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Capítulo 1 Ensayos, aprendizajes y configuración de los feminismos en Chile: mediados del siglo XIX y primera mitad del XX
Karelia Cerda*, Ana Gálvez Comandini** y María Stella Toro C.***123
1. Introducción. ¿De qué feminismos estamos hablando en el período de 1850 a 1949?
Desde las primeras organizaciones de mujeres en la década de 1850, hasta la creación del Movimiento pro Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH) en 1935, existió una multiplicidad de organizaciones e instituciones femeninas que se identificaron de manera diversa, y algunas veces contradictoria, con el feminismo.
Estas organizaciones de mujeres fueron principalmente de carácter urbano, lideradas y constituidas por mujeres que habitaban las ciudades como damas de la élite, como profesionales universitarias o como obreras y trabajadoras de los sectores medios y populares. Considerando que la sociedad chilena fue eminentemente rural hasta fines del siglo XIX, podemos decir que un amplio sector de la sociedad, especialmente la rural, compuesta por mujeres campesinas, de pueblos originarios o de la diáspora africana, no participaron formalmente en la política por no saber leer ni escribir, o por no saber hablar y leer en castellano, quedando en los márgenes de los nuevos sistemas políticos modernos vinculados a los partidos políticos y a los movimientos obreros y feministas. Es por ello que estos grupos tuvieron una participación menor en organizaciones femeninas y feministas a las que haremos referencia en este capítulo, como también en los partidos políticos y los sindicatos; y, por lo mismo, han sido mucho más difíciles de rastrear en los archivos.
Se deben tomar en cuenta, además, las estructuras extremadamente violentas y represivas del campo chileno, expresadas en el poder absoluto del «patrón de fundo». Como se señala en el estudio pionero de Sonia Montecino (1991) sobre «madres y huachos», este fue un contexto marcado por la violencia sexual y dentro del cual, desde muy temprano, las mujeres populares y campesinas tuvieron que reaccionar, creando redes de subsistencia y resistencias cotidianas.
Por todo lo anterior, es necesario hacer hincapié en que la definición de «ciudadanía» durante este período fue discriminatoria y excluyente, en especial en cuanto a lo étnico y racial. Estudios realizados por parte de historiadoras de la esclavitud en Chile, como Carolina González (2014), nos demuestran cómo las mujeres esclavizadas concebían la libertad y la ciudadanía durante la colonia y las primeras décadas de la República. Por cierto, es relevante que desde la primera Constitución de 1823 el Estado chileno sólo extendió el derecho a sufragio pleno a aquellos hombres que tuvieran más de 20 años y que fueran casados, propietarios, y católicos. Hasta 1958, con la invención de la cédula única de votación, no hubo un voto verdaderamente «secreto» en Chile, y hasta 1970 no pudieron votar lxs analfabetxs. Esto a pesar de los avances en cuanto al sufragio femenino que veremos en este capítulo.
En este sentido, este capítulo se centrará en revisar la adscripción al feminismo por parte de organizaciones urbanas de mujeres, exponiendo cómo esta adhesión fue en ocasiones explícita y en otras difusa, situación que en parte se relacionaba con la necesidad de marcar una diferencia con el feminismo sufragista surgido en Europa, particularmente con las sufragistas inglesas. Se señalaba, frecuentemente, que el feminismo de las chilenas era distinto, pues sus reivindicaciones buscaban la armonía y no la guerra entre los sexos.
¿Cuánto de convencimiento y cuánto de estrategia política hubo en estos argumentos? No lo sabemos, pero es posible suponer que construyeron retóricas que les serían útiles en un ambiente adverso, que les demandaba de manera permanente tener que justificarse y legitimarse a través de la moderación y de la promesa de que no dejarían de lado el cuidado del hogar. Además, se encontraban atravesadas por miradas tradicionales en torno a la maternidad, siendo parte de una época en que el ideal de la familia burguesa se instalaba desde el Estado como una aspiración para el conjunto de la sociedad, independientemente de la compleja configuración de la mayoría de las familias.
En general, los escritos, las organizaciones y las demandas que se vinculaban con el reconocimiento de las capacidades intelectuales de las mujeres, la mejora de las condiciones de vida, la visibilización de las problemáticas y precariedades que les afectaban en el trabajo asalariado, el acceso a la educación y la obtención de derechos civiles y políticos, eran considerados como feministas, en una conjugación que a veces hacía parecer como sinónimos los términos femenino y feminismo. Si bien muchas de estas organizaciones no se catalogaron como feministas, sí han sido consideradas así por estudios posteriores, en los cuales se ha hablado de feminismo compensatorio, moderado, maternalista, obrero y social, entre otros, y de la existencia de corrientes vinculadas a referentes como el liberalismo, el socialismo, el anarquismo y el catolicismo.
En un breve recorrido por estas categorizaciones es importante mencionar el estudio pionero de la historiadora Asunción Lavrín (2005), quien ha señalado que, desde principios del siglo XX, ya se hablaba de feminismo en América Latina, enfatizando la acogida de algunas de estas ideas y demandas: «… en 1920 formaba parte del vocabulario político de socialistas, mujeres liberales de clase media, reformadores sociales, diputados nacionales y, aun, escritores católicos conservadores» (p. 30). Lavrín habla de un «feminismo compensatorio» en la medida que se buscaba la igualdad de derechos con los hombres, pero, a la vez, la protección de las mujeres; en especial, como madres.
La socióloga Julieta Kirkwood, en los años ochenta, catalogó al feminismo de esta primera etapa como un «feminismo moderado», que buscaba que las mujeres se mantuvieran en los cánones otorgados a lo femenino y en la eliminación de los «vicios sociales» (Kirkwood 1986, 25), asumiendo, entre sus luchas, la defensa de la familia y de la moral. La filósofa Alejandra Castillo (2005) señala que en este periodo se configuró un «feminismo maternalista» de raigambre liberal, igualitario en materia de derechos políticos, pero que relevaba y apelaba de manera permanente a la maternidad.
Las historiadoras Diana Veneros y Paulina Ayala (1997) visibilizaron dos vertientes específicas y dicotómicas, refiriéndose a la existencia de un «feminismo laico» y otro de carácter católico. Ana María Stuven también se refiere a la existencia de un «feminismo católico», aunque reconoce que estaba configurado por mujeres que no se consideraban a sí mismas como feministas; en particular en el caso de la Liga de Damas Chilenas (Stuven 2017, 347).
Desde otros sectores sociales, a principios del siglo XX hubo mujeres trabajadoras que se posicionaron a través de las páginas de los periódicos La Alborada y La Palanca como «feministas obreras». La historiadora María Angélica Illanes habla de un «feminismo social», encarnado en organizaciones como el MEMCH y en la extensa trama desarrollada por aquellas mujeres que se preocuparon de distintas maneras por el bienestar y la salud del pueblo, extendiendo la emancipación de las mujeres a la lucha por la «transformación general de la sociedad política y económica» (Illanes 2012, 31).
Los discursos y las acciones desarrolladas por las organizaciones de mujeres de principios del siglo XX estuvieron marcadas por la generación de prácticas políticas de tipo representativo que tenían como horizonte final la inclusión de las mujeres a través de la extensión progresiva de sus derechos, bajo el cuidado de que esta integración no afectara los roles tradicionales, sino que les permitiera contar con mejores herramientas para insertarse en la modernidad. La entrada formal de las mujeres en la arena política fue vista como algo que ayudaría a regenerar y purificar la política, pero desde un papel secundario.
2. Primeros antecedentes de acción y organización: mujeres de la élite, sectores medios y feminismo obrero, 1850-1920
Al hablar de las mujeres del siglo XIX, se les suele representar confinadas al hogar como único ámbito de desenvolvimiento, en donde cumplían funciones de madre, esposa y dueña de casa. Si bien el ordenamiento social en este periodo así lo definía, hay que destacar el creciente dinamismo y participación de las mujeres en otras esferas. Las primeras asociaciones surgieron en un clima de profundas transformaciones, marcado por la disputa entre conservadores y liberales en torno a la separación de la Iglesia y el Estado, además de la Cuestión Social que aquejaba a los sectores populares. En este proceso, se tensionaron las estructuras sociales y los roles de género tradicionales, emergiendo nuevas posturas respecto de la condición de las mujeres.
El siglo XIX e inicios del XX significó para las mujeres en Chile su progresiva irrupción en el espacio público, lo cual no implicó necesariamente una ruptura con la feminidad tradicional. Las primeras referencias de mujeres hablando con voz propia corresponden a la producción de prensa de y para mujeres en la segunda mitad de dicho siglo, como señala la historiadora Claudia Montero (2018, 27-30) en un contexto que posibilitó la generación de opinión, especialmente entre las mujeres de la élite y sectores medios emergentes, en razón de su grado de instrucción. Por otra parte, las mujeres obreras también ocuparon el espacio público, a partir del cruce entre las problemáticas de género y de clase.
2.1. Mujeres católicas y activismo desde la caridad
Ante las transformaciones del Estado y la paulatina pérdida de influencia de la Iglesia Católica sobre la sociedad, las mujeres conservadoras desplegaron acciones –tanto individuales como colectivas– en defensa de la moral cristiana y la estructura social tradicional, cuyo eje primordial era la familia. Así, encontraron en la beneficencia y la caridad la posibilidad tanto de ayudar a las personas desvalidas como también hacer frente al avance de las ideas liberales que socavaban los fundamentos del orden establecido.
Las asociaciones de señoras católicas que surgieron a mediados del siglo XIX permitieron la articulación de mujeres con intereses y objetivos comunes a partir de su pertenencia de clase y su religión. Las primeras organizaciones fueron la Sociedad de Beneficencia de Señoras en 1851 y el Círculo de Mujeres del Instituto de Caridad Evangélica - Hermandad de Dolores en 1864 (Olivares 2019, 87), ambas fundadas en Santiago. En las décadas posteriores, se fundó gran cantidad de asociaciones en distintas ciudades del país.
En estas instancias, las mujeres extendieron labores consideradas femeninas, tales como el servicio y cuidado de lxs demás, desde la privacidad de sus hogares hacia la vida social. Sus acciones estuvieron enfocadas en prestar asistencia a familias pobres e instituciones que albergaban a personas enfermas y vulnerables. Según Valeria Olivares (2019), estas agrupaciones se dedicaron también a orientar a mujeres pobres en el correcto cuidado y educación de sus hijxs, a modo de tutelaje desde la función materna. En ese sentido, se puede establecer que la caridad católica permitió reforzar roles de género tradicionales, apuntando a perpetuar el modelo societal propendido por los sectores conservadores y la propia Iglesia.
A partir de las acciones de caridad y beneficencia, se produjo un contacto permanente con la dura realidad social de los sectores populares, generando un posicionamiento respecto de la Cuestión Social. Ello se tradujo en la búsqueda de formas de incidir en la política nacional para mejorar las condiciones de vida de lxs pobres. A lo largo de las primeras décadas del siglo XX, las organizaciones católicas desarrollaron una praxis política en defensa de los valores cristianos y la familia, especialmente frente a los riesgos implícitos del ingreso de las mujeres al mundo laboral: la decadencia moral y abandono de la función materna (Olivares 2019, 92).
Las labores de caridad dieron paso al fomento de la educación de las trabajadoras en oficios considerados apropiados para las mujeres y al impulso de crear sindicatos de inspiración católica, destacando el rol de la Liga de Damas Chilenas fundada en 1912 (Robles 2013) y la publicación de periódicos como El eco de la Liga de las Damas Chilenas y La Sindicada Católica, este último perteneciente al Sindicato de Empleadas de Comercio de Santiago (Montero 2018, 10). En ese sentido, el activismo católico se traducía en una misión moralizadora, como también política, proponiendo una alternativa para enfrentar el avance del socialismo y anarquismo en el movimiento obrero, en consonancia con las disposiciones de la Encíclica Rerum Novarum sobre la justicia social (Robles 2013, 93). Así, el activismo de las mujeres católicas se desenvolvió en el espacio público en dos sentidos: en la misión moralizante y en la acción política.
2.2. Mujeres ilustradas: el acceso a la educación superior
Un importante sector de mujeres de la élite y sectores medios ilustrados desarrollaron su participación en el espacio público a partir del interés por equiparar el nivel cultural de las mujeres al de los hombres, recalcando la igualdad de sus capacidades intelectuales y criticando la posición de inferioridad y exclusión a que se veían sometidas. La difusión de ideas positivistas y laicas, además del vínculo con el mundo intelectual liberal, fueron factores que incidieron en la asociación de estas mujeres y el despliegue de su participación política.
El creciente interés por la cultura llevó a las mujeres a generar sus propios espacios de encuentro, puesto que los salones y clubes estaban reservados exclusivamente para los hombres. A partir de mediados del siglo XIX, las mujeres ilustradas organizaron tertulias y veladas literarias, en donde compartían lecturas y debatían respecto de sus inquietudes. Estos espacios propiciaron la formación intelectual y el análisis en torno al status de la mujer en la sociedad, destacando la necesidad de suprimir la influencia de la Iglesia y las trabas que ésta suponía para el desarrollo pleno de sus facultades, generando así una postura anticlerical. Cabe destacar que ello no implicaba una ruptura con el ideal de feminidad de la época, sino una ampliación del horizonte de posibilidades y funciones a cumplir.
Un hecho significativo fue la circulación de textos que problematizaban la condición de la mujer, como el libro La Esclavitud de la Mujer, de John Stuart Mill, traducido en 1872 por Martina Barros, quien fue una destacada intelectual y precursora del feminismo en nuestro país. En el prólogo, Barros reflexionó sobre el destino impuesto por el catolicismo a la vida de las mujeres: el matrimonio o la vida conventual. Así mismo, destacó la importancia de la educación como pilar fundamental para la ampliación de los derechos de las mujeres.
A lo largo del siglo XIX, la educación formal de las mujeres se forja fundamentalmente al alero de la Iglesia Católica, orientada a la formación práctica y moral de las futuras madres y esposas. En 1872, Antonia Tarragó –fundadora del Colegio Santa Teresa, cuya orientación era la ilustración de la mujer– solicitó que sus alumnas pudiesen rendir exámenes para el ingreso a la universidad, iniciativa replicada por Isabel Le Brun en 1876. Con ello se encendió el debate político sobre el tipo de educación adecuada para las mujeres y sus capacidades intelectuales para ejercer profesiones (Sánchez 2006).
Siguiendo a Karin Sánchez (2006), la presión desde las propias mujeres por el ingreso a la universidad fue un factor importante que permite explicar la firma del Decreto Nº547 por el ministro Miguel Luis Amunátegui en 1877, es decir que no fue una mera concesión desde arriba, sino una lucha emprendida desde abajo. Este decreto reconocía la necesidad de entregar una educación sólida a las mujeres y sus capacidades para ejercer profesiones, por tanto, permitió la rendición de exámenes de admisión a la universidad. Gracias a lo anterior, se concretó el ingreso de mujeres a la educación superior, siendo las primeras egresadas Eloísa Díaz y Ernestina Pérez (médicas), y Matilde Throup (abogada).
Las mujeres liberales ilustradas utilizaron mecanismos para incidir en la toma de decisiones políticas, apuntando a equiparar las condiciones de hombres y mujeres en el plano de la educación y la cultura, lo cual representaba un vehículo para la modernización del país y el progreso de las mujeres. Por tanto, desde su exclusión de la política formal y de manera indirecta, lograron ser artífices de la construcción del Estado republicano en el siglo XIX.
2.3. El «Incidente de San Felipe» y el inicio de la lucha por el sufragio femenino
La lucha sufragista suele situarse en la década de 1930; no obstante, existen antecedentes en el siglo XIX que nos permiten pensar la consecución del voto femenino como un proceso más largo y complejo. Los inicios del debate por este derecho se sitúan precisamente en el contexto que hemos reseñado anteriormente: en las primeras formas de organización y acción de las mujeres, en medio de grandes transformaciones sociales y políticas. Los primeros indicios de esta demanda vinieron de parte de las mujeres conservadoras.
Las mujeres conservadoras, al igual que las liberales anticlericales, contaban con acceso a la educación, la cultura y vínculos con políticos e intelectuales, pero sus estrategias de participación sociopolítica se encaminaron en direcciones distintas, al menos hasta inicios del siglo XX. En relación con el nivel de organización que este sector de mujeres había desplegado, se transformaron en un foco de interés para los conservadores, quienes, conjuntamente con la Iglesia, promovieron su intervención en el espacio público y su participación política. Las católicas vieron en el sufragio un mecanismo para resguardar la moral cristiana en la vida de la nación y la incidencia de la Iglesia en la administración del Estado (Bravo 2018, 16).
La legislación electoral de 1874 no contempló restricciones ni tampoco autorización para la inscripción de las mujeres en el registro nacional de electores: no se especificó el sexo de quienes calificaban como «ciudadanos». Esta omisión pudo responder a la no consideración de las mujeres como sujetos políticos y, por tanto, a lo impensado de su participación electoral. Sin embargo, como plantea Alejandra Castillo (2014, 20), en noviembre de 1875 partidarias del candidato presidencial Benjamín Vicuña Mackenna exigieron su inscripción electoral a la junta calificadora del distrito de San Felipe, logrando algunas de ellas ser calificadas e inscritas, hecho que se habría repetido en las ciudades de La Serena, Casablanca, Rengo y Valparaíso (Bravo 2014), apelando a que el universal masculino de «ciudadano» se refería a ambos sexos. Sin embargo, no se ha podido constatar que hayan logrado sufragar. Sólo una modificación a la ley electoral en 1884 estableció de forma explícita la exclusión de las mujeres como sujetos políticos.
El sufragio femenino también tuvo eco entre las mujeres anticlericales, no como una exigencia en el corto plazo, sino que como parte de un proceso de gradual mejoramiento de la situación social de las mujeres. A este respecto, Martina Barros proponía otorgar antes el derecho a la educación en igualdad de condiciones que los hombres, para que así las mujeres pudieran ejercer a futuro de forma satisfactoria su ciudadanía. Los círculos culturales y literarios que agrupaban a estas mujeres transitaron paulatinamente desde la demanda por la incorporación a la vida pública –especialmente a la educación superior– hacia la necesidad de ampliar sus derechos, profundizando en un discurso que tensionaba el género y perfilaba un marcado ideario feminista.
Así, en 1915 se formó el Círculo de Lectura, liderado por Amanda Labarca, y el Club de Señoras, a cargo de Delia Matte. En ambas organizaciones destacaba la centralidad que fue adquiriendo el derecho a sufragio. A partir del Círculo de Lectura, surge, en 1919, el Consejo Nacional de Mujeres, en el marco de los albores de la lucha sufragista en Latinoamérica. De esta forma, hacia la década de 1920, el sufragio femenino constituía una de las demandas más importantes para las organizaciones de mujeres, de manera transversal.