Kitabı oku: «Estado y periferias en la España del siglo XIX», sayfa 10

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En el caso de Cataluña, el proceso de cambio social propugnado por el liberalismo tuvo una entidad y alcances muy distintos al vasco. Además, fue un proceso profundamente disputado, que se vinculó desde sus orígenes a un claro cambio de la composición social del personal político y que impulsó una intensa movilización social entre los dos bandos contendientes, el liberal y el carlista.[261] El liberalismo catalán expresó, como ha señalado Fradera, una identificación plena con la nación que se quería construir en las Cortes de Cádiz. Esa identidad nacional española, por otra parte, fue un importante factor de movilización en los años treinta entre el radicalismo de la Cataluña urbana.

Los grupos burgueses tomaron conciencia de las profundas escisiones que el cambio revolucionario había provocado en la sociedad catalana. No sólo se trataba de la dureza de la conflictividad social de los años 1835-1843; estaban también los costes de la industrialización, que mostraba su cara más amarga, y el arraigo carlista y republicano, que podía desequilibrar y cuestionar la estabilidad de la sociedad burguesa. Se produjo entonces una revisión de los fundamentos sociales y culturales de la nueva sociedad, de la que surgió una recuperación selectiva del pasado regional. Era éste un patriotismo catalán, fruto de la labor cultural e intelectual de los hermanos Milà i Fontanals, el grupo en torno a Mañé i Flaquer o el Diario de Barcelona, que no se construía frente al Estado-nación.[262]

La gravedad de los problemas abiertos, tanto por el proceso revolucionario liberal como por la dinámica industrializadora, impulsó la creación de un discurso de búsqueda de la armonía interna, cuyo sujeto prioritario era Cataluña. La referencia regional, compatible por supuesto con la identidad nacional española, pretendía ser el espacio de sutura de las grietas sociales y políticas. Pero reclamaba el protagonismo mediador de las elites regionales y acentuó la especificidad catalana frente al resto de España. Se impuso una perspectiva que situaba los puntos de tensión con el Estado en el orden público, los intereses económicos y la mitificación de algunas cuestiones, como el derecho civil propio.

Las elites surgidas de esa doble dinámica de cambio social y político aspiraban a influir en la política gubernamental en el conjunto de España, a diferencia de las vascas. Sin embargo, su presencia en el personal político fue tan reducida que incluso se ha llegado a hablar de «un cierto retraimiento».[263] De este modo, habría habido una imposibilidad para penetrar en la red de intereses oligárquicos que sustentaban el Estado liberal. Al mismo tiempo, el mundo conservador evolucionó en un sentido particular, al estar sometido desde el período revolucionario liberal a una fuerte presión democratizadora, agudas amenazas sociales y dificultades para controlar los efectos del cambio político y de la industrialización. Todo ello alimentó una conciencia agónica del mundo en que vivía, expresada culturalmente, y una desconfianza ante las soluciones preconizadas por el Estado.

Se desarrolló un comportamiento regional particular, cuyo dinamismo, según señala Fradera, procedía de la necesidad de negociar el significado de la posición de Cataluña en el conjunto nacional español.[264] Una posición que generó tensiones, pero no rupturas. Esas negociaciones se desplegaron en campos tan esenciales como la protección del mercado nacional, la formación del mercado laboral o la política de orden público, entre otras muchas.[265] Estas reivindicaciones generaron tensiones, pero no rupturas. La identificación de los liberales catalanes con el proceso de construcción del Estado español está fuera de dudas. Sólo en el contexto de la Restauración, en el paso del siglo XIX al XX, emergerá de la cultura del doble patriotismo una visión nacionalista, de ruptura con el esquema regional que había dominado la política catalana hasta entonces.

En definitiva, el proceso social de construcción de la identidad española no fue homogéneo en todo el territorio español, precisamente porque el agente nacionalizador era ante todo una sociedad civil también diversa. No todos los grupos dirigentes, aunque impulsaran el doble patriotismo, fortalecieron de igual modo y con el mismo alcance los diversos componentes de la identidad nacional española. Es decir, mantuvieron divergencias a la hora de valorar los factores positivos de esa identidad y tampoco coincidieron en cuanto a los elementos que representaban mayor dificultad desde el punto de vista de la estabilidad social de ciertas periferias. Por lo que respecta a los sectores populares, la investigación es manifiestamente insuficiente. En cualquier caso, habría que cuestionar un modelo de nacionalización de arriba hacia abajo, o descendente, desde el punto de vista de las jerarquías sociales, al tiempo que se deberían valorar las vías de desarrollo de la identidad nacional española abiertas por la revolución liberal y la politización que acompañó el triunfo del liberalismo. Ciertamente, el discurso de la nación española formaba parte del programa de los grupos dirigentes liberales, pero fue igualmente usado desde abajo y de manera consciente. Por lo que sabemos, resulta simplificadora la idea de unos discursos y de unas prácticas simbólicas impuestos desde arriba sin el concurso, por supuesto complejo, pero nunca pasivo, de estratos amplios de la población urbana e incluso rural.[266] En cualquier caso, el avance en estos problemas muestra un cambio de perspectiva destacado en consonancia con la historiografía europea.[267] La difusión de la identidad nacional del Estado no descansaría tanto en un proceso unidireccional desde arriba, de sustitución de lealtades anteriores, como en la creación de patriotismos locales y regionales promovidos desde abajo, aunque jerarquizados en torno a la nación española hasta bien entrado el siglo XIX.

El Estado, ¿agente nacionalizador?

Como hemos señalado, en aquel modelo interpretativo global sobre el siglo XIX, la acción del Estado adquiría un significado fundamental. A través de la enseñanza, el ejército, la política simbólica o la administración central, el Estado del siglo XIX debería haber protagonizado un sólido y continuado proceso nacionalizador, como hicieron otros Estados europeos de la época. Pero, tal y como apunta Álvarez Junco, «fue sin embargo un participante relativamente secundario».[268] Sometido a una crónica penuria financiera y a una aguda inestabilidad y falto de voluntad política, no pudo desplegar influencias beneficiosas para la construcción de la unidad nacional.

En este campo del debate historiográfico hay más hipótesis de trabajo que investigaciones contrastables. Nos vamos a referir a dos instancias de nacionalización indiscutibles en el siglo XIX, la enseñanza y el ejército. A tenor de las interpretaciones convencionales, la primera tendría que haber sido un medio de homogeneización cultural; el segundo debería haber sido el vehículo adecuado de difusión de valores asociados a la identidad nacional, de su articulación social y geográfica. En la práctica, según estos planteamientos, ambos actuaron como factores retardatarios del proceso de construcción nacional.[269]

La afirmación según la cual la enseñanza obstaculizó dicho proceso sigue siendo una hipótesis de trabajo todavía no fundamentada, en la medida en que se han estudiado aspectos generales del problema, por ejemplo, la legislación educativa o las relaciones entre el Estado y la Iglesia, pero no hay análisis suficientes sobre el proceso educativo desde abajo: quiénes, qué y cómo enseñaban y cuántos y quiénes eran los educandos. A este respecto, es significativo que se carezca de estudios sobre los institutos provinciales de las grandes capitales españolas, como Madrid, Barcelona o Valencia, por no mencionar la ausencia de investigaciones sobre la primera enseñanza y su grado de aceptación social.

Desde una perspectiva comparada, suele considerarse que la posición de la Iglesia y del Estado es un elemento fundamental que condiciona la configuración de los sistemas educativos nacionales. Donde hubo una Iglesia más o menos oficial, sostenida por el Estado, como en Inglaterra, Francia, Italia y España, el sistema educativo ofreció un menor grado de desarrollo, al menos en lo que a la escolarización de las clases trabajadoras y bajas se refiere.[270]

Se parte también de un a priori según el cual la preeminencia de la Iglesia en el sistema educativo debe interpretarse como un signo de debilidad nacionalizadora. ¿Inhibió la Iglesia el fomento de valores asociados a la nación? Como ha recordado Maitane Ostolaza, la Iglesia no ha permanecido necesariamente tan al margen de los procesos de nacionalización en Europa. Por ejemplo, en la secularizada Francia, la Iglesia continuó ejerciendo un papel de primer orden en el ámbito educativo y hubo múltiples concomitancias entre la escuela pública y la privada católica en cuanto a contenidos, métodos y modos de organización; y entre 1850 y 1867, la libertad de enseñanza favoreció de hecho a la Iglesia católica. En Inglaterra, la mayor parte de las escuelas primarias estuvo en manos de grupos filantrópicos, dependientes en su mayoría de la oficial Iglesia anglicana, y de confesiones no oficiales sin que por ello se cuestione el carácter nacional del sistema educativo ni la función nacionalizadora de la escuela.[271] Sin contar con el hecho de que las innovaciones planteadas por los liberales españoles durante las Cortes de Cádiz no se discutirían políticamente en Inglaterra hasta 1861 y sus efectos sólo se materializarían con la promulgación de la Education Act de 1902.

En España, fue el liberalismo el que consideró la educación un asunto de interés nacional. La génesis del sistema educativo nacional se produjo entre 1834 y 1857, bajo los principios rectores de la secularización, uniformidad y centralización. Fue entonces cuando se crearon las comisiones de instrucción primaria provinciales, de partido y de pueblo, dependientes del Ministerio de Fomento (1834); la Dirección General de Instrucción Pública (1846), que concentró la toma de decisiones, o el cuerpo de inspectores de enseñanza primaria (1849). Sucesivos planes de estudio regularon la estructura del sistema educativo y establecieron los contenidos y la organización en los tres niveles de la enseñanza, de manera que lo que hizo la ley Moyano de 1857 fue consolidar las reformas anteriores. Desde un punto de vista legal, el sistema educativo español no se construyó con retraso respecto a otras experiencias europeas.[272] En cualquier caso, parece evidente que la educación no fue un ámbito de interés prioritario para el Estado liberal. Hubo que esperar hasta 1900 para que se estableciera el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, mientras que Francia lo tuvo en 1830, Cerdeña-Piamonte en 1848 y Reino Unido y Portugal en 1870.

Para especialistas como Antonio Viñao, aquel sistema se caracterizó por la debilidad y un relativo retraso en la materialización de las leyes que obedeció a dos causas: por una parte, la situación heredada del pasado, a la que se unió el marasmo provocado por la Guerra de la Independencia y los conflictos políticos y militares de las décadas siguientes –así, los niveles de escolarización alcanzados en 1797 no se volverían a repetir hasta 1831–; por otra, y sobre todo, la alianza con la Iglesia, cuyo control sobre la definición de la ortodoxia religiosa de cualquier enseñanza y el derecho de inspección sobre toda ella quedó asegurado por el Concordato de 1851, aunque no definía claramente la potestad de los obispos sobre la materia.

¿Significa esto que el Estado perdía su primacía como garante del sistema educativo? Desde el punto de vista de la legislación, no parece que fuera así. El Plan Pidal de 1845, que estableció el organigrama institucional de la educación pública –la instrucción primaria recaía en los municipios, la secundaria en las provincias y las universidades dependían del Gobierno– y reguló la segunda y la tercera enseñanza, se decantó sin resquicios por el monopolio estatal: uniformidad de asignaturas, manuales y métodos de evaluación, bajo el auspicio de la Dirección General de Instrucción Pública; la enseñanza privada, que requería autorización expresa del Gobierno, debía someterse a estas directrices y sus alumnos sólo podían ser examinados en los establecimientos oficiales. El Plan Pidal fue objeto de dura crítica por parte de Balmes y años después por Menéndez Pelayo, quienes no perdonaban su sesgo secularizador, uniformista y estatalista.[273] Las reformas introducidas a raíz del Concordato fueron suprimidas en el Bienio Progresista, de manera que cuando en 1857 Moyano planteó en el Congreso la Ley de Bases, la oposición más intensa corrió a cargo de los neocatólicos, empeñados, sin éxito, en la efectividad del Concordato. La Ley Moyano de 1857, que abarcaba los tres niveles de enseñanza, fue, en líneas generales, una puesta en orden del Plan Pidal y de anteriores medidas en este campo, y, en consecuencia, del mantenimiento del monopolio estatal.[274] La intervención eclesiástica, indica Viñao, se limitó a la fijación del catecismo, la declaración previa de ortodoxia para las obras de religión y moral y la obligación gubernamental de dar cuenta a las autoridades eclesiásticas de los libros para ejercicios de lectura en los de primera enseñanza; «es decir, bien poco en comparación con las propuestas neocatólicas, y mucho menos en la práctica, si como se apuntaba en 1892, esta última norma, además, había caído en desuso y no era cumplida».[275]

El sostenimiento de la enseñanza primaria correspondió desde el Plan Pidal a las corporaciones municipales. No fue una excepción en Europa. Así lo hizo la ley Guizot de 1833, la belga de 1842 (que, además, dispensaba a los municipios de erigir una escuela pública si ya existía una privada), la del Piamonte de 1848 y la de 1859 que se aplicaría a toda Italia. En 1870 Gran Bretaña estableció unas oficinas locales de escolarización, responsables de la creación y el mantenimiento de las escuelas públicas donde la oferta confesional no bastase.[276]

De este modo, la trayectoria de la enseñanza primaria en España se inscribe en unas consideraciones de la sociedad decimonónica que trascienden las fronteras estatales. Esta enseñanza no se entendía como ámbito de actuación del Estado, sino como un espacio privado cuya responsabilidad era atribuida a la familia. Era su iniciativa la que debía impulsar la instrucción en el hogar, según sostuvieron muchos liberales del siglo XIX. A mediados de la década de 1870, un intelectual tan señalado como Gumersindo de Azcárate mostraba su admiración por el sistema inglés, «donde la que llamamos primera enseñanza la reciben los hijos de sus madres entre las clases ilustradas». Azcárate sostenía que, si bien «la escuela tiene sus ventajas»,

en este primer período de la educación, no importa tanto el instruir como el despertar y desarrollar aquellas facultades llamadas por la voz de Dios y de la naturaleza a dar mejores frutos (...) ¿Y quién puede sustituir en esto al interés de los padres, que estudian constantemente las inclinaciones de su hijo, las dirigen y desenvuelven, preparándole para que cumpla su destino en la tierra?[277]

El problema estribaba en que la educación de la mujer, responsable para muchos liberales españoles de formar verdaderos ciudadanos y patriotas (masculinos, se entiende), o para muchos católicos de transmitir los valores morales y religiosos imprescindibles del orden social, era deficitaria en España. La legislación sobre la enseñanza de niñas fue temprana, si bien su desarrollo chocó con unas visiones y tradiciones muy difundidas también en Europa: aquellas que entendían la escritura y la enseñanza como innecesarias, indeseables e inútiles.

Las causas de la menor escolarización y alfabetización de las niñas fueron diversas: como mínimo, a la altura de 1860 la mitad de los municipios no disponían de escuelas mixtas o de niñas; sus ocupaciones en las economías rurales de la España del siglo XIX y el trabajo que desempeñaban para sus familias, o, en fin, la menor financiación pública de las escuelas de niñas; un déficit que, sin embargo, era compensado por los padres. Ello indica que había una demanda de escuelas para niñas para que aprendieran los deberes de su sexo. Una demanda que no fue respondida con mayor gasto municipal, ni con un mucho menor grado de segregación de la escuela.[278]

La Ley de 1857 implantaba los principios esenciales del Estado liberal en materia educativa: gratuidad limitada para la primera enseñanza elemental, obligatoria para los niños y niñas de seis a nueve años; homologación de planes y titulaciones, y secularización. Correspondió a la Administración central «la inspección del profesorado y edificios, materias, contenidos y textos de la Primera Enseñanza, ya que este nivel resultaba básico para todos los ciudadanos e indispensable para la articulación nacional».[279]

La voluntad de impulsar la identidad nacional española a través del establecimiento del castellano como lengua de escolarización y de los manuales de geografía e historia parece que tuvo más relevancia de lo que hasta ahora se había considerado.[280]En el Sexenio Democrático se modificaron los planes de estudios de la Segunda Enseñanza, que introdujeron el «estudio profundo de la lengua patria que hoy se olvida por el de la gramática latina» y la ampliación de los estudios históricos (arte, derecho e historia españoles).[281]Si la difusión del castellano encontró, de todos modos, dificultades, especialmente en las zonas rurales de las áreas con presencia de otra lengua, no puede decirse lo mismo respecto a los libros de texto de esas asignaturas, cuya presencia estaba reconocida en los planes de estudio de la enseñanza primaria y secundaria.[282]Por otra parte, aquel impulso se retomó tardíamente en la Restauración, al menos desde un punto de vista legal. Se trataba de crear desde la escuela un fuerte sentimiento nacional, basado en una identidad colectiva común y unitaria. En efecto, la Dirección General de Instrucción Pública impulsó en 1893 y 1894 la colocación del escudo nacional en el frontispicio de las escuelas públicas y de la bandera española, que sería izada y arriada diariamente; se aprobó por real orden el «Himno escolar a la bandera», y se instó a los maestros a enseñar cantos patrióticos y organizar actividades para que los niños desfilaran delante de la bandera.[283]En la época de la «política de masas», estas medidas podían resultar tan tardías como ineficaces, dentro de un sistema político claramente reacio a la movilización.

Es más que probable que estas indicaciones, así como las pretensiones uniformizadoras y centralizadoras del sistema educativo nacional, tropezaran con los problemas económicos del Estado liberal y de las administraciones locales y provinciales, a cuyo cargo estaba la financiación de la primera y la segunda enseñanza pública hasta 1902 y 1887, respectivamente, cuando se incorporaron a los presupuestos generales del Estado las partidas de personal y material. A ello habría que añadir el absentismo escolar, muy vinculado a la economía agraria preponderante en España. No obstante, hubo un progreso escolar relativo hasta 1865, momento en que empezó a dar muestras de agotamiento. La inversión no se reanimó hasta principios del siglo XX. Y fue también durante la Restauración, y no antes, cuando la función del Estado se relajó en el ámbito de la educación pública secundaria.[284]

En efecto, la Ley Moyano había impulsado la creación de escuelas de primera enseñanza, que pasaron de 16.410 en 1855, con 867.874 alumnos asistentes, a 20.998 en 1865 y 1.154.763 niños y niñas escolarizados. Este notable crecimiento de la población escolar fue sólo inferior, en el contexto europeo, al de Francia y Gran Bretaña. El salto dado desde los inicios del Estado liberal redundó en los descensos suaves de los niveles de alfabetismo, desde un 75,52% en 1860 a un 63,78% en 1900. El retraso en el desarrollo y la consolidación de esta enseñanza se inició en el Sexenio Democrático y sobre todo con la Restauración, al sufrir las dificultades financieras de los ayuntamientos: en 1870 había 21.278 escuelas públicas y en 1908, 24.915. Parece que la libertad de enseñanza y la descentralización educativa adoptadas en 1868 fueron aprovechadas por muchos pequeños municipios para cerrar escuelas, lo que debió de afectar a un 8% de las existentes en España, y contratar como maestros a personas sin cualificación, cuyas retribuciones eran menores. Por lo que respecta a la enseñanza secundaria, se produjo una clara relajación de la labor del Estado con respecto a la oferta de centros privados y en especial de la Iglesia.[285]

La causalidad entre el bajo nivel de alfabetización y el atraso económico comenzó a tener más repercusiones desde finales del siglo XIX. Según una visión muy extendida, la «oferta» de educación resultó insuficiente durante todo el siglo XIX a causa de que el régimen liberal dejó este servicio público (hasta 1902 la enseñanza primaria y hasta 1887 la secundaria) en manos de unos municipios y provincias que padecían una situación fiscal cada vez más precaria tras las desamortizaciones. Sin embargo, el análisis más detenido de las cifras regionales ha mostrado una realidad más compleja. Algunas regiones, junto a bajas tasas de escolarización primaria, tenían niveles relativamente altos en lo que respecta a la educación secundaria. Como las elites políticas locales tuvieron una amplia autonomía para fijar las prioridades, cabe deducir que el balance escolar final dependía de las peculiaridades sociales.[286]Así, el mayor sesgo a favor de la educación secundaria se daba en Andalucía, región con altos niveles de urbanización, municipios relativamente grandes y una desigualdad social mucho mayor que en el norte de España, que podía influir negativamente en la atención que el poder local prestara a los intereses de la mayoría. Junto a ello también habría sido decisiva la amplia presencia de sectores jornaleros, para los cuales una mayor alfabetización no mejoraba sus condiciones de inserción en el mercado de trabajo. Esto último lleva a considerar la «demanda» de educación como un factor que influía en el resultado final.

Por lo que se refiere a los efectos del proceso desamortizador sobre el sistema educativo, Guereña y Viñao discuten la hipótesis muy generalizada de que aquél desmanteló el aparato de la enseñanza elemental sostenido por los municipios o por la Iglesia, sin procurar sustitución alguna. Para ellos, las consecuencias de las desamortizaciones son hipótesis no contrastadas, dado el desconocimiento sobre el alcance y la extensión de ese entramado previo y el hecho de que las escuelas anejas a las parroquias no resultaron afectadas por las desamortizaciones. El programa del Estado liberal no consistía en crear escuelas en conventos o parroquias, sino en impulsar el establecimiento de una red escolar pública sostenida por los municipios. Éstos dedicaban a la enseñanza un capítulo relativamente importante, si bien dentro de un presupuesto caracterizado por la crónica insuficiencia de recursos, como ya se ha señalado en el apartado anterior.[287]

La práctica ausencia de investigaciones «desde abajo» es también un rasgo característico por lo que se refiere a otro importante mecanismo de nacionalización: el servicio militar. El reclutamiento fue un recurso del Estado liberal para lograr una cohesión interna en torno a la identidad nacional. Bien se conoce, por supuesto, que desde su implantación en 1837 como obligatorio para todos los varones al cumplir los 18 años «pasó a ser una de las manifestaciones más visibles de la existencia del Estado nacional»;[288]que cumplió una función primordial de orden público y de intervencionismo político,[289]y, sobre todo, que fue «una contribución de sangre» profundamente impopular que originó agudas protestas y resistencias a lo largo de todo el siglo XIX. Y es que la obligación militar, dado el sistema estipulado de exenciones y de redenciones en metálico, afectó sólo a aquellos sectores de la sociedad que no disponían ni de ingresos suficientes ni de relaciones con los poderes locales y provinciales, en cuyas manos estaba todo el proceso de reclutamiento.[290]En definitiva, una instancia que en el imaginario liberal debía ser la representación de la ciudadanía participativa en la defensa de la nación se convirtió en realidad en un espacio de injusticias y de desigualdades sociales. De ahí que la historia del Ejército Nacional sea interpretada también como la de los miles de exentos, infractores, prófugos, desertores, etc., del deber nacional.

El caso español de exención del servicio militar mediante el pago en metálico no fue excepcional en el contexto europeo de la época. En Francia, modelo de nacionalización, la sustitución de los soldados fue reconocida legalmente en 1802 y luego desde 1818 hasta 1855, cuando quedó suprimido el rescate y en su lugar se autorizó la exoneración, es decir, el pago de una cantidad al Estado (en España ésta fue reconocida por la ley de 1837, que estableció los principios del Ejército Nacional).[291]La conscripción universal, sin sustitución ni redención posible, sólo se aplicaría en la Tercera República, después de la derrota francoprusiana y la pérdida de Alsacia-Lorena. El rescate y la sustitución mediante el pago a las arcas del Estado se admitían en Italia o Dinamarca a mediados de siglo. La sustitución se mantendría en España hasta 1912, al implantarse el servicio militar sin excepciones, aunque todavía con discriminaciones destacadas, como el llamado «soldado de cuota», que pagaba por permanecer menos de tres años en el servicio activo a cambio de costear un sustituto, situación que subsistió hasta la Guerra Civil. Por tanto, lo característico del Estado español fue su prolongado mantenimiento en la época del ascenso del «nacionalismo de masas». Este desfase tardío, al igual que en otros aspectos, ha llevado a proyectar sus supuestos antecedentes de modo exagerado hacia épocas anteriores.

Todas las constituciones españolas del siglo XIX proclamaron el principio de «la nación en armas», es decir, el servicio de las armas obligatorio para los ciudadanos. Pero el Ejército español se nutrió de las «quintas» de mozos de reemplazo y de «sustitutos» –ya existentes en el Antiguo Régimen–, a raíz del sistema de reclutamiento establecido. Este sistema requería la movilización de sumas de dinero muy importantes, que se ingresaban en el Banco de España. Un organismo autónomo dentro del Ministerio de la Guerra, creado en 1859, se encargó de controlar y gestionar esos fondos hasta 1886, cuando se suprimieron todas las cajas especiales no controladas por el Ministerio de Hacienda. El Fondo de Redenciones dejaba su administración en manos del Ejército. En 1860, el importe del rescate, que permitía la redención del servicio y la consiguiente sustitución del mozo, alcanzaba los 8.000 reales en la península y 8.480 en ultramar. El monto total de los rescates ese año se elevó hasta casi 55 millones de reales y a más de 46 millones de pesetas en 1886, ingreso muy superior a lo que producía la contribución industrial y de comercio, por ejemplo.

Con estos condicionantes, ¿nacionalizó el Ejército español? Para poder responder a esta pregunta habría antes que formular una previa: ¿el incumplimiento del servicio militar implicaba el rechazo a la nación española? El estudio realizado hace años sobre la resistencia gallega por Alfonso J. González Asenjo, mediante testimonios de los sujetos implicados, no sugiere tanto esa posibilidad como motivos de otra índole: rechazo de la disciplina, necesidades familiares de mano de obra, deterioro de los modos de vida, etc. Según este autor, hasta la Restauración, «las quintas no fueron cuestionadas en ningún momento»; las protestas, que las hubo, iban dirigidas contra los procedimientos y las irregularidades. Por otro lado, insiste en la necesidad de abordar la otra cara de la moneda, la participación voluntaria en el esfuerzo militar, para ponderar «la dualidad de comportamiento de la población gallega», para la que el ingreso en el ejército era una vía –aunque precaria– de ascenso social: «existe oposición en cuanto se lesionen intereses particulares, pero no como oposición frontal a las necesidades o intereses del Estado».[292] Por último, parece que en ciertas manifestaciones de patriotismo popular hubo «una fuerte identificación

Ejército-pueblo», como sucedió en Madrid en agosto de 1885.[293]

De todas formas, el sistema de quintas que entró en vigor hacia mediados de la década de 1840, excepto en el País Vasco y Navarra, fue extremadamente impopular y levantó protestas y resistencias muy agudas, especialmente en Cataluña. Aunque parece que esta impopularidad se redujo un tanto,[294]los motines contra las quintas se recrudecieron durante el Sexenio Democrático, justo cuando estallaron las guerras carlistas y de Cuba. Cuando la Primera República ensayó tímidamente la captación voluntaria, tras revisar la abolición del servicio militar decretada en febrero de 1873, de 48.000 hombres que deberían haber acudido a formar los cuerpos francos, sólo se presentaron 13.000 voluntarios en 1873. La nación de los ciudadanos armados simplemente no acudió a ese llamamiento. La desigualdad social de la «contribución de sangre» se vivió como una injusticia aún mayor coincidiendo con las guerras coloniales en África y las Antillas, a finales del siglo XIX. Esta percepción fue compatible con exaltadas manifestaciones patrióticas: «como pronto demostrarían los hechos de Cuba, todo desafío al honor nacional henchía de patriotismo mal entendido el pecho del español, hasta el punto de que ese clamor popular, reflejado y alentado por la prensa, arrastraría a todos hacia el abismo».[295]

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