Kitabı oku: «Discursos de España en el siglo XX», sayfa 4
Con ese objetivo movilizador, los republicanos construyeron un discurso de la nación como ámbito de referencia y de actuación en el que se combinaban una determinada visión historiográfica de España y la comparación con modelos exteriores, principalmente con la III República Francesa. La visión que sobre el pueblo español a lo largo de la Historia manejaban los republicanos contenía abundantes referencias de corte esencialista. Vislumbraban a ese pueblo desde los tiempos más remotos, como fruto de una mezcla de pueblos (íberos, celtas, celtíberos, fenicios, griegos, etc.) de la que «salió una gente potente y vigorosa. (...) De tan diversos elementos, y con tan importantes cualidades, pudo formarse la potente raza que atravesó el difícil tránsito del mundo antiguo al nuevo. (...) Estos pueblos (...) nos dejaron tales gérmenes de independencia, de grandeza, de libertades, que las ideas democráticas quedaron en nuestra España como una semilla oculta».[10] Palabras como éstas, escritas por el republicano federal Enrique Rodríguez Solís en su obra Historia del partido republicano español, publicada en 1892, reflejaban perfectamente algunas de las ideas compartidas por la cultura política republicana en torno al origen del pueblo español. Manifestaban asimismo la influencia de la tradición liberal progresista decimonónica sobre el republicanismo, una tradición que remitía al mito de las antiguas libertades medievales perdidas por culpa de reyes extranjeros que no amaban ni respetaban al verdadero pueblo español. Los republicanos celebraban las virtudes de la España medieval, en la que la tolerancia hacia judíos y musulmanes caracterizó a la nación. Con la llegada de una dinastía extranjera, la de los Austrias, y su intolerancia religiosa, había comenzado la decadencia de la nación española. Otros republicanos iban más atrás y señalaban que los problemas sociales, políticos, culturales y religiosos que afligían a la España de la Restauración se enraizaban en el proceso de decadencia nacional iniciado con la reconquista católica.[11]
A título de ejemplo, podemos observar la larga trayectoria de estas ideas acercándonos a la obra de dos republicanos que escribieron sobre su concepción de España en el primer tercio del siglo XX: Luis Morote y Marcelino Domingo. La visión de la historia de España que ofrecía Luis Morote en La moral de la derrota, obra publicada en 1900, respondía claramente a los presupuestos que el discurso nacional de tradición liberal había construido a lo largo del siglo XIX.[12] Defendía soluciones democráticas y autonomistas a nivel local o regional, e incidía en presupuestos del liberalismo decimonónico partidarios de que una vida local fuerte contribuiría a asentar la nación sobre bases sólidas. Con todo, su obra transmitía una imagen esencialista de la nación española. Buscaba el origen del problema nacional en el carácter nacional de los españoles y retrocedía en su busca hasta los tiempos de los celtíberos y de los romanos. Situaba el origen de la nación española en los Reyes Católicos, aunque juzgaba de forma crítica el hecho de que la unidad nacional se hubiera fundado en la unidad religiosa, por las consecuencias negativas que ello implicó con la instauración de la Inquisición. Como muchos liberales y republicanos, localizaba el comienzo de la decadencia de España a partir del momento en el que ésta se había identificado con la «resistencia al progreso de la Edad Moderna», es decir, cuando se llevó a sus últimas consecuencias esa identificación entre unidad nacional y unidad religiosa al instaurar la Inquisición. De igual forma, el periodo de los Habsburgo merecía un juicio negativo para Morote por su fanatismo religioso y por haber acabado con las libertades de los distintos pueblos de España.
Con marcado carácter regeneracionista, se interrogaba también por España Marcelino Domingo en 1925. Ese año publicó su obra ¿Qué es España? y, en 1930, ¿A dónde va España? Partía de los problemas que tenía el país (Marruecos, el caciquismo, la corrupción electoral, la falta de instrucción, el problema clerical, etc.) para definir lo que significaba España. A su juicio, el Estado, incapaz e inmoral, era la causa directa del retraso de la Nación. La no vertebración del Estado y la Nación había provocado la decadencia del país, y retrotraía el inicio de esa situación al papel de las monarquías extranjeras y expoliadoras que había sufrido España al menos desde Carlos V. Igualmente, la unidad que los monarcas habían querido imponer había producido una notable decadencia, al tratar de extirpar las diversas personalidades y libertades peninsulares tan arraigadas. En su idea de España, se identificaba la causa republicana con la causa nacional, lo que le llevaba a ver en el triunfo de la República el requisito indispensable para la existencia de la Nación.[13]
Era un discurso que remitía a la reiterada esperanza republicana en un futuro no demasiado lejano en el que las libertades serían finalmente recobradas. En las primeras décadas del siglo XX, los republicanos desarrollaron un discurso regeneracionista que hacía hincapié tanto en los males de la patria como en la necesidad y en la esperanza de establecer la República como única forma de acabar con ellos. Su discurso se movía entre el optimismo de que dicho día estaba próximo y la desesperanza por ver que el pueblo no terminaba de despertar y de movilizarse en pos de ese objetivo. Rasgos, pues, típicamente regeneracionistas que a principios de siglo se vieron respaldados por el éxito de los planteamientos sobre las razas y pueblos decadentes y moribundos, entre los que invariablemente quedaba España.[14] Y se esgrimían distintos argumentos para explicar tal situación: la creciente emigración que sufría, a pesar de la inmensa riqueza de la patria −se remarcaba−; el despilfarro de dinero que suponía el presupuesto destinado al culto y clero; la labor de la Monarquía, perjudicial para la patria por el caciquismo y el clericalismo imperantes; el fanatismo religioso, que favorecía la ignorancia y la sumisión del pueblo a los dictados de los gobernantes, etc. Las quejas por la desidia del pueblo, por su atonía, persistieron en el tiempo y siguieron formulándose en los años de la dictadura de Primo de Rivera, como reflejaban los lamentos de Marcelino Domingo por la «frivolidad», la «indiferencia», el «encogimiento de hombros», que caracterizaban a su juicio la realidad española del momento.[15]
Frente a esa atonía, cualquier acontecimiento que pusiera de manifiesto la existencia de una movilización republicana servía para exclamar que todavía quedaba patria: una patria joven cuyas características se definían por oposición a la vieja, una patria que laboraba, estudiaba, se rebelaba contra el estado de cosas existente...[16] Una patria joven que se identificaba con la República. En este sentido, los republicanos gustaban de reiterar que la República, a pesar de haberse enfrentado a múltiples dificultades y a varias guerras, había sabido conservar la integridad territorial, a diferencia de lo ocurrido desde la restauración de la Monarquía. Los republicanos se presentaban, pues, como los verdaderos patriotas: sólo ellos podían salvar España, y la República era la única que podía garantizar la integridad de la patria.
A pesar de sus divergencias, los republicanos aspiraban a construir una España fuerte, moderna y laica. Los llamamientos interclasistas del republicanismo incluían una retórica del patriotismo, del nacionalismo, que apelaba a la nación, al pueblo depositario de justicia social, para movilizarlo contra la oligarquía.[17]Y entre la oligarquía, ocupaba un lugar destacado la jerarquía eclesiástica, la Iglesia. Ya en las últimas décadas del siglo XIX, los sectores republicanos progresistas esgrimían argumentos anticlericales cuando hablaban de la necesidad de superar los males de la patria y de regenerarla. La Iglesia católica y el cura ya aparecían en la literatura republicana decimonónica como símbolos de una reacción que encarnaba todos los vicios, entre los que destacaba especialmente el abandono de sus deberes para con la familia y la patria.[18]Pero fue con la crisis que siguió a la derrota del 98 cuando el anticlericalismo se intensificó al hilo de las acusaciones que identificaban a la Iglesia, en general, y a las órdenes religiosas, en particular, como las causantes de la decadencia de
España. Desde entonces esos argumentos pasaron a formar parte significativa de la visión que muchos sectores partidarios de la República tenían de España, remachados por las comparaciones que establecían con la imagen idealizada de una Francia republicana y laica, libre de injerencias y sumisiones vaticanas. Las apelaciones de los republicanos a la conciencia nacional estuvieron plagadas de referencias anticlericales al lastre que representaba la Iglesia para el resurgir de España como nación.[19]Todos los republicanos responsabilizaban a la Monarquía de la injerencia clerical en la vida del país porque, en su opinión, aquélla no mostraba fortaleza ante el clericalismo, toleraba sus acciones e incluso lo defendía con la fuerza pública. Como prueba palpable solían aducir casos en los que clérigos acusados de algún abuso escapaban a la ley o se evitaba su comparecencia ante la autoridad judicial, lo que a juicio del republicanismo representaba un atentado a la soberanía de la Nación. En una República fuerte no se atreverían a despreciar las leyes, aseguraban los republicanos. De hecho, la intensificación de ese componente anticlerical fue la peculiaridad que caracterizó al nacionalismo español de signo republicano en esos años de comienzos del siglo XX y lo que reflejó más claramente las diferencias que lo separaban de otras posiciones nacionalistas españolas de tradición liberal.
El anticlericalismo aparecía vinculado en ese discurso a la modernidad y la europeización, en un debate que el conflicto clericalismo/anticlericalismo situó entre la tradición y la modernidad: entre el respeto a la tradición católica, española, y la defensa de valores como la libertad, la tolerancia y la apertura a Europa. Era un debate que afectaba a la concepción que cada contendiente tenía de la nación. En el ideal republicano, la modernización de la sociedad, la unidad nacional y el prestigio internacional aparecían ligados a la afirmación de una moral cívica y laica, que tenía como enemigo definido a la Iglesia. Como ha señalado Ferran Archilés, el anticlericalismo constituía así un elemento central del discurso nacionalista republicano. Resultaba además muy útil por su potencial movilizador y porque reforzaba el mensaje interclasista al apelar a todos aquellos que se pudieran sentir agraviados por la Iglesia a considerarse parte de una comunidad imaginada en la que las aspiraciones de modernidad y de unidad y fortaleza de la nación corrían parejas a la consolidación de una moral cívica y laica.[20]
REPUBLICANISMO Y SOCIALIZACIÓN DE LA IDENTIDAD NACIONAL ESPAÑOLA
Si del discurso pasamos a la praxis, habría que resaltar que los republicanos actuaron como eficaces instrumentos nacionalizadores. Impulsaron una serie de mecanismos de socialización política con los que contribuyeron a la difusión de la conciencia nacional republicana. De ellos, el discurso era uno de los medios esenciales, sobre todo si se difundía con una retórica tan populista y penetrante como la de Lerroux. En su famoso artículo «¡Rebeldes, rebeldes!», por ejemplo, aparte de sus diatribas anticlericales, hablaba de «la vieja patria ibera, la madre España» en términos como estos:
Ni el pueblo, dieciocho millones de personas, ni la tierra, 500.000 kilómetros cuadrados, están civilizados. (...) // La tierra es áspera, esquiva, difícil: necesita que el arado la viole con dolor, metiéndole la reja hasta las entrañas; (...) necesita colonos que penetren su alma y descubran sus tesoros, colonos que la cultiven con amor como los viejos árabes, caballeros del terruño que de nuevo con ella se desposen y auxiliados de la ciencia la fuercen a ser madre próvida de treinta millones de habitantes y le permitan, por su exportación, enviar aguinaldos de su rica despensa a otros 80 millones de seres que hablan en el mundo nuestro idioma.[21]
La prensa republicana constituyó el principal altavoz del discurso republicano y como tal contribuyó intensamente a su labor nacionalizadora. La prensa de partido desempeñó un papel esencial en los esfuerzos que los republicanos desarrollaron para movilizar políticamente a la población. Y con ese objeto, no dudaron en apelar reiteradamente a la conciencia nacional de los españoles, a su patriotismo. Para las elites intelectuales con aspiraciones políticas que rivalizaban con las que controlaban el Estado, la prensa ofrecía un medio eficaz con el que difundir sus presupuestos nacionales entre importantes sectores de la población. A pesar de lo limitado de sus tiradas y de los altos índices de analfabetismo existentes en España, hay que valorar la prensa como un instrumento que contribuyó a la construcción de la identidad nacional, especialmente importante para los republicanos en la medida en que no tuvieron acceso hasta los años treinta a los medios convencionales de nacionalización en manos del Estado.
La prensa espoleó los preparativos de algunos festejos conmemorativos, aunque su papel fundamental a este respecto se centró en reactivar la memoria colectiva de las celebraciones. Esa labor se vio marcada por el devenir de la historia reciente de España, a cuya luz se releían los acontecimientos del pasado. Así, por ejemplo, como ha estudiado Christian Demange, el aniversario del 2 de mayo a comienzos del siglo XX se vio lastrado entre los republicanos por la conciencia de crisis nacional que se extendió tras la derrota del 98. De ridícula parodia y de bofetón a Francia calificaba las celebraciones por entonces El País, periódico republicano madrileño. Pocos años más tarde, sin embargo, con motivo del centenario, dio una gran prioridad a la conmemoración de los sitios en Zaragoza y a la exposición hispano-francesa, evento que ensalzó como expresión de la modernidad a la que aspiraba el conjunto del país. De igual forma, este periódico promocionó acciones concretas, como la campaña que emprendió para asociar el centenario de la Constitución de Cádiz con el de la Guerra de la Independencia a fin de que aquélla no pasara desapercibida. Y sobre todo, El País aprovechó el centenario para ensalzar el papel del pueblo bajo en el 2 de mayo, revisando, por ejemplo, varios mitos –el de Agustina de Aragón como mujer del pueblo o el de Manuela Malasaña– y hechos relevantes del periodo de la guerra –Cádiz y la independencia, las Cortes de Cádiz–. Publicó durante varios meses dos Episodios Nacionales de Galdós, considerado por los republicanos un educador y sembrador de patriotismo. Y tras el centenario, como el conjunto de la prensa republicana, apoyó la resistencia frente al olvido oficial de la tradición de celebrar esa fecha.[22]Para los republicanos era importante fomentar el desarrollo de la cultura nacional mejorando el conocimiento del pasado. Sólo de esta manera se podía contrarrestar la manipulación del patriotismo que, a juicio de aquéllos, llevaban a cabo conservadores y tradicionalistas, y contribuir así a la emancipación del pueblo. Esto se tradujo en una disputa continua sobre cómo se entendían los mitos esenciales para la configuración de la identidad nacional española. La diversidad de lecturas sobre el 2 de mayo constituyó una prueba evidente de ello y la prensa sirvió para reactivar y enriquecer el debate y la memoria colectiva sobre el particular. Como destaca Demange, para los republicanos, el 2 de mayo tenía una interpretación democratizadora clara ya que «simbolizaba la irrupción del pueblo como actor de la historia». La fecha permitía resaltar el papel tan decisivo que había supuesto aquella intervención histórica del Pueblo en un momento, la Restauración, en el que estaba excluido de la vida política; servía, asimismo, para recordarle sus hazañas y para advertir a los políticos del sistema oligárquico de que ese Pueblo continuaba existiendo, que podía renacer y acabar imponiéndose a ellos.[23]El discurso, pues, no se quedaba en una pura retórica. Daba sentido, significado, a las diferentes experiencias de politización que se vivían en el mundo republicano relacionadas con la sociabilidad, los festejos, la movilización o la difusión de referentes simbólicos, y que contribuían a nacionalizar a diversos sectores sociales, principalmente entre las clases medias urbanas y los sectores populares.[24]
La labor nacionalizadora del republicanismo se había puesto de manifiesto ya en el siglo XIX. Hay que destacar, por ejemplo, que los republicanos fueron los únicos que tras el Sexenio se esforzaron por mantener la conmemoración del 2 de mayo, festejando su significado democratizador. Si en las celebraciones republicanas del 2 de mayo durante el Sexenio habían potenciado el componente de lucha y triunfo del pueblo frente al despotismo, eliminando toda referencia religiosa, ya en la Restauración, seguirían celebrando la fecha y fomentando una lectura del mito que respaldara el proyecto de regenerar España mediante la República. A diferencia de la prensa obrera, los republicanos no consideraban que el 1 y el 2 mayo fueran fechas contrapuestas. Para ellos eran complementarias y, a pesar de la competencia que representaban las manifestaciones del 1 de mayo, renovaron su interés en celebrar la segunda fecha con la esperanza de que la movilización social abriera la puerta a importantes cambios sociales y políticos. En los primeros años noventa, los republicanos fomentaron aquella conmemoración patriótica para movilizar al pueblo en favor de una nueva lucha por la libertad, identificada con el ideal republicano.2[25]Otro ejemplo de la labor nacionalizadora desarrollada por el republicanismo finisecular procede de los republicanos exiliados en Argentina, dados el interés y el esfuerzo que mostraron por cohesionar la comunidad de españoles allí emigrados recurriendo fundamentalmente al patriotismo. Como ha estudiado Àngel Duarte, colaboraron con los gastos de la guerra en Cuba, elaboraron artículos de contenido nacionalista, apoyaron formas de regeneracionismo de tipo republicano y democrático y crearon asociaciones patrióticas que impulsaron movilizaciones en los momentos de enfrentamiento abierto con Estados Unidos. Y ya durante las primeras décadas del XX continuaron esa labor identitaria impulsando distintas iniciativas de sociabilidad (fiestas españolas, sobretodo) y la edición de publicaciones que difundieron ideas españolistas de corte regeneracionista.[26]
Al igual que ellos en el exilio, los republicanos que vivían en España tuvieron que adaptarse al surgimiento de los nacionalismos periféricos. Frente a ese reto, y al igual que aquéllos, los republicanos trataron de regular las distintas identidades, intentando hacer compatibles las identidades local, regional y nacional. Con todos los debates que ello generó, ésa fue la tónica dominante en el conjunto de España, si bien en Cataluña las reacciones fueron más variadas y sus consecuencias más drásticas. Una parte del republicanismo catalán adoptó actitudes más eclécticas en las primeras décadas del siglo a la vista de las posibilidades que ofrecía el regionalismo, y se impregnó de la visión que ponía el acento en el papel de Cataluña en la regeneración de España. Sin embargo, en otra parte del republicanismo predominó el rechazo, incluso visceral, al catalanismo, como ocurrió con el españolismo lerrouxista.[27] Frente al desafío del regionalismo y la aparición de Solidaridad Catalana, las juventudes republicanas lerrouxistas en Barcelona dieron a luz periódicos radicalmente antisolidarios, El Descamisado y La Rebeldía: el primero, españolista a ultranza, escarnecía la simbología catalanista y ensalzaba Lepanto, Trafalgar o Agustina de Aragón; el segundo, de tono fundamentalmente anticlerical y de exaltación revolucionaria, no excluyó las referencias patrióticas.[28] Las repercusiones de la aparición del nacionalismo catalán sobre el republicanismo no se limitaron a Cataluña, como dejan claro tanto el anticatalanismo del republicanismo castellonense como el caso andaluz, donde la aparición de Solidaridad Catalana llevó a algunos a intentar la formación de un partido regional inspirado de alguna manera en aquélla, la Liga Republicana de la Región Andaluza. Apelaron a la descentralización y al regionalismo dentro de la defensa de un nacionalismo republicano español que fomentara la solidaridad nacional. Sin embargo, estos ensayos no acabaron de cuajar, entre otros motivos porque primó más la defensa republicana de un nacionalismo español y porque se consideraba más útil a los intereses del republicanismo potenciar el municipalismo.[29]
Está menos estudiado cómo afectó el surgimiento del nacionalismo vasco al republicanismo, pero las investigaciones desarrolladas hasta la fecha apuntan a que, tras la supresión del régimen foral en la Restauración, los republicanos vascos recordaron los fueros como una cuestión pendiente, si bien adoptaron una actitud benévola ante su abolición. En el resto de España, sólo los federales harían mención expresa al respecto, mientras que los demás grupos de tendencia unitaria se decantaron por subsumir la cuestión entre las diversas propuestas de descentralización que plantearon para el país.[30] El intento de los republicanos vascos en el Sexenio, y en menor medida durante la Restauración, por hacer una lectura democrática de los fueros y disociarlos de la causa carlista no parece que tuviera éxito entre los republicanos españoles, si tenemos en cuenta los argumentos tan difundidos en la prensa republicana desde la derrota del 98 que alimentaban el rechazo hacia el nacionalismo vasco al identificarlo con la larga mano del clericalismo que amenazaba la integridad del país y pretendía agravar la decadencia de España. Similares afirmaciones se podían leer con respecto al catalanismo, pero mientras éstas se diluyeron considerablemente durante la II República, mostraron mucha mayor persistencia con respecto al País Vasco.[31]
En conjunto, desde finales del XIX hasta los años treinta, los republicanos españoles se movieron entre el rechazo a los nacionalismos periféricos, la apertura (si bien no exenta de muchos recelos) hacia los regionalismos y la apelación en sus discursos y prácticas a componentes de la identidad local y/o regional del área en la que se encontraban, integrados siempre en la identidad nacional española. Era ésta una visión compartida por la tradición liberal progresista procedente del siglo XIX, en la que la historia siempre ocupó un lugar central. Los republicanos hicieron hincapié en aquellos personajes y hechos históricos del pasado local, regional o nacional a los que se podía atribuir un significado de lucha por las libertades y por el bien de la patria. Con esta interpretación de la historia, establecían una continuidad entre el pasado y el presente, mediante la cual los republicanos reclamaban ser los auténticos herederos de dicho espíritu, argumento que gustaban de reiterar especialmente en épocas previas a las elecciones.[32]
Esa narración que vinculaba el pasado con el presente, y que resaltaba las conclusiones que se desprendían de los hechos pretéritos para la lucha política coetánea a favor de la República, aparecía, por ejemplo, en el mito del Castellón liberal fomentado por los republicanos de la ciudad. Como ha estudiado Ferran Archilés, estos se proclamaban herederos de aquella lucha patriótica contra el carlismo de 1837 en la acción política del momento y ligaban el patriotismo local con el español, identificándolos como auténticos sinónimos. A través de la narración histórica que incluía la prensa local sobre la fecha, se vinculaba de forma precisa la construcción de la historia de la ciudad con los mitos de la historia de España. Con objeto de conmemorar cada aniversario, se organizaba anualmente una fiesta en la que resultaban tan relevantes los símbolos y los ritos como la socialización festiva: todo servía para producir y difundir una identidad nacional en clave republicana. Los actos conmemorativos que conformaban la fiesta republicana reforzaban de distintas formas los patriotismos local y nacional. Así ocurría en los certámenes literarios, donde se premiaban obras cuya temática estuviera relacionada con la victoria de 1837, y, sobre todo, en la procesión cívica, que pretendía simbolizar «una representación social horizontal e interclasista con el pueblo republicano como comunidad imaginada y solidaria».[33]
Junto a figuras emblemáticas del panteón histórico republicano por su vinculación con la lucha por la libertad –Juan Lanuza, el último Justicia de Aragón ejecutado por Felipe II, o Juan de Padilla, líder de la rebelión de las comunidades en Castilla–, la Guerra de la Independencia, las contiendas carlistas y, en su caso, las resistencias ofrecidas al pronunciamiento de Pavía en 1874, constituían episodios contemporáneos habituales a los que aludían las interpretaciones republicanas de la historia local o regional para reclamarse herederos de aquellos antiguos luchadores por la libertad. Eran episodios sobre los que la interpretación republicana se solapaba con la liberal, habida cuenta de las continuidades de la primera con respecto a la visión liberal de la historia de España. A pesar de la confluencia entre muchas fechas significativas de los calendarios liberal y republicano, los republicanos las aprovecharon para difundir su cultura política, su propaganda y sus símbolos y, en algún caso, llegaron a hacer prevalecer su ritual sobre el liberal.[34] En los aniversarios correspondientes, la prensa republicana recordaba las fechas y gestas más gloriosas con las que corroborar los tópicos sobre el sentido liberal de la historia local y/o regional con la que se identificaban, siempre insertas en el marco nacional español, y las utilizaba para reivindicar su propia historia como defensores de la libertad. En Zaragoza, por ejemplo, la fecha más rememorada era la del 5 de marzo, aniversario de la victoria liberal sobre el asalto carlista a la ciudad en 1838. Constituía la única fiesta local de origen civil en la capital, y su protagonista principal era el pueblo, que acudía a los parques y arboledas de la ciudad a comer y descansar. Se festejaba la amplia participación popular en la defensa de la ciudad y el significado del evento como ejemplo de lo que un pueblo podía lograr cuando le guiaba «su amor a la libertad y al patriotismo».
Similar significado tenía en Teruel la conmemoración anual de la defensa de la ciudad frente al asedio carlista en el verano de 1874. Una procesión cívica al monumento erigido con tal motivo en la llamada Plaza de la Libertad recordaba aquellos acontecimientos. La conmemoración hermanaba a todos los liberales de la localidad, vencedores de la contienda carlista, si bien siempre estuvo muy ligada a los republicanos, que se consideraban los verdaderos promotores de la defensa de la ciudad.[35] De modo que cobró una especial solemnidad al comienzo de la II República, porque mostraba, en palabras del alcalde José Borrajo, un histórico republicano de la villa, la «arraigada convicción liberal y republicana» de la ciudad y servía para recordar que la lucha de aquellos héroes, ejemplificada en los protagonistas que todavía vivían –a quienes se saludaba como a «un trozo viviente de nuestra historia y de nuestro pueblo»–, no había sido estéril, pues el régimen «por el que lucharon y muchos murieron» ya no era «una quimera» sino «una realidad».[36] Como debió de ocurrir en celebraciones parecidas en esos primeros tiempos de la República triunfante, los discursos que se escucharon apelaban al pueblo, simbolizado por la numerosa participación popular en las procesiones cívicas conmemorativas. Como ha recordado recientemente Rafael Cruz, era el mismo pueblo que el discurso populista republicano había caracterizado desde décadas atrás con una serie de cualidades morales que le garantizaban el triunfo futuro; un triunfo que finalmente se había hecho realidad, y cuyo devenir estaba en sus manos porque, proclamada la República, «ya contaba con los derechos políticos para participar activamente en la política y consolidar la República».[37] En el discurso articulado en esas conmemoraciones seguían presentes, igual que a comienzos de siglo, las referencias nacionalistas que hacían hincapié fundamentalmente en la contribución que tal o cual ciudad o región había hecho a la nación española. Así se puede observar en el poema que el obrero turolense José Maícas leyó con motivo de la fiesta en julio de 1931, en el que se pueden apreciar dos hilos conductores característicos de la cultura política republicana en estos temas: la vinculación del pasado con el presente a través de las personas que lucharon por la libertad y la República, y la contribución de la ciudad o región –en este caso, Aragón– a la proclamación del nuevo régimen –gracias a los llamados héroes de Jaca:[38]
(...) // De Abril el doce corría
cuando el sol salió triunfante
barriendo cuantos infantes
a su paso se oponían.
Acompañando venía
la que fue tan deseada
la República adorada
que a España así le decía.
¿Por qué eres tan mal tratada,
hija de mi corazón?
¿por ese mal rey Borbón
que te tiene sofocada?
Avanza, no mires nada,
recobra tu libertad,
honra así a tu dignidad
por ese rey pisoteada.
Mira que en el tres de Julio
los Borbones ya quisieron
avasallar a Teruel
pero no lo consiguieron.
Porque a ello se opusieron
Villalba, Marzo y Espílez
Espallargas, Oria y Quílez,
que en la defensa murieron.
(...) // Sólo por la libertad
todos ellos sucumbieron