Kitabı oku: «Estado y periferias en la España del siglo XIX», sayfa 6
El otro gran ámbito en el que la historiografía económica ha abordado la contribución del Estado al desarrollo es el establecimiento de los derechos de propiedad. En este punto, se han asumido, de modo implícito o explícito, tanto los planteamientos de Douglass C. North sobre los derechos de propiedad como la teoría de los costes de transacción. Según este punto de vista, la definición clara de los derechos de propiedad es una condición necesaria para el desarrollo económico, ya que garantiza el beneficio privado en el uso del patrimonio de los individuos. Al Estado le corresponde el establecimiento y la protección de tales derechos y, en este sentido, la acción estatal puede tener efectos positivos o negativos si la protección no es suficiente o si establece derechos no favorecedores del crecimiento.[129]Al mismo tiempo, el crecimiento económico también exige una reducción de los costes de transacción derivados de todo aquello que dificulta el funcionamiento del mercado, desde el coste de salvaguarda de un contrato hasta la heterogeneidad de pesos y medidas. El Estado puede actuar en este terreno mediante el cambio legislativo y mediante la inversión pública. Así, el gasto público debe centrarse en todo aquello que reduce los costes individuales de operar en el mercado.
¿Cumplió el Estado estas funciones? La cuestión del establecimiento de derechos de propiedad adecuados remite necesariamente a las transformaciones de la revolución liberal. En este terreno la historiografía económica se ha caracterizado por prestar poca atención a la investigación realizada por los especialistas y se ha limitado a reproducir una visión estereotipada de la «transacción y el pacto». Las medidas más importantes de la revolución en el ámbito agrario merecen, en general, un juicio negativo: el modo en que se materializó el nuevo sistema de derechos de propiedad habría dificultado el crecimiento a corto y medio plazo.[130] Este juicio negativo afecta, sobre todo, a la propiedad de la tierra. La abolición del régimen señorial se habría realizado en beneficio de los señores, que transformarían así sus «derechos feudales» en propiedad privada, y en detrimento del campesinado, en buena medida expoliado y proletarizado como consecuencia de estos cambios. Este juicio sumario también está bastante generalizado entre los historiadores económicos[131] y condiciona la evaluación de las consecuencias del proceso, a pesar de que no está avalado por las investigaciones actuales, como ya hemos visto. Según esta valoración desfasada, se habrían derivado límites importantes para el desarrollo económico: la pobreza del campesinado y su baja capacidad adquisitiva constituirían un freno al crecimiento de la industria,[132]mientras que la abundancia de mano de obra desposeída habría inhibido la mecanización del campo. De modo paralelo, la venta de los bienes de los pueblos habría dejado a éstos sin los recursos para financiar bienes públicos como la educación. Sólo la desamortización es contemplada de modo más ponderado, en la medida en que comportó la movilización de un gran volumen de tierra que encontró una respuesta amplia entre compradores de diferente extracción social (aunque, a veces, se sigue insistiendo, sin fundamento empírico, en el acaparamiento de las tierras vendidas en favor de los grandes propietarios). Además de entorpecer el desarrollo económico, por tanto, el Estado habría dificultado la progresiva renovación de las jerarquías sociales, manteniendo así la hegemonía de los sectores que lo habían acompañado en su génesis, en la primera mitad del siglo.
A pesar de la frecuencia con que muchos autores se refieren a lo que habría sido una «deficiente determinación de los derechos de propiedad»,[133] ignorando, además, el hecho de que la seguridad en la propiedad era ya muy amplia antes de la revolución liberal, la mayor parte de las argumentaciones asume de manera implícita la rotundidad con la que tales derechos se establecieron. No se trataría, pues, de un problema de indefinición, sino de la distribución social de esos derechos, que habría generado ineficiencia económica. La polarización en el nuevo reparto de la propiedad –concentración por un lado y abundancia de pequeños campesinos por otro– como causa del escaso desarrollo agrario ha sido discutida por Ramon Garrabou, para quien el tamaño de las explotaciones no era un factor decisivo en los resultados del cultivo.[134] Ésta es, sin embargo, una discusión abierta, que enlaza, además, con debates recientes de la economía del desarrollo sobre el impacto de la distribución de la tierra sobre el crecimiento agrario. Así, se ha afirmado que la desigualdad resultante de la revolución liberal condicionó la evolución de la producción agraria y no sólo la distribución del excedente. Lo hizo al dar lugar a desequilibrios extremos en el mercado de trabajo y de arrendamientos, lo que permitía a los terratenientes maximizar los ingresos sin llevar a cabo inversiones productivas.[135]
También se ha señalado la ambivalencia de otras medidas de la revolución liberal. Así, a pesar de la liberalización del mercado de trabajo manufacturero, del ejercicio de las profesiones y de la legislación para asegurar el uso libre de la propiedad, se coartó la creación de empresas al limitar, en 1848, las sociedades anónimas. Los moderados habrían levantado estas barreras, sólo eliminadas en 1868, «asustados por las consecuencias sociales y políticas que la difusión del liberalismo y la industrialización estaban teniendo».[136] Por otra parte, el establecimiento de derechos de propiedad sobre otros recursos naturales, revalorizados por las necesidades del crecimiento económico contemporáneo, ha recibido menos atención. En lo que respecta al agua, los escasos trabajos que afrontan este problema desde la historia económica han sido deudores de la aportación de Jordi Maluquer,[137] para quien la revolución liberal habría llevado a cabo una privatización del uso del agua, en contraste con los derechos compartidos que predominaban durante el Antiguo Régimen. Desde este punto de vista, no habría habido, pues, obstáculos a la disponibilidad de este recurso con propósitos productivos. Al mismo tiempo, las decisiones del Estado en este ámbito reforzaron la distribución de la tierra que había consolidado la revolución liberal: el acceso al agua reprodujo, en buena medida, el reparto de la tierra.[138] En cuanto a los recursos minerales, hasta 1868 se mantuvo el protagonismo estatal en la explotación de muchos yacimientos. Sólo a partir de esa fecha se privatizaron minas de propiedad pública y las concesiones a empresas se convirtieron, en la práctica, en una propiedad particular. De ese modo, la seguridad de los empresarios en el disfrute de los yacimientos fue plena y ello contribuyó al nuevo auge de la minería.[139]
El balance final en este terreno queda, en el mejor de los casos, en una cierta ambigüedad en cuanto a las consecuencias para el desarrollo económico. Para algunos autores, la revolución liberal era necesaria y tuvo más efectos positivos que negativos, pero no redujo suficientemente «los costes de información y transacción ni quedaron claramente definidos los derechos de propiedad durante un largo período».[140] La revolución creó el marco institucional y jurídico necesario para el desarrollo de una economía capitalista y ese marco fue inequívocamente liberal: «Los gobernantes liberales consiguieron instaurar legalmente un régimen de concurrencia en los mercados de bienes y factores que, sin ser perfecto, tuvo efectos revolucionarios sobre el crecimiento económico a largo plazo».[141] En este sentido son valoradas también las múltiples medidas que tendían a liberalizar la actividad económica en diversos ámbitos, desde el cierre de fincas hasta la libertad de ejercer oficios, mientras el establecimiento de la igualdad jurídica de los ciudadanos redujo los costes de transacción, al simplificar los procedimientos de reclamación de contratos y universalizar las jurisdicciones.[142] Sin embargo, todos estos autores coinciden también en la idea de que la eficacia en la transformación de las instituciones heredadas del Antiguo Régimen no estuvo acompañada de la capacidad de estimular, en el corto y medio plazo, el crecimiento agrario y económico en general.[143] Según la versión más habitual entre los historiadores, habría habido una enorme distancia entre los grandes cambios legales de la revolución liberal y su escasa repercusión económica directa.[144] Hay que precisar, en todo caso, que la mayor parte de estas opiniones no están fundadas en investigaciones específicas. Además, no toman en consideración hechos importantes, como el estímulo que las transformaciones liberales ejercieron sobre una expansión de la superficie cultivada y de la producción agraria que permitió abastecer a una población que creció en más de 5 millones de personas entre 1797 y 1860.[145] Esto significaba una ruptura clara con la situación de bloqueo que, en la fase final del Antiguo Régimen, parecía afectar al suministro de alimentos y, al mismo tiempo, creaba las bases para la existencia de un mercado interior más amplio.
Un número creciente de estudios ha cuestionado la idea, subyacente o explícita en muchos de los trabajos anteriores, de que los principios doctrinales del liberalismo habían de plasmarse de un modo unívoco en las transformaciones legales impulsadas por el nuevo régimen político. Por un lado, se ha destacado que la pugna entre postulados teóricos y compromisos locales a la hora de establecer las formas de propiedad no era una anomalía, sino una exigencia histórica en la consolidación del cambio social.[146]Por otro, se ha negado que la persistencia, hasta el siglo XX, de la propiedad comunal en gran parte del país significara un freno a la expansión de una economía mercantil y se ha considerado, por el contrario, que este tipo de propiedad «imperfecta» contaba con normas de gestión bien establecidas (que reducían el supuesto problema de los costes de transacción) y fue integrada en el proceso de desarrollo de una agricultura capitalista.[147] La concepción rígida de un progreso histórico que llevaría hasta formas de propiedad «perfecta» como única vía de crecimiento económico ha sido cuestionada, además, desde posturas que aspiran a reinterpretar el cambio producido durante estas décadas de implantación del liberalismo. En efecto, a partir de la idea de que «el liberalismo era lo bastante ambiguo como para justificar opciones muy diferenciadas»,[148]Rosa Congost ha planteado la necesidad de estudiar las condiciones de «realización» de la propiedad, más allá de su mera definición legal. Desde este punto de vista, la meta de la transformación liberal no era aumentar el grado de «perfección» de la propiedad, sino consolidar algunos de los derechos existentes sobre ella a costa de otros, de acuerdo con la relación de fuerzas sociales imperante en ese momento. Del mismo modo, la permanencia de formas de propiedad «imperfecta» no habría frenado el desarrollo económico porque éste es compatible con formas diversas de definir la propiedad. Esta propuesta, que puede abrir perspectivas nuevas a la investigación, va acompañada, sin embargo, de la consideración injustificada de que los derechos de los señores fueron reconocidos, en bloque, por las leyes liberales como derechos de propiedad particular.[149]
Un aspecto de interés en las transformaciones de los derechos de propiedad es la capacidad del Estado para llevar a cabo medidas de gran complejidad, que afectaban a la totalidad del territorio y a millones de protagonistas con intereses muy diversos. Villares ha destacado, en este sentido, la amplitud de la operación desamortizadora en la que el Estado dirigió el cambio de titularidad de millones de hectáreas y gestionó muchas de ellas hasta el momento de su venta definitiva.[150]Desde este punto de vista, la capacidad administrativa para una tarea tan ingente parece clara. Pero, al mismo tiempo, los límites de la acción estatal quedan de manifiesto si atendemos a los condicionantes locales, especialmente en los procesos de privatización de bienes de propios. Hasta que se promulgó la desamortización de estos bienes, los municipios tuvieron una amplia discrecionalidad para enajenar su patrimonio incluso sin cobertura legal, en un proceso en el que los representantes provinciales del poder central «se limitaron a ratificar los acuerdos locales».[151]Tras la ley de 1855, la aplicación de las medidas desamortizadoras adquirió características diferentes según los lugares y se adaptó a las circunstancias locales. Los ayuntamientos tuvieron un papel destacado a la hora de delimitar los bienes de propios, de establecer su condición de alienables y solicitar qué bienes debían exceptuarse de la venta. En este terreno entraba en juego la capacidad de influencia política: los diputados en el Congreso se convirtieron en los mediadores para obtener el trato a que aspiraban los pueblos de su distrito y esta cuestión pudo resultar decisiva en las perspectivas electorales de los candidatos.[152]
Una cuestión específica relacionada con el grado de definición de los derechos de propiedad es la libertad que se otorgó a los propietarios en lo concerniente a las condiciones de los arrendamientos y aparcerías. Esta libertad fue plena ya desde las disposiciones liberales promulgadas en 1812: no se estableció ninguna restricción legal a la disponibilidad sobre la tierra y a los derechos del propietario. La cuestión se había planteado ya bajo el absolutismo, cuando fueron rechazadas todas las medidas protectoras de los arrendatarios que algunos ilustrados defendían. Cuando la revolución liberal confirmó esta tendencia, ello significó que los propietarios podían consolidar un mercado de arrendamientos que les era extremadamente favorable.[153] En materia de arrendamientos, pues, los derechos de propiedad no pudieron quedar más claramente definidos. Se ha afirmado, en ocasiones, que la inexistencia de garantía alguna para los cultivadores respecto a la indemnización de las mejoras habría sido un factor desfavorable para la modernización agraria.[154]Sin embargo, hasta que el Código Civil de 1887 eximió a los propietarios de esta obligación, la legislación vigente en esta materia, la de las Partidas, obligaba al pago, y los propietarios que querían eludirlo habían de pactarlo en los contratos escritos. En todo caso, la capacidad del propietario para trasladar el riesgo al cultivador habría inhibido la inversión y la mejora agrícola.[155]En este caso, como en otros aspectos, la utopía del libre mercado se mostraba como un obstáculo para el desarrollo económico, como comenzaría a ser evidente hacia finales de siglo cuando aparecieron, en muchos países, limitaciones legales a la plena libertad de los propietarios sobre la tierra.[156]
La formación del mercado interior
El análisis de la formación del mercado interior no ha sido abordado de modo monográfico por la historiografía y cuenta con una posición menos relevante–a veces marginal– en las interpretaciones más difundidas sobre el desarrollo económico español del siglo XIX. Sin embargo, además de la trascendencia que tiene disponer de un mercado unificado para el crecimiento económico,[157] se trata de una cuestión clave para comprender el modo de articulación de los intereses territoriales, el grado de complementariedad o de divergencia económica entre regiones y el alcance de la impronta estatal sobre la sociedad. El mismo proceso de nacionalización política puede considerarse vinculado, de un modo poco explorado por el momento, a la creación de un mercado habitualmente calificado como «nacional».
Es frecuente remitir los primeros intentos de establecer un mercado unificado a las políticas reformistas de la segunda mitad del siglo XVIII. Una visión muy extendida afirma que las numerosas medidas que se dieron en este sentido (supresión de aduanas interiores, eliminación de los precios máximos de venta de los cereales y de controles sobre la comercialización) no consiguieron su objetivo a causa de ciertas resistencias institucionales bien arraigadas. A pesar de la fuerte impregnación que el reformismo ilustrado tuvo de las ideas sobre liberalización comercial, los diversos mecanismos de intervención en el mercado de cereales, que restringían su venta fuera de los lugares de producción, y el control impuesto sobre muchas de las actividades de los comerciantes limitaron la integración de los diversos mercados que existían en el territorio peninsular. El contexto de crisis económica, las protestas populares por la carestía de alimentos y la gestión que hicieron las elites dominantes de este malestar frenaron la liberalización y, con ella, la integración del mercado. Una parte importante de esta regulación procedía de los poderes locales (pósitos, obras pías), pero su actuación fue inoperante a la hora de facilitar semillas a los campesinos y evitar las crisis de subsistencia. Esta es una cuestión importante, ya que los municipios perdieron, en el tránsito a la sociedad liberal, esta capacidad interventora sobre el mercado alimentario.[158] Por ello, uno de los cambios probablemente más significativos que comportó la revolución liberal fue la pérdida, por parte de las elites locales (y provinciales), de la capacidad de intervenir sobre el mercado a través de regulaciones. En este sentido, las transformaciones del liberalismo habrían marcado una cesura clara con el pasado, aunque ello no significara, como veremos más tarde, la desaparición de las medidas interventoras sobre los mercados por parte de los poderes locales.
Algunas aportaciones recientes han valorado de forma mucho más positiva los avances en la formación del mercado nacional del trigo en el siglo XvIII, con los consiguientes efectos sobre los diferenciales de precios. Las medidas liberalizadoras decretadas por el Estado contribuyeron a ello, pero también el hecho de que los municipios carecían, cada vez más, de los fondos necesarios para financiar una política de protección de los consumidores. De ese modo, el comercio interior se dinamizó, aunque no se basaba en intercambios a larga distancia (difíciles y costosos antes de la aparición del ferrocarril), sino en flujos entre zonas próximas encadenados entre sí de tal modo que, en la práctica, tendían a funcionar como si se tratara de una integración de todo el territorio. Paradójicamente, en los últimos decenios del siglo, se produjo un retroceso en esta integración a causa de la creciente orientación de algunos mercados periféricos hacia las importaciones por mar.[159]
Al iniciarse el siglo XIX, la fragmentación de los mercados era muy acentuada en el territorio peninsular. En las décadas siguientes, esta situación tendió a superarse de modo progresivo, pero el éxito de tal evolución ha sido objeto de controversia. Los flujos internos de mercancías se incrementaron sustancialmente durante el segundo cuarto de siglo. Sin embargo, la plena integración no se había alcanzado a mediados de la centuria, según una interpretación muy difundida, ya que las disparidades de los precios de los cereales por provincias evidenciarían más bien el predominio de mercados regionales yuxtapuestos.[160]Sólo durante la segunda mitad de la centuria se avanzaría en este sentido gracias a los efectos del ferrocarril, pero, para Tortella, la formación de un precio único del trigo no culminó hasta finales de la centuria y todavía fue más lenta en los precios de otros productos.[161] Para algunos autores, desde la década de 1830 se habría instaurado ya «un régimen de concurrencia en los mercados (...) que, sin ser perfecto, tuvo efectos revolucionarios sobre el crecimiento económico a largo plazo».[162]
El proceso, como en otros tantos ámbitos, dependió mucho de las contingencias de la dinámica histórica durante la crisis del Antiguo Régimen. El establecimiento, en 1813, de la libertad total de comercio de productos agrarios fue parcialmente suprimido tras la vuelta del absolutismo. Pero la Guerra de la Independencia había acabado por destruir el ya deteriorado sistema de pósitos y la situación de las haciendas locales impidió su reconstrucción. De ese modo, «la quiebra del sistema tradicional de abastos hizo inevitable la liberalización del mercado de granos».[163]
El avance en la integración del mercado sería resultado de una gama amplia de políticas. Por un lado, el nuevo régimen arancelario de 1820, que tendría un impacto directo sobre ese proceso. Por otro, el establecimiento, en 1834, de la libertad de circulación de productos agrarios en el interior o la eliminación, en 1839, de las aduanas interiores con los territorios forales y de las guías para el transporte de dinero –factor decisivo en una economía acreedora como la catalana– facilitaban los tráficos. Al mismo tiempo, las medidas que liberalizaban el ejercicio del comercio y las manufacturas (con la desaparición de privilegios de los gremios como los carniceros, panaderos o vinateros) permitían mayores iniciativas en estos ámbitos. Para agilizar y estimular los intercambios fueron también importantes la unificación de la legislación comercial (con el Código de Comercio de 1829, un compendio legal que resultó útil para regular esa actividad hasta 1885) y la uniformización del sistema monetario y de pesas y medidas.[164]Finalmente, la mejora del sistema de transportes habría de ser un requisito necesario para que la unificación del mercado alcanzara su plenitud.
Un momento importante en este proceso fue el traslado de las aduanas que separaban al País Vasco y Navarra del resto de la península. Su ubicación en los Pirineos y en los puertos marítimos incorporó estas zonas al espacio aduanero proteccionista instaurado en 1820. Desde ese momento, las importaciones se hicieron más difíciles, mientras se abría el mercado peninsular a las manufacturas vascas o a los productos agrícolas de la ribera navarra.[165]Al mismo tiempo, intereses como los de los ganaderos ovinos del Pirineo occidental quedaban protegidos frente a las lanas francesas.
Aunque había desaparecido todo el entramado interventor que las autoridades locales habían manejado bajo el Antiguo Régimen en relación con el abastecimiento alimentario, ello no significó que no existieran posibilidades de influir sobre el mercado e, incluso, de restringir su funcionamiento de modo sustancial, por parte de los ayuntamientos ya en la era liberal. Y ello a pesar de que el Estado había hecho suya, en exclusiva, la toma de decisiones en materia de política comercial.[166] En 1856 y 1857, en respuesta a la crisis de subsistencias, se multiplicaron en todo el territorio medidas intervencionistas no legales por parte de ayuntamientos y gobernadores civiles: regulaciones del precio del pan, prohibiciones de extraer cereales con destino a otras provincias, intentos de adquisición y almacenamiento de granos por parte de ayuntamientos para su venta en momentos de urgencia, requisas de cosechas y presiones para forzar su venta. Eran medidas descoordinadas que llevaron al Gobierno a ordenar a las autoridades provinciales que las impidieran en sus respectivas circunscripciones, al tiempo que se comprometía a «proteger el movimiento y la seguridad de las transacciones mercantiles [y] promover la libre concurrencia».[167] En sentido contrario, a veces era el Estado el que decretaba la prohibición de exportación de cereales para evitar el desabastecimiento. Así ocurrió en 1847, y la medida fue contestada ampliamente en el Congreso, donde se la calificó de contraria a los principios de la economía política y dañina a los intereses comerciales. En esta coyuntura también hubo resistencia por parte de los ayuntamientos, que tenían que aplicar la prohibición y que, de ese modo, se hacían eco de los intereses de propietarios y comerciantes.[168]
El estudio de estos aspectos para el caso francés puede sugerir líneas de investigación. Durante la primera mitad del siglo XIX, mientras se difundía el principio teórico de la libertad de mercado, se produjeron en Francia multitud de intervenciones de los poderes públicos –alcaldes o el propio Gobierno– que regulaban aspectos concretos del mercado de subsistencias. Lo más frecuente fue que los alcaldes, en respuesta a movilizaciones populares que buscaban legitimar en ellos sus objetivos, actuaran contra algún comerciante «acaparador», forzaran precios de venta bajos, toleraran asaltos a almacenes de grano o dificultaran la entrada de nuevos intermediarios. El poder central solía aceptar los hechos consumados sin castigar tales medidas ilegales, aunque esta actitud fue cambiando durante la Monarquía de Julio. Al mismo tiempo, de manera paradójica, el librecambismo que se profesaba en la cima estatal trataba de impregnar el tejido social a través de una compleja red de circulares, información de precios, etc., que llegaban hasta los escalones más bajos de la administración.[169]
En el proceso de avance del mercado interior podían enfrentarse diferentes representaciones del espacio nacional. En el caso francés, la concepción del territorio que tenía el Estado (que incluía la diferenciación entre regiones excedentarias en cereales y regiones deficitarias, una determinada dirección de los flujos de alimentos y la prioridad al abastecimiento de las ciudades) no coincidía con la que emanaba de los prefectos y de la población. Estos últimos propugnaban el acceso prioritario a la producción propia de alimentos en el ámbito local. Mientras la primera, basada en la recopilación estadística, resaltaba la unidad del territorio nacional, la segunda anteponía la seguridad alimentaria de entidades territoriales restringidas.[170]En España, el mercado quedaba encuadrado de alguna manera en las nuevas unidades políticas que eran las provincias, puesto que era en ellas donde se recogían los datos de subsistencias, precios, etc. ¿Actuaron también los gobernadores provinciales españoles como limitadores de ese espacio nacional fluido e interdependiente al que aspiraba el liberalismo? Esta cuestión, poco explorada entre nosotros, se sitúa en un ámbito a caballo entre los postulados doctrinales y las constricciones de la realidad, en lo que era, sin duda, un proceso de aprendizaje por parte del Estado de una gestión del mercado adaptada a las condiciones del país.[171]
Un aspecto destacado que se planteó de manera temprana por autores como Fontana, Sánchez Albornoz y Anes, es la estrecha relación entre la configuración del mercado interior y la pérdida del imperio americano. La imposibilidad de seguir comerciando con las colonias, que llevaba aparejada la desaparición del superávit de la balanza comercial,[172]y la pérdida de las remesas de metales preciosos que financiaban las importaciones llevaron a establecer el prohibicionismo en materia de cereales (1820) y tejidos de algodón (1825). Años después, desde el Gobierno, se consideraría que el prohibicionismo exterior, acompañado de la liberalización interior y la libertad de exportación, había estimulado la producción y los intercambios. Este juicio se hacía desde una profesión de liberalismo que, además, contemplaba la posibilidad de que España se convirtiera en exportadora de cereales.[173] La política prohibicionista, corregida sucesivamente en dirección a un proteccionismo cada vez menos marcado, ha tendido a ser considerada como la base sobre la que pudo expandirse el mercado interior: las regiones del litoral, que antes importaban cereales, ahora comenzaron a proveerse en el interior peninsular, mientras éste se convertía en el mercado para las manufacturas, en especial las procedentes de Cataluña. Castilla la Vieja protagonizó este tráfico canalizado a través del puerto de Santander, mientras era sustituida por Castilla la Nueva en el abastecimiento cerealista de Madrid.[174]En general, este proceso de desplazamiento hacia el interior de los intercambios exteriores dio a Cataluña, en palabras de Maluquer, una «función estructurante» de la economía española. Además, la importancia para esta región del mercado antillano, durante el siglo XIX, implicaría a la economía catalana en este campo de manera primordial, respecto al conjunto de España.[175]Una de las implicaciones de la formación de un mercado nacional era, pues, el cambio en la localización de las actividades productivas. La concentración de producciones industriales en zonas más favorables a las economías de escala y a la concentración de capital y cualificaciones implicó la desaparición de actividades artesanales dispersas por el resto del territorio.
Creadas las condiciones institucionales, la expansión del mercado dependía de la entidad de los flujos privados. A su vez, éstos eran resultado de otros muchos factores como, por ejemplo, el tamaño de la demanda, que remite al crecimiento demográfico, a las densidades de población y su influjo sobre el abaratamiento de la distribución y, naturalmente, a la capacidad adquisitiva de esa población. También resultaban determinantes los intercambios entre zonas rurales y áreas urbanas: la agricultura como mercado para los productos industriales y como abastecedora de las ciudades. El primer aspecto tuvo un crecimiento lento, habida cuenta de las condiciones en que se desenvolvía el sector primario en España. Los intentos de medir el grado de mercantilización de factores y productos en la agricultura española han mostrado valores altos incluso en zonas mal comunicadas, donde cabría haber esperado un elevado peso del autoconsumo.[176]
La cuestión del tamaño del mercado interior más adecuado para impulsar el desarrollo económico ha suscitado el interés historiográfico. Por un lado, se ha considerado que España no alcanzaba el umbral demográfico que sustentaba la industrialización en Europa occidental, que se calcula en unos treinta millones de habitantes.[177] Por otro lado, se ha insistido en ciertos rasgos del mercado, como las densidades de población y los factores físicos que influían en la facilidad del transporte. A diferencia de países menores, como Holanda o Bélgica, España tenía densidades demográficas muy bajas en buena parte de su territorio, lo que encarecía la comercialización. Al mismo tiempo, no disponía de las ventajas que representaban, para los países citados, la vecindad con las economías más industrializadas y la existencia de vías naturales de comunicación con ellas.[178]En suma, parece haber un acuerdo en que el mercado interior en España no alcanzaba, durante el siglo XIX, el tamaño suficiente –el umbral– para dar lugar a unas tasas de crecimiento económico elevadas y sostenidas.[179]En el proceso de formación del mercado nacional, las diversas economías regionales tuvieron que tomar posición. Esta redefinición del papel económico relativo a los territorios implicaba, en parte, la propia construcción o invención de la región como ámbito de coincidencia de intereses y de diferenciación y complementariedad respecto a otras entidades semejantes. La formulación en el espacio público de los «intereses regionales» se basaba, parcialmente, en la herencia que el Antiguo Régimen había dejado en materia de articulación del territorio y formación de grandes regiones económicas con algún grado de coherencia interna y diferenciación respecto a otras.[180]En el siglo XIX, además, tendrían un impacto decisivo las oportunidades que se abrían en la nueva situación interna y en el cambiante contexto europeo.[181]Por limitarnos a algunos ejemplos: en Aragón, el prohibicionismo creó la posibilidad de aprovechar la complementariedad con la economía catalana iniciada tras la supresión de las aduanas en 1714: cereales y lana a cambio de manufacturas. La construcción ferroviaria favoreció la conversión de Zaragoza en núcleo de fabricación de harinas.[182]Cataluña, por su parte, consolidaba la revolución industrial y había de contar, casi exclusivamente, con el mercado interior y colonial. Así, la demanda de protección fue simultánea al establecimiento de vínculos más estrechos con las regiones del interior. De modo semejante, desde el País Vasco se ejercieron presiones, a partir de 1841, destinadas a obtener la reserva del mercado interior para productos siderúrgicos, entre otros. Unas presiones que fueron crecientes conforme la industria adquiría peso.[183]