Kitabı oku: «Estado y periferias en la España del siglo XIX», sayfa 2
El análisis de Artola partía de supuestos distintos. A diferencia de Fontana, Artola estaba lejos de suponer un orden social simplemente identificable con «el feudalismo» bajo el Antiguo Régimen. Su planteamiento alteraba esta premisa, evidentemente cómoda a la hora de explicar la posterior «malformación» del Estado decimonónico. Artola consideraba necesario elaborar un modelo que diese cuenta de una realidad social peculiar. En su núcleo mayoritario –la España central y meridional–, esa sociedad se caracterizaría por el peso de la propiedad plena y el predominio de las relaciones contractuales de explotación en la agricultura, por un lado. Por otro lado, en buena parte de la periferia –Cataluña, Galicia, el País Valenciano y Mallorca– el señorío había sido compatible con un desarrollo en la misma dirección, pero con estructuras sociales diferentes, a través del fortalecimiento de formas de «cuasi propiedad», en palabras de Pierre Vilar sobre la enfiteusis catalana, o de estabilidad en la posesión a muy largo plazo, como sucedía con los foros gallegos. Todo ello mostraba, si bien de manera distinta en cada caso, la consolidación de ámbitos específicos de propiedad, la importancia de la desigualdad económica, al margen de la jerarquía estamental y del poder político, y el peso de las relaciones contractuales, de modo diferenciado con respecto al señorío y el feudalismo. Era significativo, sin embargo, que el núcleo mayoritario de la Corona de Castilla se distinguiese por la rotundidad de la «propiedad plena».
Este claro avance del individualismo posesivo y de las relaciones contractuales, basadas en la desigualdad económica de los agentes, estaría interferido por regulaciones desde el poder público de los municipios y la Monarquía –en cuanto al coste del factor mano de obra y el precio de ciertos artículos de consumo–, así como por la restricción del mercado de la tierra –a través del peso de las manos muertas de la Iglesia y de los mayorazgos de las familias nobles– y los límites a la movilidad del capital en la industria, derivado de las ordenanzas gremiales. No estaríamos, por tanto, ante un absolutismo basado en el dualismo de señores y campesinos, y mayoritariamente hostil para el desarrollo de los elementos característicos del capitalismo. Destacaría, más bien, la evolución de las formas de propiedad mayoritarias en el sentido que caracteriza al modelo de la propiedad particular. Sobre esta base, se alzarían unas interferencias institucionales en el mercado de productos y de factores, en retroceso y con presencia desigual ya durante el siglo XvIII, y el privilegio de los estamentos superiores, que favorecía lo que era básicamente un orden de propietarios. El señorío, sin duda, seguía siendo una pieza del orden social. Pero quedaba enmarcado en el contexto del claro asentamiento de la propiedad particular. Este panorama no autorizaba, sin más, a hablar de un feudalismo asfixiante para el individualismo económico y la lógica del mercado.
En consecuencia, el asentamiento del nuevo Estado no coincidía con la eliminación genérica del feudalismo para establecer sobre sus ruinas el orden capitalista. El triunfo de la revolución liberal en España se habría propuesto, en realidad, remodelar un determinado orden de propiedad que venía combinándose bajo el Antiguo Régimen con el privilegio fiscal y legal de la Iglesia y los nobles, que bloqueaba en gran medida el mercado inmobiliario y que perpetuaba los cargos municipales. Planteado de este modo, el triunfo liberal no se mostraba ya como un trámite imprescindible para superar un caduco orden feudal. El nuevo Estado habría eliminado, además, un tipo de propiedad privilegiada, que venía favoreciendo el patrimonio de las altas jerarquías estamentales y, por último, habría abierto los canales del poder político a la movilidad social resultante de esta nueva dinámica. De ahí que, aunque curiosamente apenas se haya tenido en cuenta, la perspectiva de Artola estuviese muy lejos de ver la construcción del nuevo Estado como un recurso oligárquico. No era verosímil que la eliminación del privilegio para establecer la generalización del mercado representase un perjuicio evidente para la gran mayoría de la sociedad. «En nuestro nivel de conocimientos –escribía hace más de tres décadas– no podemos sino especular acerca de las consecuencias inmediatas que tuvieron estas disposiciones, aunque no debieron significar un empeoramiento de las condiciones materiales de la existencia del campesinado». Igualmente, destacaba que el triunfo del nuevo orden no se hizo en medio de la hostilidad que para muchos forma parte de la genealogía del nuevo Estado-nación. Artola subrayaba que la población rural «no aprovechará la oportunidad de la primera guerra carlista o de revueltas triunfantes como la del 54 para manifestar su descontento, del mismo modo que no hay constancia de que se produjese una importante emigración».[14]
La potencialidad original de estos planteamientos quedaba contrarrestada, sin embargo, por su confluencia con la interpretación dominante en cuanto a la liquidación del segmento señorial heredado del Antiguo Régimen. Para Artola esto se habría conseguido no sólo integrando «la totalidad de los patrimonios» de los antiguos señores, sino, además, proporcionándoles recursos para incrementarlos, por medio de las indemnizaciones por sus derechos extinguidos. Al mismo tiempo, el fin de los mayorazgos se entendía como una medida generalmente positiva para la nobleza. Como resultado, la aristocracia señorial habría podido integrarse de modo ventajoso en el nuevo conjunto de propietarios, de orígenes sociales diversos, que mantendrían una función determinante en el Estado del siglo XIX. Al comprobar que eran nobles de título –las mismas Casas que, en gran parte, habían sido titulares de importantes señoríos– quienes encabezaban el reparto de la propiedad a mediados de esa centuria, era posible aceptar el núcleo decisivo de las tesis continuistas, relativas a una oligarquía antipopular en el Estado español del Ochocientos.
Otros historiadores han reforzado esta confluencia, sobre todo al profundizar en una de las facetas más importantes del planteamiento de Artola, como era el énfasis en la consolidación de la propiedad particular y el desarrollo de las relaciones contractuales bajo el Antiguo Régimen.[15]Para el nuevo orden liberal, lo decisivo era la categoría de propiedad y, en buena medida, ésta ya se hallaba bien establecida en el siglo XvIII. Desde este ángulo, las jerarquías influyentes en los poderes del Estado liberal estarían integradas, en gran medida, por los núcleos propietarios que, dada la debilidad del señorío en el terreno del reparto de la propiedad, habían escalado ya posiciones clave a escala local, antes de la revolución liberal. El fin de un patrimonio eclesiástico muy desigualmente implantado sería la única excepción significativa a esta tónica. De este modo, la perspectiva centrada en la propiedad y la producción, estrechamente vinculada al contexto local como célula clave del edificio del poder, a menudo ha reforzado la tesis de la política del Ochocientos como una prolongación, sobre todo, de la que ya se ejercía antes del nacimiento del Estado liberal. El peso del localismo de los propietarios sería el reflejo más poderoso en cuanto a la organización real y la lógica del nuevo orden.
La propuesta más elaborada en este terreno fue formulada, también en la década de 1970, por Richard Herr y, posteriormente, ha sido aplicada en investigaciones e interpretaciones de conjunto.[16] El historiador norteamericano se apoyaba en la comprobación de que el nuevo Estado no reemplazó en España un orden feudal, supuestamente basado en la producción campesina organizada y dirigida por el señorío. Como en la propuesta de Artola, Herr observaba el prolongado ascenso de una nobleza inferior de hidalgos propietarios, arraigados en el ámbito local, en detrimento de la influencia que, en esta escala, mostraba la cúpula señorial. De este modo, la revolución liberal no habría sido un recurso especialmente capitalizado por los señores, sino un proceso que confirmaría sobre todo la larga trayectoria ascendente de la propiedad bajo el orden absolutista. El énfasis que en el liberalismo recibía la propiedad beneficiaba, con la excepción de las instituciones eclesiásticas, a quienes la venían concentrando en mayor medida, combinándola a menudo hasta entonces con el recurso a los privilegios accesibles a la pequeña nobleza. Serían estos sectores los que protagonizarían la reconstrucción de un poder central, tras el colapso del absolutismo. Miembros de la hidalguía propietaria, procedente de provincias, tomarían el timón de las nuevas instituciones. La desvinculación de sus mayorazgos sería una medida especialmente favorable, que les permitiría reorganizar sus patrimonios. En consecuencia, para Herr el relanzamiento de la economía, desde 1840, habría revitalizado este tipo de jerarquías. Frente a la solidez de sus posiciones, el ascenso de los sectores típicamente burgueses era visto como un ingrediente minoritario y poco eficaz en la configuración de las bases sociales del nuevo Estado.
De nuevo, la ruptura analítica en cuanto a la estructura social del Antiguo Régimen –el modelo del «feudalismo» depredador e inmóvil había sido rechazado– era reconducida hacia el esquema dominante en lo relativo a las bases del Estado, al mantener criterios «puros» en lo que se refiere a los protagonistas sociales del ascenso del capitalismo. El núcleo mayoritario de los propietarios procedentes de la hidalguía controlaría durante décadas el Estado liberal. Desde las instituciones estatales que había conquistado, mantendría el control de sus áreas originarias de influencia, mediante una red «caciquil», que unía un localismo persistente y sistemático con un centralismo aparente y poco eficaz. En tales condiciones, la traducción práctica de la política liberal no podía ir más allá de la pura ficción. Ni el cambio social, ni las nuevas prácticas políticas habrían arraigado a partir del agitado proceso de consolidación del nuevo Estado. En aquel contexto, en realidad, el Estado apenas pasaba de ser una precaria cobertura para las redes de influencia localistas y el poder del Ejército. Sólo la vía gradual del desarrollo de la sociedad capitalista y urbana a largo plazo haría sentir sus efectos en este terreno, a partir de las primeras décadas del siglo XX, hasta desembocar en la tardía eclosión de la política de masas, en puertas de la II República.
La historiografía sancionaba así la perspectiva dominante en la izquierda española, como ejemplificábamos antes en el caso de Azaña. Según ella, la sociedad moderna en España apenas dispondría de referentes aprovechables en la época de origen del Estado nacional. Ni una hegemónica tradición revolucionaria y bonapartista, como en Francia; ni un forcejeo ascendente por etapas, seguido de rupturas parciales, como en la larga age of improvement de Gran Bretaña; ni un proyecto nacional capaz de absorber energías movilizadoras, como en Italia y Alemania, podrían hallarse en los referentes de la mayoría de los españoles insertos, desde comienzos del siglo XX, en la sociedad urbana y sujetos a un Estado de genealogía anómala o, a veces, abiertamente cuestionada. El Estado, como un poder básicamente de hecho, consolidaría un legado híbrido y de escasos vínculos con la sociedad –o con las diversas sociedades nacionales de la periferia– sobre la que se asentaba.
Elementos para una revisión en la historiografía reciente
Las propuestas anteriormente esquematizadas estimularon buena parte de las investigaciones posteriores, que hicieron avanzar los conocimientos, hasta entonces muy precarios, sobre la sociedad, la economía y la política en la España de la época. Si bien estos avances ya tenían suficiente potencial renovador, otros factores han contribuido a hacer necesaria una reconsideración de muchos supuestos que se han venido manteniendo desde que recibieron el consenso historiográfico, en el paso de la dictadura franquista a la democracia. Esto afecta, en especial, a la necesidad de un análisis de las clases sociales menos deudor de los «tipos ideales». Hacia la década de 1980, buena parte de la historiografía europea tomó conciencia de que su consideración de las clases guardaba una escasa relación con unos conocimientos empíricos que reclamaban ser elaborados de manera autónoma y no simplemente relegados a favor de modelos inconmovibles, bajo el pretexto cientifista de la necesidad de generalizar a cualquier precio. El uso de ciertos estereotipos sobre las clases sociales, por otro lado, demostraba tener claras insuficiencias en esta coyuntura. Hacía falta recuperar el sentido originario de la historia social, definida por Ernest Labrousse como la historia de las realidades impuras. Procesos globales, como el desarrollo del capitalismo o la formación de los Estados nacionales, aparecían promovidos a través del protagonismo de clases que se apoyaban sistemáticamente en caracteres de naturaleza contrapuesta, cuya separación en los modelos canónicos resultaba teleológica o injustificable. Bajo esta perspectiva, era preciso revisar muchas «supervivencias» que conducían a «fracasos» o «vías especiales» (Sonderwege) con respecto a algún supuesto canon, que cada vez resultaba más imaginario.[17]
Este panorama historiográfico invita a replantear el caso español. Ello no significa aceptar como inevitable una revisión de tipo pendular, en el sentido de considerar que la España contemporánea tuviera una «trayectoria normal».[18] Consideramos más útil, en cambio, examinar la complejidad de los problemas de una manera abierta, de modo que el resultado sea no acuñar un nuevo esquematismo, sino plantear las cuestiones de forma más acertada con respecto a los conocimientos actuales.
En esta tarea, las investigaciones ofrecen, al menos, tres grandes bloques novedosos, cuya consideración obliga a modificar las perspectivas habituales. De modo sintético, podrían resumirse así:
1. El papel del componente más característicamente feudal y sus cambiantes relaciones con respecto al poder central.
2. Los caracteres de los sectores propietarios bajo el Antiguo Régimen y su reordenamiento a partir de la revolución liberal.
3. La consolidación de un núcleo hegemónico de burguesía propietaria en el nuevo Estado y sus conexiones con los sectores periféricos.
El fin del componente feudal de la sociedad y de la monarquía absoluta
En las últimas décadas, estudios como los de Pedro Ruiz Torres, Bartolomé Yun y Enric Tello[19] han planteado de un modo distinto el significado de los componentes más claramente feudales de la España del Antiguo Régimen. En virtud de estos estudios, la estructura feudal aparece con un doble significado: era económicamente importante y también decisiva en la configuración del poder político, si bien no hegemonizaba la dinámica social.
Su importancia económica no derivaba de que organizara la producción, como en el pasado se dio por supuesto con demasiada frecuencia. Los grandes estados o señoríos, concentrados cada vez más en manos de una cúpula aristocrática y de instituciones eclesiásticas, otorgaban a los señores un cierto ámbito de poder político a escala local y canales de extracción de excedente. Lo primero se concretaba en la justicia local y la interferencia sobre el poder municipal. Los segundos se plasmaban, con una coincidencia muy irregular en el espacio, en la privatización señorial de impuestos originariamente de la Corona, en el cobro de una parte del diezmo y en el aprovechamiento de monopolios comerciales o regalías. De modo simultáneo y geográficamente muy desigual, el titular del señorío podía reunir, dentro de sus estados, derechos de propiedad más o menos importantes. Éste era el caso, que hasta ahora había dado lugar a generalizaciones injustificadas, de la gran propiedad plena en el centro y suroeste de la Península. Otras veces –como en Galicia, Cataluña, País Valenciano y Mallorca, pero también en áreas de Castilla la Vieja–, los grandes señoríos combinaban, con bastante frecuencia, importantes canales de extracción de excedente (diezmo, regalías) con la titularidad de una cierta propiedad dividida, no exclusiva, en forma de foros o de dominio directo en las áreas de enfiteusis.
Las investigaciones han destacado la importancia de este aspecto más propiamente feudal. La Monarquía hispánica, todavía gran potencia en el siglo XVIII, se organizaba en parte sobre cadenas de este tipo de «estados», al tiempo que se apoyaba directamente en las oligarquías de los núcleos más importantes, que dependían de la Corona. La incuestionable concentración de poder económico señorial, sin embargo, no se ponía al servicio de los engranajes coordinados del absolutismo monárquico. Políticamente, esta cúpula de magnates cortesanos era incapaz de integrar a la sociedad local en el sentido deseado por las autoridades reales. Bajo un régimen absolutista, apoyado en burócratas, militares, eclesiásticos y oligarquías urbanas, los grandes no constituían los pilares de la creciente formación interna del Estado y, como era bien conocido, su falta de cualificación tampoco los caracterizaba como una nobleza de servicio. Desde hacía tiempo, la aristocracia señorial no constituía la reserva de la clase gobernante del absolutismo, sino un núcleo cortesano, cuya influencia se trataba de asentar sobre todo por vías indirectas y personalistas. Ello condicionaba en gran medida la faceta reformista y aparentemente estatalizante del absolutismo borbónico. Al sostenerse sólo en parte sobre sus ingresos como propietaria, la gran aristocracia se había asentado en paralelo a un cierto «feudalismo centralizado». Éste suponía que el aparato absolutista alimentaba las rentas de la aristocracia señorial mediante el crecimiento del sistema recaudatorio de la Hacienda real, que a menudo pasaba luego a privatizar en beneficio de estas familias. En la misma línea, la Corona había impuesto, en épocas de crisis anteriores, la reducción de las deudas, en detrimento de los acreedores, o seguiría autorizando enajenaciones parciales de los patrimonios vinculados de la nobleza de título. Mientras que la propia Monarquía veía menguar durante largos períodos su propio patrimonio real, la expansión fiscal de la Corona y la privatización de impuestos mantenían a flote a los grandes.
La crisis fiscal del absolutismo desde finales del siglo XVIII fue, a la vez, el detonante de una crisis de esta clase señorial. Sin duda, sus miembros representaban a los mayores propietarios del conjunto de la Monarquía. Sin embargo, aunque sus ingresos y sus resortes de influencia fuesen aún palancas poderosas, esta aristocracia se vio combatida desde plataformas nada desdeñables. La historiografía ha puesto de relieve que esta cúpula señorial –en contraste con la mayoría de las instituciones eclesiásticas– sólo de modo parcial, o incluso muy secundario, había hecho coincidir sus estados con áreas indiscutidas de propiedad diferenciada de su poder político. Esto la situaba en una posición engañosa de cara a mantener sus posiciones durante la formación del Estado.
Esta agregación de señoríos no reflejaba su arraigo en la propiedad local. Como titulares de ingresos derivados, ante todo, de la redistribución por medio de impuestos privatizados, monopolios y participación en el diezmo, y contando durante generaciones con el apoyo real, habían permitido en los grandes señoríos el predominio de criterios que aseguraban al alza su participación en la captación del producto bruto. Ello implicaba, entre otras cosas, la estabilidad de la propiedad (particular y, no pocas veces, colectiva) de los vasallos. En general, los grandes señores disponían de bases no muy seguras para una posible ofensiva que hiciese evolucionar al señorío en el sentido de la propiedad. Con combinaciones muy diversas, según las zonas, esto se había traducido en la fortaleza de las inevitables oligarquías de propietarios –a menudo ennoblecidos, pero claramente distinguibles de la cúpula señorial– o incluso de la nobleza de título con influencia local, o en una sorprendente autonomía de las comunidades rurales, mucho más próximas al modelo campesino. Desde mediados del Setecientos, además, esta aristocracia de señores ausentes tuvo cada vez más dificultades para conseguir la colaboración de las fuerzas sociales dentro de sus señoríos.[20] El período de reformismo absolutista, promovido por la Corona desde 1766, ofreció ocasiones renovadas para que el interés público o el bien del Estado se interpretasen según una óptica contrapuesta a los puntos de vista señoriales. Transformados ante todo en dueños de poderosas pero irritantes y cuestionadas maquinarias recaudatorias, los señores más importantes vieron surgir el desafío, más o menos radical por el momento, de otras redes de influencia que las grandes casas ya no eran capaces de integrar y que fortalecían espacios públicos diferenciados a escala local. Por tanto, resulta demasiado unilateral identificar la sociedad dominada por el absolutismo como un conjunto feudal. Conviene destacarlo, sobre todo si pensamos en la manera diferente en que se situaban los diversos escalones de la pirámide social con respecto a la crítica surgida de la fragmentación del poder político y en defensa de un ascendente concepto de «propiedad». También era distinta su capacidad de respuesta a las reivindicaciones sobre un uso productivo del excedente, que proliferarían a partir de la parálisis en que desembocó el crecimiento del siglo XVIII.[21]
Teniendo en cuenta esta trayectoria, es difícil otorgar iniciativa a la aristocracia señorial en la consolidación del nuevo Estado. Desde hace tiempo, el triunfo del liberalismo no puede considerarse como el momento en que se crearon las nuevas categorías de la propiedad burguesa y, desde luego, no puede sustentarse la hipótesis de una «vía prusiana» que, mediante la prestidigitación jurídica, como sentenció José Antonio Primo de Rivera en 1935, habría transformado el señorío en propiedad. La investigación actual coincide en considerar que, en el mejor de los casos, los antiguos señores conservaron lo que ya antes se consideraba propiedad plena (que adquiría importancia, sobre todo, en la España central y meridional) o, tras intervalos de cuestionamiento, sus derechos de propiedad incompleta, pero jurídicamente diferenciada del señorío. Éste fue el caso del dominio directo –económicamente poco significativo– en Cataluña y de ciertas situaciones comparables en los foros de Galicia. Sin embargo, esta operación fracasó espectacularmente en el País Valenciano. Los canales de redistribución de excedente, al margen de la propiedad, fueron eliminados sin posible transformación en derechos de propiedad.[22]
Ricardo Robledo y Eugenia Torijano (coords.), Historia de la propiedad en España. Siglos xv-xx, Madrid, Centro de Estudios Registrales, 1999, pp. 329-347. Ramón Villares, «El pasado que cambia. Reflexiones a propósito de la revolución liberal española», en Josep Fontana, Historia y proyecto social. Jornadas de debate del Institut Universitari d’Història Jaume Vicens Vives, Barcelona, Crítica y Universitat Pompeu Fabra, 2004, pp. 13-30. Jesús Millán, «Liberalismo y reforma agraria en los orígenes de la España contemporánea», Brocar, 24, 2000, pp. 181-211. Casos significativos de la trayectoria seguida por las diversas dimensiones del señorío y la propiedad en M.ª Jesús Baz Vicente, Señorío y propiedad foral de la alta nobleza en Galicia, siglos xvi-xx: la Casa de Alba, Madrid, Ministerio de Agricultura, 1996, pp. 227-265. Ángel García-Sanz, «La propiedad territorial de los señoríos seculares», en Salustiano de Dios, Javier Infante, pensaciones que el Estado otorgaría más adelante, en gran medida parciales y tardías, no pueden hacer perder de vista el importante giro experimentado con respecto al anterior «feudalismo centralizado».
El último argumento de quienes presentan al Estado liberal al servicio de los señores insiste en el uso de los títulos de la deuda pública, concedidos para indemnizar a los señores por la supresión de ciertos derechos, para adquirir bienes desamortizados. Este argumento, aunque difundido entre aquellos que desean apuntalar la tesis de un Estado continuista en su lógica social con respecto al Antiguo Régimen, es insostenible. En realidad, fueron los moderados, en principio los más receptivos a los intereses aristocráticos, quienes paralizaron las ventas de bienes nacionales. Su reapertura hubo de esperar al retorno de los progresistas, en 1854, gracias a un asalto al poder. Por último, los estudios sobre la desamortización general de Madoz muestran que las adquisiciones de la vieja aristocracia señorial fueron muy reducidas, sin que se pueda hablar ni siquiera del protagonismo de la nobleza en las compras. Este protagonismo, en cambio, sí correspondió a sectores burgueses, tanto urbanos como ligados al cultivo de la tierra, sin excluir en ocasiones a modestos labradores, incluso en zonas latifundistas. En todo caso, la aristocracia señorial arrastraba a menudo grandes dificultades económicas desde comienzos del Ochocientos y el apogeo de las subastas, tras recibir las indemnizaciones del Estado, muestra un desfase de casi medio siglo, que muchas grandes casas no pudieron soportar. De este modo, la política del nuevo Estado significó una orientación nítidamente diferenciada con respecto al pasado. Estuvo más bien al servicio de la movilidad social ascendente. Por tanto, la confluencia entre la tesis inicial de Artola y la interpretación de corte regeneracionista debe ser desechada.[23] En definitiva, la jerarquía de la riqueza y de los intereses no determinaba por sí misma la actuación del Estado. Ésta se vio influida decisivamente por el resultado de la politización liberal que había acompañado el fin del absolutismo y por los compromisos derivados de la movilización popular, que se desarrollaban bajo el protagonismo de las elites progresistas.[24]
Desde el ángulo del desarrollo de un importante segmento social caracterizado por la propiedad particular, queda de manifiesto la insuficiencia de una simple consideración «feudal» del desarrollo del absolutismo en España. Como en otros casos similares, también aquí la monarquía absoluta favoreció una dinámica que, en la base de los grandes señoríos, permitió el fortalecimiento de sucesivas promociones de poderosos, que promovían la privatización y las relaciones contractuales con los más desfavorecidos. El reforzado absolutismo dinástico completaba esta evolución mediante una práctica compensatoria a favor de la cúpula señorial, mediante enajenaciones, rebajas de deudas y flexibilidad en el uso del mayorazgo. Esta dinámica se vio interrumpida con el triunfo del Estado liberal. Destacar el ascenso decisivo y novedoso de otro tipo de intereses en la política estatal parece, por tanto, plenamente justificado.
De los propietarios privilegiados a las nuevas vías de acceso a la propiedad como base del Estado-nación
El apartado anterior confirma la necesidad de considerar la importancia de un largo proceso de avance del individualismo posesivo, en lugar de resumirlo como un escenario asfixiante para cualquier dinámica de este signo. Sin duda, en los siglos anteriores al Estado liberal se desarrollaron importantes sectores que hacían de la propiedad particular el principal factor de su perfil social. Incluso dentro del ropaje de la ortodoxia religiosa, la España de esta época elaboró una importante legitimación doctrinal de la propiedad privada y excluyente, así como de su carácter «natural» e intangible para el poder político.[25]
Evidentemente, ello no constituía el único elemento definitorio. Más bien, la lógica propietaria se desarrolló aprovechando las posibilidades que ofrecían el mundo del privilegio y el servicio a la monarquía absoluta. De aquí derivaba la doble combinación de trayectorias que alimentaban la renovación continuada de la nobleza. Ésta, como se ha comprobado repetidamente, se nutría con nuevos ingresos que incrementaban su heterogeneidad y hacían imposible identificarla con una «clase feudal».[26]En ello pesaban, sin duda, la fuerza del prejuicio estamental, la extendida –aunque declinante– reticencia hacia el ejercicio directo de actividades económicas y el prestigio social de la intolerancia religiosa. En este escenario se producían tipos especiales y diversos de propietarios más o menos privilegiados. Sus peculiaridades se completaban con una frecuente asociación con las instituciones eclesiásticas, su patrimonio y el acceso a sus jerarquías. Sin embargo, por otra parte, el poder económico, la influencia en la sociedad local y la competencia técnica –en el mundo del derecho, la administración y el ejército– hacían confluir sus ansias de promoción social con algunos de los intereses periódicamente renovados de la Monarquía. Este heterogéneo sector estaba caracterizado, pues, por una dinámica renovadora, sostenida en la propiedad, la riqueza y el mérito, que de inmediato buscaba consolidarse mediante la garantía del privilegio.
Frente a la alta aristocracia, que políticamente se apoyaba en la inercia de su capital social y económico, era en la renovación de estos sectores más bajos donde el aparato absolutista reclutó sus apoyos en mayor medida. Los cargos de gobierno fueron ocupados por golillas de esta extracción.[27]Además, miembros de estos núcleos en ascenso accedieron a cargos municipales, que convertían en propiedad o incluso podían dejar en herencia una vez que los habían adquirido de la Corona. Características similares tenían los sectores dominantes en las provincias vascas y Navarra, con el añadido fundamental de que su radio de actuación como «poder ordinario» dentro de sus respectivos territorios no dejó de crecer bajo el absolutismo borbónico. Como era posible dentro de una típica Monarquía compuesta, las oligarquías de estos territorios disponían de una capacidad de acción que les permitía condicionar decisivamente la política de la Corona, en materias fiscales, mercantiles y militares. Las posiciones de estas oligarquías definían el absolutismo de la España borbónica de un modo peculiar dentro del panorama europeo. Por un lado, su importancia estaba bien arraigada en la estructura fiscal de la Monarquía, ya que la representación permanente de los principales municipios en la Comisión de Millones les otorgaba un importante grado de autonomía con respecto a la Corona. Pero, por otro lado, ello sustentaba, de modo permanente entre los primeros pasos de la nueva dinastía y la crisis de 1808, la reiterada vitalidad de ciertas interpretaciones de orden «constitucional». Según éstas, la Monarquía hispánica seguía contando con una representación de los reinos –a través de los municipios con voto en Cortes–, el poder real se veía sometido a la ley y, desde luego, no estaba capacitado para hacer un uso patrimonial o sin restricciones de su autoridad. Durante la mayor parte del siglo XVIII, dispusieron de amplia aceptación y condicionaron buena parte de las medidas de la Corona las doctrinas que rechazaban el uso simplemente administrativo del poder real o al margen de la magistratura judicial. Aún más que en el terreno socioeconómico, por tanto, la España del Antiguo Régimen es incomprensible si se reduce a una estructura de «absolutismo feudal», que dominaría a una «sociedad campesina».[28]