como una prueba de que se distanciaban del oscurantismo y la dominación a la que, según los republicanos, las sometía el clero. No es que pensaran en ellas como ciudadanas con plenos derechos políticos. Esto de hecho no ocurrió hasta la II República, e incluso, entonces, muchos de ellos se opusieron al derecho al voto de las mujeres con el argumento de que estaban demasiado influidas por el clero e iban a votar a las derechas, pero sí que veían que las mujeres tenían un papel dentro de esa nación española. Una función que se definía fundamentalmente por el lugar que ocupaban en la familia: como compañeras de los esposos republicanos y como educadoras de los hijos en los valores republicanos. De ahí la importancia que atribuían a la necesidad de que las mujeres adquirieran una educación laica.[56]

Fue precisamente la defensa del acceso de las mujeres a una mejor educación lo que definió la lucha de las librepensadoras laicistas desde finales del siglo XIX. Para estas mujeres, ligadas principalmente al republicanismo, ése era el camino si se quería lograr la regeneración de la sociedad. Fundamentaban sus demandas en la importancia del papel que desempeñaba la mujer en la sociedad como esposa y madre, cuidadora de la familia y educadora de sus hijos, futuros ciudadanos. Insertaban estos presupuestos en los planteamientos regeneracionistas de la época y lamentaban que, a pesar de la importancia que tenían las mujeres para el avance de los pueblos, no contribuyeran como podían y debían a la regeneración nacional por falta de una mejor formación.[57]

No todas las mujeres laicistas estaban de acuerdo con la subordinación social de las mujeres que llevaba implícita el republicanismo por el papel que les atribuía en relación con la nación. Las demandas de emancipación de las mujeres laicistas llevaron a algunas republicanas, desde finales de la primera década del siglo, a ver en la educación una vía para acabar con esa subordinación. Eran conscientes de las limitaciones que presentaba el republicanismo a este respecto, ya que no se planteaba que en un futuro próximo las mujeres quedaran integradas en el conjunto del pueblo con las mismas capacidades soberanas que sus componentes masculinos. Entre tanto, al hilo del conflicto anticlerical, también se implicaron en movilizaciones que tenían un referente nacional, como la manifestación celebrada en Barcelona en defensa de las mujeres, el librepensamiento y la república, o el contramanifiesto firmado por 50.000 mujeres según El Pueblo de Valencia frente a las presiones de las mujeres católicas sobre el gobierno de Canalejas. En ambos casos, la vinculación de las organizadoras con el republicanismo permitió que las dos iniciativas tuvieran mayor repercusión en la esfera pública. Reflejaron también que en el republicanismo había posibilidades de que las mujeres participaran en la regeneración de la nación de formas diferentes a los papeles de compañera y madre propugnados por el discurso republicano mayoritariamente aceptado, como lo demostró la lucha de las republicanas laicistas y feministas librepensadoras.[58]

En conclusión, la movilización política y social liderada por los republicanos, las prácticas de sociabilidad, las conmemoraciones, la difusión de ritos e imaginarios simbólicos, la prensa, así como la labor educativa y cultural desarrollada por ateneos, casinos e instituciones republicanas constituyeron experiencias de politización de la población que mostraron la capacidad nacionalizadora de una cultura política como la republicana, que tenía en el patriotismo español uno de los referentes ideológicos esenciales. Eran mecanismos de socialización política característicos de la cultura política que desarrollaron los republicanos en el marco de una creciente politización de la vida pública, en la que debían competir con otras culturas políticas para atraerse el apoyo de las masas que se incorporaron a la política en las primeras décadas del siglo xx. El discurso nacionalista y regenerador de los republicanos dio significado a dichas prácticas, poniéndolas al servicio de la movilización política del electorado. Con ello favorecieron la difusión, sobre todo entre las clases medias urbanas y los sectores populares, de los componentes nacionalizadores del republicanismo, siempre en disputa con otras culturas políticas con las que concurrían en la esfera pública. A pesar de no tener acceso al poder estatal, marginado como estaba del sistema político de la Restauración, el republicanismo desarrolló una intensa labor nacionalizadora con la esperanza de ver a España convertida algún día en una República fuerte, moderna y laica.

[1] L. López Ballesteros, Heraldo de Madrid, 31 de enero de 1901, citado por M. Suárez Cortina, El gorro frigio. Liberalismo, democracia y republicanismo en la Restauración, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 181-182.

[2] A. de Blas Guerrero, Tradición republicana y nacionalismo español, Tecnos, Madrid, 1991. J. Beramendi, «Republicanos y nacionalismos subestatales en España (1875-1923)», en A. Duarte y P. Gabriel (eds.), El republicanismo español, Ayer, 39 (2000), pp. 135-161. X. Castro Pérez, «Républicanisme et nationalisme en Galice jusqu’à la guerre civile de 1936», en M. Gilli (ed.), L’idée d’Europe, vecteur des aspirations démocratiques: les idéaux républicains depuis 1848, Université de Besançon, Besançon-París, 1994, pp. 233-240; J. M. Jover Zamora, «Federalismo en España: cara y cruz de una experiencia histórica», en G. Cortázar (ed.), Nación y Estado en la España liberal, Noesis, Madrid, 1994, pp. 105-167. J. Álvarez Junco, «El nacionalismo español como mito movilizador. Cuatro guerras», en R. Cruz y M. Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pp. 35-67 y Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001. A. Duarte, «Republicanos y nacionalismo. El impacto del catalanismo en la cultura política republicana», Historia Contemporánea, 10 (1993), pp. 157-177; I. Castells et al., «Nation, République et Démocratie dans la formation et le dévelopement du modèle libéral espagnol: la Catalogne et l’Espagne», en M. Gilli (ed.), L’idée d’Europe, vecteur des aspirations démocratiques..., op. cit., pp. 215-232. P. Gabriel, «Nació i nacionalismes del republicanisme popular català. El catalanisme federal del vuit-cents», en C. Serrano y M. C. Zimmermann (orgs.), Les discours sur la nation en Catalogne aux XIX et XX siècles, Université de Paris-Sorbonne. Centre d’Études Catalanes, París, 1995, y «Catalanisme i republicanisme federal del vuit-cents», en P. Anguera et al., El catalanisme d’esquerres, Cercle d’Estudis Històrics i Socials, Girona, 1997, pp. 31-82.

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