Kitabı oku: «Esqueleto en el sótano», sayfa 2

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Al cabo de un angustioso minuto doy con aquello que estaba buscando y no deseaba encontrar. Detengo el coche en el acto y, durante un momento, me quedo petrificado, conteniendo el aliento con la mirada fija en mi hallazgo. Incapaz de aceptar lo que estoy viendo, cierro los ojos con la esperanza de que al abrirlos sea otra la realidad. Por desgracia, cuando miro de nuevo todo sigue igual. A escasos metros de mí, asomando siniestramente de entre un montón de hojas, hay un antebrazo. El antebrazo que temía encontrar. El antebrazo que en mis recuerdos he intentado transformar en una rama, aunque en el fondo siempre he sabido cual era la verdad. El antebrazo que ha torturado mi conciencia todo este tiempo hasta hacerme regresar y que ahora se alza ante mí en todo su espeluznante horror, haciendo saltar en mil pedazos el escudo de autoengaños tras el que me había refugiado.

Una vez consigo asimilar la cruda realidad, cojo el móvil y la linterna que siempre llevo en la guantera para posibles emergencias, respiro profundamente y salgo del coche. Afuera sopla un viento frio que me eriza la piel y contribuye a aumentar mi sensación de desasosiego. Esa misma sensación que me urge a regresar al interior de mi automóvil y alejarme a toda velocidad de este lugar. Pero no estoy dispuesto a rendirme de nuevo a mi cobardía, así que enciendo la linterna y, haciendo de tripas corazón, comienzo a caminar sobre el crujiente lecho de hojas hacia mi macabro descubrimiento. Tras dar unos pasos, alcanzo a ver que el antebrazo, delgado y carente de vello, termina en una mano pequeña de finos dedos y largas uñas pintadas. Parece que pertenece a una mujer. Tiene la piel extremadamente pálida, aunque quiero pensar que es la intensa luz de mi linterna la que acentúa en gran medida su alarmante falta de color.

—Ho—hola, ¿estás herida? —pregunto con voz trémula—. E—escucha, voy a acercarme. No te asustes, solo quiero ayudarte.

El murmullo de las hojas mecidas por el viento es el único sonido que recibo por respuesta. Esto, junto a la lividez del antebrazo y el hecho de que no se mueva ni un ápice, me hace temer lo peor.

«No, por favor, no estés muerta», imploro para mis adentros, temiendo tener que cargar con su muerte en mi conciencia.

Con un nudo en la garganta y un creciente sentimiento de culpa oprimiéndome el pecho, me obligo a continuar avanzando hacia el miembro inmóvil. Cuando casi he llegado hasta él, tropiezo con la raíz de un árbol semioculta entre la hojarasca y caigo de bruces sobre el montón de hojas del que sobresale la pálida extremidad. La linterna sale despedida de mi mano y al golpear el suelo se apaga. En un abrir y cerrar de ojos me encuentro tirado en el suelo y sumido en la más absoluta tiniebla. Muerto de miedo, estiro los brazos frenéticamente en todas las direcciones, buscando a tientas mi fuente de luz. En el proceso palpo algo rígido y mortalmente frío que prefiero no imaginar que es. Por fortuna, consigo encontrar pronto la linterna, la cual, para mi alivio, vuelve a funcionar tras darle un par de pequeños golpes. De inmediato, ilumino el suelo ante mí. Lo que veo me llena de espanto. Asomando de entre las hojas, el rostro amoratado y congelado en un escalofriante rictus de terror de una mujer me mira fijamente, sin verme, con ojos desorbitados. Un grito escapa de mi garganta, y retrocedo a cuatro patas mientras intento torpemente ponerme en pie. Me detengo a unos tres metros temblando y con la respiración agitada. Al cabo de unos segundos consigo calmarme; un montón de preguntas se agolpan entonces en mi cabeza: ¿cómo ha muerto esa mujer? ¿La han asesinado? Y si ese es así, ¿está su verdugo todavía rondando por aquí? ¿Qué debo hacer?»

Tras pensar en todas ellas, llego a la conclusión de que, a juzgar por su juventud y la expresión aterrorizada de su rostro, lo más probable es que haya sido asesinada. Decido que lo mejor que puedo hacer es llamar a la policía sin demora. Me dispongo a coger mi teléfono móvil, cuando creo escuchar un crujido de hojas secas que me pone inmediatamente alerta. Tan asustado como un niño que, por la Noche, mira debajo de su cama temiendo encontrar un monstruo, barro nerviosamente con la luz de la linterna el bosque a mi alrededor. No veo nada extraño, y lo único que escucho es el sonido de las copas de los sicomoros mecidas por el viento, a pesar de lo cual, mi mano derecha tiembla ostensiblemente al sacar el móvil del bolsillo y encenderlo. En pocos segundos su sistema operativo comienza a funcionar. Veo que tengo cinco llamadas perdidas y tres mensajes de mi esposa. La culpa me golpea de nuevo al pensar en lo preocupada que debe de estar. Me prometo llamarla después de hablar con la policía. Estoy a punto de marcar el número de las fuerzas del orden, cuando oigo de nuevo el sonido de alguien o algo moviéndose sobre la crujiente alfombra de hojas que tapiza el suelo. Esta vez lo escucho mucho más nítido, mucho más cerca. Se me eriza el vello de la nuca; la sangre se hiela en mis venas.

Antes de que mi corazón vuelva a latir, noto como algo salta sobre mi espalda. Sin darme tiempo siquiera a gritar, dos apéndices largos y flexibles se enroscan alrededor de mi garganta y empiezan a estrangularme. Intento apartarlos desesperadamente con las manos. Su tacto es frío, viscoso, y compruebo horrorizado, que su fuerza es muy superior a la mía. Boqueando y con los ojos desorbitados, caigo de rodillas al suelo, al tiempo que pienso con amargura que la expresión de mi rostro, debe asemejarse a la de la mujer que yace sin vida a escasos metros. Justo antes de exhalar mi último aliento, un tercer apéndice se introduce en mi garganta penetrándome hasta el esófago. Por algún motivo, mi último pensamiento es para la lluvia de meteoritos de la que me han hablado mi esposa y mi hijo. Lo último que veo son las hojas muertas de los sicomoros cayendo sobre mí y, a través de un hueco entre las oscuras nubes, el débil brillo de una estrella lejana. Después, todo es oscuridad…

Cinco días han pasado desde que me encontraron medio enterrado bajo las hojas. Tenía la espalda magullada, el cuello y la garganta en carne viva, y era incapaz de recordar lo que me había pasado en las últimas horas.

Cuatro desde que me dieron el alta en el hospital, declaré ante la policía y regresé a casa con mi familia. Ese día también regresaron mis recuerdos y, con ellos, la vergüenza por no haberle contado la verdad a mi mujer y por haber incumplido la promesa que le hice a Marcos de regresar a tiempo para su cumpleaños.

Tres días desde que me obsesioné con la idea de que algo horrible estaba creciendo dentro de mí. Mi esposa, convencida de que se trataba de algún trauma derivado del ataque que había sufrido en el bosque, me animó a buscar ayuda psicológica; mi hijo comenzó a mirarme con recelo; y nuestra gata, Velvet, me bufaba a todas horas; mientras yo sentía que mi cordura y mi conciencia se me escurrían como arena fina entre los dedos.

Dos desde que lo noté por primera vez; medrando y retorciéndose en mí interior, apoderándose de mi cuerpo y mi mente, acrecentando rápidamente mi locura.

Ayer, la hembra y su crío me encontraron desnudo en mitad del salón, devorando con avidez las entrañas del peludo cuadrúpedo que vivía con nosotros. Les ofrecí unirse al banquete; ellos me miraron horrorizados y huyeron a toda prisa del apartamento.

Hoy he asumido que ya solo soy humano en apariencia. Ahora soy algo distinto, algo mejor. Me he desprendido de sentimientos inútiles como la vergüenza, la culpa o el amor, y mi mente ha evolucionado y se ha expandido, hasta convertirse en un vasto océano de conocimiento. Mi verdadero cuerpo aguarda impaciente, dentro de este cascarón humanoide, la señal para poder liberarse. Entre tanto, mis hermanos de avanzadilla y yo prepararemos el terreno para la inminente llegada de nuestro ejército. Entonces, aniquilaremos a esta patética raza y reclamaremos este planeta como nuestro.

LA JOYA

María José García Menéndez

Abrí los ojos y solo vi oscuridad. Estaba encerrada allí, confinada en aquel lugar en el que no debería estar, pero era mi momento para salir y hacer lo que debía, ya que solo tendría aquella oportunidad.

Tomé una bocanada de aire viciado y comencé a golpear la puerta de madera que me separaba del mundo hasta astillarla. Entonces avancé por el pequeño pasadizo de paredes terrosas hasta alcanzar la piedra que me bloqueaba la salida. Aunque la empujé con todas mis fuerzas, fue inútil: era demasiado difícil de agarrar. Pero no podía quedarme allí; tenía que lograrlo. Pensé en él y, milagrosamente, las fuerzas regresaron a mí, y conseguí mover aquella maldita laja.

Y lo vi: el cielo, los árboles, la penumbra nocturna. Un golpe de brisa me azotó el rostro y sentí mis cabellos ondear al viento. Respiré, agradeciendo la frescura del aire, pero sin sentir que lo necesitara. Apoyé las manos en la tierra y abandoné la entrada de mi confinamiento, y en cuanto puse los pies en el campo, miré a mi alrededor. Las hojas de los árboles eran el único sonido que me acompañaba junto con el arrullo de las alimañas.

Apenada, comprendí que todo cuanto me habían dicho era cierto; me había negado a creer a aquellos que se encontraban conmigo, y ahora estaba comprobando que la equivocada era yo, que no me habían mentido acerca de dónde estábamos. Quise llorar, y supe al instante que ya no podía, pero no me paré a pensarlo; más tarde, tendría todo el tiempo del mundo.

Bajé la cabeza y miré mi ropa: llevaba mi vestido de gasa blanca y violeta y sus cintas colgaban a mis costados. Lo había ensuciado de tierra durante mi huida, pero no importaba: seguía siendo mi favorito, al igual que los zapatos que calzaba. Pero faltaba algo: me miré las manos desnudas y no hallé rastro de mis anillos ni mis pulseras. Acaricié mi garganta, y tampoco tenía mi cadena de oro; los pendientes que debían adornar mis orejas tampoco estaban.

Lamenté profundamente la ausencia de mis joyas. Eran reliquias familiares y, si algo deseaba, era que me hubiesen acompañado hasta allí, ya que las había lucido en todos los momentos importantes de mi vida.

Pero no pensé más en ellas, no podía: otra cosa requería toda mi atención. Alcé la mirada y busqué la salida de aquella finca vallada en la que había aparecido, caminé entre las piedras, tambaleándome a causa de mi situación, y crucé la entrada.

Seguí el camino hacia la villa lentamente; en realidad, no tenía mucha prisa. Observé las estrellas mientras andaba, y fui consciente de lo diferentes que se veían las cosas después de aquello: cielo, bosque… Todo cambiaba, todo mostraba su vida oculta ante quien no tenía nada que perder. Decidí aprovechar al máximo aquellas sensaciones; sospeché que nunca más volvería a percibirlas. Pero no podía apartar de mi mente aquello que me arrastraba, lo que me había dado fuerzas para salir al exterior. Pensaba en él, en lo que más amaba, y lo hice durante todo el camino. Nadie había significado tanto para mí como aquel hombre: había sido lo más importante en mi vida, la mayor alegría, y yo lo había dado todo por él. Llevábamos casados un año y nuestra felicidad no tenía parangón, pero habíamos sido brutalmente separados un par de Noches atrás. Por eso, mi único deseo era verle, llegar a él y tenerle frente a mí. Quería que me viera a pesar de mi lamentable estado, que supiera de mí y que no se preocupase más; y, por frívolo que pueda parecer, junto al deseo de ver su rostro al verme aparecer, también anhelé sentir la finura de mis joyas sobre mi piel.

Alcancé las afueras de la villa con esos pensamientos. Las calles estaban desiertas. La piedra blanca de la iglesia relucía en la oscuridad, alzándose majestuosa sobre el resto de las casas. Aún había flores por el suelo, olvidadas tras haberse caído de los ramos. Cerca de allí, vi un suntuoso carruaje lacado, y supe que aquel coche me había llevado hasta el lugar del que acababa de escapar.

Crucé varias calles, escondiéndome tras las rejas de los jardines cuando alguno de mis vecinos paseaba por el interior de sus casas y miraba a través de la ventana. No quería que me vieran, no debía ocurrir. No quería pensar qué pasaría si se percataban de mi presencia, ya que, a aquellas horas, todos debían estar alertados de las circunstancias de mi desaparición. Aunque, a decir verdad, era yo quien tenía la última palabra.

Y por fin, llegué a mi casa. Las luces del salón estaban encendidas: las llamas de las velas titilaban contra la pared, simulando tímidos parpadeos; era un efecto extremadamente hermoso desde allí. Pero una sombra que paseaba de un lado a otro de la estancia me distrajo y, a la vez, me provocó suma alegría: era él. Era mi hombre quien caminaba por la sala pensativo, con su copa de anís en la mano, cavilando como solía hacer todas las Noches después de la cena.

Aún no se había resignado a mi ausencia: todavía tenía puesta su levita negra y el pañuelo colocado cuidadosamente alrededor del cuello, como si se dispusiera a salir. Me abrumaban su delicadeza y su buen gusto. Siempre había sido tan fino y elegante…

«Eres mi joya», me decía cada Noche antes de dormir. Por un instante, sentí sus palabras como si las estuviera susurrando en mi oído.

Entré al jardín sin hacer ruido; afortunadamente, el murmullo de la hojarasca disfrazaba mis pasos. Los perros me vieron, pero no hicieron caso de mi presencia, lo cual me alegró y entristeció a la vez, aunque supe comprender su reacción.

Me dirigí a la parte trasera de la que siempre había sido mi casa; podría haberlo hecho sin ni siquiera mirar, ya que conocía todos sus rincones perfectamente, pero preferí ver las flores, las plantas que con tanto mimo había cultivado. Y me acerqué al viejo pozo: las yedras amenazaban con ocultarlo totalmente. Desde que se había secado, siendo yo una niña, nadie le había prestado atención, y aquel abandono había propiciado que las enredaderas se adueñasen de él hasta cubrir su boca. Encontré gracioso el contoneo del caldero sobre lo que había sido la abertura: el viento lo movía y parecía que se fuera a caer al fondo; un fondo invisible, oculto, como tantas otras cosas.

Me dirigí a la puerta trasera de la casa. Los criados no la habían cerrado: era mi marido quien se encargaba de cerrar todos los accesos y echar todos los candados antes de irse a dormir, asegurándose de que nada pudiera perturbarnos. Nunca pensé alegrarme tanto de que las viejas rutinas se mantuvieran.

Empujé la puerta y entré, y los goznes no chirriaron, como era habitual. Crucé la cocina y salí al pasillo, pasando en silencio ante varias estancias hasta llegar al salón. Tomé aire y sonreí. ¡Qué sorpresa se iba a llevar mi adorado esposo!

Le hallé de espaldas a la entrada, mirando por una de las ventanas y apurando un trago de anís. La licorera estaba sobre la mesilla que había a mi izquierda, pero me abstuve de mirar por el momento. Era él quien tenía que mirar primero. Avancé unos pasos, manteniendo la distancia, y me coloqué delante de uno de los candelabros, de forma que mi sombra se recortase en el cristal por el que miraba mi marido. Estaba pensativo, y yo me puse contenta porque sabía que lo que él más amaba estaba allí o, al menos, bastante cerca.

Reparó en que no estaba solo al ver mi silueta. No sé si me reconoció en ese mismo instante, pero no me importó. Lo que yo quería era ver su reacción, que no fue otra que la que esperaba: se dio la vuelta, me miró, y su bello rostro se contrajo en una mueca de sorpresa al tiempo que la copa se le caía al suelo.

—Amor mío —sonreí. Él no encontraba palabras.

Di un par de pasos más, acercándome, pero me detuve nuevamente. No daba crédito a mi presencia, aunque no me enfadé por ello: sabía que no esperaba verme.

—He vuelto, amor mío —le dije, como solía hacerlo todas las tardes cuando volvía de cuidar mis plantas en el jardín.

Siempre me atrasaba: mi pasión por las flores me mantenía ocupada hasta que el olor de la cena ya servida me invitaba a entrar. Y él siempre estaba allí, presidiendo la mesa en la que solo nosotros comíamos, esperándome pacientemente con su amable sonrisa.

—Perdóname, cielo. Me he atrasado más de lo debido —me disculpé.

Mi joven esposo no era capaz a articular palabra; realmente, le había sorprendido mi llegada.

—He estado en un lugar espantoso, cariño. ¡Qué horror! Uno de esos lugares en los que sientes que nunca es el momento para entrar. Pero he huido. Pensé en ti y encontré fuerzas para hacerlo. Tenía tantas ganas de verte…

Extendí los brazos y caminé hacia él, pero se pegó al cristal al verme hacerlo. Parecía temerme, pero no entendía por qué: nunca había temido a nada, era un hombre que se atrevía a todo. No pude disimular mi disgusto, aunque tampoco lo intenté.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué huyes? —pregunté, aunque no pude reprimir una carcajada en mi interior al saber la respuesta.

Bajé la cabeza y miré mis ropas, mi hermoso vestido de gasa que arrastraba por el suelo. Tomé la falda y la extendí hacia los lados.

—Oh, es esto, ¿verdad? —dije, haciéndole ver la tierra que me había ensuciado—. Lo siento, no quería presentarme así. Siempre me has visto impecable, y ahora aparezco ante tus ojos así de demacrada. Perdóname, cielo, ya te he dicho que he estado en un lugar espantoso. Pero no importa, ¿verdad? Tú sabes cómo soy, y esas cosas no tienen valor para ti.

Sus ojos parecían querer devorarme de tan sorprendido como estaba.

—«Eres mi joya», me decías por las Noches.

No hablaba, parecía que no le salían las palabras. Quizá no esperase volver a verme. Aunque, si yo estuviera en su lugar, tampoco habría esperado que él volviera de una prisión como la mía.

Pobre. Debía comprenderle.

—Oh, cariño, se te ha caído el anís —le dije, decidida a mirar a la licorera. La cogí para vaciar parte de su contenido en una copa, que tomé delicadamente entre mis dedos, así como un pequeño frasquito que había entre las piezas de la cristalería.

—Ten: un poco de anís. Te gusta mucho —sonreí, ofreciéndole la bebida—. Brindemos por mi regreso, amor mío. Yo tomaré esto.

Le enseñé el frasco.

—De cualquier modo, no es la primera vez.

Cada vez me sentía más abrumada por su perplejidad. ¡Ni siquiera cogía la copa! Se limitaba a mirarme embobado, con la boca abierta. No me había contemplado así ni el día de nuestra boda.

—¡Oh, que tonta! ¿Cómo pretendo brindar así, tan sucia? Ni siquiera me he arreglado el pelo.

Coloqué la copa y el frasquito sobre la mesilla y, sin dejar de mirarle, me pasé las manos por la cabeza para acicalarme un poco, ya que supuse que mi melena se asemejaba bastante a una maraña de espinos. Después de hacerlo, empecé a hablar otra vez, sabiendo lo hermoso que había dejado mi cabello.

—Esta Noche es para nosotros, amado mío. Es un momento muy especial, tanto para ti como para mí. Tengo algo importante que hacer: estoy aquí por ello. Si no, creo que nunca habría reunido el valor necesario para huir de allí. Pero lo hice. Y tú me ayudarás: lo que tengo que hacer es cosa de los dos, y tú… siempre has sido lo más importante en mi vida. No podría ignorarte en este momento.

Nunca había hablado tan en serio. Extendí las manos hacia él, y los dos vimos los largos mechones de pelo que se habían desprendido de mi cabeza con solo acariciarla: mechones enteros que cubrían casi totalmente las palmas de mis manos.

—Ahora sí: ya estoy hermosa —sonreí, sin apartar mis ojos de él—. Es así como querías que estuviera, ¿verdad? Bella como ninguna. Pues lo has logrado, amor mío: te has encargado de que lleve puesto mi vestido preferido, mis zapatos… Me siento hermosa gracias a ti. ¡Cómo te gusta embellecer aquello que amas! Volví las manos y dejé caer los cabellos al suelo. Después, me giré hacia la mesilla y abrí un cajón, del que saqué mi joyero, y cogí el pequeño frasco antes de volver a mirarle.

—Pero se te olvidó algo —continué—. Sabes que no soy nadie sin mis joyas, y no estaban conmigo, igual que el vestido o el calzado. ¿Pero qué importa eso? Siempre dijiste que allí no las usaría. Y tenías razón: no las habría usado. Pero me habría gustado tenerlas.

Se movió hacia una de las puertas del salón. Parecía asustado y, seguramente, mis palabras no le gustaban demasiado, pero no iba a sentirme culpable.

—Mi amor, he vuelto a mi casa, y aquí estoy otra vez, con mis joyas, contigo… Y tú por fin has logrado tu mayor anhelo —añadí, mostrándole el frasco—. ¿Pensaste que no me iba a enterar? Mis compañeros lo sabían todo y me lo contaron. Oh, mi amor, alégrate, ya que al fin tienes a tu joya ante ti y solo para ti.

Sonreí otra vez. Estaba disfrutando del momento, de la sinceridad de mis palabras.

—La suerte te ha bendecido una vez más, querido. «Ese hombre no te ama», decían mis amigos. «Está contigo por interés», decía mi familia. «Soy lo más valioso para él», decía yo. Me enfrenté a todos ellos, y lo habría vuelto a hacer de no descubrir que mi mayor anhelo no era el mismo que el tuyo. Tú también me amabas, no lo dudo, pero amabas más mi casa, mis joyas y mi fortuna.

Los ojos parecieron salírsele de las órbitas, y viajaban de mi rostro al frasquito que sostenía, y de allí, a los cabellos desparramados por el suelo. Me acerqué un poco más a él: caminaba de espaldas, pegado a la pared, y salió del salón sin apartar la vista de mí.

—Con lo felices que éramos… ¿Por qué tenías que envenenarme? ¿Por qué te molestaba yo? ¿No podías haber esperado a que todo sucediera por obra de la propia naturaleza?

Mi marido echó a correr y salió al jardín. Le seguí sin prisa; yo debía tomarme mi tiempo y él no iría a ningún otro lugar: la impresión le tenía aturdido. Continué acercándome mientras él trataba de huir. Estaba aterrado, y yo no acababa de entender por qué: cuando vertía el contenido de aquel frasquito en mi comida antes de que yo regresase del jardín, no temía nada de lo que pudiera ocurrirme.

—Mi amor, ¿qué pasa? ¿Por qué te asustas tanto? —le pregunté—. No te entiendo: te has pasado días y días aliñando mi cena con sumo cuidado para que nadie notase lo que me estabas haciendo y, ahora, de repente, te asustas al verme. ¿No estoy lo suficientemente hermosa para ti? ¿No te das cuenta de que estoy tal y como tú provocaste? ¿Qué es lo que te desagrada de tu propia obra?

Gritó. Mi pobre esposo empezó a gritar como loco, y yo no quería que lo hiciera, del mismo modo que él no había querido darme el veneno en grandes dosis para que pasase desapercibido.

Entonces decidí que era el momento. El histérico hombre con el que me había casado apoyó sus temblorosas manos sobre las yedras de la boca del pozo, y yo me acerqué a él más de lo que lo había hecho en ningún momento desde mi llegada. Nos miramos fijamente, y pude ver que sus ojos reflejaban los míos.

—Amor mío, creo que ahora puedo hacer aquello a lo que vine. Se me ha brindado únicamente esta oportunidad como un favor especial, y todo te lo debo a ti.

Le dediqué una sonrisa: una sonrisa tan dulce como jamás había dedicado a nadie; y recordé lo que me había hecho, y sentí aquella energía milagrosa regresar a mí otra vez. Dejé caer el joyero y el frasco al suelo y, antes de que tuviese tiempo a reaccionar, le empujé con todas mis fuerzas.

Le vi precipitarse en la boca del pozo. Vi su lenta caída ahogada por el eco de sus gritos, hasta que un golpe seco acabó con aquella magia. Me asomé por el hueco que había quedado entre las hiedras y miré al fondo. No vi nada: solo lo que me pareció una silueta patética que miraba hacia arriba, pero que nunca podría salir. Me retiré, me agaché y recogí el joyero. Tomé también el frasco y, asomándome otra vez a la boca del pozo, extendí la mano y lo dejé caer.

—Adiós, amado mío —dije—. ¡Qué lamentable accidente has sufrido esta Noche!

Y salí del jardín, con mi joyero bajo el brazo. Ya había hecho lo que debía.

Caminé despacio hasta el lugar del que me había escapado, ya que era donde debía regresar. En mi camino, observé el cielo lleno de estrellas, y escuché los árboles agitarse al viento. Pasé junto a la iglesia otra vez y miré las flores del suelo, machacadas y pisoteadas por quienes no las habían visto. Suspiré y lamenté no haber apreciado más cuanto me rodeaba, y lo disfruté por primera y última vez, ya que no iba a regresar.

Cuando llegué a la finca vallada de la que había huido, el eco sordo de las voces de mis compañeros me dio la bienvenida. Estaba totalmente sola, pero no me sentí mal: probablemente, su compañía fuese mejor que la que me había brindado mi adorado esposo. De modo que, resignada, me dirigí a donde estaba la lastra que me había bloqueado el paso, esquivando las piedras de mis nuevos vecinos, que volvían a hacer gala de su habitual silencio.

Entonces miré la madera astillada que también me había impedido la salida, y el rincón en el que me habían confinado, y volví los ojos hacia la losa. Y vi aquellas letras que grababan mi nombre, y la sufrida frase que había en la parte inferior.

«Tu apenado esposo no te olvida».

Alcé el joyero con ambas manos y lo dejé caer, quebrando aquella parte de la losa con el impacto. Mis joyas saltaron del interior de la caja por el golpe y las miré durante un instante. Después, me agaché y recogí cuidadosamente las piezas que había deseado tener puestas en aquel momento: los pendientes, los anillos, la cadena de oro. Y me enjoyé gustosamente, volviendo a sentirme yo misma, a pesar de que sabía que no me iba a servir para nada.

Y reflexioné un último instante. Pensé en las plantas de mi jardín, que rebosaban la vida que yo les había dado a costa de sacrificar la mía; pensé en mi esposo, que yacía en el fondo de un pozo al que, en apenas unos días, las yedras convertirían en una tumba anónima; y en mis joyas, a las que no iba a sacar ningún provecho, pero de las que me negaba a separarme. Ellas irían conmigo, me daba igual; por mucho que la gente dijera, me las llevaría.

Miré al cielo una vez más, despidiéndome, y me coloqué de espaldas a la entrada de mi celda, que sería mi hogar a partir de aquel momento. Notando cómo el sueño volvía a apoderarse de mí, sintiendo cómo aquella gracia que se me había concedido aquella Noche se desvanecía, cerré los ojos y me dejé caer. Cuando volví a abrirlos, las estrellas me decían adiós con sus parpadeos, mientras mi visión comenzaba a oscurecerse hasta que todo fue penumbra.

Allí me quedé, dentro de mi ataúd, en la tumba a la que tan tempranamente había sido empujada, junto a una lápida rota en la que reposaban mis valiosas joyas, y antes de perder el último resquicio de conciencia, entendí que lo único realmente valioso era lo que ya no tenía.

Y no pensé más. Me resigné a dormirme para siempre, lamentando que el momento más importante de mi vida hubiera sido, realmente, el último.

AÚLLAN LOBOS EN LA NOCHE

Adela Orellana Durán

Llevo una hora esperando a que pase alguien por este callejón iluminado con amarillentas bombillas mortecinas que proyectan sombras alargadas cuando las mueve el viento. Me pongo en guardia, ¡ha llegado mi hora! No me refiero a la hora de mi muerte, no. Ésta me llegó tres días atrás en un accidente de moto. Me estampé contra un árbol y mis globos oculares saltaron por los aires dejando las órbitas de mi cara totalmente vacías. Como no me encontraron hasta dos días después, unos lobos hambrientos comenzaron a darse un festín de primera clase. Cuando uno de ellos llevaba mi mano derecha entre sus fauces, un pastor, que pasaba por allí, consiguió ahuyentarlo y que la soltara. Mi desgarrado cuerpo estaba cercano, lleno de verdes moscas apelotonadas en las zonas sanguinolentas. Voraces avispas se disputaban mi grasa derretida al asfixiante sol del mediodía. Mi olor a putrefacto, mezclado con el sofocante ambiente, le obligó a taparse la nariz con su polvoriento pañuelo. Su cuerpo debió de convulsionar por lo aterrado que se encontraba. Su sistema digestivo se encogió de tal manera que vomitó la merienda recién ingerida. No le dio tiempo a retirarse y me cayó encima una pasta espesa de ácidos y detritos vomitivos. Mi carne agradeció el vertido, un suculento elixir, me supo a gloria, tanto que deseé que siguiera vomitando. Pero no lo hizo, se alejó para hacer una llamada de socorro al 112. Cuando llegaron los sanitarios y la guardia civil de atestados, me llevaron al Anatómico Forense. Era Noche cerrada y el médico me analizaría al día siguiente. El olor a fluidos digestivos de otros cadáveres recientes, que me hacían compañía en sus cámaras frigoríficas, conservados a cuatro grados centígrados, me levantó el apetito. Mi cuerpo se elevó traspasando el frío metal. Recorrí los cadáveres más recientes y succioné fluidos varios, practicando fuertes mordidas en sus vientres. Noté que mi dentadura mutaba hacia otra más robusta, con unos largos caninos y potentes molares. Me reconfortó el rico menú y el chute de energía que recibí me empujó a salir del recinto en busca de placeres terrenales. La muerte a mi cuerpo le sentaba bien. Estaba preparada para infundir el mayor terror nunca imaginado. Portaba el apéndice nasal medio arrancado, los labios desgarrados, dentadura lobuna y dos agujeros profundos y oscuros a falta de globos oculares. El resto del cuerpo eran retales de carne colgando, sin mano derecha que dejé en la cámara, un recuerdo para el forense.

Era la imagen perfecta para infundir pánico al joven solitario que se estaba acercando a mí, tras una hora esperándolo en el callejón. Venía fumando compulsivamente para sentirse acompañado, caminar ligero como si huyese de su propia sombra, mirando de vez en cuando hacia atrás. Nadie le seguía, pero el miedo que arrastraba desprendía un olor perceptible a mi olfato animal. A medida que se acercaba, su miedo, me iba infundiendo un deseo irrefrenable de aterrarlo. A un metro de distancia escuché los latidos acelerados de su corazón, la respiración entrecortada. Percibí la mezcla de aromas a sudores derramados por los poros de su piel, tan arrebatadoramente apetecibles, qué al salir a su encuentro, lo sujeté fuertemente por el cuello con la única mano que me quedaba. Observé sus ojos desorbitados ante la inmensidad de la Noche, su boca abierta, a punto de gritar. No le dio tiempo, le apreté con más fuerza, hundiendo mis afiladas uñas en la carne, contemplando las muecas imposibles de sus labios. Ni un suspiro pudo salir de su garganta, pero sus genitales se relajaron soltando un caliente líquido que traspasó su ropa ascendiendo el vaho y erizando mi olfato canino. Puse mi boca sobre la suya y succioné con tal ímpetu que, sus fluidos digestivos, llegaron a mi cuerpo relajándome. Dejé caer el amasijo de carne sobre el acerado al final del callejón. En su cara quedaron grabadas las huellas del pánico que sintió en mi presencia.

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291 s. 3 illüstrasyon
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9788412448535
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